Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre de 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)


Acaso irreparable
(La muerte y otras sorpresas, 1968)

      Cuando los parlantes anunciaron que las Líneas Centroamericanas de Aviación postergaban por veinticuatro horas su vuelo número 914, Sergio Rivera hizo un gesto de impaciencia. No ignoraba, por supuesto, la clásica argumentación: siempre es mejor una demora impuesta por la prudencia que una dificultad («acaso irreparable») en pleno vuelo. De cualquier manera, esta demora complicaba bastante sus planes con respecto a la próxima escala, donde ya tenía citas concertadas para el siguiente mediodía.
      Decidió autoimponerse la resignación. La afelpada voz femenina del parlante seguía diciendo ahora que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para que cenaran, pernoctaran y desayunaran en el Hotel Internacional, cercano al Aeropuerto. Nunca había estado en este país eslavo y no le habría desagradado conocerlo, pero por una sola noche (y aunque el Banco del aeropuerto estaba atendiendo a los pasajeros en tránsito) no iba a cambiar dólares. De modo que fue hasta el mostrador de LCA, hizo cola para recibir los vales y decidió no pedir ni un solo extra durante la cena.

       Nevaba cuando el ómnibus los dejó frente al Hotel. Pensó que era la segunda vez que veía nieve. La otra había sido en Nueva York, en un repentino viaje que debió realizar (al igual que éste, por cuenta de la Sociedad Anónima) hacía casi tres años. El frío de dieciocho bajo cero, que primero arremetió contra sus orejas y luego lo sacudió en un escalofrío integral, le hizo añorar la bufanda azul que había dejado en el avión. Menos mal que las puertas de cristal se abrieron antes de que él las tocara, y de inmediato una ola de calor lo reconfortó. Pensó que en ese momento le hubiera gustado tener cerca a Clara, su mujer, y a Eduardo, su hijo de cinco años. Después de todo, era un hombre de hogar.
      En el restorán, vio que había mesas para dos, para cuatro y para seis. Él eligió una para dos, con la secreta esperanza de comer solo y así poder leer con tranquilidad. Pero simultáneamente otro pasajero le preguntó: «¿Me permite?», y casi sin esperar respuesta se acomodó en el lugar libre.
      El intruso era argentino y tenía un irrefrenable miedo a los aviones. «Hay quienes tienen sus amuletos», dijo, «sé de un amigo que no sube a un avión si no lleva consigo cierto llavero con una turquesa. Sé de otro que viaja siempre con una vieja edición de Martín Fierro. Yo mismo llevo conmigo, aquí están, ¿las ve?, dos moneditas japonesas que compré, no se ría, en el Barrio Chino de San Francisco. Pero a mí no hay amuleto que me serene de veras».
      Rivera empezó contestando con monosílabos y leves gruñidos, pero a los diez minutos ya había renunciado a su lectura y estaba hablando de sus propios amuletos. «Mire, mi superstición acaba de sufrir la peor de las derrotas. Siempre llevaba esta Sheaffer's pero sin tinta, y había una doble razón: por un lado no corría el riesgo de que me manchara el traje, y, por otro, presentía que no me iba a pasar nada en ningún vuelo mientras la llevara así, vacía. Pero en este viaje me olvidé de quitarle la tinta, y ya ve, pese a todo estoy vivo y coleando.» Le pareció que el otro lo miraba sin excesiva complicidad, y entonces se sintió obligado a agregar: «La verdad, es que en el fondo soy un fatalista. Si a uno le llega la hora, da lo mismo un Boeing que la puntual maceta que se derrumba sobre uno desde un séptimo piso». «Sí», dijo el otro, «pero así y todo, prefiero la maceta. Puede darse el caso de que uno quede idiota, pero vivo».
