Mario Benedetti
(1920— )



NO HA CLAUDICADO

(Montevideanos, 1959)

 

      Muchas noches había cumplido en sueños esto que ahora hacía: apretar el botón del timbre en la vieja casa de Millán. Siempre se despertaba rencoroso, fastidioso consigo mismo por esa debilidad del subconsciente, dispuesto a reintegrarse cuanto antes al odio de veinticinco años, a la rabia con que, sin poderlo evitar, solía murmurar el nombre de su hermano. Cierto que había evitado las explicaciones —¿de qué sirven en un caso así?— para no enturbiar el recuerdo de la madre con tanta sordidez. Tal vez alguien creyese que él había hecho números sobre el probable valor del anillo todo brillantes, el collar de perlas legítimas, las caravanas de topacios. Mentira. A Pascual sólo le importaba que hubieran pertenecido a la madre, saber que efectivamente la habían acompañado en su época buena, cuando vivía el padre y ella tenía aún color en las mejillas Hubiera ofrecido en cambio la chacra de Treinta y Tres que le había tocado en el reparto y a la que ni siquiera visitaba.
      No había querido pedir explicaciones. Simplemente había cortado el diálogo con Matías. Que se las guardara. Que las vendiese si quería. Y que entregase su alma al diablo también. Había sido una decisión relativamente fácil, no hablar más del asunto; después de todo se sentía cómodo, casi complacido en su silencio.
      ¿Y Matías? Matías, por supuesto, había aceptado la situación sin buscar la oportunidad de aclararla. Pascual no recordaba quién había evitado a quién. Sencillamente, no se habían hablado más y ninguno de ellos había buscado al otro.
      Pascual creía entenderlo: “Hace bien, se cura en salud”.
      Desde muy temprano se había preparado para esto. Pascual se acordaba con nitidez de la época de la glorieta. Matías tenía entonces catorce y él doce años. A la hora de la siesta, mientras los padres descansaban y llegaba de la cocina el ruido de platos y de ollas y el runrún de las negras que durante el fregado intercambiaban los chismes del día, mientras el aire desidioso y caliente empujaba las hojas y de vez en cuando desprendía de ellas un bichopeludo repugnante y sedoso, Matías y él se tendían sobre los bancos de la glorieta a leer sus libros de vacaciones. Matías —arrollado, menudo, nervioso— miraba con desprecio las lecturas de Pascual (preferentemente, Buffalo Bill y Sandokan).
      Pascual, por su parte dirigía algún vistazo reprobatorio a los títulos de ominosa sensiblería que exhibían los libros de su hermano (La hija del vizconde, Madre y destino, La última lágrima).
      Entonces no coincidían en las lecturas; tampoco coincidieron luego en los amigos. Los compañeros de Pascual, que habían llegado trabajosamente hasta segundo de medicina, eran bromistas, enérgicos, desaforados. Los de Matías, que se aburrieron durante años en la misma mesa de café, eran desocupados de vagarosa abulia, tirando flojamente a intelectuales.
      También Susana, la parienta pobre, los había separado. Matías fue el primero en enamorarse, y Pascual, que hasta ese momento se había fijado poco o nada en la primita, decidió impresionarla con sus torpes requiebros. Después de todo, un doble fracaso, ya que sorpresivamente Susana atrapó a un vejestorio adinerado y decidió confinarse en un hogar respetable, con razonables miras a una holgada viudez.
      En una oportunidad, es cierto, los hermanos se habían unido y hasta regodeado en el asombro de sentirse solidarios: militaron en el mismo partido político y hasta figuraron en la lista del club. A menudo se encontraron discutiendo, hombro a hombro, contra algún descreído, contra algún candidato a tránsfuga que registraba las promesas incumplidas, las fallas individuales de los pronombres. Pascual había pensado que, pese a sus disensiones, acaso no fuera demasiado tarde para sentir un arranque fraterno.
      El padre ya había buscado y encontrado su síncope, de modo que noche a noche se quedaban a acompañar a la madre para distraería en lo posible de ese farragoso quebranto que iba a oprimir sin remedio sus últimos años. Después Matías se casó, y Pascual, que todavía hoy se aferraba a su paz de soltero, había dejado que se extinguiera esa modesta camaradería de la que, sin embargo, conservaron ambos un recuerdo agridulce.
