Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Aquí se respira bien
(Montevideanos, 1959)
—¿Nos sentamos en éste? —pregunta
el Viejo.
—Mejor aquél. Tiene más sombra.
Por más que nadie intenta
arrebatárselo, Gustavo se cree obligado a correr para asegurarse el
usufructo del banco. El padre llega después, sin apuro, con el saco en el
brazo.
—Se respira bien en este rinconcito—dice,
y para demonstrarlo resopla ostensiblemente. Luego se acomoda, saca la
tabaquera y arma un cigarrillo entre las piernas abiertas.
A las diez de la mañana de un
miércoles, el Prado está tranquilo. Tranquilo y desierto. Hay momentos
tan calmos que el ruido más cercano es el galope metálico de un tranvía
de Millán. Luego un viento cordial hace cabecear dos pinos gemelos y
arrastra algunas hojas sobre el césped soleado. Nada más.
—¿Cuándo empezás a trabajar?
—Mañana.
El padre humedece la hojilla y
sonríe para sí mismo, distraído.
—Si estuvieras siempre en casa…
como estos días…
—¿Te gustaría estar con el Viejo,
eh?
Gustavo recoge como un premio el tono
de camaradería. Una bocanada de ternura lo obliga a decir algo, cualquier
cosa.
—¿Qué hacés en la oficina?
—Y… trabajo.
—Pero… ¿en qué trabajás?
—Informo expedientes, firmo
resoluciones.
Por un instante, Gustavo imagina a su
padre trepado en un alto pupitre, firmando resoluciones, informando
expedientes, todos voluminosos como la Historia Sagrada. Pero en seguida
acomoda la imagen en su modesta realidad.
—Entonces… ¿sos un jefe?
—Claro.
El muchacho se echa hacia atrás, con
las manos en la cintura, recorriendo posesivamente el cinturón de
elástico azul. A menudo el Viejo le trae regalitos. Siempre adivina cuál
es la menudencia que él desea con máximo fervor.
—Cuando pase el examen de ingreso,
podría entrar en tu oficina.
El padre ríe, complacido.
—Estás loco. A tu edad no se
puede. Y además, yo quiero que estudies.
El Viejo mira los pinos gemelos y
echa humo por la nariz. Gustavo sabe con absoluta precisión qué se
espera de él.
—¿Qué materia te gusta más?
—Historia.
Mentira. Le gustan las cuentas. Pero
confesarlo equivale a seguir arquitectura. O ingeniería, como le pasó al
hermano del Tito.
—No hay ninguna carrera que se base
en la historia.
—Por eso mismo… lo mejor será
que me emplee en tu oficina.
El padre suelta una carcajada.
Evidentemente está encantado con la maniobra.
—Así que historia, ¿eh…? Si no
supiera que multiplicás y dividís como una maquinita…
Gustavo se pone colorado. No le hace
gracia el elogio. Él quiere entrar en la oficina, colocarse junto al
enorme pupitre del padre, alcanzarle los expedientes para que los autorice
y pasar el secante sobre la firma.
—No te recomiendo la oficina —dice
el Viejo, que después de muchas maniobras ha conseguido escupir una hebra
de tabaco.
Al final del camino, hamacándose
lentamente como un pato, ha aparecido un hombre de oscuro, un importuno.
—Mamá dijo una vez que no vale la
pena estudiar.
—Tu madre, la pobre, está cansada
y a veces no sabe lo que dice.
—Pero…
—En cambio vos no estás cansado y
a mí no me gusta oírte hablar así.
El padre se ha puesto serio y Gustavo
se siente disminuido. El hombre—pato ahora está cerca y se ha detenido
a observar una araucaria.
—¿Y no podría ser… que
estudiase… y además… trabajase contigo?
—¿Y no podría ser —parodia
deliberadamente el Viejo— que te quedaras tranquilo? Total… sólo
tenemos ocho años más para pensarlo.
Gustavo sabe que, como siempre, el
padre está en lo cierto. Tiene la sensación de que está representando
el papel del tonto. Sin embargo, ahora también el padre sonríe,
comprensivo. Sonríe con sus labios delgados y también con sus ojos
grises, bondadosos.
El hombre—pato se ha detenido
frente a ellos.
—Hola —dice.
—Hola —dise el Viejo, que no lo
había visto acercarse.
—¿Así que éste es su chico?
—Sí.
Evidentemente, el Viejo está
molesto. El hombre—pato tiene ojos mezquinos. Le tiende a Gustavo su
mano pegajosa.
—Mire qué casualidad encontrarlo
aquí… ¿Está de licencia?
—Sí.
—Yo tenía que cobrar unas
cuentitas por Larrañaga, pero el sol está tan agradable, que me decidí
a cruzar por este lado.
—Cierto, aquí se respira bien —comenta
el Viejo, por decir algo.
También Gustavo está incómodo.
Daría cualquier cosa para que el tipo se esfumase. Pero no, se ha
establecido. Gustavo se fija en los detalles. Del bolsillo del saco de
asoma un pañuelo que debiera ser blanco. El pantalón tiene sobre la
rodilla un zurcido grosero y evidente.
—¿Y cuándo vuelve?
—Mañana.
—Bueno, entonces iré a verlo.
El padre se agita. Tira el cigarrillo
y lo aplasta con el zapato. De pronto hace un gesto raro, como señalando
al chico. Gustavo no entiende el ademán, pero comprende perfectamente que
el padre está molesto. El tipo, en cambio, no ve nada.
—Tengo que llevarle un regalito…
¿eh…? Para que camine aquella orden de pago…
Ahora el padre hace un gesto
desesperado.
—Mañana hablamos. Mañana.
Gustavo siente que se le va la
cabeza, pero tiene una horrible curiosidad. Una vez le había dado al
pecoso Farías un rabioso puñetazo en la nariz, sólo porque había
dicho: «Anoche en la cena, papá dijo que tu viejo es buena pieza.»
—Si no recuerdo mal, es un papelito
de cien…, ¿qué le parece?
—Mañana hablamos. Mañana.
Gustavo nota que el padre ha
envejecido diez años. Se ha puesto otra vez el saco, ha juntado las
piernas y está doblado hacia adelante.
Al fin, el tipo ha comprendido a
medias.
—Bueno, me voy. Adiós amigo.
El Viejo no responde. Gustavo toca
apenas la mano blanda y pegajosa. El hombre—pato se aleja, hamacándose
lentamente, disfrutando del sol. Atrás, le cuelga el forro descosido del
saco.
Sin hacer un gesto, el padre se
levanta y empieza a caminar en dirección opuesta a la del tipo. Gustavo
siente ahora en su mano la palma seca, rugosa, del Viejo. A veces, la
madre le toma el pelo porque a él todavía le gusta que lo lleven de la
mano.
Sin levantar la vista, el padre
carraspea, y el muchacho intuye que algo le va a ser explicado. Quisiera
pedir a Dios que algo le sea explicado.
—Mejor no le digas a tu madre que
encontramos a éste…
—No —dice Gustavo.
Aún no sabe exactamente qué le
está pasando. Por lo pronto, libera su mano, la mete en el bolsillo del
pantalón y se muerde el labio hasta hacerlo sangrar.
(1955)
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