      El argentino no terminó el postre («¿quién dijo que en Europa saben hacer el mousse de chocolate?») y se retiró a su habitación. Rivera ya no estaba en disposición de leer y encendió un cigarrillo mientras dejaba que se asentara el café a la turca. Se quedó todavía un rato en el comedor, pero cuando vio que las mesas iban quedando vacías, se levantó rápidamente para no quedar último y se fue a su pieza, en el segundo piso. El pijama estaba en la valija, que había quedado en el avión, así que se acostó en calzoncillos. Leyó un buen rato, pero Agatha Christie despejó su enigma mucho antes de que a él le viniera el sueño. Como señalahojas usaba una foto de su hijo. Desde una lejana duna de El Pinar, con un baldecito en la mano y mostrando el ombligo, Eduardo sonreía, y él, contagiado, también sonrió. Después apagó la veladora y encendió la radio, pero la enfática voz hablaba una lengua endiablada, así que también la apagó.
      Cuando sonó el teléfono, su brazo tanteó unos segundos antes de hallar el tubo. Una voz en inglés dijo que eran las ocho y buenos días y que los pasajeros correspondientes al vuelo 914 de LCA serían recogidos en la puerta del hotel a las 9 y 30, ya que la salida del avión estaba anunciada «en principio» para las 11 y 30. Había tiempo, pues, para bañarse y desayunar. Le molestó tener que usar, después de la ducha, la misma ropa interior que traía puesta desde Montevideo. Mientras se afeitaba, estuvo pensando cómo se las arreglaría para intercalar en el resto de la semana las entrevistas no cumplidas. «Hoy es martes 5», se dijo. Llegó a la conclusión de que no tenía más remedio que establecer un orden de prioridades. Así lo hizo. Recordó las últimas instrucciones del Presidente del Directorio («no se olvide, Rivera, que su próximo ascenso depende de cómo le vaya en su conversación con la gente de Sapex») y decidió que postergaría varias entrevistas secundarias para poder dedicar íntegramente la tarde del miércoles a los cordiales mercaderes de Sapex, quienes, a la noche, quizá lo llevaran a aquel cabaret cuyo strip-tease tanto había impresionado, dos años atrás, al flaco Pereyra.
      Desayunó sin compañía, y a las nueve y media, exactamente, el ómnibus se detuvo frente al Hotel. Nevaba aun más intensamente que la víspera, y en la calle el frío era casi insoportable. En el aeropuerto, se acercó a uno de los amplios ventanales y miró, no sin resentimiento, cómo el avión de LCA era atendido por toda una cuadrilla de hombres en mameluco gris. Eran las doce y quince cuando la voz del parlante anunció que el vuelo 914 de LCA sufría una nueva postergación, probablemente de tres horas, y que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para almorzar en el restorán del aeropuerto.
      Rivera sintió que lo invadía un vaho de escepticismo. Como siempre que se ponía nervioso, eructó dos veces seguidas y registró una extraña presión en las mandíbulas. Luego fue a hacer cola frente al mostrador de LCA. A las 15 y 30, la voz agorera dijo, con envidiable calma, que «debido a desperfectos técnicos, LCA había resuelto postergar su vuelo 914 hasta mañana, a las 12 y 30». Por primera vez, se escuchó un murmullo, de entonación algo agresiva. El adiestrado oído de Rivera registró palabras como «intolerable», «una vergüenza», «qué falta de consideración». Varios niños comenzaron a llorar y uno de los llantos fue bruscamente cortado por una bofetada histérica. El argentino miró desde lejos a Rivera y movió la cabeza y los labios, como diciendo: «¿Qué me cuenta?». Una mujer, a su izquierda, comentó sin esperanza: «Si por lo menos nos devolvieran el equipaje».
      Rivera sintió que la indignación le subía a la garganta cuando el parlante anunció que en el mostrador de LCA el personal estaba entregando vales para la cena, la habitación y el desayuno, todo por gentileza de la Compañía. La pobre muchacha que proporcionaba los vales debía sostener una estúpida e inútil discusión con cada uno de los pasajeros. Rivera consideró más digno recibir el vale con una sonrisa de irónico menosprecio. Le pareció que, con una ojeada fugaz, la muchacha agradecía su discreto estilo de represalia.