      Pero llegó la muerte de la madre, el único afecto estable que habían sostenido y del que Pascual no convalecería tan fácilmente. No hubo, en ninguno de sus frecuentes sueños, pesadilla más oprimente que esa visión de la pobre vieja queriendo desesperadamente irse de este mundo, con los gastados ojos llenos de zozobra cada vez que un bienintencionado le inventaba esperanzas. Pascual hubiera preferido una enfermedad con un síndrome y un foco precisos; no podía sobreponerse a la idea de que ella se hubiera muerto pura y exclusivamente de ganas de morir, de enrarecido hastío, de no querer aferrarse a noa. Sin embargo, a la compungiva sensación de no haberse hecho indispensable, de no haber conseguido que la madre desease, por lo menos, vivir por él, Pascual no podía, empero, rodearla de vergüenza. En él pesaba más la piedad, forzosamente deslumbrada por aquellos labios que no querían hablar, por aquellos ojos que no tenían ni siquiera tristeza.
      Cuando ella terminó de morir, Matías y Susana tuvieron que ocuparse de todo, porque él estaba desquiciado, en un estado de semipostración y de sorpresa que no le dejaba mirarse a sí mismo sin compadecerse. Durante muchos días tuvo horror de que le hablaran de cifras, de intereses, de títulos. Una sola pregunta esperaba con ansia. Si Matías le hubiera ofrecido las joyas, las habría aceptado. Estaba dispuesto a entregar todo en cambio; se le había convertido en una estéril obsesión el guardar para sí aquel tesoro que cabía en una mano. No sabía exactamente por qué, pero le parecía lo más cercano a la madre, lo único que podía contenerla con mayor propiedad que aquel pobre cuerpo de los últimos meses. Ese collar, ese anillo, esos pendientes, eran aún la madre que sonreía, que todavía iba a fiestas, que daba el brazo al padre y lo invitaba a recorrer el jardín en remotas tardes de sombra vacilante.
      Pero Matías no tocaba el tema. Intentó hablar de acciones; de tierras, de depósitos. Nada de las joyas. Pascual asentía: “Arreglalo corno quieras. Me da lo mismo”. Un pudor infrangible le vedaba extorsionar a Matías con su propio desamparo. Se sentía toscamente un pobre huérfano, tan desvalido como si hubiera tenido siete años, pero con la tediosa sensación de su chocante madurez, de que en adelante el llanto sólo iba a valer como un débil con uro de la piedad ajena.
      Un día el hermano no vino a la entrevista concertada. “No quiere hablar. Mejor. Todo está claro.” En la conciencia de Pascual quedó definitivarnente confirmada la trampa de Matías, y cuando, dos meses más tarde, se cruzó con él en Mercedes y Piedad, ignoró provocativamente el pasito corto, la galera impecable, el habano legítimo, detalles que conocía tan bien como sus propios tics, como sus opacos y metódicos vicios.
      No obstante, algo había que admitir. Gracias a la tenacidad de ese odio flamante, lleno en verdad de posibilidades, Pascual había logrado sobreponerse a la parálisis en que tendió a sumirle su autolástima. El odio a Matías lo había revivido, había dado pábulo a su diaria cavilación, creado el impulso útil para reintegrarle a su mundo de pocos estallidos, de esperadas y lentas repeticiones. Las joyas y su anhelada posesión terminaron por retroceder, por hacerse recuerdo, por conformarse con exaltar la bilis y apuntalar aquel ritual de abominación y de desprecio.
      El collar, el anillo, los pendientes, que constituían el último nexo con la madre, y que, de todos modos, parecían afirmar su recuerdo, habían pasado a ser la imagen prócer que sostenía una oscura tradición, tan sólo eso.
      Pascual soportaba la integridad de sus rencores. Reconocía que eran cuenta pendiente entre él y su hermano, nada más. No tenía por qué hablarlo con sienta, el abogado de Matías, ni con Sus cada vez menos amigos personales, ni siquiera con Susana, que una o dos veces por mes venía a tomar el té a, su apartamento de soltero (él la dejaba invitarse) y soltaba siempre, como al descuido, alguna preguntita destinada a averiguar qué misteriosa afrenta había ocasionado la ruptura. La confianza de tantos años autorizaba a Pascua¡ a contener la arremetedora curiosidad de la prima con un qué te importa”, que, sin llegar a molestarla, estaba visto que tampoco la saciaba, ya que en el té siguiente volvía a la carga con renovados bríos.
      Susana se había convertido en una cincuentona costosamente vestida, pero el buen pasar de su viudez no había alcanzado para aligerarla de grasas ni menos aún para postergar una vejatorio y hombruna calvicie que, fuera de toda duda y bajo cualquier peluca, constituía el infranqueable martirio, la compensación abyecta de su buena vida. A veces Pascual, hombre de pocas y olvidadas pasiones, la contemplaba atento, como si no pudiera dar crédito a sus ojos, que inevitablemente tendían a compararla con la agradable coqueta de otrora, aquella buena pieza que en bailes y paseos, en carnavales de carruajes y flores, los había hecho suspirar a Matías y a él, por la posesión de su adorable cuerpecito.
      Pero, francamente, ¿por qué iba a hablar con ella? Susana visitaba también a Matías y a su mujer. Los domingos generalmente almorzaba con ellos, después iban al Parque Rodó, a caminar por el borde del lago, a soportar sin comentarios el escándalo de los chicos en la calesita, para volver a eso de las siete, llenos de buen aire, sobre el vaivén del mismo tranvía. Susana no hallaba palabras para encarecerle a Pascual los deliciosos platos de Isoldita, la mujer de Matías, que hasta los cincuenta y tres años se había indignado puntualmente cada vez que alguien la llamaba con el diminutivo, pero que luego, cansada de su propia defensa, se había resignado —ya con dentadura postiza y reumatismo— a sentirse Isoldita.
      Pascual no se conocía demasiado a sí mismo; en cambio conocía por experiencia los sorpresivos arranques de su prima. Una sola vez que hubiera hablado con ella de las joyas, habría bastado para asegurar la inmediata trasmisión a Matías de la equívoca, casi hedionda querella. En resumidas cuentas, Pascual había cortado el diálogo con su hermano y no tenía intención de renovarlo.
      ¿No tenía esa intención? Muchas. veces había cumplido en sueños esto que ahora hacía: apretar el botón del timbre en la vieja casa de Millán. Siempre se había despertado rencoroso, pero ahora... ahora estaba implacablemente despierto, ahora no claudicaba sólo en el subconsciente, ahora estaba creando, en la realidad y con sus manos, su propia y necesaria humillación.
      Todavía no podía creerlo. No lo había creído la tarde en que, al regresar del sepelio de Susana, se encontró con la notita de Sienta. No lo había creído una semana más tarde, cuando decidió llamar al abogado y éste le dijo que Matías quería hablarle, que palabras de Matías) se trataba de algo impostergable, que fuera en seguida por la casa de Millán, porque él no podía salir, estaba enfermo. No lo había creído en el momento en que Sienta le arrancó la promesa y ahora, sin embargo, estaba aquí, desorientado, todavía indeciso, cuando en rigor ya de nada servía la indecisión. Había cedido, el timbre sonaba adentro y su corazón estaba viejo. Susana, la pobre y cargante Susana, se había ido, con peluca y todo, al fondo de la tierra. A Pascual le parecía sentir que en toda existencia, como en la diaria jornada, también llegaba una hora del Angelus, y que él estaba viviendo esa hora. Susana era ya un recuerdo inescrutable, que él no amaba ni nunca hubiera podido amar, pero que había dejado un módico vacío circundante.
      Tanteó la puerta de hierro, sabiendo lo que hacía, y comprobó que estaba abierta. La empujó suavemente para que no rechinara, y penetró, después de veinticinco años, en el jardín de siempre. A la derecha, el cantero de malvones blancos y la estatua con los tres angelitos que seguían orinando. Después la piedra larga, donde en las mañanas de verano había jugado interminables solitarios de payana. Luego el abeto del Cáucaso, que había llegado en su cajoncito de procedencia europea, aunque no precisamente del Cáucaso, y que todos anunciaron que se iba a secar. Allá atrás, medio oculta por la casa, la glorieta; uno de los bancos se había roto, y las hojas —quién sabe— parecían más débiles y oscuras.
      Entonces la puerta se abrió y Pascual vio algo así como la madre de Isoldita, o la tía, o acaso una parienta vieja, que no sabía exactamente qué decir. Pero la sonrisa conservaba su nombre. “¿Cómo le va, Isoldita?”, dijo con cierta vergüenza. Ella le tendió la mano y él sintió la obligación de entrar, la horrible curiosidad de introducirse en la sala y enfrentarse al gran retrato al óleo de la madre, hecho por aquel pintor vasco que había cobrado trescientos pesos por olvidar el tiempo y las arrugas. No se detuvo allí, pasó rápidamente siguiendo a Isoldita, pero la ojeada le bastó para comprobar qué poco recordaba de aquel rostro. La cuñada llevaba luto, por Susana, claro, y toda la casa estaba a oscuras, las persianas cerradas y hasta un toldo corrido. Matías está arriba”, dijo ella, como disculpándose. Pascual se sintió levemente mareado. En rigor le vino una bocanada de asco al sentir un dolor agudo en las coyunturas por el esfuerzo de subir esa misma escalera que antes había trepado en cuatro saltos.
      Isoldita abrió la puerta y con las cejas le indicó que entrara. Era el antiguo dormitorio de la madre pero estaba él —¿era “eso” Matías?— en el lado izquierdo de la cama con una bufanda grisácea, los ojos abotagados y el cabello en mechones. Pascual se acercó, cada paso costándole una,vida, y Matías dijo, sin esfuerzo aparente: “Sentate allí, por favor. “ Se sentó, no había abierto la boca y el otro ya agregaba: “Mirá, tenía que hablarte. Ha habido un mal entendido ¿sabés?” Pascual sintió un repentino calor en las sienes y movió los labios: “ ¿Te parece?” Matías estaba nervioso, con las manos estrujaba la colcha y no hallaba acomodo.
      De pronto empezó a hablar, lo dijo todo casi de un tirón. Más tarde Pascual iba a recordar confusamente que él había querido interrumpir la explicación, pero que de nada había servido. Matías, aflebrado, incrustando las palabras en su propia tos, gritando a veces, acomodando maquinalmente la almohada que siempre tendía a resbalársele detrás de la cabeza, parecía afanoso por llegar al final, por convencerse de que el otro entendía: “Voy a serte franco. Claro, quizás ya no sea tiempo de ser franco. Pensarás así y tendrás razón, toda la razón del mundo. Lo cierto es que cuando murió mamá... el quince hizo veinticinco años, parece mentira... yo dejé de verte, de hablarte... te juro que habías terminado para mí... Sí, ya sé, no viniste a verme, me negaste el saludo, eso fue lo peor, porque yo creía que no querías hablarme de las joyas... Claro, claro... Ya sé que no, pero entonces lo ignoraba todo. Sólo comprendía que no querías—hablarme porque te habías llevado el collar, los anillos, los pendientes... Para mí eso era indiscutible, porque habían desaparecido y vos no hablabas de ese tema prohibido. Yo no sé qué habrán representado para vos; para mí, al menos, eran la presencia de mamá. Por eso no podía perdonarte, ¿me entendés? No podía perdonarte que no quisieras hablar del asunto, y, a la vez (aquí está mi necedad), no quería hablarte yo. Comprendé que yo no podía pedirte nada. Esperé que vinieras, no sabés con qué ansia esperé que vinieras. ¡Pero cómo te odiaba! Durante veinticinco años, día por día, ¿no te parece francamente horrible? Quién sabe hasta cuándo se hubiera estirado ese rencor si no muere Susana... Nos llamó hace unos días, ¿sabés? Apenas podía hablar, pero nos dio las joyas. Era ella, la cretina. Se las había llevado cuando la muerte de mamá. Ella, la inmunda Isoldita la miraba y no podía creerlo. Veinticinco años... ¿te das cuenta? Y yo sin hablarte... yo sin verte ...”
      Sólo entonces parece aflojarse y relajar un poco músculos y nervios. Pero en seguida recuerda lo demás y se apoya en la mesita de noche. Las manos le tiemblan un poco, pero abre ruidosamente uno de los cajones y saca un paquete verde y alargado. “Tomá”, dice, y lo tiende a Pascual. “Tomá, te digo. Quiero castigarme por mi necedad, por mi desconfianza. Ahora que al fin tengo las joyas, quiero que te las lleves. ¿Entendés?”
      Pascual no dice nada. Tiene sobre las rodillas el paquetito verde y se siente como nunca ridículo. Trata de pensar: “De modo que Susana ... ”, pero ya Matías ha arrancado de nuevo y habla a los tirones: “Hay que recuperar el tiempo perdido. Quiero tener otra vez un hermano. Quiero que vengas a vivir con nosotros, aquí, en tu casa. Isoldita también te lo pide.”
      Pascual balbucea que lo va a pensar, que ya habrá tiempo para discutirlo con calma. No puede más, eso es lo grave. Quiere salir de la sorpresa, saber a ciencia cierta qué piensa de esto, pero la voz del otro lo acorrala, le exige —como el más adecuado recibo de las joyas— el fétido perdón.
      Matías tiene ahora otro acceso de tos, mucho más violento que los anteriores, y Pascual aprovecha la tregua para ponerse de pie, murmurar cualquier evasiva, prometiendo volver, y estrechar el sudor de aquella mano que parece gemela de la suya.” cuñada que ha asistido, sin pronunciarse, a todo el arrepentimiento, lo acompaña otra vez hasta la puerta. “Adiós, Isolda”, dice, y ella, agradecida, no le exige que vuelva.
      Mira sin nostalgia la piedra larga y los angelitos, cierra la puerta de hierro de modo que rechine, y de nuevo se encuentra en la calle. A decir verdad, no ha claudicado. La mano izquierda sigue apretando el paquete y él siente de pronto unas ganas irrefrenables de fumar. Entonces se detiene en la esquina, enciende un cigarrillo, y al sentir en el paladar la vieja fruición del humo, ve repentinamente todo claro. Ahora las joyas ya no importan, el odio hacia Matías sigue intacto; la prima Susana que en paz descanse.




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