Mario
Benedetti
(1920— )
LOS NOVIOS
(Montevideanos, 1959)
1.
Al principio yo la saludaba desde
mi vereda y ella me respondía con un ademán nervioso e instantáneo.
Después se iba a los saltos, golpeando las paredes con los nudillos, y,
al llegar a la esquina, desaparecía sin mirar hacia atrás. Desde el
comienzo me gustaron su cara larga, su desdeñosa agilidad, su
impresionante saco azul que más bien parecía de muchacho. María Julia
tenía más pecas en la mejilla izquierda que en la derecha. Siempre
estaba en movimiento y parecía encarnizada en divertirse. También tenía
trenzas, unas trenzas color paja de escoba que le gustaba usar caídas
hacia el frente.
Pero, ¿cuándo fue eso? El viejo ya
había puesto la mercería y mamá hacía marchar el fonógrafo para
copiar la letra de Melenita de Oro, mientras yo enfriaba mi trasero sobre
alguno de los cinco escalones de mármol que daban al fondo; Antonia
Pereyra, la maestra particular de los lunes, miércoles y viernes, trazaba
una insultante raya roja sobre mi inocente quebrado violeta, y a veces
rezongaba: “¡Ay, jesús, doce años y no sabe lo que es un común
denominador!” Doce años. De modo que era en 1924.
Vivíamos en la calle principal. Pero
toda avenida 18 de julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca
cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a
través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora
sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro del
señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era
mucho menos perro que el señor Comisario.
Por lo general, yo no perdía tiempo
en esa inercia contemplativa; después del almuerzo me iba al altillo y,
en lugar de estudiar el común denominador, leía como un poseído a julio
Verne. Leía sentado en el suelo, incómodamente tirado hacia adelante,
con la prevista consecuencia de unos alegres calambres en las pantorrillas
o una opresión muscular en el estómago. Bueno, qué importaba. Después
de todo, era un placer cerrar la puerta que me comunicaba con el mundo y
con mamá, no porque yo fuera un solitario vocacional, ni siquiera por
vergüenza o resentimiento. Tan sólo era un disfrute disponer de dos
horas para mí mismo, construirme una intimidad entre esas paredes
rugosamente blancas, y acomodarme en la franja de sol, cuidando, claro, de
que Verne permaneciera en la sombra.
La dulce modorra, el compacto silencio
de esas tardes, estaban aliviados por voces lejanísimas, gritos que eran
casi susurros, ruidos indescifrables, y también unas bocinas tan gangosas
como después no he vuelto a escuchar. Frente a mí el cielo estaba
quieto, sin una nube, como otra pared. A veces esa monotonía celeste me
ponía los párpados pesados y mi cabeza acababa por inclinarse hacia un
costado, por lo menos hasta que encontraba la pared y el polvo de cal me
llenaba la oreja.
No guardo una excesiva nostalgia de mi
infancia. Conservo en cambio un melancólico recuerdo de ese altillo
vacío, sin muebles ni estanterías, con sus toscas paredes, su cielo
incandescente y sus baldosas de un desvaído color remolacha.
La soledad es un precario sucedáneo
de la amistad. Yo no tenía amigos. Los mellizos de Aramburu, el hijo del
boticario Vieytes, el Tito Ugomarsino, los primos Alberto y Washington
Cardona, venían a menudo a casa, ya que sus madres y la mía mantenían
una antigua relación llena de hábitos comunes, de chismes cruzados, de
comuniones compartidas. Así como hoy se habla de profesionales de la
misma promoción, en 1924 las mujeres de una capital departamental se
sentían amigas a partir de su encuentro en un solo nivel histórico: el
de la primera comunión. Confesar, por ejemplo: “Con Elvim y con Teresa
tomamos juntas la primera comunión”, significaba, lisa y llanamente,
que a las tres las unía un vínculo casi indestructible, y si alguna vez,
por un imprevisto azar que podía tomar la forma de un viaje repentino o
una pasión avasallante, una compañera de comunión se apartaba del
grupo, de inmediato su descomedida actitud era incorporada a la lista de
las más increíbles traiciones.
Que nuestras madres fueran amigas y se
besuquearan toda vez que se encontraban en la plaza, en el Club Uruguay,
en los Grandes Almacenes Gutiérrez, en la afelpada penumbra de sus días
de recibo, no alcanzaba para decretar una gentil convivencia entre los
más ilustres de sus vástagos. Cualquiera de nosotros que acompañase a
la madre en alguna de sus visitas semanales, después de pronunciar un
respetuoso: “Yo bien, ¿y usted, doña Encarnación? “, pasaba
automáticamente al fondo a jugar con los hijos de la dueña de casa.
jugar significaba las más de las veces apedrearse de árbol a árbol, o,
en mejores ocasiones, acabar a las trompadas, revolcados en la tierra, los
bolsillos desgarrados y las solapas definitivamente mustias. Si yo no me
peleaba con más asiduidad era por temor a que María Julia se enterase.
Por encima de sus pecas, María Julia contemplaba el mundo con una sonrisa
de satisfecha comprensión, y lo curioso era que esa comprensión abarcaba
también al equipo de adultos.
Era un año menor que yo; sin embargo,
cuando le hablaba tenía que sobreponerme previamente a esa misma bocanada
de timidez que complicaba mis relaciones con los viejos, con Antonia
Pereyra, con los respetables en general.
Ella vivía en la calle Treinta y
Tres, a cuatro cuadras de la plaza, pero pasaba muy a menudo (por lo
menos, tres veces en la tarde) por la puerta de la mercería. Eso al menos
había oído decir a Mamá y a Eusebia, pero la muerte de sus padres era
un tema prohibido. El Tito Lagomarsino me procuró la versión que
circulaba en la cocina de su casa: que el padre, antiguo empleado de la
Sucursal del Banco República, había falsificado cuatro firmas y se
había suicidado antes de que nadie hubiera descubierto la módica estafa
de veinticinco mil pesos. Según la misma fuente de rumores, poco después
“la madre había muerto de dolor”.
Había, por lo tanto, dos sentimientos
muy diversos, casi contradictorios, en las relaciones del pueblo con
María Julia: la lástima y el desprecio. Era la hija de un estafador,
estaba por lo tanto deshonrada. De modo que no resultaba una compañía
especialmente deseable, ni siquiera una aceptable camarada de juegos para
el renglón hijas en aquel reducido mercado departamental. No obstante
ello, era una inocente, y esta teoría había sido convenientemente
difundida por el padre Agustín, un sacerdote panzón y gallego, que
aprovechaba sus engoladas recomendaciones de piedad para cargar las tintas
sobre el suicida, “un impío que jamás había pisado los umbrales de la
casa de Dios”. El resultado de esa dualidad era que las buenas familias
estaban siempre dispuestas a sonreírle a María Julia cuando la
encontraban en la calle, incluso a pasarle la mano sobre el pelo en
desorden y después murmurar: “ Pobrecita, ella no tiene la culpa. “
Con eso quedaba cumplida la cuota de cristiana misericordia, y a la vez se
ahorraban fuerzas para cuando llegara la hora de cerrarle las puertas de
todas las casas, apartarla de todas las cofradías infantiles y hacerle
sentir que estaba algo así como marcada.
2.
Si
hubiera dependido sólo de mi madre, estoy seguro de que no habría podido
verme a menudo con María Julia. Mi madre tenía una normal capacidad de
lástima y de comprensión; no constituía lo que Eusebia llamaba un
corazón petrificado, pero era sin embargo una esclava de las convenciones
y los ritos de aquella orgullosa éste de almacenemos, boticarios,
tenderos, bancarios, empleados públicos. Pero el asunto también
dependía de mi padre, que si bien podía ser un malhumorado, un tímido,
un neurasténico, de ningún modo soportaba esas variantes semicanallescas
de la injusticia. Claro que en su pasión por lo correcto, había también
un destello de terquedad; uno no podía estar muy seguro en cuanto a ese
impreciso límite en que él dejaba de ser exclusivamente digno, para ser,
además, simplemente porfiado.
Bastó, por lo tanto, que en el curso
de una cena, mamá dejara constancia de la aprensión con que la
aristocracia del pueblo miraba la presencia de la hija del estafador, para
que el viejo se pusiera automáticamente de parte de la chiquilina.
Y allí terminó mi soledad. No la
soledad angustiosa y amarga que después iba a convertirse en mal
endémico de mis treinta años, sino la soledad atrayente y buscada, la
soledad exclusiva que todas las tardes me esperaba en el altillo, ese
reducto hasta el que llegaba el pulso tranquilo de la siesta del pueblo,
de la siesta total. A ese feudo de mi primera, entrañable intimidad, tuvo
acceso un día el saco azul de María Julia. Y María Julia, claro. Pero
el saco azul fue lo que más me impresionó: todo su contorno resaltaba
sobre la cal de las paredes y hasta parecía estar inscripto en un halo
celeste, de vacilantes límites.
Ella llegó una tarde, autorizada por
mi padre para jugar conmigo, y la encandilante novedad de tenerla allí,
agregada a la preocupación de doblegar mi timidez no me dejaron
comprender, en un primer momento, la claudicación que eso significaba.
Porque María Julia penetró en tierra conquistada y allí se instaló,
como si sus derechos sobre el altillo fueran equivalentes a los míos,
cuando en verdad ella era una recién llegada y yo en cambio había
demorado un año y medio en imaginar en todos sus detalles aquella especie
de refugio inexpugnable, del que cada mancha en la pared tenía un
contorno que para mí representaba algo: la cara de un viejo
contrabandista, el perfil de un perro sin orejas, la proa de un
bergantín. En rigor, la invasión de María Julia sólo tuvo efecto sobre
las paredes reales, el cielo azul, la ventana real. Como esos países
provisoriamente subyugados, que, por debajo de las botas del invasor,
mantienen una subterránea vivencia de sus tradiciones, así preservaba
yo, en vigilado secreto, todo cuanto había imaginado respecto el altillo,
a mi altillo. María Julia podía mirar las paredes, pero no podía ver
qué representaba cada mancha; podía tal vez, escuchar el cielo, pero no
sabía reconocer en aquel silencio la llamada lejana de las bocinas, los
amortiguados fragmentos de los gritos. A veces, nada más que para
confirmar el mantenimiento de mi zona privada, le preguntaba qué podía
representar esta o aquella mancha. Ella miraba la pared con ojos bien
abiertos, y luego, con voz de quien dicta una ley, se expedía con
lacónica certeza: “Es una cabeza de caballo”, y aunque yo sabía que
en realidad era una cabeza de perro sin orejas, no por eso dejaba que en
mi boca se formara ni una sola sonrisa de presunción o de desprecio.
Pero no todo aquel período estuvo
colmado por sus aires de dominadora o mi estrategia de dominado. En alguna
ocasión María Julia dejaba caer imprevistamente alguna confidencia. Creo
que en el fondo de su nervioso orgullo, ella me reconocía el rango y el
derecho de ser su primer y único confidente. “Yo sé que en todo el
pueblo me miran como un bicho raro. ¿Y sabés por qué? Porque papá hizo
un calotito en el Banco y después se mató. “Así llamaba a la estafa:
no calote sino calotito. Lo decía con una naturalidad cuidadosamente
fabricada, como si en lugar de muertes y delitos estuviera hablando de
juguetes o navidades. “Tía dice siempre que lo que la gente le reprocha
a papá, no es el calotito sino el suicidio.
“A mí el tema me dejaba bastante
confuso. En casa no existía el hábito de llamar a las cosas por su
nombre. El arma preferida de mamá era el rodeo; el viejo, en cambio,
usaba y abusaba del silencio alunado. Por eso, o quién sabe por qué, lo
cierto era que yo no tenía la costumbre de la franqueza, así que no
podía responder de inmediato cuando María Julia me apremiaba con
preguntas como ésta: ¿Vos qué pensás? El suicidio, ¿es una cobardía?”
Once años. Tenía once años y preguntaba eso. Claro, me obligaba a
interrogarme. A veces, cuando ella se iba y yo me quedaba solo, me ponía
a pensar tensamente, trabajosamente, y al cabo de media hora no había
conseguido solucionar ningún problema de metafísica infantil, pero en
cambio había logrado un dolor de cabeza estrictamente adulto. En
definitiva no podía imaginar el suicidio. Tampoco la muerte lisa y llana.
Pero por lo menos la muerte era algo que un día llegaba, algo no buscado.
El suicidio, en cambio, era sentir gusto por esa estéril, repugnante
nada, y eso era horrible, casi una locura. Que esa locura fuese asimismo
arrojo, o simplemente cobardía, significaba para mí un problema sólo
secundario.
No vaya a pensarse, sin embargo, que
fuéramos criaturas anormales, de esos pequeños monstruos que en
cualquier época y en cualquier familia se alzan de pronto para trastrocar
el sistema y los ritos de la infancia, raros engendras que en vez de jugar
con muñecas o con trompos, extraen mentalmente raíces cuadradas o
conversan sobre silogismos. No. Sólo ahora aquellos temas solemnes
adquieren para mí una importancia que entonces no tuvieron; sólo mis
posteriores contactos con el misterio o la muerte, otorgan una aureola de
muerte o de misterio a nuestros diálogos de entonces. Cuando yo tenía
doce años y ella once, el suicidio, la nada, y otros rubros no menos
sobrecogedores, sólo representaban una breve interrupción en la lectura
o en el juego.
