Augusto Roa Bastos
(Asunción, Paraguay, 1917 - Asunción, 2005)
Contar un cuento (1966)
El baldío
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1966)
—¿Quién me puede decir que eso no
sea cierto? —farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y
circunspecto, adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de
decir y que resultaba increíble aun contado por él.
—Pero hay una realidad que no se
puede falsear impunemente —apuntó alguien no con ánimo de rebatirle, desde
luego, sino de aguijonearlo un poco.
—¿Cómo? —se hizo repetir la frase
apantallándose la oreja con la mano, despectivamente—. Claro, eso que la gente
satisfecha llama la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha
vivido demasiado para saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al
final le queda al que más sabe? Esto... —dijo haciendo sonar las
uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga—. ¿Quién puede adivinar los
móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que
estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos
nada más que por la fuerza de la costumbre. El de ese hombre de barrio de
emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de
vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revolver. ¿Locura de amor, de
celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero? Ahora está de
moda hablar de la realidad. Típico reflejo de inseguridad, de incertidumbre. La
gente quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es
la realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe
todavía. Para mí la realidad es la que queda cuando ha desaparecido toda la
realidad, cuando se ha quemado la memoria de la costumbre, el bosque que nos
impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla.
Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada,
pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear
los ojos. Toquen la punta de esta mesa, o una tecla en el piano. ¿Hay algo más
fantástico que el tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que
vibra un momento y se apaga?... —se puso los dedos sobre los labios para
desinflar despacito la pompa de un eructo—. ¿Y la vida de un hombre?
¿Pero es que alguien sabe de ese condenado a muerte algo más que los garabatos
que deja arañados en las paredes de su celda? Y a veces esos borrones despistan
todavía más porque los cargamos con nuestra propia agonía o indiferencia... —el
picor de la acidez se le demoró un instante en el fruncimiento del ceño, en la
comisura de los labios.
Nos miramos disimuladamente: era
muy raro que el gordo se pusiera patético o sentimental. Ahora mismo sus
ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus palabras.
—¿Saben lo que pasa? Se habla
demasiado. El mundo está envenenado por las palabras. Son la fuente de la mayor
parte de nuestros actos fallidos, de nuestros reflejos, de nuestras
frustraciones. La palabra es la gran trampa. Es muy cierto eso de que empezamos
a morir por la boca como los peces. Yo mismo hablo y hablo. ¿Para qué? Para
sacar nuevas capas a la cebolla. Por ahí no se va a ningún lado. Habría que
encontrar un nuevo lenguaje, y mejor todavía un lenguaje de silencio en el que
nos podamos comunicar por levísimos estremecimientos, como los animales —¿no se
dan cuenta qué libres son ellos?—, por leves alteraciones de esta acumulación
de ondas congestionadas que hay en nosotros como un forúnculo a punto de
reventar. Un pestañeo apenas visible resumiría todos los cantos de la
Ilíada, incluso los que se perdieron. Un
pliegue de labios, todo Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes, tan aburridos e
ilegibles ya. Los gestos más largos expresarían los hechos más simples: el
hambre, el odio, la indiferencia. El amor sería aún más simple: una mirada y en
esa mirada, un hombre y una mujer desnudos, desnudos de veras, por dentro y por
fuera, pero conservando todo su misterio... ¡Qué sé yo! No se sabe nada de
nada. En esta carrera nadie tiene la precisa. Pónganle la firma... —su
expresión volvía a ser apacible, neutra—. Si en el país de los ciegos te falta
un ojo, quítate el otro, solía decir mi abuelo, un viejo alcahuete que supo
andar en la lluvia sin mojarse. Y tenía razón. Lo que no quiere decir que un
ciego sea precisamente el testigo de lo invisible, aunque a veces... —se
interrumpió como si de pronto se le hubiese escapado la idea que quería
expresar; y tras una pausa, semblanteándonos fijamente uno por uno—: Ya Séneca
decía hace dos mil años: « ¿Con quién podríamos comunicar?» ¿Y que como sé yo,
por qué no se lo preguntan a Mongo?
Él mismo tenía un aire de
apacible, inerte, fofa irrealidad. Aun en el momento de hablar y mover unas
manos pálidas y blanduzcas de pianista en relâche. Obeso y enorme,
desbordaba el sillón en que se había arrellanado. Su cuerpo estaba anclado en
algo más que en el peso de la carne y su invencible molicie. El mismo aire que
se cernía sobre él parecía aplastarlo, deformarlo, hinchándolo y deshinchándolo
desde adentro en la respiración. En el semblante apoplético la boca, que no
había perdido del todo su bello dibujo, era lo único que resistía la
devastación. Encerrados en la masa de tejido adiposo parecía haber dos hombres
que no querían saber nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían fundido
finalmente, pero aún trataban de contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de
los dos tenía remedio, al menos el uno en el otro. La ronca y monótona voz
servía sin embargo a uno y otro, por igual, sin favoritismos.
—Para qué entonces preguntar,
explicar nada —agregó tras una pausa en la que estuvo mordisqueando la
despachurrada punta del cigarro—. Leonardo hizo un león. Daba algunos pasos,
luego se abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese león... —pero volvió
a callarse. Sobre la cara abotargada jugaba una sonrisa muerta.
Creo que ninguno de nosotros
pensaba en alguna objeción en ese instante, ya olvidados del cuento que había
comenzado a relatar a propósito de unos emigrados que consiguen asesinar al embajador
de su país con la ayuda de un ciego. El gordo sostenía que el ciego había
apuñaleado al militarote, sentenciado desde hacía mucho tiempo por sus actos de
sevicia y por haber organizado y dirigido el aparato de represión del régimen.
