Mario
Benedetti
(1920— )
CARAMBA Y LÁSTIMA
(Montevideanos, 1959)
Inclinado sobre los canelones a la
crema, segundo plato del menú fijo, Ortega vio venir la pelota de miga y
tuvo tiempo de echarse atrás. El proyectil rebotó en la frente de Silva;
olvidado de todas las pelotas de miga que él había arrojado en
incontables despedidas de soltero, Silva se puso furioso y respondió con
la mitad de un marsellés. En el otro extremo de la mesa se derramó el
vino y Canales se levantó de un salto, con los pantalones a la miseria.
Por ese entonces, ya se tiraba la manteca al techo y el Flaco había
recurrido a una honda para arrojar las aceitunas.
—¡Que hable Gómez! —dijo alguien
que no era Gómez.
—¡Que hable! —confirmó el coro,
exhalando un débil hipo de vino chileno, mientras un mozo rubio, de ojos
descoloridos, llenaba por cuarta vez todas las copas. Gómez, en una
esquina, se puso de pie y lo bajaron de un servilletazo. El maitre cara—de—garbanzo
sonrió comprensivo.
—¡Déjenlo! ¡Déjenlo hablar! —gritó
Canales, y lo dejaron, satisfechos del tácito armisticio que les
permitía a todos terminar el corderito. Gómez, ingenuo, rechoncho y
siempre fatigado, creía aún que era posible tomar en serio sus aires de
orador y desde la mañana había preparado un complicado brindis, que era,
con pocas variantes, cuanto su memoria había podido conservar de su
propia despedida de soltero.
—Yo...— bueno... en realidad...
¿qué voy a decir.. y no me creo el más indicado... que no sea desearle
aquí al amigo Ruiz la mejor de las felicidades... y que... al comenzar
esta nueva etapa... junto a la compañera que ha elegido... ¡Bien, gordo,
bien! —gritó el coro—. ¡Así se habla!
Pese a las palmaditas en la espalda y
a los frenéticos aplausos, Gómez quería seguir. Frente al peligro,
Ortega optó por levantarse; tosió, se puso serio, y en medio de las
risas contenidas de aquellos pocos que ya sabían lo que venía, habló
lentamente, con tono solemne y ceremonioso.
—Las palabras del compañero, tan
sinceras y humanas, sin falsos oropeles, han logrado una vez más
conmoverme. Sé que el amigo Ruiz, feliz destinatario de las mismas, es
todo modestia, todo corazón. Pero yo, si estuviera en su lugar, y creo
que con esto no hago más que interpretar su sentir, le hubiera respondido
con aquella vieja canción del Sur. Aquí se detuvo, tieso aún; de
pronto, como impulsado por un resorte y con su mejor expresión de
energúmeno, se puso a berrear.)¡Andacagaar aandacagaar!
La explosión fue unánime. En tanto
que la risa y los eructos lo permitieron, todos coreaban la vieja canción
del Sur. Gonzalito, tomándose el estómago y quejándose como una
parturienta, se recostaba en el pecho traspirado de Silva, que tampoco
podía con su propia risa. Canales, a quien el chiste había sorprendido
mientras bebía, se había atorado y distribuía vino chileno mediante una
tos seca, eléctrica, en tanto que Valdés había encontrado un —buen
pretexto para darle trompadas entre los hombros. Gómez, el pobre, se
había sentado y movía los labios como si rezara. Pero no rezaba. Lo
cierto era que nadie se ocupaba en ese momento de Ruiz, quien de todos
modos era el festejado. Cuando Gómez había empezado su discurso, cuatro
o cinco cabezas se volvieron para mirarle y él se puso encarnado, no por
el vino, ya que sólo bebía agua mineral. Después lo olvidaron. Mejor, a
él no le gustaba este modo ruidos o de ponerse alegre. Tenía veintitrés
años, se casaba mañana y llevaba consigo el secreto de su virginidad.
Hacía siete años se había cruzado con Emilia y había prometido
dedicarle esa ofrenda: iría puro al matrimonio. Era, naturalmente,
tímido, y eso lo había ayudado a cumplir. A veces no se daba cuenta de
que para él hubiera sido mayor sacrificio abordar una mujer que evitarla.
¡Contate el de la sirvientita!”, le pidió Gonzalito a Ortega, sobre
los últimos despojos de su copa melba. Y Ortega contó también el de la
sirvientita. Cuando concluyó: “ ¡No, vieja, que estoy con la barra!
“, unos pocos golpearon la mesa y otros se echaron hacia atrás en las
sillas buscando escape a una risa incontenible. Todo un éxito. Emilia.
Tenía diecinueve años y parecía más joven aún. La nariz respingada y
las mejillas lisas, sin lunares ni pecas. Ojos gris verde. Linda. Sobre
todo fresca.
—Che, Ruiz, tenés que tomar algo.
Se habían acordado de él. Mala pata.
Estaba tan tranquilo.
—Me hace mal.
—¿Qué te va a hacer? Pero, ¿qué
sos ... ? ¿una florcita?
—Vos sabés que nunca tomo... Por el
hígado.
—Pero, viejo, si hoy no te echás la
cana al aire... no sé para cuándo. Te queda poco. Emilla. Una cosita
frágil. Reía, sonreía, lagrimeaba en el cine, siempre parecía digna de
piedad. A él le gustaba pasarle un brazo por los hombros y a ella le
gustaba sentirse protegida. Hija natural; el padrastro, un energúmeno,
siempre la había castigado. Mañana: la liberación. Él había repasado
varias veces los pormenores de su futuro tratamiento de ternura.
—Así me gusta... No faltaba menos.
