Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Mario Benedetti y mi generación
Por
Jorge Ruffinelli
(Universidad de Stanford)
Mucho agradezco esta oportunidad
que brinda la Universidad de Alicante para decir aquí algunas cosas
sobre la obra y la figura pública de Mario Benedetti. Durante las
últimas semanas he reflexionado especialmente sobre aquello que
Benedetti representó, representa y seguramente continuará
representando, no sólo para mí sino para mi generación. De tal modo,
si algún título hubiera de tener esta comunicación, él sería:
«Mario Benedetti y mi generación».
Comencé por preguntarme
quién ha sido Mario Benedetti para nosotros, y quién es, tras los
cambios históricos compartidos con él, más allá de distancias
geográficas, y diferencias generacionales. ¿Qué lectura de su obra
hizo mi generación, cómo vio al escritor al surgir (nosotros) hacia
los años sesenta, qué lugar ocupaba él ya entonces en la plaza
pública de la cultura? Éstas fueron las primeras preguntas y, al
formularlas, ellas mismas comenzaron a trazar el perfil de Benedetti,
ayudándonos a encontrar sus señas de identidad así como la índole de
su influencia sobre nosotros.
Cuando mi generación
accedió a la vida pública en los años sesenta, Mario Benedetti era ya
una figura conocida y polémica. Había nacido en 1920 lejos del centro
urbano y centralista que ha sido Montevideo, nació en Paso de los
Toros, y sin embargo nunca tuvo problemas para constituirse en un
escritor «nacional», urbano, cosmopolita. Ha sido en todo momento un
escritor prolífico y ha cultivado muchos géneros: novela, cuento,
poesía, teatro, periodismo, el ensayo político y el literario, los
discursos, las entrevistas, los artículos de humor y las letras de
canciones. Al comienzo desenvolvió una perspectiva centrada en el
Uruguay y en los problemas de la sociedad oriental, que en una etapa
posterior comenzó a ampliarse y a internacionalizarse. Su apoyo a la
Revolución cubana ha sido inalterable, y él mismo residió durante una
etapa importante en la Isla. Del mismo modo, no ha dejado de enfilar sus
dardos contra la política exterior de los Estados Unidos, y contra
rasgos internos negativos de esa civilización -como el racismo, el
consumismo, el individualismo-, todos ellos consustanciales al
capitalismo económico llámeselo capitalismo a la vieja usanza, o bien
neoliberalismo a la nueva manera.
Vimos la obra de Benedetti
dividirse en dos fases: una que comenzaba hacia 1945 con la poesía: La
víspera indeleble; y se expandía hacia la narrativa con Quién
de nosotros, 1953, los cuentos de Montevideanos, los Poemas
de la oficina, el ensayo El país de la cola de paja (1960),
las novelas La tregua y Gracias por el fuego (1965). El
rasgo fundamental de esta etapa fue la crítica social desde la
ética, la visión del país y sus habitantes según la «razón
moral». Se trataba, también, dicho esto de un modo esquemático, de
una perspectiva pesimista. La segunda fase se caracterizó por la
politización de su pensamiento y de su literatura, y por la búsqueda
de horizontes más amplios que los del «paisito». Y el optimismo
volvió por sus fueros. Gracias por el fuego le ayudó a
internacionalizarse, y no sólo porque una parte de esta novela
transcurriera en Nueva York, sino porque fue finalista en el premio Seix
Barral. Los cambios radicales en la historia de América Latina a partir
de los años sesenta, y ante todo el fermento intelectual y la
militancia en la izquierda (con la Revolución cubana, con la crítica a
los Estados Unidos, con la búsqueda del «hombre nuevo» avizorado por
el Che Guevara, como contexto), ayudan a explicar la obra de Benedetti,
su lento desprendimiento de la piel ética para dejar asomar por debajo
la piel política, y ayudan a explicar, también, su influencia sobre mi
generación.
Mi generación se corresponde
con la década de la insurgencia estudiantil y sufrió, como
corresponde, la persecución política y el exilio, entrada ya la
década siguiente. De este modo, cuando nacimos a la literatura,
Benedetti ya estaba en la lucha ideológica y política dentro y fuera
de su propia generación, era el escritor más leído, y su influencia
era tan inevitable como deseable. A mi generación la llamaron
«generación de la crisis». Fuimos afortunados por tener padres
literarios de la categoría humana e intelectual de Ángel Rama, Carlos
Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa, Carlos
Maggi, Idea Vilariño. Benedetti significó para mi generación uno de
esos padres, el más accesible y generoso dentro de una «familia» de
hipercríticos graves y adustos, muchos de ellos notablemente carentes
de sentido del humor (en contraste con Benedetti, de quien nos regocija
siempre su humor benigno tanto como su humor satírico).
Como señalé antes, éramos
demasiado jóvenes para participar en el ingreso de Benedetti a la
literatura, cuando publica en 1945 su primer libro de poemas, La
víspera indeleble. O cuando, cinco años más tarde, sale su
poemario Sólo mientras tanto. Como suele ocurrir, el suyo fue un
ingreso lento en la vida cultural, mediante la publicación de libros,
la dirección de una revista titulada Marginalia (en 1948), o,
más importante, su participación en la revista Número. Digo
que esta participación es más importante porque Número fue el
vehículo literario de la «Generación del 45», dirigido en aquella su
primera época por Sarandy Cabrera, Manuel Claps, Emir Rodríguez
Monegal, Idea Vilariño y Benedetti. Número quiso ser el signo
de una formación intelectual exigente, aún muy atenta a las
literaturas europea y norteamericana. Las revistas, lo sabemos, son el
lugar de encuentro en el cual los escritores de un periodo aprenden a
leerse y discutirse mutuamente. (Años más tarde mi generación
publica Prólogo -solamente dos números- con los cuales
compartimos con Número, el gusto por las títulos
esdrújulos...).
Si Número fue
importante en términos de literatura, el semanario Marcha
constituyó el eje intelectual del país en política, economía y
cultura. Fundada en 1939 por Carlos Quijano, abogado de vocación
economista, Marcha fue el lugar de encuentro ya no de una
generación literaria sino de la intelligentsia del país.
Abierta a todos los sectores de pensamiento progresista, fue también el
campo de batalla para los debates culturales y políticos. Benedetti
ocupó la dirección de su página literaria al menos tres veces, aunque
los periodos más intensos y largos (casi una década cada uno) les
correspondió a dos críticos señeros del Uruguay: Emir Rodríguez
Monegal y Ángel Rama.
Antes de 1960, Benedetti
publica algunos libros que tienen escasa resonancia de crítica y de
público. Ni Quién de nosotros, en 1953, ni los cuentos de Esta
mañana (1949), trascienden; pero en ellos empiezan a aparecer las
semillas de sus Montevideanos. Son Montevideanos (1959) en
narrativa y Poemas de la oficina (1956) en poesía, los dos
libros con los que Benedetti se abre camino definitivo en la literatura
uruguaya. Y para entonces, mi generación ya estaba aprendiendo a leer,
y a leerlo.
¿Qué nos aportó Benedetti,
a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta? Ante todo, la
transición hacia el conocimiento de nosotros mismos. Durante una época
en que aún teníamos la mirada puesta en Europa y en los Estados Unidos
-en Europa por su extraordinaria cultura, en Estados Unidos ante todo
por Faulkner y Hemingway-, con muy poco aprecio por la cultura nacional,
repentinamente el triunfo de la Revolución cubana y el boom de
la novela latinoamericana -en gran parte gracias a su recepción
española y a la industria editorial de Barcelona- fueron piedras de
toque que ayudaron a cambiar una concepción del mundo y de la cultura.
Benedetti estuvo entre los primeros y nos dio instrumentos para
continuar. Los latinoamericanos comenzamos a mirarnos, y tanto como a
mirarnos, a vernos. Por primera vez. Ya no a las raíces de la
formación inmigratoria, es decir, a nuestro pasado europeo, ni siquiera
a los ancestros autóctonos o indígenas, sino al presente, a nuestra
historia inmediata y a nuestro futuro. Fue la época de la utopía.
Utopía y América Latina eran un solo concepto. Utopía y por lo tanto
también luchas sociales, utopía pero también descubrimiento de un
mundo marginal de pobreza y explotación.
En este contexto, comenzando
muy temprano, con los Poemas de la oficina Benedetti le dio a mi
generación la oportunidad de asomarse al mundo de las letras mirando a
nuestro alrededor. En el caso del Uruguay, detectando el mundo gris de
la burocracia, un mundo rutinario en el que de todas maneras vivíamos,
sufríamos, nos enamorábamos, cobrábamos nuestros menguados salarios,
vegetábamos, nos jubilábamos, traicionábamos, éramos traicionados,
moríamos. Benedetti encontró en el poeta argentino Fernández Moreno,
y en los Cuentos de la oficina de Mariani, resortes de
inspiración, pero él hizo su propia obra, su propia deconstrucción
crítica de ese sector social contando con un caudal intransferible de
experiencias personales. Casi cuatro décadas más tarde, yo aún
«escucho» en mi mente los Poemas de la oficina leídos por
Benedetti en un disco de acetato de 45 rpm con una cadencia de tristeza
que no nos abandonará nunca, que nunca saldrá de nuestra memoria. Por
ejemplo, «Dactilógrafo»:
Montevideo
quince de noviembre
de mil novecientos cincuenta y cinco
Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
muy señor nuestro por la presente
yo tuve un libro del que podía leer
veinticinco centímetros por noche
y después del libro la noche se espesaba
y yo quería pensar en cómo sería eso
de no ser de caer como piedra en un pozo
comunicamos a usted que en esta fecha
hemos efectuado por su cuenta
quién era ah sí mi madre se acercaba
y prendía la luz y no te asustes
y después la apagaba antes que me durmiera
el pago de trescientos doce pesos
a la firma Menéndez & Solari
y sólo veía sombras como caballos
y elefantes y monstruos casi hombres
y sin embargo aquello era mejor
que pensarme sin la savia del miedo
desaparecido como se acostumbra
en un todo de acuerdo con sus órdenes
de fecha siete del corriente
era tan diferente era verde
absolutamente verde y con tranvías
y qué optimismo tener la ventanilla
sentirse dueño de la calle que baja
jugar con los números de las puertas cerradas
y apostar consigo mismo en términos severos
rogámosle acusar recibo lo antes posible
si terminaba en cuatro o trece o diecisiete
era que iba a reír a perder o a morirme
de esta comunicación a fin de que podamos
y hacerme tan sólo una trampa por cuadra
registrarlo en su cuenta corriente
absolutamente verde y con tranvías
y el Prado con camino de hojas secas
y el olor a eucaliptus y a temprano
saludamos a usted atentamente
y desde allí los años y quién sabe.
Estos poemas de temática tan poco prestigiosa desde el punto de vista
literario nos abrieron los ojos al país gris y triste que éramos.
Alguna vez el mismo Benedetti explicaba: «(En Uruguay) había surgido
una poesía de corzas y gacelas y madréporas y cosas así, que empleaba
como base de metáforas una flora y una fauna ni siquiera (existentes).
En cierto modo, yo atribuyo el éxito repentino y sorpresivo de Poemas
de la oficina, en gran parte, a que fue una cosa diferente a eso que
se venía haciendo...».
Pero si estos poemas, con su
sencillismo machadiano, con su tristeza a cuestas, con el asomo de una
crítica social, ya fueron importantes en su momento, casi de inmediato
la visión que nos daban del país fue sostenida, reforzada por los
magníficos Montevideanos, aquellos «Dublineses» uruguayos que
llegaban también para cambiar nuestra óptica, y hasta nuestro modo de
leer la literatura. Poemas de la oficina y Montevideanos
fueron realmente el acta de bautismo de Benedetti en la literatura
uruguaya, y el comienzo de un fenómeno que no ha cesado nunca, y que,
al contrario, se ha reproducido en innumerables países. Me refiero al
fenómeno extraordinario de una comunicación fluida y permanente con
sus lectores, con lectores que se han reproducido en diversas
generaciones, que le han sido fieles (como él a ellos), y que Benedetti
encontró en Argentina, en España, en México, en Cuba... Si lo llamo
fenómeno extraordinario es ante todo porque cuando Benedetti encontró
un lector masivo en su pequeño país natal, los críticos atribuyeron
el éxito (aparte el valor literario, que nunca es garantía de
popularidad) a su apelación temática a las clases medias, a un estilo
sencillo y directo de narrar, y a que esos lectores reconocían sus
problemas en los de sus personajes. Sin embargo, esa hipótesis de
interpretación dejó de ser válida cuando los libros fueron a su vez
leídos con inteligencia y fervor en el Caribe, en México o en España.
Ya no sirvió la teoría de la representatividad social, por sí sola,
para explicarlo. Debe de haber, también, un fondo de verdad
emocional, de autenticidad literaria, y una razón poética
(que supera a la social) y que el lector reconoce en sus líneas y
entrelíneas.
Benedetti le enseñó a mi
generación, que la vocación podía encontrar vías inesperadas y
simultáneas, que podíamos y debíamos dejar sueltas las vocaciones
para que éstas encontraran sus formas y sus ritmos. Él mismo lo haría
siempre, no sólo manejando diferentes formas del ejercicio de la
escritura sino combinándolos experimental y audazmente en
novelas-poemas o poemas-novelas como fue el caso de El cumpleaños de
Juan Ángel. Sin embargo, antes aún de llegar a la década del
setenta, otro libro de Benedetti nos dio una lección de tremendo
impacto sobre nuestra percepción de la generación de nuestros
maestros, al punto de que empezamos a dudar sobre verdades que aquella
generación nos había inculcado.
1960 marcó para Benedetti
otro despertar. La tercera prueba para un tercer género, el ensayo
periodístico, en el que Benedetti dejaría su marca. El libro se
tituló El país de la cola de paja (1960) y fue una requisitoria
contra los hábitos mentales y morales del Uruguay de la época. El
país de la cola de paja se refiere a muchos males sociales anotados
con perspicacia, imaginación y enojo: la cobardía civil, la
hipocresía (o fallutería), la manipulación sindical, la mentalidad
mediocre de la burocracia, la represión como modo de gobernar -todo
aquello que de una u otra manera tenía- una suerte de correlato
literario en cuentos y poemas. Por lo tanto no era nuevo dentro de su
obra. Lo nuevo era que se escribiera directamente, sin adornos. Que se
expresara con todas sus palabras. La generación hipercrítica «del
45» por un lado, y el semanario Marcha por otro, y juntos a su
vez, nos habían habituado a un espíritu insobornablemente crítico.
Pese a ello, la crítica de Benedetti en El país de la cola de paja
no fue universalmente bienvenida ni aceptada. Y la polémica que siguió
a su libro nos mostró entre otras cosas que la hipercrítica podía ser
práctica aceptable cuando se ejercía sobre los otros, no cuando se
enderezaba hacia uno mismo.
El caso es interesante porque
Marcha se había preciado siempre de demostrar su amplitud mental
publicando las críticas que sus lectores hacían a los redactores y a
lo que éstos escribían. Era una forma sana de asumir responsabilidades
y no escudarse tras la acostumbrada «última palabra» del editor. En Marcha
estábamos aprendiendo a vivir al descubierto, a ser críticos blanco de
otros críticos. Sin embargo, el feroz capítulo dedicado por Benedetti
a analizar el espíritu displicente y prescindente de Marcha
cayó como un petardo en el mundo intelectual y político. No se diga en
Marcha mismo.
Entre otras cosas notables,
el ensayista señalaba cómo su generación (que él llamaba entonces
«generación de Marcha») había accedido al ejercicio de la crítica
por pruritos anti-emocionales: «Creo que uno de nuestros más
trascendentales defectos de nuestra generación literaria fue la rabiosa
anticursilería. Las gacelas de los poetas audiotas, el canjeable
empalago de sus sonetos, había dejado en nosotros un trauma
estilístico de una hondura tal, que desde nuestros primeros palotes
literarios le huimos a lo cursi como el diablo a la cruz. Sin consulta
previa, cada uno desde su propia duda, decidimos que la crítica era el
lógico remedio de la cursilería. Así, pues, nos hicimos críticos: de
teatro, de cine, de libros, de arte, de música, de cualquier cosa. Como
lectores estábamos sumergidos en Joyce, en Borges, en Rilke, en Proust,
en Kafka, en Faulkner. Había algunos entre nosotros para quienes las
palabras quiniela, batllismo, milonga, fútbol, murga, sonaban a
cosa lejana y extranjera. Yoknapatawpha y Combray quedaban más cerca
que el Paso Molino. Por fortuna, la moda pasó antes de que nos
resecáramos por completo, a tiempo aún para que comprendiéramos que
lo humano tiene una porción inevitable de cursilería, a tiempo aún
para que admitiéramos que el suelo que pisábamos se llamaba Uruguay»
(«Mirar desde arriba», El país de la cola de paja).
Esta crítica a una
idiosincrasia intelectual, a un resecamiento del espíritu, no fue
aceptada ni siquiera como una invitación a la autocrítica. Al punto de
que veinticinco años más tarde, en un libro titulado Mario
Benedetti (1986), que es un largo diálogo entre Hugo Alfaro y Mario
Benedetti, ambos interlocutores analizan la obra de Benedetti
mencionando apenas, brevísimamente, este polémico libro. No por azar,
Hugo Alfaro había sido el secretario de redacción de Marcha, la
mano derecha del director Quijano.
Por otra parte, el libro ha
desaparecido de la bibliografía activa de Benedetti, ha dejado de
publicarse desde hace muchos años. Pienso sin embargo en la utilidad
que tuvo para mi generación. Y que hoy sería para los más jóvenes un
buen modo de conocer en su propia tinta los debates de aquella época
rica en contradicciones, en pugnas ideológicas, en temores por los
días aciagos que se avecinaban y que pronto tuvimos que vivir.
El país de la cola de
paja enseñó a mi generación las virtudes y los riesgos de la
crítica polémica dedicada a analizar la realidad nacional,
estuviéramos o no de acuerdo con el diagnóstico propuesto. Pero fue un
libro importante también en otro sentido. Cambió al mismo Benedetti.
Lo empujó a ver que su talante crítico estaba basado en un juicio
moral, no en un juicio político. La toma de conciencia sobre la
necesidad de una formación política en lo teórico y en lo práctico
lo condujo a revisar sus presupuestos para complementarlos,
enriquecerlos y redefinirlos.
Entre la praxis involuntaria,
la más importante y desgarradora fue la del exilio. Argentina, Perú,
Cuba -y más adelante España- fueron destinos no como en aquel viaje
cultural de los modernistas de fin de siglo, sino como viajes al
destierro, al descubrimiento de otras culturas y otros interlocutores.
La diáspora uruguaya fue amplia e indiscriminada. Mi generación la
sufrió con encierros, destierros y entierros. Y comenzamos a ser los
compañeros jóvenes de Benedetti, porque si en las familias biológicas
padres e hijos sufrieron por igual las consecuencias, en la familia
cultural tampoco hubo discriminaciones.
En las luchas políticas
inmediatamente anteriores al golpe de estado de 1973, habíamos sido
compañeros en el Movimiento 26 de Marzo. Benedetti era uno de los
dirigentes de aquel movimiento que muchos considerábamos la faz legal
del movimiento guerrillero Tupamaro, y que en todo caso sí era el
movimiento político más cercano a la guerrilla. Recuerdo a Benedetti,
que no era un orador ni tenía aptitudes para serlo, tomar la tribuna en
actos políticos de la coalición Frente Amplio a altas horas de la
noche húmeda, castigado por su asma, en un esfuerzo por llegar al
público con su mensaje. Claro, como era un intelectual, le costaría
mucho la disciplina de partido -la constricción a su libertad de
pensamiento y de palabra- pero eso no lo sabíamos entonces, como
tampoco supimos, sino hasta muchos años después, que Benedetti había
ejercido tareas clandestinas y riesgosas como la de alojar en su
departamento a Raúl Sendic, el líder tupamaro. Parte de mi generación
perteneció a las avanzadas culturales del 26 de Marzo, otros
participaron en movimientos diferentes de la coalición progresista.
Y lo mismo sucedió durante
los años de la dictadura, que van de 1973 a 1984. Parte de mi
generación salió del país, algunos para regresar, otros para no
volver nunca, y otra parte de esa misma generación se quedó y vivió
el exilio interior. Nosotros comenzamos a ver -a saber- de Benedetti
desde lejos, por ejemplo en su larga estadía en Cuba como director del
Centro de Estudios Literarios. Como años antes lo había sido Ángel
Rama, Benedetti fue el puente de enlace entre Cuba y América Latina, la
figura literaria más importante en asumir y llevar adelante el discurso
de la izquierda, junto con García Márquez, quien en realidad nunca
mantuvo, como lo hizo en cambio Benedetti, una obra
periodístico-política.
Es esta vinculación con la
Historia con mayúscula (y eso significó Cuba para su generación y
para la mía), la que impulsó a Benedetti a superar las limitaciones de
un enfoque estrictamente ético de la historia inmediata. Participó
como pocos en los debates de esas dos décadas, y tanto la experiencia
cotidiana como las lecturas teóricas -ante todo de Gramsci- lo
convirtieron en un exponente de esa figura de intelectual como ya sólo
existe, y cada vez con menor fuerza, en América Latina. Es decir, el
intelectual cuya palabra tiene peso no sólo en el ámbito de la cultura
sino también en el de la política.
El vínculo más claro de la
política con la (con su) literatura y con nuestra realidad se encuentra
en El cumpleaños de Juan Ángel, libro dedicado a Raúl Sendic,
que en 1971 apareció en México y en Uruguay (yo mismo tuve a mi cargo
su edición uruguaya en Marcha). El libro, singular en muchos
sentidos, se trataba de una novela en verso, y narraba, a través de
varios cumpleaños de su personaje central (que se suceden en un solo
día), la conversión de un individuo en revolucionario, de
revolucionario en guerrillero clandestino. Y culminaba con la
desaparición de los guerrilleros en los túneles subterráneos de la
ciudad -lo cual de alguna manera resultó profético de una célebre
fuga de los Tupamaros en circunstancias parecidas. Y la profecía llegó
incluso más lejos. El final de El cumpleaños de Juan Ángel
describe la sucesiva desaparición de cada militante en esas suertes de
desaguaderos, mientras el compañero Marcos les cubre la retirada. Cada
estrofa de ese final termina señalando: «Ojalá vivas, Marcos».
Rosario
lo acaricia con su adiós apacible
tiene un aire aprendiz un rubor de sorpresa
con sus labios finitos es fácil la inocencia
ojalá vivas marcos
y se pierde en el pozo
vos adelante edmundo dice marcos
el taciturno muere nace dice chau sin pompa y sin enigma
ojalá vivas marcos
y se pierde en el pozo
El primero de enero de 1994 otro Marcos, en México, desde las selvas de
Chiapas, se hizo conocer en su país y en el mundo entero. La literatura
no está muy lejos de este Marcos histórico y actual, que toma de El
cumpleaños de Juan Ángel su nombre de guerra, que encuentra en
Benedetti lo que muchos de mi generación encontramos: una palabra
dispuesta, una palabra inspirada, un modelo de consistencia ideológica,
de superación personal, de integridad en un mundo cada vez más
malogrado.
Hoy podrían rastrearse las
vicisitudes intelectuales, individuales y generacionales que vivió
Benedetti, no sólo en sus ensayos sino en sus cuentos, novelas, poemas
y obras de teatro. Incluso en su breve actuación en cine, en El lado
oscuro del corazón de Eliseo Subiela, donde dice sus poemas en el
idioma alemán aprendido en el colegio de su infancia.
Cuando a la larga dictadura
militar uruguaya le sucedió el regreso a la democracia, Benedetti
acuñó un concepto y expresión certeros que todos íbamos a vivir de
una u otra manera: el desexilio. El desexilio no implicaba
sólo «volver» para quienes se habían ido del país, había también
un desexilio desde adentro, existía la necesidad de una
«comprensión» a laque Benedetti se refirió en un artículo de abril
de 1983: «Todo dependerá (decía) de la comprensión, palabra clave.
Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han
podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado en entrelíneas,
que ya requieren una buena dosis de osadía y de imaginación. Los de
dentro, por su parte, deberán entender que los exiliados muchas veces
se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un
medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros
deberemos sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos
estuvimos amputados: ellos, de la libertad; nosotros, del contexto».
No sé si todos nosotros
vimos el «desexilio» como una llamada de alerta. La experiencia del
sucesivo, parcial, fragmentario o total retorno fue diversa. Algunos
tuvieron recibimientos apoteósicos y luego se acomodaron a la
cotidianidad del país. Otros regresaron esperando esos recibimientos y
encontraron un discreto silencio. Las experiencias española,
venezolana, mexicana, cubana, europea o norteamericana de tantos
desexiliados no se aportó al venero común sino que fue disipándose en
la inercia, en el desinterés, en medio de las enormes dificultades que
entrañaba cerrar heridas, rehacer el país y liberarse de los hábitos
mentales del autoritarismo. Benedetti mismo volvió a ser el autor
enormemente leído y admirado, aunque no sin algunas experiencias
agridulces, en medio del desconcierto estético e ideológico de nuevas
generaciones huérfanas de padres culturales, que empezaban con ansiedad
a inventarse a sí mismas.
El proceso del desexilio ha
sido para Benedetti tan arduo y complejo como para muchos otros
escritores y artistas. Y yo diría que ni siquiera ha terminado, a pesar
de que su novela más reciente, Andamios, quiere ser un ejercicio
de exorcismo, bajo la historia de un desexiliado que vuelve al Uruguay y
comienza a adaptarse a él, desde los márgenes de una vida de
balneario, de reflexión solitaria, de conciencia crítica sobre el
país y su propia generación.
En sus últimas novelas,
Benedetti encuentra un nervio autobiográfico con una intensidad que no
había tenido antes. Aunque sea también ficción y no autobiografía, La
borra del café es otro ejemplo de ese impulso hacia adentro, hacia
los recuerdos de infancia y de barrio.
Dos notas para concluir.
Benedetti no fue siempre
transparente para mi generación. Por ejemplo, sus años juveniles
dedicados a la logosofía, que veíamos con suspicacia mientras leíamos
por curiosidad los libros de Madame Blavatsky. Resultaba difícil
conciliar la imagen de un Benedetti socialista en los años setenta, con
aquella otra etapa. Pero no preguntábamos. Hoy se me antoja importante
considerarlo, más allá de las escasas y enigmáticas referencias a esa
etapa personal que puedan encontrarse en sus cuentos, sobre cómo
Benedetti hizo su aprendizaje y su proceso de desilusión de la
logosofía cuando frisaba los veinte años. Porque esos años son los de
su primer alejamiento del país, el tiempo de soledad vivido en Buenos
Aires, experimentando, como dije antes, la progresiva desilusión
respecto a Raumsol, el líder teosófico que lo llevó a Argentina como
«hombre de confianza, su secretario privado». Lo significativo de este
periodo, en todo caso, consiste en considerar ese acercamiento
espiritual a una doctrina y la consecuente dedicación en cuerpo y alma
a su actividad, como la primera utopía que fue desmoronándose.
Después abrazó otras utopías más duraderas y trascendentes pero esta
historia juvenil, a mi entender, ayudó a hacer de Benedetti un
suspicaz, un intelectual que sospecha de las fórmulas fáciles, y que
no se deja comprometer a fondo hasta estar convencido de sus causas. En
consecuencia, el aspecto positivo de aquella experiencia influyó en su
mirada crítica, orientada más tarde a desentrañar la mentalidad
burocrática de las clases medias uruguayas. Es cierto que Benedetti
tomó venganza literaria contra Raumsol, haciéndolo personaje de Gracias
por el fuego y en uno de sus primeros cuentos, «Como un ladrón».
Además, alguna vez Benedetti se refirió a su experiencia en la Escuela
logosófica, y lo hizo con su consabido gran sentido del humor. Le
agradecía a la escuela, al menos, el haberle «dado una Luz». Por
supuesto, no era la Luz del Conocimiento, pero estaba cerca de serlo. Se
trataba de Luz López, a quien conoció gracias a la Escuela y quien fue
su esposa, y lo ha sido, desde 1946.
Hasta aquí me he referido
varias veces a «mi generación» sin identificarla con nombres. «Mi
generación» podría llegar a ser una simple fórmula para pasar de
contrabando ideas o sentimientos personales como si no lo fuesen, pero
como éste no es el caso, voy a identificar a algunos escritores de «mi
generación», sin pretender una lista exhaustiva. Acaso el escritor
más cercano a Benedetti, que ofició de puente inmediato, fue el precoz
Eduardo Galeano, periodista y narrador, quien se exilió en Buenos Aires
y tras recibir amenazas de la Triple A, vivió años productivos en
España antes de volver al Uruguay. Cristina Peri Rossi, narradora y
poeta, quien también padeció el dolor de la diáspora y la suerte de
llegar a España, donde internacionalizó su obra ya tan atractiva a
fines de los sesenta. Ella no ha vuelto a vivir al Uruguay. Nelson
Marra, cuentista y poeta, huésped involuntario de los militares,
torturado y encarcelado por motivo de un cuento, después exiliado en
Suecia y finalmente residente en España. Alberto Oreggioni, crítico e
investigador de la Biblioteca Nacional, que encontró su vocación en la
labor editorial y ha sido durante muchos años el editor uruguayo de
Mario Benedetti; Alicia Migdal, el ángel rubio del Arca, que enfocó su
inteligencia en la crítica de cine y en una obra breve, depurada y
exigente; Hugo Giovanetti, compañero del comité de cultura del 26 de
Marzo, que vivió (sobrevivió) cantando con su guitarra en Europa antes
de regresar al país. Hiber Conteris, durante muchos años residente en
las cárceles militares, que hoy vive en Estados Unidos. Hugo Achugar,
poeta, que se convirtió en profesor en Estados Unidos y regresó al
Uruguay. Graciela Mántaras, desde siempre profesora y crítica, que se
quedó a vivir en el país. Mario Levrero, cuentista y novelista, que se
fue a Buenos Aires, vivió de la astrología y encontró un grupo
pequeño y fiel de lectores de culto, antes de volver a Uruguay. Teresa
Porzekansky, que supo hábilmente alternar la narrativa con el análisis
antropológico y social. Sylvia Lago, quien en «Los días dorados de la
señora Pieldediamante» mostró la buena escuela benedettiana al
sacudir a la pacata sociedad uruguaya usando términos como «coger» y
no en la aceptable acepción usual en estos pagos de la querida España.
Concluyo reflexionando en que
muy probablemente mi generación entendió a Benedetti mejor que la suya
propia, mejor que las que nos siguieron. Estoy convencido de esto. Creo
que el haber vivido las mismas vicisitudes en los años difíciles de la
represión y el exilio nos ha llevado a valorar la difícil sencillez de
su literatura, la honestidad a toda prueba, la calidez entrañable de
sus poemas, la sagacidad de sus análisis.
No somos los uruguayos gente
inclinada a agradecimientos, a reconocimientos ni a homenajes. En
aquella mentalidad que Benedetti describió con agudeza en El país
de la cola de paja se incluye este carácter reservado, apocado,
tímido, ensimismado de nuestra cultura. Ni su generación ni la mía
cambiaron el panorama. Menos aún los más jóvenes. Sin embargo, creo
que es oportuno decir en nombre propio y de mi generación, «Gracias,
Mario Benedetti. Gracias, Mario». Y a todos vosotros, ahora también,
gracias.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar
