Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Escrito en Überlingen
(Geografías,
1984)
No es que la perspectiva me haga feliz, pero hace una semana pensaba que iba a ser difícil y en cambio ahora estoy convencido de que es viable. ¿Por qué he elegido esta pequeña ciudad alemana? Quizá porque mi padre me hablaba siempre de Überlingen, aunque él había nacido bastante más al norte, en Stuttgart. Fue una lástima que no llegara a Montevideo como turista o al menos como emigrante, sino como marinero del Graf Spee, en diciembre de 1939. Jamás olvidó aquel sepelio de sus compañeros, muertos en la batalla contra los cruceros británicos, y cuando cantaba despacito ich hatte einen Kameraden, como lo había hecho entonces, se le nublaban los ojos. Durante muchos años iba todos los domingos a la costa, nada más que para contemplar durante horas y en silencio los restos del acorazado que emergían de las aguas.
Nunca se adaptó. Se quedó en Uruguay sólo porque conoció a mi madre, que era de Minas, y el desconcierto, la derrota y la nostalgia se le transformaron en amor. Un amor elemental, primario, sin matices, pero amor al fin. Mi madre demostró un extraño coraje, porque para todos, en aquel tiempo, mi padre era un nazi, y la boda significó para ella la ruptura con toda su familia. Yo ni siquiera conozco a mis tíos y primos. Muchas veces ella me narró los pormenores de esa etapa sombría, pero la verdad es que se mantuvo firme.
Eso de que mi padre era nazi no era un chisme ni una calumnia; efectivamente lo era, lo fue hasta su muerte. Cuando la derrota del acorazado de bolsillo, él abrió un paréntesis, pero seis años más tarde, al concluir la guerra, lo cerró bruscamente y nunca se repuso de semejante conmoción. Trabajó siempre como mecánico, en un taller de la Aguada. Con los años logró hacerse socio y al final se convirtió en único propietario. Ésa fue su vida. Llegaba del taller cuando ya estaba oscureciendo, se metía en el baño por una hora o más, es decir el tiempo que necesitaba para quitarse aquella mugre. Luego se sentaba con mi madre en el jardincito que teníamos en el fondo de la casa, y eran los únicos momentos en que le veía sonreír. Nunca quiso estudiar en profundidad el español, y cuando decía las frases imprescindibles para desempeñarse en su trabajo, tenía un acento mucho más duro que el de otros miembros de la colonia. Mi madre en cambio aprendió fácilmente el alemán y éste era el idioma que se hablaba corrientemente en casa.
Tanto a mí (que había nacido en 1941) como a mi hermano (dos años menor), mi padre trató de inculcarnos sus creencias, sus fervores, sus prejuicios, su fanatismo. Conmigo lo logró en buena parte; no así con mi hermano, que siempre se rebeló. Ni siquiera consiguió hacerle escuchar por las noches los programas de onda corta en alemán. Hay que decir que no bien juntó unos pesos se compró un receptor de radio de extraordinario alcance. A mí consiguió inscribirme, años después, en el Liceo Militar, pero mi hermano se negó y prefirió hacer la secundaria en el Rodó.
En realidad, nada de esto es lo que importa ni lo que quiero escribir. Lo que quiero escribir es algo así como una última parrafada, casi un testamento. Mi nombre es Alberto (mejor dicho Albrecht, pero nadie, salvo mi padre, me llamó nunca así) Scheffel, exactamente comandante Scheffel, 41 años, desertor. Puedo escribir y deletrear esta palabra porque mi padre está muerto, de lo contrario no me habría atrevido. Todavía recuerdo su mirada cortante cuando mi hermano le anunció, en abierto desafío, que se había afiliado a la juventud comunista.
¿Por qué empecé a torturar? Decir que por obediencia y disciplina es lo más fácil, pero ni yo me lo creo. Relatar que lo conversé con mi padre, ya bastante enfermo, y que él me dio su visto bueno, casi su bendición, es más complicado, pero tampoco es una razón última. Contar con pormenores que asistí por varios meses a los cursos norteamericanos de la Zona del Canal y que allí me convencieron y adiestraron, es verdad y tiene su peso, pero tampoco es lo esencial. Si torturé es porque acepté conscientemente hacerlo. Nadie tuvo que convencerme ni pedírmelo ni obligarme. La última y violenta discusión que tuve con mi hermano fue por esa razón. Terminamos gritándonos los peores agravios y sólo la atribulada intervención de mamá impidió que nos tomáramos a golpes.
Durante un par de años apliqué concienzudamente eso que el viejo Bordaberry llamaba «el rigor y la exigencia en los interrogatorios». No me casé. Equivocado o no, siempre pensé que el matrimonio iba a debilitarme, a hacerme vulnerable. Mis relaciones con mujeres eran por lo general breves y provisionales. Sólo una vez estuve a punto de enamorarme, o tal vez me enamoré realmente. Fue el capítulo de Celia (no era éste su nombre, pero da lo mismo). El marido había muerto en un accidente de carretera y le había dejado una hija, Inesita, que en aquella época tendría nueve o diez años. La botija se encariñó conmigo y hasta entonces nadie me había dicho «Alberto» con tanto afecto y tanta expectativa.
También Celia tenía su propia expectativa y además un cuerpo sin desperdicio. Seguramente habrá pensado más de una vez que la solución ideal era casarse conmigo. El inconveniente era que yo no quería casarme con ella. Confieso que cuando desbaraté esa eventual maniobra y nunca más aparecí por su apartamento de la calle Industria, tuve que sobreponerme a dos nostalgias: el insustituible cuerpo de Celia, claro, pero también las alegres bienvenidas de Inesita. En aquella etapa yo era sólo teniente. Desconfié y tal vez cometí un error, pero tampoco me estimulaba cargar con una viuda. Nunca más vi a Celia. Años después supe que se había casado con un bancario divorciado, que también tenía una hija, y que las muchachas se llevaban bien. Enhorabuena, pensé.
Bueno, tampoco era esto lo que quería escribir. ¿O sí? De todas maneras, me voy acercando. Lo cierto es que nunca tuve sentimientos de culpa en relación con mi diario ejercicio del rigor y la exigencia. Desarrollé una extraordinaria capacidad de borrar de mi memoria ciertos episodios. En ese archivo sólo se instalaba lo que tenía mi visto bueno, de manera que nunca la imagen de un preso, desesperado y aullante, me quitó el sueño ni el apetito. Extraje alguna información, es cierto, pero mucho menos de lo previsto. Nunca alcancé a comprender por qué la gente es tan estúpidamente leal.
¿Por qué entonces estoy aquí? Si en verdad era tan consciente del significado y el valor de mi trabajo, aparentemente sucio pero de una utilidad concreta, ¿por qué entonces lo he abandonado de manera tan indigna? Eso sí, quiero dejar constancia de que el motivo de mi deserción no es pasarme al enemigo, entonar el mea culpa y darle información. Los idiotas que eligen esa actitud creen que así hacen méritos con vistas al futuro. Pobres diablos.
No, el motivo es otro. Todo empezó una madrugada. Estaba verdaderamente cansado y por eso no me estaba encargando personalmente de los interrogatorios. A pesar de las horas extras el personal a mis órdenes estaba medianamente satisfecho porque esta vez los había autorizado, en una suerte de compensación, a que emplearan sus argumentos sexuales con unas cinco o seis estudiantes que habían caído en una redada y que hasta ese momento no habían abierto la boca.
Yo estaba en la habitación contigua y oía los alaridos, los llantos, los golpes, los insultos, los sollozos. Un teniente apareció en la puerta, saludó militarmente y dijo: «Mi comandante, le hemos dejado la mejor del lote. Ni la hemos tocado.» Era una muestra de confianza pero también una prueba: la manera indirecta de reclamarme solidaridad. De modo que aunque estaba un poco desganado no tuve más remedio que levantarme y decir: «Gracias.» Pasé al otro ambiente y me enfrenté a aquel montón de cuerpos sangrantes, gimientes o inertes. Todas las muchachas tenían su capucha. En el centro había un único colchón, mugriento y rotoso, y allí estaba, encogida, mi recompensa.
Me acerqué y tuve un impulso realmente inexplicable y sobre todo imperdonable, algo insólito en alguien de mi experiencia: de un tirón le arranqué la capucha. Aquel rostro aterrorizado se volvió hacia mí. Las mejillas estaban tiznadas y los ojos se abrieron de forma desmesurada. Fue entonces que aquella infeliz balbuceó: «Alberto.»
Percibí que todos esperaban mi reacción. Yo no los miraba, pero advertía su espera, su ansiedad. Y era lógico. Que yo hubiese quitado la capucha era una transgresión grave, pero mucho más grave era que una detenida me reconociese. Me quité el cinto y empecé a desabrocharme el pantalón, con una rabia que sentía crecer. Que justamente Inesita me pusiera en una situación tan comprometida. Se podía haber callado, ¿no? De modo que la poseí con verdadera furia y mi indignación llegó a su colmo cuando me di cuenta de que, para mayor calamidad, era anacrónicamente virgen. Lo único que faltaba. Ni siquiera gritó. Era sencillamente un témpano. Un témpano sangrante. No sé por qué se me fijó con tanta nitidez la imagen del témpano. Y en medio de mi mecánico vaivén podía ver sus ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos.
Quedé un poco nervioso, aunque me hice el propósito de tomarlo con calma. Esa noche soñé con Inesita. Algo previsible, ya lo sé. Para mí también había sido una violencia. Tres noches después volví a soñar, pero esta vez no era la Inesita de la realidad sino apenas un enorme bloque de hielo, de cuyo extremo superior emergía la cara de Inesita, que decía «Alberto» y luego me miraba con sus ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos. En el sueño trataba de penetrarla, pero cuando mi sexo rozaba el hielo se empequeñecía hasta casi desaparecer. Mi alarma era espantosa. Buscaba con mi mano y mi sexo no estaba. Varias noches me desperté gritando.
Decidí cortar por lo sano. Llamé a una amiga de emergencia y fui a su apartamento. Pero en la cama resulté un fiasco. Cuando iba a culminar la noche me acordé del témpano (no de Inesita sino del témpano) y me achiqué. Fue algo decepcionante. No podía ir a un médico, y menos aún a un médico militar, a contarle mi historieta con niña violada, bloque de hielo y mengua erótica.
Así no podía seguir. Una noche, tras mi enésimo abrazo onírico con el bloque de hielo y los ojos de Inesita, tomé la decisión. Había que poner distancia entre la realidad y mis sueños. Y mejor si era un océano. Comuniqué que estaba con gripe, sólo para que mi ausencia no se notara de inmediato. Retiré mi dinero del Banco, lo cambié por dólares, fui a Carrasco y compré el billete en el mismo aeropuerto. No avisé a nadie. Mis viejos ya estaban muertos y a mi hermano no iba a llamarlo. Al día siguiente llegué a Frankfurt.
Por fin dormí sin sueños. Respiré aliviado y me congratulé de que Inesita y el témpano hubieran quedado al otro lado del Atlántico. Estimé que había sido muy sagaz. Fue entonces que pensé en Überlingen. Sabía que era un lugar tranquilo, especialmente apto para hacer balance y recuperarme. Alquilé un auto y viajé sin prisa, practicando satisfactoriamente mi alemán en hostales y cervecerías. Cuando pernocté en Friedrichshafen, recordé que el viejo me había contado que allí había estado la base de ensayos de los zepelines.
Tomé una habitación en esta Gasthaus junto al lago. Indudablemente es la mejor época. El agua está templada, muy adecuada para nadar, el paisaje es hermoso, el desayuno es exquisito, la gente es amable y, curiosamente, todavía hay unos cuantos que añoran al Führer. Allá enfrente está Konstanz y, en el lado suizo, Romanshorn. Un ambiente muy propicio para tomar una decisión.
Transcurrió una semana y cada vez me sentía mejor y más seguro. Pero de pronto todo se vino abajo. Volví a soñar, qué maldición. Con el témpano, la cabeza de Inesita, la boca que dice «Alberto», los ojos castaños, asombrados, incrédulos, secos. Ya van diez noches: llevo la cuenta. Sé que no lo podré soportar. Prefiero matarme a volverme loco. Ahora lo recuerdo. Aquella vez que hablé con mi padre sobre la tortura, él me dijo que lo comprendía, que entendía que era mi deber, pero que de todos modos lo pensara bien, porque en esas duras faenas siempre se corría un riesgo. Le pregunté qué riesgo, y él, casi sin mover los labios, dijo: «Der Wahnsinn.» La demencia, claro.
Éste es mi auf Wiedersehen. O un testamento, qué sé yo. Si estaré solo en esta podrida existencia que mi única familia es mi hermano, a quien no aguanto. Que no se ilusione: no voy a dejarle mis dólares ni mi casa en Pocitos. Prefiero que todo quede para Inesita. Por eso anoto su nombre en el sobre. Y si esto no sirve como última voluntad (soy un comandante, no un leguleyo), bueno, que se joda.
Conste que no lo hago por piedad ni por arrepentimiento. No practico esos lujos. Es sólo una botella al mar, una apuesta conmigo mismo, y sobre todo una invitación a que me deje tranquilo en la región que me está esperando y no sé muy bien cuál es. También le dejaré estas páginas, sólo para que se entere (si todavía está viva) de todo el mal que me hizo, quizá sin intención. Si puede y quiere, que rece por mí, ella sabrá a quién. Mi única preocupación es que esté muerta y en consecuencia la vuelva a encontrar en esa región que no sé bien cuál es.
Mañana será el día. Una vez tomada la decisión, la muerte ya no me importa. Todo está claro, por fin. Ayer fui a Lindau a comprar las pastillas porque la farmacia local no tenía. Pero luego, pensándolo mejor, creo que usaré el arma. Soy un comandante, carajo. Alles in Ordnung, diría mi padre. Y nada más. Sólo un pedido: que no se culpe a nadie de mi vida.
Ayer escribí lo anterior. Estaba equivocado. No voy a matarme. En la noche volví a soñar, como siempre, con el témpano, pero esta vez los labios de Inesita no se limitaron a decir: «Alberto», sino que además agregaron: «No te dejaré, nunca te dejaré.» Me lancé sobre el bloque de hielo y el frío espantoso me penetró en el vientre como un cuchillo. O un serrucho. O una tenaza. Los ojos de Inesita. O un cuchillo. Los castaños, asombrados, incrédulos, secos ojos de Inesita me miraron con tal intensidad que ya no tuve dudas. Me seguirían vigilando desde ése u otro témpano, más allá de mi muerte. Esa cretina cumplirá su palabra.
Sé que ayer escribí que antes de enloquecer preferiría matarme. Pero ya no puedo matarme. Creo que voy a enloquecer. Mi dolor de cabeza es horroroso. ¿Volver? ¿A quién? ¿A dónde? ¿Para qué? Creo que voy a enloquecer. Der Wahnsinn, dijo el viejo. A enloquecer. El témpano. Ése es el témpano. El témpano. El témpano. El témpano. El tém
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