Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Miss Amnesia
(La muerte y otras
sorpresas, 1968)
La muchacha abrió los ojos y se
sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su
nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la
blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro
y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le
palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte
transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una
plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así
como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía
comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley
Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo
de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente do una
enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo.
Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató
de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó.
Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un
banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero
no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a
pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”,
sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si
además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo,
experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia.
Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le producía desagrado. Tenía
la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa,
corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su
cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el ciclo casi no se
veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron,
defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente
pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún muchacho la
miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero
aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su
vacilación y seguían su camino. Entonces alguien se separó de la
corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado
impecablemente, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó
que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que
aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan
feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y
preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló
largamente. La cara del tipo le ínspiró confianza. En realidad, todo le
inspiraba confianza. “Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no
recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la impresión de que no eran
necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio
que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi
nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo
ella, pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse
aquí. Venga conmigo. ¿Quiere?” Claro que quería. Cuando se
incorporó, miró hacia las palomas que otra vez la rodeaban, y
reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó
suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué
sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista.
Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle.
Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje
era suave, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba
(el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez
separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro.
No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”.
La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban
por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción.
Los autobuses pasaban junto al cordón y a veces provocaban salpicaduras
de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus piernas para limpiarse unas
gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se acordó de la
palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con
ropa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
“Aquí estamos”, dijo el hombre
llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó primero. En
el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la
miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de
confianza. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del
apartamento, la muchacha vio que en la mano derecha él llevaba una
alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo
se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al
abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a
confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a
sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella
recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago
de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la muchacha
recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto
no era armónico, pero estaba en la mejor disposición de ánimo y no se
escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura.
Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó
una carcajada que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora
que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella
volvió a toser y abrió desmesuradamente los ojos. “Ya le dije, no me
acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba cambiando vertiginosamente,
como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón, como si por
debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a
brotar una espesa vulgaridad, una inesperada antipatía. “¿Miss
Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía nada,
pero sintió que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este
absurdo presente como del hermético pasado. “Che, miss Amnesia”,
estalló el hombre en otra risotada, “¿sabes que sos bastante original?
Te juro que es la primera vez que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o
qué?” La mano del hombre llamado Roldán se aproximó. Era la mano
del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá en la
plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cuadrada.
Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La
mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones
que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y
saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se
estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron
inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involuntaria para
incorporarse de un salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre
llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba
hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía: “Mosquita
muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento del
tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en
sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban
de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más.
Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido
whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó
con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia
atrás, se balanceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá verde.
La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del
hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin
romperse), corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó
espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo
acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a
caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con
tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que
olvidarme de esto. Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había
estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Una de las
palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer
ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios
míó haz que me olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza.
hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba.
Cuando la muchacha abrió los ojos, se
sintió apabullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre,
ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en
cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía cartera.
Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de
una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente
vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció
horrible. Desde el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer:
Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No
recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de
serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era
mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo
abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con niños, con
portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de aquel desfile
interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado
impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un
parchecito blanco sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó
ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en
su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre
se acercó y preguntó simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?”
Ella ló contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En
realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la
manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”.
Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y
espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.
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