Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
La muerte
(La muerte y otras
sorpresas, 1968)
Conviene que te prepares para lo
peor.
Así, en la entonación preocupada y
amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre todo ex compañero de liceo,
la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de Marlano, había
repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde hacía
cuatro semanas. En aquel instante había disimulado, había sonreído
amargamente, y hasta había dicho: “no te preocupes, hace mucho que
estoy preparado”. Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca.
Cuando le había pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su
antigua amistad (“te juro que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo”),
le dijera el diagnóstico verdadero, lo había hecho con la secreta
esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, sí, pero que esa
verdad fuera su salvación y no su condena. Pero Octavio había tomado al
pie de la letra su apelación al antiguo afecto que los unía, le había
consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y
reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras los
gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: “Es imposible
decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis,
radiografías una completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco.
Lo único que podría decirte es que de este primer examen no saco una
buena impresión. Te descuidaste mucho. Debías haberme visto no bien
sentiste la primera molestia.” Y luego el anuncio del primer golpe
directo: “Ya que me pedís, en nombre de nuestra amistad, que sea
estrictamente sincero contigo, te diría que, por las dudas...” Y se
había detenido, se había quitado los anteojos, y los había limpiado con
el borde de la túnica. lJn gesto escasamente profiláctico, había
alcanzado a pensar Marlano en medio de su desgarradora expectativa. “Por
las dudas ¿qué?”, preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio,
casi indiferente. Y ahí se desplomó el cielo: “Conviene que te
prepares para lo peor. ”
De eso hacía nueve días. Después
vino la serie de análisis, radiografias, etc. Había aguantado los
pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía
capaz. En una sola ocasión, cuando volvió a casa y se encontró solo
(Agueda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior),
había perdido todo dominio de sí mismo, y allí, de pie, frente a la
ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más
espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin
molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay
esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural;
Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con
bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos
del liceo, con saludos a Agueda, con ceño escéptico, con ojos
entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos.
Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería
de algún modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si
hubiera esperanzas? 0 una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, un a
diminuta esperancita en mínimo singular. ¿Y si los análisis, las
placas, y otros fastidios, decían al fin en su lenguaje esotérico, en su
profecía en clave, que la vida tenía permiso para unos años más? No
pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza
Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o
aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la
esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a
que el dolor había disminuido considerablemente, aunque no se le ocultaba
que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por
Octavio e ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al
acercarse a la meta, su expectativa se volvía casi insoportable. En
determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no podía
llegar al consultorio en ese estado, y decidió sentarse en un banco de la
plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se sentía con
fuerzas como para entablar el consabido diálogo sobre el tiempo y la
inflación), y esperó a tranquilizarse. Agueda y Susana. Susana y Agueda.
¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en este instante era
capaz de decidirlo? ÿgueda era la comprensión y la incomprensión ya
estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero
también había una calidez insustituible en la repetición); los años y
años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos,
los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la
sorpresa iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida
desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación
conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la
frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo
al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de
memoria sino de intuición. Agueda y Susana, Susana y ÿgueda. No podía
decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso instante en
que debió saludar con la mano a un antiguo compañero de trabajo),
sencillamente porque pensaba en ellas como cosas suyas, como sectores de
Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por
cuenta y propios. Agueda y Susana, Susana y Agueda, eran en este instante
partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que
lo amenazaba. Además estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él
no quería, no, no quería, no, no quería ahora pensar en los chicos,
aunque se daba cuenta de que en algún momento tendría que afrontarlo, no
quería pensar porque entonces sí se derrumbaría y ni siquiera tendría
fuerzas para llegar al consultorio. Había que ser honesto, sin embargo, y
reconocer de antemano que allí iba a ser menos egoísta, más
increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y
seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en
ellos, o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata
tristeza que los acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse
sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la
mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes
flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados,
legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce,
afrodisíaco, abrigada, perfecta rutina) de la Cala Núm. 3 y sus arqueos
y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su
minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes;
sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que
sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente
apurada, feliz porque no sabe nada de si misma, que corre a mentirse, a
asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de
los otros; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como
borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la
vida como vigilia; sin la vida, simplemente.
Ahí tocó fondo su desesperación, y,
paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie,
comprobó que las piernas le respondían, y acabó de cruzar la plaza.
Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin agitación
exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vio cómo el
sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes
de que se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición,
dejó la propina de siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río
Negro a la derecha, y a mitad de cuadra se detuvo, subió hasta un quinto
piso, y oprimió el botón del timbre 'unto a la chapita de bronce: Dr.
Octavio Massa, médico.
—Lo que me temía.
Lo que me temía era, en estas
circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había hablado larga,
calmosamenre, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia
de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio,
incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su
amigo, pero que con seguridad lo había desorientado. “Pero si estoy
bien”, dijo tan sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. “Además”,
dijo el médico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto,
“además vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro,
entendés, seguro, que una operación sería un éxito. Por otra parte, no
hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para
fortalecerse con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que
debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo
a la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar
contra... ” Y así sucesivamente Mariano sintió de pronto una
implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para
volver a la desesperación. La seguridad del diagnóstico le había
provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la
necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por
disfrutar la nueva certeza. Así, mientras Octavio seguía diciendo: “...
y además da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco,
así que no habrá ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo
necesario y...”, Mariano sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga,
resentida, sino (por primera vez en muchos días) de algún modo
satisfecha, conforme.
Desde que salió del ascensor y vio
nuevamente la calle, se enfrentó a un estado de ánimo que le pareció
una revelación. Era de noche, claro, pero ¿por qué las luces quedaban
tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda móvil
del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal,
sí, pero ¿por qué esas figuras, que pasaban a medio metro de su mano,
eran sin embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que
tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era
una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba
a él como a través de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus
oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era
un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por qué las casas de
enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado
en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por qué
los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo,
reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que
la baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa
leprosa que era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables.
Tuvo la sensación de que los objetos se iban, se apartaban locamente de
él pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? De todos modos, aquella
vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le
daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más ue
esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Agueda,
ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni
la Caja Núm. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al
principio, que venía quién sabe de dónde, no tan enorme después,
valía la pena dejar la isla baldosa, más chico luego, valía la pena
afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño, más pequeño, sí,
insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si el foco,
el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la
linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez
kilómetros y también a diez centímetros de unos ojos que nunca más
habrán de encandilarse.
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