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Mario
Benedetti La guerra y la paz Cuando abrí la puerta del estudio,
vi las ventanas abiertas como siempre y la máquina de escribir destapada
y sin embargo pregunté: “¿Qué pasa?” Mi padre tenía un aire
autoritario que no era el de mis exámenes perdidos. Mi madre era asaltada
por espasmos de cólera que la convertían en una cosa inútil. Me
acerqué a la biblioteca Y Me arrojé en el sillón verde. Estaba
desorientado, pero a la vez me sentía misteriosamente atraído por el
menos maravilloso de los presentes. No me contestaron, pero siguieron
contestándose. Las respuestas, que no precisaban el estímulo de las
preguntas para saltar y hacerse añicos, estallaban frente a mis ojos,
junto a mis oídos. Yo era un corresponsal de guerra. Ella le estaba
diciendo cuánto le fastidiaba la persona ausente de la Otra. Qué
importaba que él fuera tan puerco como para revolcarse con esa buscona,
que él se olvidara de su ineficiente matrimonio, del decorativo,
imprescindible ritual de la familia. No era precisamente eso, sino la
ostentación desfachatada, la concurrencia al Jardín Botánico
llevándola del brazo, las citas en el cine, en las confiterías. Todo
para que Amelia, claro, se permitiera luego aconsejarla con burlona piedad
(justamente ella, la buena pieza) acerca de ciertos límites de algunas
libertades. Todo para que su hermano disfrutara recordándole sus antiguos
consejos prematrimoniales (justamente él, el muy cornudo) acerca de la
plenaria indignidad de mi padre. A esta altura el tema había ganado en
precisión y yo sabía aproximadamente qué pasaba. Mi adolescencia se
sintió acometida por una leve sensación de estorbo y pensé en
levantarme. Creo que había empezado a abandonar el sillón. Pero, sin
mirarme, mi padre dijo: “Quedate”. Claro, me quedé. Más hundido que
antes en el pullman verde. Mirando a la derecha alcanzaba a distinguir la
pluma del sombrero materno. Hacia la izquierda, la amplia frente y la
calva paternas. Éstas se arrugaban y alisaban alternativamente,
empalidecían y enrojecían siguiendo los tirones de la respuesta, otra
respuesta sola, sin pregunta. Que no fuera falluta. Que si él no había
chistado cuando ella galanteaba con Ricardo, no era por cornudo sino por
discreto, porque en el fondo la institución matrimonial estaba por encima
de todo y había que tragarse las broncas y juntar tolerancia para que
sobreviviese. Mi madre repuso que no dijera pavadas, que ella bien sabía
de dónde venía su tolerancia. De dónde, preguntó mi padre. Ella dijo
que de su ignorancia; claro, él creía que ella solamente coqueteaba con
Ricardo y en realidad se acostaba con él. La pluma se balanceó con
gravedad, porque evidentemente era un golpe tremendo. Pero mi padre soltó
una risita y la frente se le estiró, casi gozosa. Entonces ella se dio
cuenta de que había fracasado, que en realidad él había aguardado eso
para afirmarse mejor, que acaso siempre lo había sabido, y entonces no
pudo menos que desatar unos sollozos histéricos y la pluma desapareció
de la zona visible. Lentamente se fue haciendo la paz. Él dijo que
aprobaba, ahora sí, el divorcio. Ella que no. No se lo permitía su
religión. Prefería la separación amistosa, extraoficial, de cuerpos y
de bienes. Mi padre dijo que había otras cosas que no permitía la
religión, pero acabó cediendo. No se habló más de Ricardo ni de la
Otra. Sólo de cuerpos y de bienes. En especial, de bienes. Mi madre dijo
que prefería la casa del Prado. Mi padre estaba de acuerdo: él también
la prefería. A mí me gusta más la casa de Pocitos. A cualquiera le
gusta más la casa de Pocitos. Pero ellos querían los gritos, la ocasión
del insulto. En veinte minutos la casa del Prado cambió de usufructuario
seis o siete veces. Al final prevaleció la elección de mi madre.
Automáticamente la casa de Pocitos se adjudicó a mi padre. Entonces
entraron dos autos en juego. Él prefería el Chrysler. Naturalmente, ella
también. También aquí ganó mí madre. Pero a él no pareció
afectarle; era más bien una derrota táctica. Reanudaron la pugna a causa
de la chacra, de las acciones de Melisa, de los títulos hipotecarios, del
depósito de leña. Ya la oscuridad invadía el estudio. La pluma de mi
madre, que había reaparecido, era sólo una silueta contra el ventanal.
La calva paterna ya no brillaba. Las voces se enfrentaban roncas, cansadas
de golpearse; los insultos, los recuerdos ofensivos, recrudecían sin
pasión, como para seguir una norma impuesta por ajenos. Sólo quedaban
números, cuentas en el aire, órdenes a dar. Ambos se incorporaron,
agotados de veras, casi sonrientes. Ahora los veía de cuerpo entero.
Ellos también me vieron, hecho una cosa muerta en el sillón. Entonces
admitieron mi olvidada presencia y murmuró mi padre, sin mayor
entusiasmo: “Ah, también queda éste.” Pero yo estaba inmóvil,
ajeno, sin deseo, como los otros bienes gananciales. Literatura
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