Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Hoy y la alegría
(Esta mañana,
1949)
Poco importaba que no fuera domingo ni primavera. Igual me sentía dispuesto a que algo extraordinario me purificase. En realidad, son pocos los días en que uno puede sentirse anticipadamente alegre, alegre sin ruedas de café ni cantos nauseabundos a la madrugada, ni esa pegajosa, inconsciente tontería que antes y después nos parece imposible; alegre de veras, es decir, casi triste.
Usted no podía saber que hoy, recién despierto, yo había admirado el lago de cielo —nacido, durante mi sueño, en la ventana abierta— que rozaba el pelo rubio de mi mujer. De mi mujer silenciosa, encuadrada en su costumbre, a los pies de la cama. Logré descubrirle, a pesar del contraluz, cuatro o cinco gestos, cuatro o cinco expresiones nuevas, tan sorpresivas, que me hicieron sonreír. No dijo nada, pero su silencio no alcanzó a incomodarme. Simplemente me pareció tonto explicarle que recién hoy había advertido un pasaje inédito de su rostro de siempre. Ni siquiera estaba seguro de no haberlo inventado.
Luego, entraron mis hijas. Entonces todos hablamos y en especial Laurita. En vez de mirarlas directamente, yo acechaba la enorme moña azul que devolvía el espejo, y en la imagen total de mi hija, con los brazos caídos a lo largo del delantal y su cabecita fluctuante entre síes y noes, me parecía reconocer algún delicioso títere que yo pudiera mover con mis preguntas, invisibles como hilos.
Me dejaron solo. La cama de dos plazas, la habitación entera para mí. Podía estirarme, separando las piernas al máximo, o juntarlas y abrir los brazos como un crucificado. En la pared, sobre la reproducción de una Madonna de Rafael, dos manchas de humedad se unían y formaban un simpático monstruo. Pero mirándolo con un solo ojo, era únicamente el tío de Aníbal, es decir, otra suerte de monstruo, con papada fláccida y oscilante. Probé a quedarme sin ojos y el cielo me llegó entonces en puntos luminosos e intermitentes. Cuando de nuevo los abrí, la luz se pobló de islas oscuras que estallaban y desaparecían.
Usted no podía saber nada de este hedonismo, de este momentáneo desajuste, de esta tonta sorpresa. Pero mis días transparentes siempre se ayudan con un retorno a mi niñez opaca, en la cual estos juegos míos con las cosas constituían la sola justificación del futuro, casi en el mismo grado que constituyen ahora la justificación única del pasado. Preciso esta conexión como un soporte. De vez en cuando necesito hallar esta soledad poblada, numerosa. Inevitablemente repercute en mi ser, diríase que me otorga identidad. Soy lo que soy y cuanto soy, de acuerdo a mis diferencias con ese patrón, con esa muestra. La comparación está dentro de mí como yo dentro de ella. El trayecto de mi identidad supone que he cambiado, pero la regularidad del cambio demuestra que soy el mismo.
Acaso usted no halle en esto ninguna ansiedad verdaderamente promotora de alegría, pero yo sí la encuentro, más aún, la deseo. Por eso me gusta ser fiel a esa vinculación conmigo mismo, por eso me agrada cada uno de estos regresos a lo que ya no soy, justamente para alzarme desde ese pasado en desuso, desde esa plataforma casi absurda, hacia lo juiciosamente venidero.
Por eso también me vestí despacio, mientras pensaba que hoy había salvación para mí, es decir, que estos regresos la hacían posible. Usted debe creer que ésta es una actitud falsamente melancólica, y en rigor no me atrevo a negarlo. Yo también la considero falsa y melancólica. No piense, sin embargo, que la improviso. Soy tremendamente consciente de su inoperancia. Pero desde el instante en que así la veo, también la admito, simplemente la admito. Y entonces no me importa su probable melancolía. Más aún, la busco. Como a un fijador.
No obstante, a usted no la buscaba. Y si después de salir, vagué en esa dirección, era sencillamente porque de lunes a viernes el Parque está sin cocineras de asueto, sin vendedores ambulantes ni jinetes precoces ni matrimonios ejemplares y odiosos. De lunes a viernes, el Parque es reino exclusivo de maestras jubiladas y jubilados tenedores de libros, de estudiantes faltadores, de empleados públicos, de neurasténicos y vagabundos, de convalecientes y de incurables.
Usted supo enseguida a qué atenerse y empezó por reconocerme. Cuando la vi, su boca grande, siempre igual a sí misma, se apresuraba a pronunciar mi nombre. Cierta ansiedad custodia se le quedó en la voz, cierto descuido del pudor, cierto infinito descorazonamiento, como si hubiera esperado no encontrarme jamás.
