Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre de 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
El cambiazo
(La muerte y otras
sorpresas, 1968)
Mierda con ellos. Me las van a pagar todas juntas. No importa que, justo ahora, cuando voy a firmar la decimoctava orden de arresto, se me rompa el bolígrafo. Me cago en la putísima. Y el imbécil que pregunta: «¿Le consigo otro, mi coronel?». Por hoy alcanza con diecisiete. Ayer Vélez recobró la libertad convertido en un glorioso guiñapo: los riñones hechos una porquería, un brazo roto, el ojo tumefacto, la espalda en llaga. Ya designé, por supuesto, la correspondiente investigadora para que informe sobre las irregularidades denunciadas por ciertos órganos de la prensa nacional. Algún día tendrán que aprender que el coronel Corrales no es un maricón como sus predecesores sino un jefe de policía con todo lo que hace falta
hipnotizada frente al televisor, Julita no se atreve ni a parpadear. No es para menos. Lito Suárez, con su rostro angelical y sus puñitos cerrados, ha cantado «Siembra de luz» y enseguida «Mi corazón tiene un remiendo». Grititos semejantes a los de la juvenil teleaudiencia salen también de la boca de Julita, quien para una mejor vocalización acomoda el bombón de menta al costado de la muela. Pero ahora Lito se pone solemne: «Hoy tengo una novedad y se llama «El cambiazo». Es una canción y también es un juego. Un juego que jugaremos al nivel de masas, al nivel de pueblo, al nivel de juventud. ¿Qué les parece? Voy a cantarles «El cambiazo». Son sólo cuatro versos. Durante la semana que empezará mañana, lo cantaremos en todas partes: en las aulas, en la calle, en la cama, en el ómnibus, en la playa, en el café. ¿De acuerdo? Luego, el domingo próximo, a esa misma hora, cambiaremos el primero de los cuatro versos. De las propuestas por escrito que ustedes me hagan llegar, yo elegiré una. ¿Les parece bien?». Síííííííí, chilla la adicta, fanática, coherente adolescencia. «Y así seguiremos todas las semanas hasta transformar completamente la cuarteta. Pero tengan en cuenta que en cada etapa de su transformación, la estrofa tendrá que cumplir una doble condición: variar uno de sus versos, pero mantener un sentido total. Es claro que la cuarteta que finalmente resulte, quizá no tenga el mismo significado que la inicial; pero ahí es justamente donde reside el sabor del juego. ¿Estamos?» Sííííííí. «Y ahora les voy a cantar el texto inicial.» Julita Corrales traga por fin el bombón para no distraerse y además para concentrase en la memorización del Evangelio según San Lito. «Paraquená dieeee loimpida, paraquetuá mooooooor despierte, paravosmí voooooooz rendida, paramisó loooooo quererte.» Julita se arrastra hasta la silla donde ha dejado el draipén y el block, anota nerviosamente la primera variante que se le ocurre, y antes de que el seráfico rostro del cantante desaparezca entre los títulos y los créditos finales del programa «Lito con sus muchachos», ya está en condiciones de murmurar para sí misma. «Paraquevén gaaaaaaaaaaas querida, paraquetuá mooooooor despierte, paravosmí vooooooooooz rendida, paramisó loooooooooo quererte
decime, podridito, ¿vos te creés que me chupo el dedo? Ustedes querían provocar el apagón, ¿no es cierto? Seguro que al buenazo de Ibarra se la hubieran hecho. Pero yo soy un jefe de policía, no un maricón. Conviene que lo aprendas. ¿Tenés miedo, eh? No te culpo. Yo no sólo tendría miedo sino pánico frente al coronel Corrales. Pero resulta que el coronel Corrales soy yo, y el gran revolucionario Menéndez sos vos. Y el que se caga de miedo también sos vos. Y el que se agarra la barriga de risa es otra vez el coronel Corrales. ¿Te parece bien? Decímelo con franqueza, porque si no te parece bien volvemos a la electricidad. Sucede que a mí no me gustan los apagones. A mí me gustan los toquecitos eléctricos. Me imagino que todavía te quedarán güevos. Claro que un poco disminuidos, ¿verdad? ¿Quién te iba a decir que los güevos de avestruz se podían convertir en güevos de paloma? Así que apagón. Buena pieza. Me imagino que ustedes, cuando conciben estas hermosas películas en que son tan cojonudos, también tendrán en cuenta los riesgos. Vos estás ahora en la etapa del riesgo. Pregunta número uno: ¿quién era el enlace para el apagón? Pregunta número dos: ¿dónde estuviste el jueves pasado, de seis a siete y veinticinco? Pregunta número tres: ¿hasta cuándo creés que durará tu discreción? Pregunta número cuatro: ¿te comieron la lengua los ratones, tesoro?
