Mario
Benedetti
(1920— )
SE
ACABÓ LA RABIA
(Montevideanos, 1959)
Aunque la piernadel hombre apenas
se movía, Fido, debajo de la mesa, apreciaba grandemente esa caricia en
los alrededores del hocico. Esto era casi tan agradable como recoger
pedacitos de carne asada directamente de las manos del amo. Hacía ya dos
años que, en contra de su vocación y de su contextura (patas gruesas y
firmes, cogote robusto, orejas afiladas), Fido se había convertido en un
perro de apartamento, condición que parecía avenirse mejor con los
cuzcos afeminados, histéricos y meones, que desprestigiaban el segundo
piso.
Fido no pertenecía a una raza
definida, pero era un animal disciplinado, consciente, que por lo general
aplazaba sus necesidades hasta el mediodía, hora en que lo sacaban a la
vereda para que afectuara su revista de árboles. Sabía, además, cómo
aguantarse en dos patas hasta recibir la orden de descanso, traer el
diario en la boca todas las mañanas, emitir un ladrido barítono cuando
sonaba el timbre y servir de felpudo a su dueño y señor cuando éste
volvía del trabajo. Pasaba la mayor parte del día echado en un rincón
del comedor o sobre las baldosas del cuarto de baño, durmiendo o
simplemente contemplando el verde sedante de la bañera.
Por lo general, no molestaba. Cierto
que no sentía un afecto especial hacia la mujer, mas como era ella quien
se preocupaba de prepararle el sustento y de renovarle el agua, Fido
hipócritamente le lamía las manos alguna vez al día, a fin de no
perturbar servicios tan vitales. Su preferido era, naturalmente, el
hombre, y cuando éste, después de almorzar, acariciaba la nuca o la
cintura o los senos de la mujer, el perro se agitaba, celoso y receloso,
en el rincón más sombrío del comedor.
Los grandes momentos del día eran,
sin duda: las dos comidas, el paseo diurético por la vereda, y
especialmente, este solaz después de la cena, cuando el hombre y la mujer
charlaban, distraídos, y él sentía junto al hocico el roce afectuoso de
los pantalones de franela.
Pero esta noche Fido estaba
extrañamente inquieto. El golpeteo de la cola no era, como en otras
sobremesas, una señal de mimo y reconocimiento, una treta habitual de
perro viejo. En esta noche el pasado inmediato pesaba sobre él. Una serie
de imágenes, bastante recientes, se habían acumulado en sus ojitos
llorosos y experimentados. En primer término: el Otro. Sí, una tarde en
que estaba solo en el apartamento, durmiendo su siesta frente a la
bañera, la mujer llegó acompañada del Otro. Fido había ladrado sin
timidez, se había comportado como un profeta. El tipo lo había llamado
repetidas veces en un falsete cariñoso, pero a él no le gustaban ni
aquellos cortantes pantalones negros ni el antipático olor del hombre.
Dos o tres veces pudo dominarse y se acercó husmeando, pero al final se
había retirado a su rincón del comedor, donde el olor de la frutera era
más fuerte que el del intruso.
Esa vez la mujer sólo había hablado
con el Otro, aunque se había reído como nunca. Pero otro día en que
ella estaba sola con Fido y apareció el tipo, se habían tomado de las
manos y terminaron abrazándose. Después, aquella cara redonda, con
bigote negro y ojos saltones, apareció cáda vez con más frecuencia.
Nunca pasaban al dormitorio, pero en el sofá hacían cosas que le traían
a Fido violentas nostalgias de las perritas de cierta chacra en que
transcurriera su cachorrez.
Una tarde —quién sabe por qué—
volvieron a notar su presencia. Desde el comienzo, Fido había comprendido
que no debía acercarse, que los ladridos proféticos del primer día no
podían repetirse. Por su propio bien, por la continuidad de los servicios
vitales, por el ansiado paseo a la vereda. No lamía la mano de nadie,
pero tampoco molestaba. Y, sin embargo, ellos habían advertido su
presencia. En realidad, fue la mujer, y era natural, porque con el tipo no
tenía nada en común. Acaso ella tuvo especial conciencia de que el perro
existía, de que estaba presente, de que era un testigo, el único. Fido
no tenía nada que reprocharle, mejor dicho, no sabía que tenía algo
para reprocharle pero estaba allí, en el baño o en el comedor, mirando.
Y bajo esa mirada húmeda, lagañosa,
la mujer acabó por sentirse inquieta y no tardó en ser atrapada por un
odio violento, insoportable.
Naturalmente, poco de esto había
llegado a Fido. Pero una cosa lo alcanzaba y era el rencor con que se le
trataba, la desusada rabia con que se admitía su obligada vecindad.
Y ahora que recibía la diaria cuota
de afecto, ahora que sentía junto al hocico el roce y el olor preferidos,
se sabía protegido y seguro. Pero, ¿y después? Su problema era un
recuerdo, el más cercano. Hacía un día, dos, tres -un perro no rotula
el pasado- el tipo había tenido que irse con apuro (¿por qué?) y había
dejado olvidada la cigarrera, una cosa linda, dorada, muy dura, sobre la
mesita del living.
La mujer la había guardado, también
con apuro (¿por qué?) bajo una cortina de la despensa. Y allí, no bien
estuvo solo, fue a olfatearla Fido. Aquello tenía el olor desagradable
del tipo, pero era dura, metálica, brillante, una cosa cómoda de lamer,
de empujar, de hacer sonar contra las tablas del piso.
La pierna del hombre no se movió
más. Fido entendió que por hoy la fiesta había concluido. Perezosamente
fue estirando las patas y se levantó. Lamió todavía un pedacito de
tobillo que estaba al descubierto, entre el calcetín raído y el
pantalón. Después se fue sin gruñir ni ladrar, con paso lento y
reumático, a su rincón tranquilo.
Pero sucedió entonces algo
inesperado. La mujer entró al dormitorio y regresó en seguida. Ella y el
hombre hablaron, al principio relativamente calmos, después a los gritos.
De pronto la mujer se calló, descolgó el saco de la percha, se lo puso a
los tirones y —sin que el hombre hiciera ningún ademán para impedirlo—
salió a la calle, dando un portazo tan violento que el perro no tuvo más
remedio que ladrar.
El hombre quedó nervioso,
concentrado. A Fido se le ocurrió que éste era el momento. Nada de
venganza; en realidad, no sabía qué era. Pero el instinto le indicaba
que éste era el momento.
El hombre estaba tan ensimismado, que
no advirtió en seguida que el perro le tiraba de los pantalones. Fido
tuvo que recurrir a tres cortos ladridos. Su intención era clara y el
hombre, después de vacilar, lo siguió con desgano. No fue muy lejos.
Hasta la despensa. Cuando el perro apartó la cortina, el hombre sólo
atinó a retroceder, después se agachó y recogió la cigarrera.
En realidad, Fido no esperaba nada.
Para él, su hallazgo no tenía demasiada importancia. De modo que cuando
el hombre dio aquel bárbaro puñetazo contra la pared y se puso a gritar
y a llorar como un cuzco del segundo piso, no pudo menos que, también
él, retroceder asustado ante la conmoción que provocara. Se quedó
silencioso, pegado al marco de la puerta, y desde allí observó cómo el
hombre, con los dientes apretados, gritaba y gemía. Entonces decidió
acercarse y lamerlo con ternura, como era su deber.
El hombre levantó la cabeza y vio
aquel rabo movedizo, aquel cargoso que venía a compadecerlo, aquel
testigo. Todavía Fido jadeó satisfecho, mostrando la lengua húmeda y
oscura. Después se acabó. Era viejo, era fiel, era confiado. Tres pobres
razones que le impidieron asombrarse cuando el puntapié le reventó el
hocico.
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