Yo entonces corrí, literalmente corrí a su encuentro. Usted me dio la mano y en su tacto reconocí la existencia serena, acosada, presente, de nuestras cosas subordinadas y comunes. Usted me dio la mano y yo musité: «Hoy y la alegría», así, desordenadamente, «hoy y la alegría», sin vacilar, sin pensar en rehusarla, sin alejarme obsesivamente, sin hacer nada, sin hacer absolutamente nada.
Después fui sabiendo que usted ingresaba paulatinamente en todas mis imágenes suyas que yo había abandonado: usted y su traje azul con cuello blanco junto a la verja de Los Pinos, y usted en la fotografía con mis hermanas, y a mi derecha en la cabalgata, y usted acariciando una sola vez mi cabeza, en Buenos Aires, cuando la muerte de mi madre, y también usted sola, en la playa, espiada por mí, buscando caracoles entre cantos rodados.
Sólo entonces supe hasta dónde ignoraba su vida de ahora, esa vida inconmensurable que usted sin duda habría aprehendido desde la tarde en que leí aquel soneto de Shakespeare: «Thine eyes I love, and they, as pitying me.» Usted había abierto los ojos sólo cuando dije: «O, let it then as well bessem thy heart to mourn for me ...» Sí, porque yo también anhelaba que su corazón llorase sobre mí, que llorásemos juntos y sin lágrimas por esa ausencia recíproca que habíamos decretado. Usted lo recuerda. Usted recuerda sin duda que yo le pregunté si él lo merecía. Usted tiene que recordarlo, con la misma precisión con que recuerdo yo su obstinado: «No, no lo merece.» Acaso caí en un absoluto desaliento, en una invencible sensación de fracaso, al no tener siquiera un motivo heroico en que apoyarme, en que levantar para mi orgullo ese recuerdo del futuro que dulcificara este presente.
Usted había apoyado su mano en mi nuca y había alcanzado a decirme: «No sea tan muchacho. Quienes lo merecemos somos usted y yo. Usted y yo merecemos este amor en que siempre le perteneceré, en que siempre me pertenecerá. ¡Vamos, si parece un chico! Claro que sufre. Yo también. Yo también sufro.» Sí, usted también sufría. Pero estaba verdaderamente convencida de su resolución, de su ánimo, de su firmeza. Y ésta —su firmeza— acabó por perdernos. O salvarnos.
Esta mañana pensé: «Ahora sabré si nos hemos perdido, si nos hemos salvado.» Usted caminaba junto a mí, ¿hacia dónde? De pronto dijo: «Venga a mi casa, ahora.» Pero no cambiamos de rumbo. Desde el comienzo íbamos a su casa. Entonces agregó: «Usted se casó el catorce de noviembre de mil novecientos treinta y ocho.» Era cierto. «Debe resultar agradable verlo convertido en hombre de respeto, sermoneando a las chicas.» Estuve a punto de decirle que, efectivamente, tenía dos, pero usted las nombró: «Sara y Laurita.» De modo que usted no ignoraba nada de mí; yo de usted lo ignoraba todo. Me atreví a preguntarle por él. «¿Quién? ¿Diego? No sé nada de él. Hace unos diez años que no lo veo.» ¿Entonces? Lo peor era que su voz permanecía implacablemente tranquila, como si fuera lo más natural que hubiéramos renunciado, en beneficio de él, a nuestra porción de dicha, y que sin embargo él no la hubiera aprovechado. Pero era inútil preguntar. Primero porque usted siempre arrima el cándido bochorno de sus respuestas cuando uno ha descendido de la ansiedad, cuando uno ha aprendido momentáneamente a conformarse, tanto con la propia y respetuosa ignorancia como con ese silencio suyo, despreocupado, cordial, indiscernible, que autoriza todas las conjeturas y nada deja adivinar. Y luego, porque habíamos llegado a su casa.
No había nadie. Usted fue abriendo las ventanas, todas las ventanas. Como si deseara que la luz fría, reseca, del capitulante sol de invierno, animara ante mí esa zona invisible de su vida. Como si esperara reencontrarme agobiado de anhelos ante la sorpresivo intimidad. Ya podía internarme en el pasado invulnerable y revelador, insistir en el rumbo de aquellas sensaciones confusas, viciadas de impaciencia, que había estimulado su rostro de otro entonces. Pero el rostro de su vida actual era éste: un grabado de Renoir en la pared del fondo, la biblioteca de libros europeos, el diminuto pescador de marfil sobre el estante de ébano, los tres sillones severos, casi despectivos, el gran escritorio de roble con su Céline a mitad de lectura, y el retrato de un hombre cuarentón, con un indefenso lustre de bondad.
«Mi marido», dijo usted, sin entusiasmo y sin cansancio. Yo tenía ganas de hablar, de detener el avance ondulante de esta novedad en mi energía, de vaciar de algún modo en sus manos mi propia servidumbre de recuerdos. Nunca comprenderé por qué no se detuvo allí, por qué no prefirió dejarme simplemente aterido de claridad, a solas con su noticia, para que yo pudiera imaginarla junto a ese no-Diego, cara a cara frente a ese «él» que provenía del mundo de usted y no de «nuestro» mundo. Pero usted dijo: «Debería conocerlo. Le gustan las mismas cosas que a usted.» No. No podría enfrentarlo. ¡Que usted me haya invitado a ese insignificante sacrilegio! Me parecía increíble. Aún no sabía si era que usted sobrevivía idéntica a sí misma y era yo el promiscuo, el inestable, el tornadizo, o si yo conservaba todavía mi propia voz de usted, y usted en cambio se había acostumbrado a otro régimen de sensaciones y, lo que era peor, a otra fisonomía.
De ahí mi brusca retirada, mi adiós nervioso, mis justificaciones falsas, desmedidas. Usted no se asombró de nada. Acaso esperaba de antemano que yo no podría soportar sin miedo su nueva y desacomodada realidad, su realidad al margen de mi recuerdo, su indiferencia por la lealtad de mis emociones. Cuando usted cerró su puerta, cuando detrás de ella desaparecieron los sillones, el Renoir, el pescador de marfil, los libros, usted misma, sentí que no enfrentaba ya un presente fácil, sostenido como hasta ayer, como hasta hace unas horas, por su probable y cercana aparición. Ahora debía arreglármelas solo, con las figuras que yo puse y pondría aún en mi mundo de carne, en mi mundo de hueso, definitivamente expulsado de nuestro piélago en común, de nuestra común lejanía de la tierra. Cuando usted cerró su puerta, sentí en mí la necesaria revelación de que todo aquello de que habíamos participado ya no existía, de que mi yo de usted tampoco existía, ni existía —¡por fin!— tampoco usted.
Y es cierto: usted no existe. Ahora puedo decirlo, pensarlo, escribirlo. ¡Usted no existe! Ahora que estoy nuevamente en mi habitación y mi mujer lee el diario de la noche y se escucha desde el cuarto vecino la conversación atareada de mis hijas, ahora puedo admitirlo, comprobarlo, demostrármelo. También puedo demostrárselo a usted. En realidad usted fue siempre una imagen. La imagen que yo creé a partir de un conjunto de anhelos, de deseos incumplidos, de pequeños fracasos, exactamente como creé mi pequeño monstruo a partir de una mancha de humedad o como inventé un títere a partir de Laurita en el espejo. Usted fue la imagen de la mujer segura, la mujer con enorme capacidad de sacrificio, la infatigable presencia humana que yo hubiera aprendido a amar. Usted fue la criatura mía, solamente mía, la que yo inventé a fin de que mi ideal no permaneciera eternamente abstracto, a fin de que tuviera rostro, decisiones, palabras, tal como las otras criaturas —las creadas por Dios y no por mí— que me rodeaban y no coincidían con mi réplica desamparada, con esa venganza sutil que, obedeciendo a una sencilla tradición podemos tomarnos aun los solitarios, los siempre descontentos, los oscuros. Yo la inventé a usted con su piel de pecas, con su mirada reticente, con sus manos afiladas y tibias, con sus silencios flexibles, con su recurrente ternura. Yo la creé idealmente imperfecta, con esas pequeñas y poderosas fealdades que inexplicablemente singularizan un rostro y le comunican su derecho al recuerdo, con esas comisuras de simpatía que desmantelan la serenidad y esclavizan el sueño. Así ingresó usted a mis insomnios, así participó de esa complicidad pueril que yo formé para su sola imagen. Pero usted fue creada ya con un pasado, con un pasado de traje azul y cuello blanco junto a la verja de Los Pinos, con un pasado de fotografías (imágenes imaginadas de su imagen) junto a mis hermanas de presencia categórica y carnal, y a mi derecha en la cabalgata, y acariciando una sola vez mi cabeza en Buenos Aires, cuando la muerte de mi madre (me costaba muchísimo crear artificialmente la sensación del contacto), y también usted sola en la playa, espiada por mí, buscando caracoles entre cantos rodados. Usted fue creada con ese pasado, tal como se construye un aparato de precisión con sus accesorios. Usted fue creada a partir de un sacrificio, de una lectura del soneto CXXXII de Shakespeare, de un beneficiario apócrifo llamado él o también Diego, de una promesa mutua de renuncia. De este modo era usted una imagen alejada, es decir, un recuerdo de imagen, y por ello tremendamente próximo al recuerdo de una presencia