      En esta ocasión Rivera llegó a la conclusión de que su odio se había vuelto comunicativo y se sentó a cenar en una mesa de cuatro. «Fusilarlos es poco», dijo, en plena masticación, una señora de tímida y algo ladeada peluca. El caballero que Rivera tenía enfrente, abrió lentamente el pañuelo para sonarse; luego tomó la servilleta y se limpió el bigote. «Yo creo que podrían transferirnos a otra compañía», insistió la señora. «Somos demasiada gente», dijo el hombre del pañuelo y la servilleta. Rivera aventuró una opinión marginal: «Es el inconveniente de volar en invierno», pero de inmediato se dio cuenta de que se había salido de la hipótesis de trabajo. A ella, por supuesto, se le hizo agua la boca: «que yo sepa, la Compañía no ha hecho ninguna referencia al mal tiempo. ¿Acaso usted no cree que se trata de una falla mecánica?». Por primera vez se escuchó la voz (ronca, con fuerte acento germánico) del cuarto comensal: «Una de las azafatas explicó que se trata de un inconveniente en el aparato de radio». «Bueno», admitió Rivera, «si es así, la demora parece explicable, ¿no?».
      Allá, en el otro extremo del restorán, el argentino hacía grandes gestos, que Rivera interpretó como progresivamente insultantes para la Compañía. Después del café, Rivera fue a sentarse frente a los ascensores. En el salón del séptimo piso debía haber alguna reunión con baile, ya que de la calle entraba mucha gente. Después de dejar en el guardarropa todo un cargamento de abrigos, sombreros y bufandas, esperaban el ascensor unos jovencitos elegantemente vestidos de oscuro y unas muchachas muy frescas y vistosas. A veces bajaban otras parejas por la escalera hablando y riendo, y Rivera lamentaba no saber qué broma estarían festejando. De pronto se sintió estúpidamente solo, con ganas de que alguna de aquellas parejitas se le acercara a pedirle fuego, o a tomarle el pelo, o a hacerle una pregunta absurda en ese imposible idioma que al parecer tenía (¿quién lo hubiera creído?) sitio para el humor. Pero nadie se detuvo siquiera a mirarlo. Todos estaban demasiado entretenidos en su propio lenguaje cifrado, en su particular y alegre distensión.
      Deprimido y molesto consigo mismo, Rivera subió a su habitación, que esta vez estaba en el octavo piso. Se desnudó, se metió en la cama, y preparó un papel para rehacer el programa de entrevistas. Anotó tres nombres: Kornfeld, Brunell, Fried. Quiso anotar el cuarto y no pudo. Se le había borrado por completo. Sólo recordó que empezaba con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió apagar la luz y trató de dormirse. Durante largo rato estuvo convencido de que ésta iba a ser una de esas nefastas noches de insomnio que años atrás habían sido su tormento. Para colmo, no tenía esta vez el recurso de la lectura. Una segunda Agatha Christie había quedado en el avión. Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor, advirtió que hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer. Cerró los ojos para imponerse el sueño. Hubiera jurado que sólo habían pasado tres minutos cuando, seis horas después, sonó el teléfono y alguien le anunció, siempre en inglés, que el ómnibus los recogería a las 12 y 15 para llevarlos al aeropuerto. Le daba tanta rabia no poder cambiarse de ropa interior, que decidió no bañarse. Incluso tuvo que hacer un esfuerzo para lavarse los dientes. En cambio, tomó el desayuno alegremente. Sintió un placer extraño, totalmente desconocido para él, cuando sacó del bolsillo el vale de la Compañía y lo dejó bajo la azucarera floreada.
      En el aeropuerto, después de almorzar por cuenta de LCA, se sentó en un amplio sofá que, como estaba junto a la entrada de los lavabos, nadie se decidía a ocupar. De pronto se dio cuenta de que una niña (rubia, cinco años, pecosa, con muñeca) se había detenido junto a él y lo miraba. «¿Cómo te llamas?», preguntó ella en un alemán deliciosamente rudimentario. Rivera decidió que presentarse como Sergio era lo mismo que nada, y entonces inventó: «Karl». «Ah», dijo ella, «yo me llamo Gertrud». Rivera retribuyó atenciones: «¿Y tu muñeca?». «Ella se llama Lotte», dijo Gertrud.
