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Mario
Benedetti Inocencia Ya es bastante haber llegado a la
cornisa y ver la calle, abajo, sin que se me vaya la cabeza. Hay un hombre
remoto que fuma junto al farol y de tanto en tanto se quita el sombrero
para rascarse la nuca. A veces escupe por el flanco del cigarrillo. Desde
ahí puede vernos, a Jordán y a mí. Si esa maldita hembra llegase de una
vez. Todavía nos falta alcanzar la ventana, pasar el corredor, salir a la
terracita y encontrar la tapa. Verdes nos lo ha revelado en solemne
confidencia, con las comisuras de los labios temblando de borrachera y de
deseo, la noche en que perdimos el examen de física y nos quedamos hasta
la una tomando caña en lo de Brito. En realidad, a Verdes se lo había
dicho Arteaga, y, a éste, el único que efectivamente había penetrado en
el ducto: el mellado Soler. Pero el mellado murió en febrero y no es
posible echar en saco roto su consejo: “Ojo con la tapa; de dentro no
puede abrirse.” Somos cinco los que sabemos que en el Club existe ese
pasaje, de setenta centímetros de ancho y quince metros de long¡tud al
que dan las rejillas de los baños que usan las muchachas. Pero nadie se
anima. Sólo Jordán y yo. Ahora el que fuma empieza a despotricar porque
la mujer ha llegado con atraso. Después se calla, como para instaurar el
ambiente adecuado a la bofetada que rebasa el silencio y, contra lo
previsto, no va seguida de ninguna palabra. Entonces ella lo toma del
brazo y se lo lleva hasta la esquina, recalcando los pasos en el
empedrado. Por fin. Avanzamos dos metros en la cornisa, con la boca
abierta, sin vértigo aún, a la expectativa. Verdes dijo que la ventana
está después del recodo, y, efectivamente, Jordán alcanza el marco.
Abajo, en la calle cortada, no pasa nadie. Damos el salto. “Bueno”,
dice Jordán, “ya pasó lo peor”. Pienso que llevo puesta la camisa
blanca, con las flamantes ballenitas de aluminio. “Nos vamos a ensuciar”,
digo. “No seas marica”, diceJordán, “vamos a divertirnos”. Yo
creo que sí que vamos a divertirnos, pero también que me voy a arruinar
la camisa. “Si lo decís por la ropa, no te preocupes”, dice Jordán,
“no podemos entrar vestidos.” “¿Y esto dónde lo dejamos?” “Aquí.”
Dice aquí porque hemos llegado y está pisando la tapa. Tiene dos
argollas, es cuadrangular y muy pesada. Todavía no sé si podremos
moverla. Nos quitamos la ropa y recién nos damos cuenta de que la noche
está fría. En cualquier otro momento me hubiera hecho gracia ver a
Jordán, sobre la terracita, en calzoncillos. Pero lamentablemente no me
hace gracia ahora. Me siento frío y ridículo y tengo miedo de que llueva
y se me moje el traje. Sí, conseguimos levantar la tapa. Jordán se mete
el primero por la abertura, se tiende en el túnel y comienza a
arrastrarse. A la luz de la luna, veo pasar el pescuezo, los hombros, la
cintura. Veo pasar el trasero, las rodillas, los pies. Y entonces me
decido. Las paredes son ásperas y viene por el ducto un vaho caliente,
desagradable. A medida que avanzamos se vuelve más caliente, más
nauseabundo, más agrio. No puedo arrastrarme demasiado rápido porque
choco con los pies de Jordán. Siento que se me desgarran los
calzoncillos, que algo me raspa un hombro, pero sigo, sigo porque vamos a
divertirnos, porque vamos a ver cómo son. A los siete u ocho metros, el
vaho cálido e invisible se convierte en niebla iluminada. Las rejillas
son ésas. Jordán dice: “Es allí.” Yo repito: “Es allí.” Parece
que habláramos debajo de la tierra, en un infierno. Jordán se ha
detenido, porque choco otra vez contra su planta. Le hago cosquillas con
el pelo para que no se detenga. Entonces avanza y deja libre la primera
rejilla. Nos establecemos: yo en la primera, él en la segunda. Pero
adentro no hay nadie. Tanto riesgo, tanta cornisa sobre la calle, y ahora
no hay nada. Estamos empapados y yo pienso en el traje. Jordán dice: “Mirá.”
Miro y está Carlota, la vicecampeona de ping-pong, envuelta en una
toalla. Abre la ducha y prueba el agua. Se quita la toalla y vemos cómo
es. Jordán dice: “¿Y?” Yo no digo nada. Ahora tengo vergüenza.
Quería verlas desnudas, pero no así. Es mejor imaginar a Carlota cuando
juega al ping pong, de pantaloncitos, que verla ahora verdaderamente
desnuda, sin los shorts y sin nada. Entonces alguien grita o canta, yo
qué sé. Carlota responde con gritos más agudos. Y otras dos, ya
desnudas, con la toalla en el brazo, entran a los saltos. La rubia gorda
es la señora de Ayala, la rubia flaca es Ana Cristina. Se sientan en el
banco largo a esperar que la otra termine su baño. El vapor se mezcla con
mi transpiración y se despeña en chorritos por mi piel ablandada. Las
piernas más lindas son las de Carlota. “Mirá qué senos, che”, dice
Jordán. Sí, también los senos. “El culo, che”, dice Jordán. Sí,
también eso. Entonces la rubia flaca se pone a bailar sola y la rubia
gorda la contempla con rabia. Después se le arrima y bailan juntas.
Carlota se queda mirándolas y dice que dejen eso, que ahora viene Amy y
saben cómo es. La muy zorra, dice la de Ayala, pero suspende el baile. No
me gusta la de Ayala, me gusta Ana Cristina, pero es estúpido que bailen
entre ellas. Claro que más me gusta Amy, pero a ésta no quiero verla.
“Vamos”, digo. “¿Qué?”, dice Jordán, asombrado. “¿Tan luego
ahora?” “Por mí quedate”, digo, y empiezo a arrastrarme hacia la
salida. Ahora sé cómo son. Eso me alcanza. Además tengo vergüenza,
calor y repugnancia. Con la mano derecha voy recorriendo el techo, pero no
encuentro nada. No quiero creerlo, pero choco con la pared. Con la pared
final. Voy otra vez hacia adelante, pero no encuentro nada. Me arrastro
hacia atrás, vuelvo hacia adelante, pero la desesperación no me impide
entender que han cerrado la tapa. Regreso a las rejillas y llamo: “Jordán.”
“Ah, volviste”, dice, satisfecho. “Jordán”, repito. No puedo
decirle más, me da asco verlo tan confiado, mirando cómo Ana Cristina se
enjabona la espalda. “La tapa”, digo. Me mira distraído, sin
comprender todavía. “¿Qué?”, dice. “¡Está cerrada, bestia!”
Nos insultamos en un ronco susurro y en la primera pausa descubrimos el
miedo. Ahora Jordán tiene los ojos agobiados y la boca entreabierta. Se
ha perdido, yo sé que se ha perdido. “Pero... ¿quién la cerró?”,
balbucea. A mí no me importa quién la haya cerrado. Miro por la rejilla
y está la señora de Ayala lavándose el pescuezo. Los senos le caen
ahora y son pulpas fláccidas, sobadas. Los pezones le cuelgan como
ciruelas negras. Pienso que por esto, sólo por esto hemos caído. Y es
poca cosa, es una horrible, abominable cosa. “Dejame pasar”, dice
Jordán. El miedo lo ha deformado. Parece un mono vicioso, enloquecido.
“Voy a fijarme yo.” No quiero apartarme, es muy angosto. Entonces
retrocedo y él me sigue. Claro, la tapa está cerrada. Jordán no dice
nada y vuelve a las rejillas. Otra vez me deslizo siguiendo sus pies.
Siento un estremecimiento en las rodillas, pero Jordán está mucho peor.
Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. Llora convulsivamente con su cara
de mono y yo no puedo derretirme de piedad. Pero me derrito de sudor y de
miedo. “Vamos a llamar”, dice. Entonces sé que no vamos a llamar, que
la solución tiene que ser otra. “No”, digo. Nada más. No sé de
dónde vienen esos pasos. Jordán se calla y nos miramos en silencio, cada
vez más furiosos y decididos. Los pasos son de Amy. Pero no quiero verla.
No quiero verla así. Claro, ella no sabe, abre la canilla, se acaricia
las piernas. Sé que Jordán no espera, sé que ahora va a gritar. Me
parece imposible pero llego a su boca. Es espantoso, es enloquecedor
luchar aquí, con mis dedos de miedo en su garganta blanda. Sí, se ha
perdido. Yo ya lo sabía. Entonces se le afloja su cara de mono, y vuelve
a ser Jordán. Jordán de quince años. Jordán muerto. Aunque yo no sé
nada y Amy está en la ducha y no puedo llamar. Porque no quiero admitir
su presencia, sentirla inerme, sola, pura hasta lo insufrible. Pero soy un
idiota y me castigo. Mi boca se abre dócil, para lanzar un grito. Un
alarido atroz, irresistible. Porque soy un idiota y me castigo, y Amy
rosada y húmeda, se asombra, se conoce, se desprecia, se escapa, mientras
yo grito el grito de Jordán. Literatura
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