Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)


José nomás
(Esta mañana, 1949)

1.

       A las diez de la mañana, Isabel Ríos abre un solo ojo. Enseguida lo cierra para convencerse de que duerme aún. Tuvo una madrugada embarazosa, con alcohol, boogies, guarangos y sexo. Necesita reponerse. Necesita estar bien, completamente bien para esta noche. Pero su cuerpo de veintitrés años, redondeado, tibio, fatigado, se niega a obedecer.
      A las diez de la mañana, Isabel Ríos no se ha incorporado al día, vive porfiadamente en la atmósfera de ayer, oye aún las bromas indecentes de Juan Pedro, siente los manoseos del menor de los Fuentes —un niño prodigio, verdaderamente una ricura—, baila con todos, salta con todos, está en el torbellino como la mejor pieza de una máquina enloquecida, que no puede arrepentirse ni sabe detenerse.
      Cuando estaban en la séptima vuelta, es decir, casi frescas, María Recalde la llevó al balcón y le dijo muy seria: «¿Te parece que hacemos bien?» La idiota. Siempre se preocupa hasta la octava copa, después goza como todas, como todas se deja besuquear, los deja propasarse. Juan Pedro lo sabe y le ofrece más: «Hay que emborrachar esos escrúpulos, mi hijita.» Pero ella no lo dice por sí misma. Piensa en los novios que le ha hecho perder a su hermana, la decente.
      Isabel sabe por experiencia que si se pone a pensar de veras, inevitablemente llora. Por eso no le gusta María. ¡Como si no se hubiera decidido! Todas se han decidido alguna vez, aun la primera. Ella sabe que no existen las «engañadas», las «pobres inocentes». Así que reconoce su culpa y sigue. ¿Acaso es posible detenerse? Hubiera preferido la vida buena, claro. Pero una vez en el baile, hay que bailar. ¡Y cómo baila! Que lo digan ellos. Después de todo, ¿hubiera preferido otra existencia? El matrimonio con casita y suegra, con hijos y abortos alternativamente, le produce a la vez asco y envidia. Quién puede saberlo.
      Ahora está despierta. Entre el ropero y la pared cuelga una telaraña. El vestido gris está hecho una pelota sobre la silla, pero no necesita plancharlo. Esta noche se pondrá el verde.
      Eso la deja momentáneamente tranquila, pero los dedos de la mano izquierda reconocen el papel que han estrujado durante el sueño. Usted no me conoce, no me ha visto nunca. Hace un mes que no me ha visto nunca, ni siquiera para tener el derecho de olvidarme. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Yo puedo seguiría, en cambio, diariamente. Sólo dos cuadras. No quiero, no quise perseguirla, penetrar en zonas que no son usted. Pero la vi hablar con su amiga y pude seguirla a ella, recibir de ella sus señas. Mañana de noche, a las once yo estaré en la esquina. Usted vendrá o no. ¿Su amiga? Claro: Julieta. ¿A qué se meterá? Éste, naturalmente, está loco. Que se pierda la noche por él. Está chiflado. Pero qué estilo, señor. Qué telegrama. Usted vendrá o no. Menos mal que le da permiso. Claro que no. Algún vivo.
       Entonces decide ordenar la jornada. Desayuno. Almuerzo y siesta con Gonella. Después, el dentista. Dios mío, el dentista. El doctor Valles. Verlo ahora como profesional. Buen chismoso el tipo. De soltero era más simpático. Pensándolo bien, hace lo menos dos años que no se acuesta con él.

2.

       Isabel miró detenidamente la calva del diputado Gonella. El munífico amo la ofrecía a su contemplación, mientras intentaba liberar de su hueso el último trozo de patito asado. Era de un rosa subido, con un magnífico golfo central, y dos discretos fiordos laterales.
      El diputado Gonella almorzaba con Isabel todos los miércoles, porque era el único día en que tenía libre la siesta: su mujer almorzaba con la madre, en Pueblo Soca. Se podía decir que era un tipo generoso. Isabel le había cobrado cierta despectiva afección, porque se portaba bastante bien, y, después de todo, no era demasiado exigente.
      —¿Ayer hubo sesión? —preguntó ella, con un módico interés.
      —Hasta las dos de la madrugada.
      —Pobre Ramiro.
      —Imaginate. Desde las doce hasta la una y media, un discurso de Ortega.
      El mozo se acercó lentamente, puso su vieja cara de perro humilde, y balbuceó: «¿Qué postrecito traemos?» Lo exasperante era el diminutivo. Isabel prefería aquel cordobés del Hotel Carena (había ido allí con Gonella en 1949) que invariablemente, sin cambiar la cantinela, interrogaba: «Siendo el último platito de cocina, ¿qué se van a servir?»
      —Dos flanes —dijo Gonella.
      Nunca la consultaba. Pedía su menú. Ella deseaba rabiosamente un helado, alguna de esas copas en equilibrio que no terminaban de pasar frente a ella. Pero debía comer flan, como Gonella.
      Sin duda pasaba algo. Gonella estaba un poco cohibido. Lo había notado desde el comienzo. Pero siempre que él llevaba algo oculto, estallaba en el postre.
      —Che, pichona... —pero llegaron los flanes. Isabel estaba segura. Cuando él decía pichona era que había traído algún estuche.
      Ella empezó a comer, despacito. Pero Gonella estaba nervioso. Su pequeño, inocente flan, desapareció al segundo bocado. Posibles candidatos: el collar de ciento veinte, la pulsera de doscientos, el anillo de doscientos treinta y cinco.
      —Mirá, nena, quería decirte...
      —Desembuchá.
      —Sabés, con estas sesiones hasta la madrugada, uno se siente algo...
      —Sí.
       —Bueno, mirá, pensaba invitarte, no sé si te parece bien, a que hoy realmente durmiéramos la siesta.

3.

      Gonella dormía ruidosa, apasionadamente, como si se jugara entero en esa siesta, como si se destruyese en los ronquidos. Los párpados enrojecidos le temblaban a veces y también le temblaba una zona limitada de la mejilla. Isabel no sabía qué recuerdo le traía todo aquello. Él dormía sudando, con las varicosas piernas abiertas. Bajo la rodilla derecha tenía una mancha amarilla, sin vello, repugnante. Había también un vientre relleno, estirado, que excedía los calzoncillos, y un pecho hundido, como de asmático. A Isabel le llegaba con intermitencia el aliento cálido de aquella mole, y le producía una felicidad vergonzante, insatisfecha, el solo hecho de saberse despierta, precariamente a salvo. Claro, ahora sí, el temblor de la mejilla parece el de un caballo cuando se espanta las moscas. Él se pasó el puño por la nariz, sin piedad, como intentando aplastarla para siempre, y ella se incorporó sobre un codo, con un aire huidizo, defensivo. Pero Gonella hoy no quería guerra, simplemente quería dormir la siesta. Su infidelidad conyugal de este miércoles consistía en hacer la digestión junto a su querida en lugar de hacerla junto a su mujer.
      Isabel cerró los ojos y volvió a ver la carta. Quedó más bien atónita, porque la había olvidado y ahora de pronto sabía que iría. Apretó bien los ojos, obstinadamente, para verla mejor, con su letra vigorosa y abierta, como si todo lo que se podía decir, estuviera allí. Hace un mes que no me ha visto nunca. Gonella levantó trabajosamente una pierna con los dedos doblados hacia abajo, en un violento calambre. Luego emitió dos gruñidos sordos, como parodiando la queja que efectivamente referían. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Gonella se restregaba Curiosamente el pie, sin desprenderse de su sueño. De golpe se sintió impulsada hacia aquel otro que ignoraba.
       Pero Gonella empezaba a despertarse e Isabel pensó rápidamente que sí, a las once, para dejar las cosas resueltas antes de que éste dijera algo, antes de vestirse para ir al dentista. « ¡La puta! », dijo Gonella, «¡qué calambre!». Ella no se dio por aludida y dejó los ojos bien cerrados, procurando que los párpados no le temblaran como la piel de un caballo que rechaza las moscas.

4.

      Era irrisorio que se conmoviera por alguien totalmente desconocido, pero en verdad no era un rostro especial, ni siquiera un rostro imaginado, sino cierta frescura sin trabas que pugnaba en la carta, cierta torva franqueza de visionario, inhábil pero orgullosa, y eso bastaba, porque después de todo cuánto hacía que no hallaba sino puercos, que hacían el amor increíblemente tranquilos, como si no hubiera necesidad de destruirse, como si fuese un negocio solitario y no algo atrozmente dual en el que nada se rehusaba, como tampoco se rehusaba en la infancia, que es lo más parecido al amor, porque allí también las resoluciones eran solemnes, vitalicias, allí también era todo decisivo (la muñeca negra, los recreos, las palizas del padre) y varias veces una hubiera preferido la muerte, pero, naturalmente, nadie tiene la culpa, y si lo perdió todo o casi todo cuando se echó en el altillo con el primo y él le dijo que eso era lo mejor y lo principal (lo principal y lo mejor para él, claro, y en ese único momento) y ella dejó de oponer resistencia, no porque él —semejante idiota— la convenciera sino porque en ese instante lo decidió todo y vio que no le interesaba reprimir el deseo, y si allí lo perdió todo o casi todo, tampoco nadie tuvo la culpa, ni siquiera el primo, ni siquiera ella, porque fue consciente y obedeció a un destino rudimentario y también eficaz, ya que allí quedó prefigurado lo que iba a ser en adelante su inconfundible vida de sexo, y aunque ella en su infrecuente soledad estuviera decidida a rechazarla o, por lo menos, a cambiarla por otra de sexo y sentimiento, de cualquier modo era irrisorio que se conmoviera por un desconocido, ni siquiera por un rostro especial,, sólo por un dudoso, imponderable carácter que la llamaba a señas, a palabras aisladas, como podría llamarse a un perro o a un caballo, como en efecto se la podía llamar a ella, ya que sólo ante eso ella quería acudir.

5.

       Bajaron la escalera. Ella depositó el bolso sobre la arena húmeda. Él se quitó la gabardina y la extendió para que Isabel se sentara.
      Era una noche ofensivamente templada y transparente, sin viento, ni neblina, en perfecto equilibrio.
      —¿No es esto magnífico? —dijo él. Ella asintió con desconcierto y se pasó las manos por las piernas encogidas.
      —¿O no le gusta la paz? —agregó él.
      —Francamente, no.
      Ella lo miró con atención. Era un tipo flaco, nervioso, inteligente, con un rostro de veinte años bajo la barba cerrada. Desde allí abajo sólo lo veía a medias, pero le gustaba.
      —Usted mantiene una máscara antisentimental.
      —Actualmente no. Pero los mimos me dan asco.
      —Yo no pienso tocarla.
      —Mejor entonces.
      Él se inclinó y le puso la mano sobre el hombro. Eso no era tocarla.
      —¿De dónde sale usted? —preguntó ella.
      —Oh, de cualquier parte. Pongamos que soy estudiante.
      —Ah.
      —O marinero.
      —No.
      —O taquígrafo.
      —¿Qué más?
      —Imaginemos provisoriamente cualquier estado. Yo por ejemplo imagino que usted es...
      —Virgen.
      —No. Ingenua. No puede recuperar su virginidad, su virginidad espiritual, claro.
      —Ni la otra, felizmente.
      —Pero puede no obstante ser ingenua. Una prueba a favor: usted vino esta noche.
      —Yo diría que es una prueba en contra.
      —No tiene importancia. Además de éste, usted dice al cabo del día también otros disparates. Y los demás los creen.
      —Por favor, no quiero que me ofenda. No quiero que lo pasemos mal.
      —No podríamos nunca pasarlo mal. Usted es demasiado...
      —Le dije que no me ofenda. No quiero tomarle fastidio.
      —¿No quiere? Entonces deje que la comprenda. Lo que sucede es que no resulta agradable comprenderla. Ni para usted ni para mí. Supongo que no podría creerme si le digo que preferiría que se pusiera a llorar.
      —No, no podría.
      Desde la rambla una pareja se detuvo a mirarlos. Como eran los únicos, imperdonables habitantes de la arena.
      —Dígame ahora cómo se llama.
      —¿Para qué?
      —Diga.
      —Alberto.
      La mujer de la rambla condensó su excitación en una carcajada áspera, de hembra turbada pero arisca.
      —Alberto.
      —¿Eh?
      —Creo que sí, que podría.
      —¿Qué podría creerme si le digo ... ?
      —No. Que podría llorar.
      —¿Y por qué?
      —Soy una idiota.
      —Sí. Yo también.
      —Lloro sólo por eso. Porque usted no me manosea, porque no me toca.
      —Sí, por eso mismo es que soy un idiota. El hombre de la rambla también se ríe. Pero no está turbado. Con el brazo derecho oprime la cintura de la mujer y la anima a seguir. Evidentemente, tiene prisa.
      —Alberto.
      —Sí.
      —Nada. Sólo decirlo. Alberto. Alberto. Alberto.
      —¿Juega a quererme?
       —No. Alberto. Alberto.

6.

       Subieron la escalera. Dos cuadras más allá estaba el ómnibus, sin luz, en la terminal.
      —Pobre querido —dijo ella. Él arrugó y desarrugó el entrecejo. como haciéndose a sí mismo una señal de inteligencia.
      —Y no ibas a tocarme.
      —Te juro que no.
      —Oh, te creo.
      —Parece que dejamos de ser idiotas. —Ahora somos dos tranquilos herejes. —Dos herejes nomás.
      —¿Por qué será?
      —¿Por qué será qué?
      —Que hubiera preferido no hacerlo contigo. Estaba segura de que no debíamos.
      —Yo también. Pero fue más fuerte. No te aflijas ahora.
      —Alberto.
      —¿Cómo?
      —Qué imbécil me siento. Nunca estuve tan triste. Como si hubiera perdido la oportunidad, la única.
      Él la miró indeciso, como si fuera a decir algo. Pero el ómnibus se movió lentamente.
      —Mirá, ya sale.
      —¿Te quedás?
      —Sí.
      —¿Puedo llamarte a algún sitio?
      —No. No me llames.
      —¿No querés?
      —No sé si quiero. Pero no me llames.
      —Alberto.
      —Mirá, no me llames Alberto. Me llamo José. José nomás.
       —Sí, Alberto.

(1951)


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