El atentado y el crimen eran absurdos e increíbles, según el relato del gordo.
Pero a él no se le podían refutar sus ocurrencias. Había que oírlo simplemente.
No porque fuera incapaz de escuchar a su vez, sino porque uno lo sentía
impermeable a las opiniones, a la incredulidad de los demás. No era quizás
egoísmo o infatuación. Era un desinterés, una indiferencia parecida a la
desesperanza, que él trataba de disimular con el humor de un sarcasmo vuelto
otra vez inocente. Más de una vez sospeché que era un poco sordo y que se
defendía de esa manera de la humillación de admitirlo.
Lo que acababa de decir, por
ejemplo, no tenía ninguna relación con lo que anteriormente estaba diciendo.
Pero él saltaba así de un tema a otro sin transición, o buscándonos el
«pálpito» en medio de bruscas interrupciones, de largos e impenetrables
silencios, entre sorbo y sorbo de ginebra, tras los cuales hacía girar la copa
con una especie de rítmico tecleo de sus uñas en el vidrio. Nunca se sabía
cuándo decía un chiste o recordaba una anécdota, ni en qué momento concluía un
cuento y empezaba otro sacándolo del anterior, «despellejando la cebolla». Pero
nunca conseguimos hacerle contar por qué había dejado su carrera de concertista
de piano, en la que llegó a alcanzar cierto renombre, luego de aquella gira por
las ciudades del interior en la que se vio envuelto en un absurdo lío con la
esposa de un gobernador. Lo que se sabía era vago e incierto, y a pesar del
escandalete que adobaron en su momento algunos diaruchos de provincia, era casi
seguro que a él no le cupo otra culpabilidad que la que la confabulación de las
circunstancias pudieron atribuirle. Habían pasado muchos años. Él nunca quiso
hablar de eso. Cuando alguien insinuaba la cosa, se quedaba callado. Los
ojillos enrojecidos, que parecían no tener iris, parpadeaban lacrimosos,
renuentes, y se quedaban amodorrados un largo rato. Pero uno de nosotros
descubrió una vez, entre las páginas de un diccionario de música, la fotografía
de una hermosa mujer con una dedicatoria un poco cursi e ingenua que delataba a
la dama provinciana de la historia. Un tiempo después la fotografía desapareció
también, y en su lugar el gordo colocó una obscena viñeta recortada de
cualquier revista de pornografía barata, para irrisión de futuras
indiscreciones.
No teníamos más remedio que
aguantarlo. Lo escuchábamos impacientes y ávidos porque siempre podíamos
aprovechar algo en nuestras colaboraciones para las revistas. Su repertorio era
inagotable. Jamás repetía sus cuentos. Creo que los inventaba y olvidaba
adrede. Nosotros traficábamos con su desmemoriada prodigalidad, si bien casi
siempre teníamos que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e inventaba,
completando esas frases que se comía, esas palabras que eran inentendibles
gorgoteos, esos silencios cargados de astuta intención, abiertos a toda clase
de pistas falsas y contradictorias alusiones. Él se divertía a nuestra costa,
eso era seguro, atormentándonos con su endiablada, voluble, casi indescifrable
manera de contar. El gordo se reiría en sus adentros de nosotros, pero el
irregular balanceo de su abdomen lo disimulaba muy bien.
Esa noche no éramos muchos. Tres
o cuatro a lo sumo. Hacía calor. Estaba más lúcido e inerte que de costumbre.
Hablaba, bebía y callaba. La gruesa nariz y la frente que se extendía hacia la
calva orlada de ralos cabellos grises estaban punteadas de incontables gotitas.
Se pasaba la mano, borroneaba la floja piel, pero las puntitas volvían a brotar
en seguida. Me parece estar viéndolo todavía.
Contó varios cuentos. Quizás
fueran uno solo, como siempre, desdoblado en hechos contradictorios, desgajado
capa tras capa y emitiendo su picante y fantástico sabor. Luego de la alusión a
la realidad insondable y al león lleno de lirios de Leonardo da Vinci, empezó a
relatarnos la historia del hombre que había soñado el lugar de su muerte. La
contó de un tirón, sin más interrupciones ni digresiones. El hombre vio en
sueños el lugar donde había de morir. Al principio no se entendía muy bien
dónde era. Pero el gordo, contra su costumbre, se explayó al final en una
prolija descripción. Contó que el hombre vivió después temblando de encontrarse
en la realidad con el sitio predestinado y fatal. Contó el sueño a varios
amigos. Todos coincidieron en que no debía darse importancia a los sueños.
Acudió a un psicoanalista que sólo consiguió aterrarlo aún más. Acabó
encerrándose en su casa. Una noche recordó bruscamente el sitio del sueño. Era
su propio cuarto en su casa.
La voz del gordo se quebró en un
ronquido. Señaló algo con la mano, delante de sí. Giramos la mirada siguiendo
el gesto torpe y pesado, sin comprender todavía. No había nadie en el hueco de
la puerta, pero por un instante yo sentí en la nuca una ráfaga fría. Pensamos
en alguna nueva ocurrencia del gordo. Sólo cuando nos volvimos hacia él comprendimos
de golpe: lo que el gordo había descrito punto por punto era el cuarto en que
estábamos. Tenía la cara pálida, viscosa. El húmedo cigarro se le había caído
sobre el pecho que ahora ya no se hamacaba en el blando jadeo. Los ojillos
vidriosos se hallaban clavados en nosotros con una burlona sonrisa.
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