¿Qué somos? ¿Machos o renacuajos?
—Renacuajos —chilló alguien.
—Tomá otra copita, que para un
estreno este chilenito es lo más apropiado. Sentía calor en las mejillas
y un absurdo optimismo. Emilia. Viva Emilia. Todos eran simpáticos,
generosos, alegres; eran sus compañeros, sus hermanos, su vida. Otra
copita, así me gusta.
—Ahora mandate las recomendaciones,
Flaco —dijo Gonzalito.
—Sí, las recomendaciones —confirmó
el otro.
Nadie las ignoraba, pero estaban
dispuestos a reírse de nuevo, estaban dispuestos a cualquier sacrificio
con tal de reírse. Ortega, por ejemplo, ya había vomitado sobre una
silla desocupada. El Flaco sacó un papel del bolsillo, y así, sentado
nomás, con las letras que le bailaban frente a los lentes, leyó el
famoso decálogo.
—El matrimonio es una institución a
la que es preciso entrar con cuidado, lubricando el ardiente deseo con el
mágico ungüento de la ternura y de la comprensión... Ruiz, desde luego
mareado, quitó para sí mismo de un manotazo el velo de corrección que
cubría aquella vieja obscenidad. Festejó con los otros y entre las
carcajadas le salió algún gallo, como si estuviera cambiando la risa.
Entonces alguien lo tomó de un brazo,
uno de sus hermanos generosos y alegres, viva Emilia. Otra botella que se
rompe. “Nos vamos.” En buena hora. Pasaron a los tumbos entre las
sillas vacías, frente al maitre con cara de garbanzo, que ya no sonreía,
más bien parecía decirle al mozo rubio, de ojos claros: “Estos
taraditos toman cuatro copas y ya se creen obligados a vomitar.”
Mañana la liberación. Por primera
vez recuerda a Emilia en términos de sexo. ¿Cómo será ella? ¿Cómo
será todo? Él, precavido, había leído a Van de Velde, los tres
volúmenes. Nadie va a sufrir.
—A mí los bravos —dijo Ortega, ya
repuesto del vómito—. Vamos a la ruleta.
—Si te dejan entrar. —Vayan
ustedes —dijo Silva—. Nosotros vamos a mostrar a este niño lo que es
un cabaret. Se apuntaron el Flaco y Gonzalito. Gómez se escurrió
disculpándose con cara de hogar.
Entraron a duras penas en el autito de
Silva. Ruiz lo veía manejar por Colonia, siguiendo la milonga de la
radio, pero lo hallaba natural, una pavada de tan fácil. Hasta él
hubiera podido empuííar el volante. Era tan sencillo. No cabían en la
mesa. Cuatro hombres y cuatro mujeres. El sentía los pelos rubios y
gruesos de la muchacha en su mentón semilampiño. El Flaco bailaba con la
más petisa, en el centro mismo de la pista, un dedo en alto y haciéndose
el nene. Silva arrimaba su aliento fogoso al rostro impávido de la
pardita y a toda costa quería emprenderla con el seno izquierdo.
Gonzalito, en cambio, catequizaba a la suya en un lenguaje inesperado: “¿A
vos no te explicó nadie el misterio de la Santísima Trinidad? La
virginidad de María se originó en un error de traducción. “ La
bofetada sonó como un tiro. “A mí no me insultés, podridito”.
Entonces Ruiz, que empuñaba la copa
de champagne como si fuera un cetro, lo vio al fin todo claror. Su
virginidad era un error de traducción. La cintura de la mujer, desnuda
bajo el vestidito y que podía ser palpada sin desperdicio, le había
ayudado mucho a comprenderlo. Era un error. Gonzalito, su fiel hermano, su
viejo camarada, se lo había revelado.
El Flaco discutía ahora con un
diputado de la catorce sobre las cuatro épocas de Gardel. La petisa se
aburría y él, para conformarla, le palmeaba las nalgas y le daba whisky.
Silva, menos ensimismado, había desaparecido con la pardita.
De pronto Ruiz se encontró bailando.
A la mujer le faltaban dos dientes cuando sonreía. Si se ponía seria, no
estaba mal. La espaldade ella sudaba en su mano derecha. Emilia.
—¿Qué te parece si levantamos
campamento? —preguntó el Flaco—. Yo voy a establecerme por ahí con
la petisa. ¿Y vos?
¿Cuándo y cómo habían entrado? La
muchacha, de frente a él, tenía en el vientre una cicatriz profunda pero
antigua.
—¿Cómo te la hiciste?
—¡Ufa! Qué pesado. jugando a la
escoba me la hice.
Vestida parecía más delgada. Pero
no; había donde agarrarse. El espejo le mostraba, además, una franja de
urticaria a la altura del riñón. Veinte años, acaso veintiuno. Emilia
tenía diecinueve.
—Decime... ¿Estás borracho perdido
o de veras sos nuevito? ¡Qué changa! Voy a recomendarte a mi tía, que
es educacionista...
Claro que es nuevo. Justamente. Emilia
merece esta pureza.
Con el peso de la mujer, el elástico
suena lánguidamente. El brazo de ella por poco lo asfixia. Era nuevo.
Caramba.
—¿Qué hora es? —dijo en voz alta
para sí y estaba despejándose.
Por entre los dientes que mordían un
alfiler de gancho, la mujer dijo algo que podía ser: “Las tres”.
Las tres del día primero. Horrible,
todo perdido, nada para ofrecer. Emilia. Emilia. Emilia. La liberación,
precisamente hoy. Nada más que hoy. Sólo queda hoy. Pucha qué lástima.
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