Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Ganas de embromar
(La muerte y otras
sorpresas, 1968)
Al principio no quiso creerlo.
Después se convenció, pero no pudo evitar el tomarlo a la chacota. El
ruidito (a veces, como de fichas que caían; otras, como un sordo zumbido)
era inconfundible para oídos expertos. Armando no sabía el motivo, pero
la verdad que su teléfono estaba intervenido. No se sentía horado ni
perseguido; simplemente, le parecía una idiotez. Nunca había podido
conciliar el sentido importante, misterioso, sobrecogedor, de la palabra
espionaje, con un paisito tan modesto como el suyo, sin petróleo, sin
estaño, sin cobre, a lo sumo con frutas que, por distintas razones, no
interesaban al lejano Norte, o con lanas y carnes que figuraban entre los
rubros considerados por los técnicos como productos concurrentes
¿Espionaje aquí, en este Uruguay
1965, clasemediano y burócrata? ¡Vamos! Sin embargo, le habían
intervenido el teléfono. Qué ganas de embromar. Después de todo, el
contenido de sus llamadas telefónicas no era mucho más confidencial que
el de sus artículos. Claro que, por teléfono, su estilo era menos
pulcro, incluso descendía a veces a una que otra puteada. “Nada de
descenso”, sostenía el entusiasta Barreiro, “no te olvides de que hay
puteadas sublimes”.
Como la institución del espionaje,
al menos en este sitio, le parecía ridícula, Armando se dedicó a un
gozoso ejercicio de la imprudencia. Cuando lo llamaba Barreiro, que era el
único que estaba en el secreto, decían deliberadamente chistes agresivos
contra los Estados Unidos, o contra Jhonson, o contra la CIA.
—Esperate —decía Barreiro—. No
hables tan rápido, que el taquígrafo no va a poder seguirte. ¿Qué
querés? ¿Que lo despidan al pobre diablo?
—¿Cómo? —preguntaba Armando—,
¿es un taquígrafo o es un grabador?
—Normalmente es un grabador, pero
parece que se les recalentó, se les descompuso, y ahora o han sustituido
por un taquígrafo. O sea un aparato que tiene la ventaja de que no se
recalienta.
—Podríamos decirle al tipo algo
grave y confidencial, para que haga méritos, ¿no te parece?
—¿Lo de la sublevación, por
ejemplo?
—No, che, sería prematuro.
Y así por el estilo. Después,
cuando se encontraban en el café, se divertían de lo lindo, y se ponían
a tramar el libreto para el día siguiente.
—¿Y si empezáramos a decir
nombres?
—¿Falsos?
—Claro. O mejor, nombrándolos a
ellos. Por ejemplo, que Pedro sea Rodríguez Larreta; que Aníbal sea
Aguerrondo; que Andrés sea Tejera; que Juan Carlos sea Beltrán.
Sin embargo, a los pocos días de
inaugurar el nuevo código, y en medio de una llamada nada comprometedora,
un nuevo elemento hizo su aparición. Había telefoneado Mauruja y estaba
hablando de esos temas que suele tocar una novia que se siente olvidada y
al margen. “Cada vez me das menos corte”, “Cuánto hace que no me
llevás al cine”, “Seguro que tu hermano atiende mejor a Celia”, y
cosas de ese tipo. Por un instante, él se olvidó del espionaje
telefónico.
—Hoy tampoco puedo. Tengo una
reunión, ¿sabes?
—¿Política? —preguntó ella.
Entonces, en el teléfono sonó una
carraspera, y en seguida otras dos. La primera y la tercera, largas; la
del medio, más corta.
—¿Vos carraspeaste? —preguntó
Maruja.
Armando hizo rápidos cálculos
mentales.
—Sí —contestó.
Aquella triple carraspera era en
realidad la primera cosa emocionante que le ocurría desde que su
teléfono estaba intervenido
—Bueno —insistió ella—, total,
no me contestaste; ¿es o no una reunión política?
—No. Es una despedida de soltero.
—Ya me imagino las porquerías que
dirán —rezongó ella, y cortó.
Maruja tenía razón. Celia era bien
atendida por su hermano. Pero Tito era de otra pasta. Armando siempre lo
había admirado. Por su orden, por su equilibrio, por su método de
trabajo, por la corrección de sus modales. Celia, en cambio, se burlaba a
menudo de semejante pulcritud, y a veces, en broma, reclamaba alguna foto
de cuando Tito era un bebé. “Quiero comprobar —decía— si a los
seis meses ya usaba corbata.”
A Tito no le interesaba la política.
“Todo es demasiado sucio”, rezaba su estribillo. Armando no tenía
inconveniente en reconocer que todo era demasiado sucio, pero aun, así le
interesaba la política. Con su flamante título, con sus buenos ingresos,
con sus fines de semana sagrados, con sus misas dominicales, con su
devoción por la madre, Tito era el gran ejemplo de la familia, el
monumento que todo el clan mostraba a Armando desde que ambos iban juntos
al colegio.
Armando hacía chistes con Barreiro
sobre el teléfono intervenido, pero nunca tocaba el tema con su hermano.
Hacía tiempo que habían sostenido el último y definitivo diálogo sobre
un tópico político, y Tito había rematado su intervención con un
comentario áspero: “No sé cómo podés ensuciarte con es gente.
Covencete de que son tipos sin escrúpulos. Todos. Tanto los de derecha,
como los de la izquierda, como los del centro”. Eso si, Tito los
despreciaba a todos por igual. También ahí lo admiraba Armando, porque
él no se sentía capaz de semejante independencia. Hay que ser muy fuerte
para uno indignarse, pensaba, y quizá era por eso que Tito no se
indignaba.
La triple carraspera (larga, corta,
larga) volvió a aparecer en tres o cuatro ocasiones. ¿Un aviso, quizá?
Por las dudas, Armando decidió no hablar con nadie de ese asunto. No
sólo con Tito o con su padre (después de todo, el viejo era de confiar),
sino tampoco con Barreiro, que era sin duda su mejor amigo.
—Mejor vamos a suspender lo de las
bromas telefónicas.
—¿Y eso?
—Simplemente, me aburrí.
Barreiro las seguía encontrando muy
divertidas, pero no insistió.
La noche en que prendieron a Armando,
no había habido ningún desorden, ni estudiantil ni sindical. Ni siquiera
había ganado Peñarol. La ciudad estaba en calma, y era una de esas raras
jornadas sin calor, ni frío, sin viento, que sólo se dan
excepcionalmente en algún abril montevideano. Armando venía por
Ciudadela, ya pasada la medianoche, y al llegar a la Plaza, dos tipos de
Investigaciones se le acercaron y le pidieron documentos. Armando llevaba
consigo la cédula de identidad. Uno de los tiras observó que no tenía
vigencia. Era cierto. Hacía por lo menos un semestre que debía haberla
renovado. Cuando se lo llevaban, Armando pensó que aquello era un
fastidio, se maldijo varias veces por su descuido, y nada más. Ya se
arreglará todo, se anunció a sí mismo, a medio camino entre el
optimismo y la resignación.
Pero no se arregló. Esa misma noche
lo interrogaron dos tipos, cada cual en su especialidad: uno, con estilo
amable, cordial, campechano; el otro, con expresión patibularia y modales
soeces.
—¿Por qué dice tantas
inconveniencias por teléfono? —preguntó el amable, dedicándole ese
tipo de miradas a la que se hacer acreedores los niños traviesos.
El otro, en cambio fue al grano.
—¿Quién es Beltrán?
—El Presidente del Consejo.
—Te conviene no hacerte el
estúpido. Quiero saber quién es ese al que vos y el otro llaman
Beltrán. Armando no dijo nada.
Ahora le clavarían alfileres bajo las uñas, o le quemarían la espalda
con cigarrillos encendidos, o le aplicarían la picana eléctrica en los
testículos. Esta vez iba en serio. En medio de su preocupación, Armando
tuvo suficiente aplomo para decirse que, a lo mejor, el paisito se había
convertido en una nación importante, con torturas y todo. Por supuesto
tenía sus dudas acerca de su propia resistencia.
—Era sólo una broma.
—¿Ah, sí? —dijo el grosero—.
Mira, ésta va en serio.
La trompada le dio en plena nariz.
Sintió que algo se le reventaba y no pudo evitar que los ojos se le
llenaran de lágrimas. Cuando la segunda trompada le dio en la oreja, la
cabeza se le fue hacia la derecha.
—No es nadie —alcanzó a
balbucear—. Pusimos nombres porque sí, para tomarles el pelo a ustedes.
La sangre le corría por la camisa.
Se pasó el puño cerrado por la nariz y ésta le dolió terriblemente.
—¿Así que nos tomaban el pelo?
Esta vez el tipo le pegó con la mano
abierta pero con más fuerza que antes. El labio inferior se le hinchó de
inmediato.
—Qué bonito.
Después vino el rodillazo en los
riñones.
—¿Sabés lo que es una picana?
Cada vez que oía al otro mencionar
la palabra, sentía una contracción en los testículos. “Tengo que
provocarlo para que me siga pegando —pensó—, así a lo mejor se
olvida de lo otro”. No podía articular muchas palabras seguidas, así
que juntó fuerzas y dijo: “Mierda”.
El otro recibió el insulto como si
fuera un escupitajo en pleno rostro, pero en seguida sonrió.
—No creas que me vas a distraer.
Todavía sos muy nene. Igual me acuerdo de los que vos querés que olvide.
—Déjalo —dijo entonces el amable—.
Déjalo, debe ser cierto lo que dice.
La voz del hombre sonaba a cosa
definitiva, a decisión tomada. Armando pudo respirar. Pero inmediatamente
se quedó sin fuerzas, y se desmayó.
En cierto modo, Maruja fue la
beneficiaria indirecta del atropello. Ahora, estaba todo el día junto a
Armando. Lo curaba, lo mimaba, lo besaba, lo abrumaba con proyectos.
Armando se quejaba más de lo necesario porque, en el fondo, no le
desagradaba ese contacto joven. Hasta pensó en casarse pronto, pero tomó
con mucha cautela su propia ocurrencia. “Con tanta trompada, debo haber
quedado mal de la cabeza”.
—¿Como hiciste para no hablar? —preguntaba
Barreiro, y el volvía a dar la explicación de siempre: que sólo le
habían dado unos cuantos golpes, eso sí, bastante fuertes. Lo peor
había sido el rodillazo.
—Yo no sé qué hubiera pasado si
me aplicar la picana.
La madre lloraba; hacía como tres
días que sólo lloraba.
—En el diario —dijo el padre —me
dijeron que la Asociación publicará una nota de protesta.
—Mucha nota, mucha protesta —se
indignó Barreiro—, pero a éste nadie le quita las trompadas.
Celia le había apoyado una mano
enguantada sobre el antebrazo, y Maruja le besaba el trocito de frente que
quedaba libre entre los vendajes. Armando se sentía dolorido, pero casi
en la gloria.
Detrás de Barreiro, estaba Tito,
más callado que de costumbre. De pronto, Maruja reparó en él.
—¿Y vos qué decís, ahora?
¿Seguís tan ecuánime como de costumbre?
Tito sonrió antes de responder
calmosamente.
—Siempre le dije a Armandito que la
política era una cosa sucia
Luego carraspeó. Tres ves seguidas.
Una larga, una corta, una larga.
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