|
Mario
Benedetti (Montevideanos, 1959) ¿Van Daalhof? Mucho gusto. ¿Así
que Arcosa le dio mi teléfono? ¿Está bien el hombre? Hace años que no
lo veo. Aquí en la tarjeta dice que usted quiere tema para un cuento y
que a él le parece que yo puedo ayudarlo. Bueno, no hace falta decirlo:
siempre que pueda, encantado. Los amigos de Arcosa, son mis amigos. ¿Ana
Silvestre dijo? Seguro que la conozco. Lo menos desde 1944. Ahora está de
novia. Qué cosita. Cómo no que hay tema para un cuento. Pero, eso sí,
cámbiele el nombre. Además, usted no es de aquí. Lo publicará en su
país, claro. Mejor, mucho mejor. Ana Silvestre. Como nombre de teatro, no
me gusta. Nunca pude explicarme por qué no quiso conservar su nombre
verdadero: Mariana Larravide. (Con hielo y soda, por favor.) En 1944 era
lo que se dice una nena: diecisiete años. Siempre fiacucha, inquieta,
despeinada, pero ya en aquella época tenía algo, algo que ponía
nerviosos a los muchachos e incluso a los más veteranos, como yo.
¿Cuántos años me da? No se pase, no se pase. Anteayer cumplí cuarenta
y ocho, sí señor. Escorpión y a mucha. honra. Sí, hace dieciséis
años Mariana era una nenita. Lo mejor que tuvo siempre fueron los ojos.
Oscuros, bien oscuros. Muy inocentes, mientras estuvo en la etapa
inocente. Y muv depravados, en la otra. En esa época era todavía
estudiante de Preparatorios. De Derecho, naturalmente. Estudiaba con los
hermanos Zúñiga, el pardo Aristimuño, Elvira Roca y la bombita Anselmi.
Eran inseparables, un grupito verdaderamente unido. Venían los seis por
la vereda y usted tenía que bajarse, porque ellos no se abrían ni a
garrote. Yo los conocía bien, porque era amigo de Arriaga, un profesor de
filosofía al que la botijada veneraba como un dios, porque era campechano
y venía a las clases en motocicleta. Así hasta que se escrachó, en
Capurro y Dragones, contra un tranvía 22 que lo envió al Maciel con una
pierna rota y otra también, Jubilándolo para siempre del donjuanismo
activo. Pero en ese entonces Arriaga ni soñaba con las muletas. A veces
se sentaba conmigo en el café y veíamos entrar y salir a la barra
dándose empujoncitos y gritándose chistes idiotas, de esos que sólo
hacen reír cuando se está en la edad de los granos. Yo me daba cuenta de
que Arriaga le tenía tinas ganas bárbaras a Mariana, pero ella no le
daba ni cero cinco en el terreno que a él le interesaba. Lo admiraba como
profesor y nada más. Elvira Roca y la bombita Anselmi, un año mayores
que ella, ya se acostaban con todo el mundo, pero Mariana se mantenía
incólume, deliberadamente confinada a la camaradería y sus coqueteos sin
mil¡tancia. Debe haber sido la virginidad más publicitaria del Mundo
Libre. Hasta los mozos de café tenían conciencia de que le servían el
cortado a una virgen. Lo más notable era que ella declaraba no tener
prejuicios; simplemente, no se sentía impulsada hacia la peripecia
sexual. Le aseguro que, considerando que no se sentía impulsada, se las
arreglaba bastante bien para hacerse mirar, mediante escotes abismales, y
estratégicos cruces de piernas. Nunca se pudo saber quién fue el
primero. La bombita Anselmi desparramó la noticia de que había sido un
adscripto del Vázquez, pero éste, que se llamaba —fíjese usted lo que
son las coincidencias— precisamente Vázquez, una noche que tenía unas
cuantas copas encima, confesó que había sido el segundo. (Gracias. Y
otro cubito. Ahí está.) En realidad, para el placé había varios
candidatos, yo entre ellos. Lo que pasaba era que Mariana le decía a
todos que, antes de esa caída, sólo había habido “un hombre en su
vida”. Y uno se quedaba contento, de puro imbécil que era, porque allí
ser segundón era casi lo mismo que ser pionero, y todo eso sin las
desventajas del estreno. Una cosa hay que reconocer y es que Mariana
siempre tuvo un estilo propio. Para la inocencia y para el relajo. Para la
farra y para la tristeza. Gozaba de absoluta libertad, porque los padres
estaban en Santa Clara de Olimar y ella vivía aquí con una tía que
tiene por cierto su pasado glorioso. La casa era en Punta Carreta, cerca
de la cárcel. Uno de esos conglomerados de Bello y Reborati, que siempre
me hicieron acordar a un juego de armar casitas que tuve cuando botija. La
tía se pasaba las semanas en Buenos Aires y Mariana quedaba como dueña y
señora de la casa, con su enorme surtido de balconcitos y corredores. Era
la ocasión de armar soberbias festicholas, con grapa, amores y discoteca.