      Otra niña (también rubia, tal vez cuatro años, asimismo con muñeca) se había acercado. Preguntó en francés a la alemancita: «¿Tu muñeca cierra los ojos?». Rivera tradujo la pregunta al alemán, y luego la correspondiente respuesta al francés. Sí, Lotte cerraba los ojos. Pronto pudo saberse que la francesita se llamaba Madeleine, y su muñeca, Yvette. Rivera tuvo que explicarle concienzudamente a Gertrud que Yvette cerraba los ojos y además decía mamá. La conversación tocó luego temas tan variados como el chocolate, los payasos y los sendos papás. Rivera trabajó un cuarto de hora como intérprete simultáneo, pero las dos criaturas no le daban ninguna importancia. Mentalmente comparó a las rubiecitas con su hijo y reconoció objetivamente que Eduardo no salía mal parado. Respiró satisfecho.
      De pronto Madeleine extendió su mano hacia Gertrud, y ésta como primera reacción, retiró la suya. Luego pareció reflexionar y la entregó. Los ojos azules de la alemancita brillaron, y Madeleine dio un gritito de satisfacción. Evidentemente, de ahora en adelante ya no hacía falta ningún intérprete, y las dueñas de Lotte e Ivette se alejaron, tomadas de la mano sin despedirse siquiera de quien tanto había hecho por ellas.
      «LCA informa», anunció la voz del parlante, menos suave que la de la víspera pero creando de todos modos un silencio cargado de expectativas, «que no habiendo podido solucionar aún los desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar».
      Rivera se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno. No obstante, debió conformarse con el octavo puesto. Cuando la empleada de la Compañía le extendió el ya conocido papelito, Rivera tuvo la sensación de que había logrado un avance, tal vez algo parecido a un ascenso en la Sociedad Anónima, o a un examen salvado, o a la simple certidumbre del abrigo, la protección, la seguridad.
      Estaba terminando de cenar en el hotel de siempre (una cena que había incluido una estupenda crema de espárragos, más Wienerschnitzel, más fresas con crema, todo ello acompañado por la mejor cerveza de que tenía memoria) cuando advirtió que su alegría era decididamente inexplicable. Otras veinticuatro horas de atraso significaban lisa y llanamente la eliminación de varias entrevistas y, en consecuencia, de otros tantos acuerdos. Conversó un rato con el argentino de la primera noche, pero para éste no había otro tema que el peligro peronista. La cuestión no era para Rivera demasiado apasionante, de modo que alegó una inexplicable fatiga y se retiró a su pieza, ahora en el quinto.
      Cuando quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se encontró con que se acordaba solamente de dos nombres: Fried y Brunell. Esta vez el olvido le causó tanta gracia que la solitaria carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina nadie reclamara silencio. Se tranquilizó pensando que en algún lugar de la valija que estaba en el avión había una libretita con todos los nombres, direcciones y teléfonos. Se dio vuelta bajo aquellas extrañas sábanas con botones y acolchado, y experimentó un bienestar semejante a cuando era niño y, después de una jornada invernal, se arrollaba bajo las frazadas. Antes de dormirse, se detuvo un instante en la imagen de Eduardo (inmovilizada en la foto de las dunas, con el baldecito en la mano) pero la creciente modorra le impidió advertir que no se acordaba de Clara.
      A la mañana siguiente, miró casi con cariño su muda ya francamente sucia, por lo menos en los bordes del calzoncillo y en los tirantes de la camiseta. Se lavó tímidamente los ojos, pero casi enseguida tomó la atrevida decisión de no cepillarse los dientes. Volvió a meterse en la cama hasta que el teléfono dijo su cotidiano alerta. Luego, mientras se vestía, consagró cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la involuntaria demora de sus pasajeros. «Siempre viajaré por LCA», murmuró en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por esa razón tuvo que cerrarlos y cuando los abrió, lo primero que distinguió fue un almanaque en el que no había reparado. En vez de jueves 7, marcaba miércoles 11. Sacó la cuenta con los dedos, y decidió que esa hoja debía pertenecer a otro mes, o a otro año. En ese momento opinó muy mal de la rutina burocrática en los Estados socialistas. Luego se levantó, desayunó, tomó el ómnibus.
      Esta vez sí había agitación en el aeropuerto. Dos matrimonios, uno chileno y otro español, protestaban ruidosamente por las sucesivas demoras y sostenían que, desde el momento que ellos viajaban con un niño y una niña respectivamente, ambos de pocos meses, la Compañía debería ocuparse de conseguirles los pañales pertinentes, o en su defecto facilitarles las valijas que seguían en el avión inmóvil. La empleada que atendía el mostrador de LCA se limitaba a responder, con una monotonía predominantemente defensiva, que las autoridades de la Compañía tratarían de solucionar, dentro de lo posible, los problemas particulares que originaba la involuntaria demora.
      Involuntaria demora. Demora involuntaria. Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer. Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida (que había sido todo lo contrario: urgencia involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro). Recorrió con la vista los letreros del aeropuerto en lenguas varias: Sortie, Arrivals, Ausgang, Douane, Departures, Cambio, Herren, Change, Ladies, Verboten, Transit, Snack Bar. Algo así como su hogar.
      De vez en cuando una voz, siempre femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo paralizado, invicto avión, seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o tornillos, u órdenes.
      «Sabotaje, esto es sabotaje», pasó diciendo un italiano enorme que viajaba en primera. Rivera tomó sus precauciones y se acercó al mostrador de LCA. De ese modo, cuando el parlante anunciara la nueva demora involuntaria, él estaría en el primer sitio para recoger el vale correspondiente a cena, habitación y desayuno.
      Gertrud y Madeleine pasaron junto a Rivera, tomadas de la mano y ya sin muñecas. Las chiquilinas (¿serían las mismas, u otras muy semejantes?, estas rubiecitas europeas son todas iguales) parecían tan conformes como él con la demora involuntaria. Rivera pensó que ya no habría ninguna entrevista, ni siquiera con la gente de ¿cómo era? Se probó a sí mismo tratando de recordar algún nombre, uno solo, y se entusiasmó como nunca cuando verificó que ya no recordaba ninguno.
      También esta vez se encontró con un almanaque frente a él, pero la fecha que marcaba (lunes 7) era tan descabellada, que decidió no darle importancia. Fue precisamente en ese instante que entraron en el vasto hall del aeropuerto todos los pasajeros de un avión recién llegado. Rivera vio al muchacho, y sintió que lo envolvía una sensación de antiguo y conocido afecto. Sin embargo, el adolescente pasó junto a él, sin mirarlo siquiera. Venía conversando con una chica de pantalones de pana verde y botitas negras. El muchacho fue hasta el mostrador y trajo dos jugos de naranja. Rivera, como hipnotizado, se sentó en un sofá vecino.
      «Dice mi hermano que aquí estaremos más o menos una hora», dijo la chica. Él se limpió los labios con el pañuelo. «Estoy deseando llegar.» «Yo también», dijo ella. «A ver si escribís. Quién te dice, a lo mejor nos vemos. Después de todo, estaremos cerca.» «Vamos a anotar ahora mismo las direcciones», dijo ella.
      El muchacho empuñó un bolígrafo, y ella abrió una libretita roja. A dos metros escasos de la pareja, Sergio Rivera estaba inmóvil, con los labios apretados.
      «Anotá», dijo la muchacha, «María Elena Suárez, Koenigstrasse 21, Nuremberg. ¿Y vos?». «Eduardo Rivera, Lagergasse 9, Viena III.» «¿Y cuánto tiempo vas a estar?» «Por ahora, un año», dijo él. «Qué feliz, che. ¿Y tu viejo no protesta?»
      El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio no pudo entender las palabras porque en ese preciso instante el parlante (la misma voz femenina de siempre, aunque ahora extrañamente cascada) informaba: «LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar».
      Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez audible para Sergio: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabés?, en un accidente de aviación».



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar