Mario
Benedetti
(1920- )
LA FAMILIA IRIARTE
(Montevideanos, 1959)
Había cinco familias que llamaban
al Jefe. En la guardia de la mañana yo estaba siempre a cargo del
teléfono y conocía de memoria las cinco voces. Todos estábamos
enterados de que cada familia era un programa y a veces cotejábamos
nuestras sospechas.
Para mí, por ejemplo, la familia
Calvo era gordita, arremetedora, con la pintura siempre más ancha que el
labio; la familia Ruiz, una pituca sin calidad, de mechón sobre el ojo;
la familia Durán, una flaca intelectual, del tipo fatigado y sin
prejuicios; la familia Salgado, una hembra de labio grueeo, de esas que
convencen a puro sexo. Pero la única que tenía voz de mujer ideal era la
familia Iriarte. Ni gorda ni flaca, con las curvas suficientes para
bendecir el don del tacto que nos da Natura; ni demasiado terca ni
demasiado dócil, una verdadera mujer, eso es: un carácter. Así la
imaginaba. Conocía su risa franca y contagiosa y desde allí inventaba su
gesto. Conocía sus silencios y sobre ellos creaba sus ojos. Negros,
melancólicos. Conocía su tono amable, acogedor, y desde allí inventaba
su ternura.
Con respecto a las otras familias
había discrepancias. Para Elizalde, por ejemplo, la Salgado era una
petisa sin pretensiones; para Rossi, la Calvo era una pasa de uva; la
Ruiz, una veterana más para Correa. Pero en cuanto a la familia Iriarte,
todos coincidíamos en que era divina, más aún, todos habíamos
construido casi la misma imagen a partir de su voz. Estábamos seguros de
que si un día llegaba a abrir la puerta de la oficina y simplemente
sonreía, aunque no pronunciase palabra, igual la íbamos a reconocer a
coro, porque todos habíamos creado la misma sonrisa inconfundible.
El Jefe, que era un tipo relativamente
indiscreto en cuanto se refería a los asuntos confidenciales que rozaban
la oficina, pasaba a ser una tumba de discreción y de reserva en lo que
concernía a las cinco familias. En esa zona, nuestros diálogos con él
eran de un laconismo desalentador. Nos limitábamos a atender la
llamada, a apretar el botón para que la chicharra sonase en su despacho y
a comunicarle, por ejemplo: “Familia Salgado”. El decía sencillamente
“Pásemela” o “Dígale que no estoy” o “Que llame dentro de una
hora”. Nunca un comentario, ni siquiera una broma. Y eso que sabía que
éramos de confianza.
Yo no podía explicarme por qué la
familia Iriarte era, de las cinco, la que lo llamaba con menos frecuencia,
a veces cada quince días. Claro que en esas ocasiones la luz roja que
indicaba “ocupado” no se apagaba por lo menos durante un cuarto de
hora. Cuánto hubiera representado para mí escuchar durante quince
minutos seguidos aquella vocecita tan tierna, tan graciosa, tan segura.
Una vez me animé a decir algo, no
recuerdo qué, y ella me contestó algo, no recuerdo qué. ¡Qué día!
Desde entonces acaricié la esperanza de hablar un poquito con ella, más
aún, de que ella también reconociese mi voz tal como yo reconocía la
suya. Una mañana tuve la ocurrencia de decir: “¿Podría esperar un
instante hasta que consiga comunicación?”, y ella me contestó: “Como
no, siempre que usted me haga amable la espera”. Reconozco que ese día
estaba medio tarado, porque sólo pude hablarle del tiempo, del trabajo y
de un proyectado cambio de horario. Pero en otra ocasión me hice de valor
y conversamos sobre temas generales, aunque con significados
particulares. Desde entonces ella reconocía mí voz y me saludaba con
un “¿Qué tal, secretario?”, que me aflojaba por completo.
*
Unos meses después de esa variante me
fui de vacaciones al Este. Desde hacía varios años, mis vacaciones en el
Este habían constituido mí esperanza más firme desde un punto de vista
sentimental. Siempre pensé que en una de esas licencias iba a encontrar a
la muchacha en quien personificar mis sueños privados y a quien destinar
mí ternura latente. Porque yo soy definidamente un sentimental. A veces
me lo reprocho, me digo que hoy en día vale más ser egoísta y
calculador, pero de nada sirve. Voy al cine, me trago una de esas
cursilerías mexicanas con hijos naturales y pobres vie. jecitas;
comprendo, sin lugar a dudas, que es idiota, y, sin embargo, no puedo
evitar que se me haga un nudo en la garganta.
Ahora que en eso de encontrar la mujer
en el Este, yo me he investigado mucho y he hallado otros motivos no tan
sentimentales. La verdad es que en un balneario uno sólo ve mujercitas
limpias, frescas, descansadas, dispuestas a reírse, a festejarlo todo.
Claro que también en Montevideo hay mujeres limpias; pero las pobres
siempre están cansadas. Los zapatos estrechos, las escaleras, los
autobuses, las dejan amargadas y sudorosas. En la ciudad uno ignora
prácticamente cómo es la alegría de una mujer. Y eso, aunque no lo
parezca, es importante. Personalmente, me considero capaz de soportar
cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con fuerzas
como para dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero me
reconozco mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de
mujeres que, francamente, nunca pude aguantar. Por eso, en un balneario,
donde todas ríen desde que se levantan para el primer baño hasta que
salen mareadas del Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es
asqueante y cuál maravillosa.
Fue precisamente en el balneario donde
volví a oír su voz. Yo bailaba entre las mesitas de una terraza, a la
luz de una luna que a nadie le importaba. Mí mano derecha se había
afirmado sobre una espalda parcialmente despellejada que aún no había
perdido el calor de la tarde. La dueña de la espalda se reía y era una
buena risa, no había que descartarla. Siempre que podía yo le miraba
unos pelitos rubios, casi transparentes que tenía en las inmediaciones de
la oreja, y, en realidad, me sentía bastante conmovido. Mi compañera
hablaba poco, pero siempre decía algo lo bastante soso como para que yo
apreciara sus silencios.
Justamente, fue en el agradable
transcurso de uno de éstos que oí la frase, tan nítida como si la
hubiera recortado especialmente para mí: “¿Y usted qué refresco
prefiere?” No tiene importancia ni ahora ni después, pero yo la
recuerdo palabra por palabra. Se había formado uno de esos lentos y
arrastrados nudos que provoca el tango. La frase había sonado muy cerca,
pero esta vez no pude relacionarla con ninguna de las caderas que me
habían rozado.
Dos noches después, en el Casino,
perdía unos noventa pesos y me vino la loca de jugar cincuenta en una
última bola. Si perdía, paciencia; tendría que volver en seguida a
Montevideo. Pero salió el 32 y me sentí infinitamente reconfortado y
optimista cuando repasé las ocho fichas naranjas de aro que le había
dedicado. Entonces alguien dijo prácticamente en mi oído, casi como un
teléfono: “Así se juega: hay que arriesgarse”.
Me di vuelta, tranquilo, seguro de lo
que iba a hallar, y la familia Iriarte que estaba junto a mí era tan
deliciosa como la que yo y los otros habíamos inventado a partir de su
voz. A continuación fue relativamente sencillo tomar un hilo de su propia
frase, construir una teoría del riesgo y convencerla de que se arriesgara
conmigo, a conversar primero, a bailar después, a encontrarnos en la
playa al día siguiente.
Desde entonces anduvimos juntos. Me
dijo que se llamaba Doris, Doris Freire. Era rigurosamente cierto (no sé
con qué motivo me mostró su carnet) y, además, muy explicable: yo
siempre había pensado que las “familias” eran sólo nombres de
teléfono. Desde el primer día me hice esta composición de lugar: era
evidente que ella tenía relaciones con el Jefe, era no menos evidente que
eso lastimaba no menos mi amor propio; pero (fíjense qué buen pero) era
la mujer más encantadora que yo había conocido y arriesgaba perderla
definitivamente (ahora que el azar la había puesto en mi oído) si yo me
atenía desmedidamente a mis escrúpulos.
Además, cabía otra posibilidad. Así
como yo había reconocido su voz, ¿por qué no podría Doris reconocer la
mía? Cierto que ella había sido siempre para mí algo precioso,
inalcanzable, y yo, en cambio, sólo ahora ingresaba en su mundo. Sin
embargo, cuando una mañana corrí a su encuentro con un alegre “¿Qué
tal, secretaria?”, aunque ella en seguida asimiló el golpe, se rió, me
dio el brazo y me hizo bromas con una morocha de un jeep que nos
cruzamos, a mí no se me escapó que había quedado inquieta, como si
alguna sospecha la hubiese iluminado. Después, en cambio, me pareció que
aceptaba con filosofía la posibilidad de que fuese yo quien atendía sus
llamadas al Jefe. Y esa seguridad que ahora reflejaban sus conversaciones,
sus inolvidables miradas de comprensión y de promesa, me dieron
finalmente otra esperanza. Estaba claro que ella apreciaba que yo no le
hablase del Jefe; y, aunque esto otro no estaba tan claro, era probable
que ella recompensase mi delicadeza rompiendo a corto plazo con él.
Siempre supe mirar en la mirada ajena, y la de Doris era particularmente
sincera.
*
Volví al trabajo. Día por medio
cumplí otra vez mis guardias matutinas junto al teléfono. La familia
Iriarte no llamó más.
Casi todos los días rne encontraba
con Doris a la salida de su empleo. Ella trabajaba en el Poder Judicial.
tenía un buen sueldo, era el funcionarioclave de su oficina y todos lit
apreciaban. Doris no me ocultaba nada. Su vida actual era desmedidamente
honesta y transparente. Pero ¿y el pasado? En el fondo a mí me bastaba
con que no me engañase. Su aventura —o lo que fuera— con el Jefe no
iba por cierto a infectar nú ración de felicidad. La familia Iriarte no
había llamado más. ¿Qué otra cosa podía pretender? Yo era preferido
al Jefe y pronto éste pasaría a ser en la vida de Doris ese mal recuerdo
que toda muchacha debe tener.
Yo le había advertido a Doris que no
me telefoneara a la oficina. No sé qué pretexto encontré. Francamente,
yo no quería arriesgarme a que Elizalde o Rossi o Correa atendieran su
llamada, reconocieran su voz y fabricaran a continuación una de esas
interpretaciones ambiguas a que eran tan afectos. Lo cierto es que ella,
siempre amable y sin rencor, no puso objeciones. A mí me gustaba que
fuese tan comprensiva en todo lo referente a ese tema tabú, y
verdaderamente le agradecía que nunca me hubiera obligado a entrar en
explicaciones tristes, en esas palabras de mala fama que todo lo ensucian,
que destruyen toda buena intención.
Me llevó a su casa y conocí a su
madre. Era una buena y cansada mujer. Hacía doce años que había perdido
a su marido y aún no se había repuesto. Nos miraba a Doris y a mí con
mansa complacencia, pero a veces se le llenaban los ojos de lágrimas, tal
vez al recordar algún lejano pormenor de su noviazgo con el señor
Freire. Tres veces por semana yo me quedaba hasta las once, pero a las
diez ella discretamente decía buenas noches y se retiraba, de modo que a
Doris y a mí nos quedaba una hora para besarnos a gusto, hablar del
futuro, calcular el precio de las sábanas y las habitaciones que
precisaríamos, exactamente igual que otras cien mil parejas diseminadas
en el territorio de la república, que a esa misma hora intercambiarían
parecidos proyectos y mimos. Nunca la madre hizo referencia al Jefe ni a
nadie relacionado sentimentalmente con Doris. Siempre se me dispensó el
tratamiento que todo hogar honorable reserva al primer novio de la nena. Y
yo dejaba hacer.
A veces no podía evitar cierta
sórdida complacencia en saber que había conseguido (para mi uso, para mi
deleite) una de esas mujeres inalcanzables, que sólo gastan los
ministros, los hombres públicos, los funcionarios de importancia. Yo: un
auxiliar de secretaría.
Doris, justo es consignarlo, estaba
cada noche más encantadora. Conmigo no escatimaba su ternura; tenía un
modo de acariciarme la nuca, de besarme el pescuezo, de susurrarme
pequeñas delicias mientras me besaba, que, francamente, yo salía de
allí mareado de felicidad y, por qué no decirlo, de deseo. Luego. solo y
desvelado en mi pieza de soltero, me amargaba un poco pensando que esa
refinada pericia probaba que alguien había atendido cuidadosamente su
noviciado. Después de todo, ¿era una ventaja o una desventaja? Yo no
podía evitar acordarme del Jefe, tan tieso, tan respetable, tan
incrustado en su respetabilidad, y no lograba imaginarlo como ese
envidiable instructor. ¿Había otros, pues? Pero ¿cuántos?
Especialmente, ¿cuál de ellos le había enseñado a besar así? Siempre
terminaba por recordarme a mí mismo que estábamos en mil novecientos
cuarenta y seis y no en la Edad Media, que ahora era yo quien importaba
para ella. y me dormía abrazado a la almohada como en un basto anticipo y
débil sucedáneo de otros abrazos que figuraban en mi programa.
*
Hasta el veintitrés de noviembre tuve
la sensación de que me deslizaba irremediable y graciosamente hacia el
matrimonio. Era un hecho. Faltaba que consiguiéramos un apartamiento como
a mí me gustaba, con aire, luz y amplios ventanales. Habíamos salido
varios domingos en busca de ese ideal, pero cuando hallábamos algo que se
le aproximaba, era demasiado caro o sin buena locomoción o el barrio le
parecía a Doris apartado y triste.
En la mañana del veintitrés de
noviembre yo cumplía mi guardia. Hacía cuatro días que el Jefe no
aparecía por el despacho; de modo que me hallaba solo y tranquilo.
leyendo una revista y fumando mi rubio. De pronto sentí que, a mis
espaldas, una puerta se abría. Perezosamente me di vuelta y alcancé, a
ver, asomada e interrogante, la adorable cabecita de Doris. Entró con
cierto airecito culpable, porque —según dijo— pensó que yo fuese a
enojarme. El motivo de su presencia en la oficina era que al fin había
encontrado un apartamiento con la disposición y el alquiler que
buscábamos. Había hecho un esmerado planito y lo mostraba satisfecha.
Estaba primorosa con su vestido liviano y aquel ancho cinturón que le
marcaba mejor que ningún otro la cintura. Cómo estábamos solos se
sentó sobre mi escritorio, cruzó las piernas y empezó a preguntarme
cuál era el sitio de Rossi, cuál el de Correa, cuál el de Elizalde. No
conocía personalmente a ninguno de ellos, pero estaba enterada de sus
rasgos y anécdotas a través de mis versiones caricaturescas. Ella había
empezado a fumar uno de mis rubios y yo tenía su mano entre las mías
cuando sonó el teléfono. Levanté el tubo y dije: “Hola”. Entonces
el teléfono dijo: “¿Qué tal, secretario?”, y aparentemente todo
siguió igual. Pero en los segundos que duró la llamada y mientras yo,
sólo a medias repuesto, interrogaba maquinalmente: “¿Qué es de su
vida después de tanto tiempo?”, y el teléfono respondía: “Estuve de
viaje por Chile”, verdaderamente nada seguía igual. Como en los
últimos instantes de un ahogado, desfilaban por mi cabeza varias ideas
sin orden ni equilibrio. La primera de ellas: “Así que el Jefe no tuvo
nada que ver con ella”, representaba la dignidad triunfante. La segunda
era, más o menos: “Pero entonces Doris. ..”, y la tercera,
textualmente: “¿Cómo pude confundir esta voz?”
Le expliqué al teléfono que el Jefe
no estaba, dije adiós, puse el tubo en su sitio. Su mano seguía en mi
mano. Entonces levanté los ojos y sabía lo que iba a encontrar. Sentada
sobre mi escritorio, en una pone provocativa y grosera, fumando como
cualquier pituca, Doris esperaba y sonreía, todavía pendiente del
ridículo plano. Era, naturalmente, una sonrisa vacía y superficial,
igual a la de todo el mundo, y con ella amenazaba aburrirme de aquí a la
eternidad. Después yo trataría de hallar la verdadera explicación, pero
mientras tanto, en la capa más insospechable de mi conciencia, puse punto
final a este malentendido. Porque, en realidad, yo estoy enamorado de la
familia Iriarte.
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