Arriaga era un habitué de esas reuniones y yo empecé a ir como invitado
suyo. Por ese entonces a mí me gustaba la bombita Anselmi, que en el
tercer san martín seco se ponía sentimental y había que consolarla de
apuro en el altillo. Pensar que en esa época era un bibeló, todo— lo
redondita que se precisa, y hoy, como digna esposa del edil Rebollo, tiene
unas cataplasmas que fueron, tiempo ha, soberbios pectorales. Bueno, pero
a eso iba. Muchos de los asistentes a esos carnavalitos privados, se
divertían con un solemne sentido del deber. Era una fiesta y había que
gritar. Era un baile y había que bailar. Era una jauja y había que
reír. Todo previsto. Pero Mariana, que en esa etapa ya no era una nena,
no nos esperaba con la risa puesta, no señor. Cuando llegábamos siempre
estaba seria, como si la idea no hubiera sido suya y la estuviéramos
obligando a divertirse. Pero nosotros la conocíamos: sabíamos que
necesitaba crearse un clima, entrar lentamente en caja. El menor de los
Zúñiga decía un chiste intelectual, de esos tan rebuscados que cuando
uno pesca el resorte, ya le vino el bostezo de tanto esperar; el pardo
Aristimuño, como es de Bella Unión, contaba anécdotas de la frontera;
Elvira Roca empezaba a tener calor y se sacaba la blusa y compañía;
Arriaga, que había seguido cursos de fonética e impostación, recitaba
cultísimas indecencias de la antigüedad clásica, y así Mariana
empezaba a alegrarse de a poco, con verdadero ritmo, riendo sobre seguro.
Fue Raimundo Ortiz, huésped de honor de uno de tales jolgorios, quien,
asistiendo a ese ascenso progresivo de lo que él, como buen hombre de
teatro, llamaba el clímax, le propuso a Mariana que ingresara en su
conjunto “La Bambalina”, de teatro independiente. Qué ojo. Desde el
pique —me parece recordar que debutó en una obrita de O'Neill Mariana
fue la favorita de los críticos, que en ese entonces eran pocos pero
malos. Ortiz primero, y después Olascoaga cuando ella se fue de “La
Bambalina” para Telón de fondo”, con motivo de los arañazos que le
dio la Beba Goñi la noche en que Mariana le arrebató el papel de Ramera
IV en una obra que entonces era de vanguardia y hoy es demodé) explotaron
el filón y la hicieron representar todos los papeles de putitas de que
dispone el repertorio universal. Le juro que, sobre el escenario, parecía
extraída del Blue Star” o del “Atlantic”: el mismo paso, las mismas
caídas de ojos, el mismo ritmo de las caderas. (Gracias, todavía tengo
en el vaso. Bueno, agréguele, ya que insiste. No se me olvide del cubito.
Macanudo.) Nunca le daban papeles románticos o de característica;
tampoco ella los reclamaba. Representando el papel de Prostituta (que es,
después de Yerma, el más codiciado por las actrices con temperamento) se
sentía segura y a sus anchas. En la vida diaria ponía una carita tan
hábilmente maquillada de pureza que cuando subía al escenario y se
quitaba esa crema llamada disimulo, quedaba brutalmente al natural su
expresión de veterana precoz. Quienes la conocían sólo
superficialmente, podían creer que su aspecto teatral era lo que se,
llama “composición del personajes, pero la verdad era que ella
componía un solo personaje, el de Ana Silvestre, cuando se encontraba
fuera de la escena. Yo que seguí palmo a palmo toda su carrerita, le
puedo asegurar que Mariana estaba más hecha para el cinismo que para la
introspección. Se burlaba de las más célebres seriedades del mundo,
tales como la Iglesia, la Patria, la Madre y la Democracia. Recuerdo que
una noche en la casa de Punta Carreta (para ser exacto, el 3 de febrero de
1958), le dio por organizar una especie de misa profana (“misa gris”
la llamaba ella) y de rodillas y con perfecto impudor, se puso a rezar:
“Déjanos caer en la tentación. “ Yo creo que se le fue la mano. Por
lo menos, puedo asegurarle que allí empezó su claudicación, su
lamentable frustración actual. Porque Dios —¿me entiende?— le tomó
la palabra: la dejó caer en la tentación. Usted dirá qué tentaciones,
si ya las sabía todas. Pero déjeme contarle, déjeme contarle. El
conjunto de Olascoaga estaba ensayando una obrita de autor nacional, en
aquel año que fue la epidemia debido a la subvención de Teatros
Municipales. Feliz de usted que no asistió a ese auge. Había autores
nacionales para regalar. Una vez éramos seis en lo de Chocho, y de los
seis, cinco eran autores nacionales. Qué barbaridad. Sólo yo conservé
el invicto. Bueno, la obra que ensayaba “Telón de fondo” no era
precisamente de las peores. Creo, incluso, que sacó el Tercer Premio en
las Jornadas. Tenía un airecito sentimental que tocó a los críticos
directamente en el sistema circulatorio. Le soy franco y le confieso que
no me acuerdo del planteo, ni del nudo ni —menos que menos— del
desenlace. Pero sí me acuerdo de la figura central: una muchacha abonada
a la pureza. El autor (¿sabe quién es? Edmundo Soria, hoy abogado y
orador, dicen que se levantó económicamente con su campaña
anticomunista; un ingenuo, en fin) bueno, Soria había abrumado a su
protagonista con la calamidad universal. Moría el padre y ella era pura;
el padrastro le pegaba y ella seguía pura; el novio la insultaba y ella
seguía pura; la echaban del empleo y ella seguía pura; la agarraba una
patota y ella seguía pura. Insoportable, lo que se dice insoportable. Al
final moría, yo creo que de pureza. Puede ser que yo le haga la sinopsis
con cierta mala leche, porque la verdad es que me dio relativa bronca que
la pieza cayera bien y que algunos exigentes que yo conozco como si los
hubiera barrido, justificaran a Soria con el raquítico argumento de que
“cuando uno se propone hacer un melodrama, hay que meterse en él hasta
el pescuezo”. La verdad es que sin Mariana la pieza hubiera sido un
desastre sin levante. Pero déjeme contarle. El papel de la pura no lo iba
a hacer Mariana, qué esperanza. Durante tres meses había ensayado Alma
Fuentes (nombre verdadero: Natalia Klappenbach) con un fervor y una
memoria envidiables. Tres días antes del estreno, Almita cayó con
rubéola y Olascoaga se enfrentó a un problema que más que artístico
era de conformes. Había pagado por adelantado la mitad del arrendamiento
de la Sala Colón únicas tres semanas libres en todo el invierno— y no
era cuestión de suspender la temporada. Yo estaba allí la tarde en que
Olascoaga reunió al elenco e hizo esta pregunta de emergencia: “¿Quién
de ustedes, muchachas, es capaz de hacer el sacrificio de aprenderse el
papel de aquí al viernes y, con eso, salvar nuestras finanzas?” Cuando
las siete preciosas recién empezaban los mutuos sondeos visuales, ya
Mariana había respondido: “Yo ya me sé la letra. “ “¿Vos? saltó
Olascoaga, con un estupor que era casi bronca. Lo miré y me di cuenta de
qué estaba pensando: ¿cómo meter a la eterna ramera del elenco en un
papel de pura sin claudicaciones? Pero también miré la cara de Mariana y
vi que allí había empezado una transformación. Esta vez tenía una
expresión, no le diré limpia, pero sí de ganas de limpiarse. Creo que
Olascoaga vio lo mismo que yo, porque le dijo: “¿Verdaderamente te
animás?” “Me animo”, contestó ella. Y cómo se animó. Desde la
primera noche, fue la revelación. Yo no podía creer lo que veía. Con
decirle que sólo le faltaba el halo. Una santa, lo que se dice una santa.
Cuando la agarraba la patota, daban ganas de fusilarlos. Criminales.
Cuando el novio la insultaba, alguien llegó a gritar en la tertulia: “Morite,
bestia.” No importaba que el diálogo fuera idiota; ella le inyectaba
una fuerza tan conmovedora que hasta yo lagrimeaba en las escenas de
bravura. Cuando, al final de la segunda semana, Almita la vio estás
absolutamente descartadas le había dicho Olascoaga después de prometerle
Fedra) tuvo un ataque de nervios y con razón; fíjese que la envidia le
hacía temblar el pómulo izquierdo y el párpado derecho. Pobre Almita.
Pero la gran sorpresa fue al final de la temporada (gracias al éxito
frenético, se había extendido a seis semanas). La noche misma de la
última función, cuando el telón todavía estaba cayendo, Mariana
anunció que dejaba el teatro. Todos largaron la risa; todos, menos yo y
Olascoaga. Nosotros sabíamos que era cierto. Nada más que para cumplir,
Olascoaga inquirió el porqué. “Éste fue mi papel”,'dijo ella,
sonriendo, con su nueva cara de ángel. “No quiero hacer ningún otro en
el teatro. “ Y agregó después, en voz tan baja que parecía estar
hablando para ella sola: “Ni tampoco en la vida. “ ¿Se da cuenta? Lo
que le dije: Dios se había vengado. (Epa, más whisky no. Bueno, ponga
otro poquito. Pero definitivamente el último. Acuérdese del hielo.
Gracias.) Sí señor, Dios se había vengado. La dejó caer en la
tentación. Pero en la tentación del bien, que era la única que le
faltaba. Desde entonces, nunca más. Se acabaron las festicholas. Se
acabó el relajo. Hasta dejó la casa de la tía. Ahora lee una
barbaridad. Escucha música, Mozart incluido. Hasta estudia guitarra. Se
volvió buena, qué desastre. Lo peor es que creo que está convencida,
así que ya no tiene salvación. Hace una semana la encontré en el
Cordón y la invité a tomar un cafecito, bueno un cafecito ella y yo una
grapa, porque tenía curiosidad de oírla hablar así, sin público, cara
a cara conmigo que me la sé de memoria y ella lo sabe. Y bueno, lo que me
dijo? “Soy otra, Tito, ¿podés creerlo? Antes de la obra de Soria, yo
no le había tomado el gusto al lado bueno de las cosas, nunca había
probado a sentirme pura, a sentirme generosa, a sentirme sencilla. Pero
cuando me puse el personaje de Soria como quien se pone un vestido de
confección al que no es necesario hacer ningún arreglo, sentí que ésa
era mi medida. Mirá, tampoco era un vestido. Era más bien como si me
pusiera mi destino, ¿entendés? Y desde ese momento supe que estaba
conquistada, ganada o perdida, llamale como quieras, pero que nunca más
podría volver a ser lo que había sido. Cuando aprendí la letra, antes
de la enfermedad de Almita, lo hice para burlarme, porque tenía el
propósito de parodiarla en cualquiera de nuestras sesiones. Pero cuando
vi la posibilidad de decir yo aquellas palabras, de figurarme que yo era
así, tuve valor suficiente como para aferrarme a ella. Y cuando subí al
escenario y las dije, te juro, Tito, que era yo misma la que hablaba, te
juro que nunca había dicho cosas tan mías como esas palabras ajenas que
alguien me había dictado. “Y después, agárrese bien, la revelación:
“Estoy de novia, ¿sabés? No hagas ese gesto, Tito. Vos no podés
convencerte de que ahora soy otra, pero yo sí lo sé, estoy segura. Es un
argentino, de padres holandeses. Tiene lentes y parece que te mira hasta
el alma, pero a mí no me importa porque ahora mi alma está limpia. No
sabe nada de mi vida de antes. Sólo sabe de ésta que soy ahora y así le
gusto. Yo no quiero que se entere, ¿sabés por qué? Porque soy otra. Es
rubio y tiene cara de bueno. Yo no le miento, no le engaño, porque
verdaderamente soy otra. Mide como dos metros, así que anda siempre como
agachándose. Es un encanto. Tiene las manos largas y los dedos finos.
Vino hace tres meses y se va dentro de dos. Lo principal es que me lleva
con él y estoy salvada. No hay necesidad de que le cuente lo de antes,
porque no es fuerte, no aguantaría el golpe... Vamos a vivir en
Rotterdam. Y Rotterdam está lejos de Punta Carreta. Además, Dios está
de mi parte. ¿Te das cuenta, Tito? “ Lloraba la imbécil, pero lo peor
era que lloraba de contenta, qué calamidad. Está más delgada, se le ha
ondeado el pelo, qué sé yo. Ni siquiera tuve valor para darle la ritual
palmadita en la nalga, como ha sido siempre nuestra despedida. Le confieso
que estoy desorientado. Lo único que quisiera saber es quién es el
imbécil que se la lleva a Rotterdam. Alto, rubio, de lentes. Manos
largas, dedos finos. Como agachándose. Qué chiste, igual a usted. No me
diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está bueno. ¡Lo que faltaba!
Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y su
nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil.
¿Qué se va a hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca
por lo menos que Dios no estaba de su parte. Literatura
.us
|