se muerde las uñas, pero lo hace con personalidad. Empieza por los costados, a fin de no arruinar demasiado la aceptable media luna creada por el fino trabajo de la manicura. De todos modos, se come las uñas y sus razones tiene. Lito Suárez va a anunciar cómo ha quedado «El cambiazo» después de la primera transformación. «Durante una semana todos hemos cantado la canción que les enseñé el domingo pasado. La oí cantar hasta en el Estadio. Hasta en la sala de espera del dentista. Muy bien. Justamente era eso lo que yo quería. Recibí cinco mil cuatrocientas setenta y tres propuestas para cambiar el primer verso. En definitiva, elegí ésta: Paraqueseá braaaaaaaaa laherida.» Hiiiiiiii, dice la muchedumbrita del Canal. «De modo que pórtense bien y canten «El cambiazo» desde ahora hasta el próximo domingo, tal como yo lo voy a cantar ahora: Paraqueseá braaaaaaaaa laherida, paraquetuá moooooor despierte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó loooooooo quererte.» Decepcionada, Julita deja de comerse las uñas. Su brillante propuesta quedó entre las cinco mil cuatrocientas setenta y dos desechadas. «Dentro de una semana sustituiremos el segundo verso. ¿De acuerdo?» Sííííííí, chilla la juventud.
el coronel muestra los dientes. «Sí, Fresnedo, estoy con ustedes. Las nuevas canciones son una idiotez. Pero, ¿qué hay de malo en eso? La verdad es que la muchachada se entretiene, se pone juvenilmente histérica, pide autógrafos, besa fotografías, y mientras tanto no piensa. Me imagino que también usted habrá escuchado la imbecilidad de esta semana. ¿Cómo es? Espere, espere. Si hasta yo me la sé de memoria. Paraqueseá braaaaaa laherida, paraquetuá moooooor despierte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó looooooo quererte. Siempre es mejor que canten eso y no la Internacional.» «Perdone, mi coronel, pero usted no está al día. A partir del domingo pasado cambió el segundo verso. Ahora es así: Paraqueseá braaaaaaaa la herida, paraqueusé moooooos la suerte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó looooooo quererte
por fin ha conseguido una imagen de Lito. Un ángel, eso es. Besa la foto con furia, con ternura, también con precauciones para no humedecerla demasiado. Papá se burla, claro. Papá es viejo, no entiende nada. Papá el pobre es militar, y se ocupa de presos, de política, de sanear el país. Papá no tiene sentido del ritmo, a lo sumo tararea algún tango bien calandraca. Papá no entiende a los jóvenes, tía Ester tampoco. La diferencia es que tía ni siquiera entiende a los viejos. Lito es divino, divino, y cómo nos entiende. Hiiiiiiiiiii. ¿Cómo sería papá a los dieciséis años? ¿Tendría las mismas arrugas y manías que ahora? Y a mí qué me importa. Lo principal es inventar el tercer verso. Tiene que acabar en ida. Por ejemplo: paratidés cooooooooooooo nocida, o también: paralanó cheeeeeeeeeeen cendida, o quizá paratufé miiiiiii guarida. No, queda confuso. Y además no va bien con el cuarto verso, y Lito recomendó que siempre debía ser coherente. ¿Y si fuera: paratusuer teeeeeeee miherida? Qué estúpida. Ya el primer verso termina en herida. Tendría que acabar, digamos, en sorprendida. Ya está. Paratupiel soooooooooor prendida. Queda regio, regio el calor todo lo ablanda. Hasta las charreteras, el cinturón, la chaquetilla, la visera. Sólo las condecoraciones permanecen duras, indeformables. El calor penetra por las persianas y se instala en la frente del coronel. El coronel transpira como un sargento cualquiera, como la negra, ¿se llamaba Alberta?, a la que hace mucho (cuando él sólo era teniente Corrales) montó concienzudamente en un quilombo de mala muerte, allá por Tacuarembó. Vida podrida, después de todo. Cuando el viejo lo metió en el ejército, la argumentación incluyó encendidos rubros patrios. El viejo era ateo, pero sólo en cuanto a la pobre Iglesia; en lo demás, era religioso. La patria era para él un equivalente de la Virgen María. Sólo le faltaba persignarse cuando cantaba el himno. De entusiasmo sublime inflamó. Y al final resultaba que ser soldado de la patria no era precisamente defender el suelo, las fronteras, la famosa dignidad nacional, de los fueros civiles el goce defendamos el código fiel, no, ser soldado de la patria, mejor dicho, coronel de la patria, era joder a los muchachos, visitar al embajador, joder a los obreros, recibir la visita del subsecretario del secretario del embajador, joder a uno que otro cabecilla, dejar que los estimados colaboradores de esta Jefatura den rienda suelta a su sadismo en vías de desarrollo, insultar, agraviar, joder, siempre joder, y en el fondo también joderse a sí mismo. Sí, debe ser el calor que todo lo ablanda, hasta el orgullo, hasta el goce del poder, hasta el goce del joder. El coronel Corrales, sudoroso, ablandado, fláccido, piensa en Julita como quien piensa en un cachorro, en un gato, en un potrillo que tuvo cuando era capitán en la frontera. Julita única hija, hija de viudo además, porque María Julia se murió a tiempo, antes de este caos, antes de esta confusión, cuando los oficiales jóvenes todavía tenían ocasión y ganas de concurrir al Teatro Solís, especialmente en las temporadas extranjeras, mostrando a la entrada la simpática medallita cuadrangular, y sentándose luego en el Palco donde ya estaba algún precavido y puntual capitán de fragata que siempre conseguía el mejor de los sitios disponibles, como, por ejemplo, la noche del estornudo, la noche en que Ruggiero Ruggieri daba su Pirandello en una atmósfera de silencio y tensión y a él le empezó la picazón en la nariz y tuvo conciencia de que el estornudo era inminente e inevitable, y se acordó del ejemplo de María Julia que siempre aguantaba tomándose el caballete entre el pulgar y el índice y de ese modo sólo le salía un soplidito tenue, afelpado, apenas audible a veinte centímetros, y él quiso hacer lo mismo y en realidad cumplió rigurosamente todo el rito exterior y se apretó el caballete con el pulgar y el índice pero cuando vino por fin el estornudo en el preciso y dramático instante en que Ruggiero hacía la pausa más conmovedora del segundo acto, entonces se escuchó en la sala, y la acústica del Solís es realmente notable, sólo comparable a la de la Scala de Milán según los entendidos, se escuchó en la sala una suerte de silbato o bocina o pitido estridente y agudo, suficiente para que toda la platea y el mismísimo Ruggiero Ruggieri dirigieran su reojo al palco militar donde el capitán de fragata hacía todo lo posible para que el público entendiera inequívocamente que él no era el dueño de la bocina. Sí, Julita, hija de viudo, es decir, Julita o sea la familia entera, pero cómo entender qué pasa con Julita. No estudia ni cose ni toca el piano ni siquiera colecciona estampillas o cajas de fósforos o botellitas, sino que oye de la mañana a la noche los discos de ese pajarón infame, de ese Lito Suárez con su cerquillo indecente y sus patillas indecentes y su dedito indecente y sus ojitos revoloteantes y sus pantalones de zancudo y sus guiños de complicidad, y por si eso fuera