real. En rigor, usted no debía aparecérseme nunca, usted debía sencillamente mantener el rumbo de mi segunda existencia. Obstinado en el recuerdo de su imagen, yo había descartado —razonablemente descartado— la posibilidad de la presencia de su imagen. No obstante, en el subsuelo irracional que desmiente nuestros actos obligados y embusteros, allí, en ese fondo duramente veraz, no estaba descartado su regreso. Allí su regreso vivía con la misma intensidad de mis juegos conceptuales con las cosas, con la misma vehemencia que me dejaba convertir a mi hija en un títere o a una mancha de humedad en un monstruo de papada fláccida y oscilante. Recién ahora admito que había pensado nuestro encuentro en el Parque, mil veces nuestro encuentro en el Parque, pero siempre como posible, nunca —hasta ayer— como virtualmente real. Hasta ayer ese encuentro era para mí la obsesionante representación de una espera, un encuentro eternamente a ser en el futuro, nunca siendo ya. Deliberadamente había dejado de proyectar su imagen a fin de proyectar interminablemente la memoria de su imagen (gracias a su pasado accesorio) a la vez que la esperanza de su imagen (gracias al irrealizado pero no irrealizable encuentro en el Parque). De ahí que yo viviera, junto a mis hijas y junto a mi mujer, sostenido por el recuerdo de su rostro anterior y por la esperanza de su rostro futuro, que debían guardar entre sí el parentesco impuesto por mi capacidad de invención. Claro que sólo podía representarme los rasgos de su rostro pretérito. El otro, su rostro a llegar, el rostro que usted iba a tener en el Encuentro, sólo podía representarlo como probabilidad, o sea, en preimagen. La verdadera imagen acaecería en el instante en que por fin me decidiese a representar ese encuentro constantemente postergado.
Hoy me decidí. Usted no puede saber por qué. Me decidí sencillamente para terminar con usted de una vez por todas. En mis manos tenía dos rumbos: postergar indefinidamente el Encuentro y continuar viviendo una alegría a experimentar, o resolverme a imaginar ese Encuentro y alejarla a usted definitivamente de mi juego. Lo primero era una tortura viva; lo segundo, otra más llevadera: meramente resignarme a su desaparición. Pero, ¿cómo podría usted desaparecer? ¿No se renovaría el recuerdo agregando nuevas imágenes a su primitivo pasado accesorio? Yo no aceptaba continuar viviendo de este modo. De manera que la única solución era crear el Encuentro, literalmente verla imaginada, pero a la vez imaginarla traicionándose y traicionándome, es decir, eludiendo nuestro cerrado mundo en común. Desde el momento en que usted fuera infiel a nuestro sacrificio, o sea, desde el momento en que eludiera al beneficiario apócrifo, a él, es decir, a Diego, para pertenecer estúpidamente a un no-Diego, entonces yo podría escapar derrotado, asqueado quizá por su cambio, por su deserción. Por eso le puse nombre a este espacio: «Hoy y la alegría.» Sencillamente hoy y la alegría, porque era la cúspide, el apogeo de mi juego, de la terrible tensión seguida del agotamiento de ese mismo juego, de la terrible desaparición de usted. Era el tiempo en su exacto valor: el hallazgo y la pérdida, el consuelo y la desesperanza.
Y todo lo cumplí. Es decir, lo cumplió usted. Usted me llevó a su casa. Usted abrió las ventanas para que yo viese el Renoir, los libros, el retrato. Usted comentó: «Mi marido» y me invitó a conocerlo. Usted —oh, ¿por qué?— no guardó silencio.
Usted no podía, no puede saber que he regresado ahora a mi habitación, que estoy al lado de mi mujer dormida (el diario de la noche caído sobre su rostro), que el cielo nocturno penetra lentamente en mí, que a mi solo conjuro usted perdería su sinrazón de ser y que, no obstante ello, mañana, tal vez esta misma noche, jugaré de nuevo a imaginar y me representaré golpeando a su puerta y la imaginaré recibiéndome -sí, exactamente así- con su invencible, antigua risa de Los Pinos, con otro traje azul de cuello blanco, con sus queridas manos afiladas y tibias. Y usted me dirá: «Lo esperaba» o también «Voy a presentarle a mi marido. Le gustan las mismas cosas que a usted.» Y usted cerrará la puerta y entonces seré yo el inexistente. Porque no saldré nunca, nunca, nunca, aunque el tiempo se harte de correr y yo descanse en el sillón adusto o contemple a mis anchas el perfecto Renoir o tome en mis manos el irrisorio pescador de marfil y tras de contemplarlo durante cuatro siglos, lo deposite con cuidado, casi con ternura, sobre el desguarnecido estante de ébano.
(1948)
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