poco, hay que aguantarlo todos los domingos en el show de cuatro horas, «Lito y sus muchachos», como un nuevo integrante de la familia, instalado en la pantalla del televisor, incitando a la chiquilinada a que cante esa idiotez, ese «Cambiazo», y después todas las caritas, más o menos histéricas, y el hiiiiiiiiiiii de rigor, y el suspiro no menos indecente de Julita, a su lado, sudando también ella pero feliz, olvidada ya de que su tercera propuesta ha sido también desechada como las otras y cantando con Lito y con todos la nueva versión del Cambiazo: paraqueseá braaaaaaaaaa laherida, paraqueusé moooooos lasuerte, paranosó troooooooooooooos lavida, paramisó loooooooooooo quererte
apaga la luz. Ha intentado leer y no ha podido. Pese a los fracasos, no puede renunciar a inventar el cuarto y decisivo verso. Pero la presencia de Lito, el ángel, es ahora algo más que una estrofa. El calor no afloja y ella está entre las sábanas, con los ojos muy abiertos, tratando de decirse que lo que quiere es crear el cuarto verso, por ejemplo: paravosmí maaaaaaa nofuerte, pero en realidad es algo más que eso, algo que más bien se relaciona con el calor que no cede, que lo enciende todo. Julita sale de entre las sábanas, y así, a oscuras, sin encender la luz, va hacia la puerta y le pasa llave, y antes de volver a la cama, se quita el pijama y aparta la sábana de arriba y se tiende bocabajo, y llorando besa la foto, sin importarle ya que se humedezca
menos mal que refrescó. Fresnedo se cuadra. «Vamos, olvídese por hoy de la disciplina», dice el coronel. Menos mal que refrescó. Cuando refresca, el coronel Corrales suele sentirse optimista, seguro de sí mismo, dueño de su futuro. «Desde que prohibimos los actos públicos, vivimos más tranquilos, ¿no?» «Sin embargo, hoy había un acto mi coronel, y autorizado.» «¿Cuál?» El del cantante.» «Bah.» «Vengo de la Plaza. Eran miles y miles de chiquilines y sobre todo de muchachitas. Verdaderamente impresionante. Decían que allí él iba a completar la canción, que allí iba a elegir el cuarto verso. Usted dirá que yo soy demasiado aprensivo, mi coronel, pero ¿usted no cree que habría que vigilarlos más?» «Créame, Fresnedo, son taraditos. Los conozco bien, ¿sabe?, porque desgraciadamente mi hija Julita es uno de ellos. Son inofensivos, son cretinos, empezando por ese Lito. ¿Usted no cree que es un débil mental?» Fresnedo abre desmesuradamente los ojos, como si de pronto eso le sirviera para escuchar mejor. En realidad, el griterío ha empezado como un lejano murmullo. Luego se va introduciendo lentamente en el inexpugnable despacho. El coronel se pone de pie y trata de reconocer qué es lo que gritan. Pero sólo es perfectamente audible la voz de alguien que está en la calle, junto a la puerta. Acaso el oficial, quizá un guardia exterior. «No tiren, que son criaturas.» El primer tiro suena inesperadamente cercano y viene de afuera. El coronel abre la boca para decir algo, quizá una orden. Entonces estalla el cristal de la ventana. El coronel recibe el tercer disparo en el cuello. Fresnedo logra esconderse detrás de la mesa cargada de expedientes, y sólo entonces puede entender qué es lo que chillan los de afuera, qué es lo que chillan esos mocosos y mocosas, cuyos rostros seráficos e inclementes, decididos e ingenuos, han empezado a irrumpir en el despacho: «Paraqueseá braaaaaaaaaaaaa laherida, paraqueusé mooooooooooos la suerte, paranosó trooooooooooos la vida, paracorrá leeeeeeeeeeeees lamuerte».
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