La imagen esclarecedora llegó un
sábado de tarde, no en mi altillo sino en la plaza. Yo venía con mi
madre de los Grandes Almacenes Gutiérrez. Frente al busto de Artigas, mi
madre y su tía se saludaron y todos nos detuvimos. Era una experiencia
nueva, vernos y hablamos en público. En realidad, sólo vernos. Mientras
las mujeres hablaban, ella y yo permanecimos callados y quietos, como dos
artefactos. En el momento no comprendí bien. Yo era tímido, eso estaba
claro, pero, ¿y ella? De pronto, la tía nos miró y le dijo a mi madre:
“¿Vio, doña Amelia? Son inseparables”. Maldita la gracia que le hizo
a mi madre. “Sí, son buenos compañeros”, asintió con angustia. Pero
a la otra no la desviaban así como así. “Mucho más que buenos
compañeros, son realmente inseparables.” Y agregó después con un
guiño de empalagoso complicidad: “¿Quién sabe, eh, doña Amelia, qué
pasará en el futuro? “ Toda la zona del pescuezo que bordeaba el saco
azul, quedó roja a manchones. Yo sentí un imprevisto calor en las
orejas. Pero a esa altura ya sonaba otra vez la voz áspera y sin embargo
confianzudo: “Mire, doña Amelia, cómo se ponen colorados.” Entonces
mamá me atenazó el hombro y dijo: “Vamos.” Todos dijimos adiós,
pero yo miraba fijo el busto de Artigas. Sólo después, cuando mamá y yo
entramos en la Farmacia Brignole a comprar creta mentolada, sólo entonces
me di cuenta de que había adquirido una certeza.
De modo que dos días después, en el
altillo, lo que pasó fue una meta confirmación. Yo leía Bertoldo,
Bertoldino y Cacaseno; era divertido, pero no me reía. Nunca pude
reírme cuando leo en voz baja. De pronto levanté los ojos y encontré la
mirada de María Julia. Vi que se mordía el labio superior. Me sonrió,
nerviosa. “No podés leer, ¿verdad?” Yo podía leer, claro. Pero me
dio no sé qué contradecirla y meneé la cabeza. “¿Y sabés por qué?”
Quedé inmóvil, esperando. “Porque somos novios”. Yo cerré el libro
y lo dejé al costado. Después, suspiré.
3.
“Un
hombre derecho”, dijo Amílcar Arredondo, señalando el cajón. Yo
hubiera querido levantar la cabeza y mirarlo, nada más que para ver cómo
era eso, cómo lucía el rostro imperturbable del hombre que había
arruinado y enfermado al viejo.
No le sentó el trasplante. Una de
esas personas acostumbradas a su pueblo. Lo sacaron de allí y ya vieron:
se acabó. “Ahora sí lo miré. En ese momento encendía el cigarrillo
de don Plácido, mi padrino, y su rostro estaba casi tan compungido como
ufano. Puta, qué asco”, murmuré, y Arredondo, que captó por lo menos
mi mirada, se acercó a ponerme una mano en la nuca. “Hay que
resignarse, Rodolfo. Hay que aprender del coraje de tu pobre viejo.” Las
cosas que hay que oír. El coraje de mi pobre viejo. Después de todo,
qué importaba Arredondo. Era un canallita, como tantos otros, de aquí o
del Interior. Al vicio le había visto enseguida el lado flaco. O quizá
desde el principio el viejo fue consciente de que este avivado iba a ser
su ruina. Un canallita como tantos otros. No todas las víctimas se
morían. El viejo, en cambio (callado, como siempre) se murió.
Algo de cierto había en eso de la
falta de adaptación al transplante. En Montevideo, el viejo se aburría.
Ya no había piezas de género que extender sobre el gastado mostrador, ni
viejas clientas que revisaran el muestrario de festones, ni solteronas que
compraran sedalina. Durante treinta años había anhelado el descanso con
modesto fervor, una vez que lo había obtenido, se había quedado
inmóvil, con los ojos lejanos, cada vez más incrustado en sí mismo.
Yo podía comprenderlo. Mamá, no.
Ella, a los quince días de pormenorizar su nostalgia de la vida
pueblerino, a los quince días de repetir y repetir que la ciudad le
resultaba asfixiante, ya había conseguido amistades: dinámicas señoras
de impertinentes y busto horizontal, dedicadas fervorosamente al chisme y
a la beneficencia, tranquilas porque sus hijos concurrían a la Sagrada
Familia y sus maridos al Club de Bochas, siempre mejor dispuestas a
perdonar los excrementos de sus perritas que las contestaciones de sus
sirvientas, buenas amas de casa que se esperaban de zaguán en zaguán
para comentar, con aterrorizados movimientos de cejas y de labios, el
eficacísimo vaivén de las tres o cuatro pizpiretas del barrio. Mamá no
podía comprenderlo, porque ella siempre fue patológicamente sociable,
pero yo sí podía entender al viejo. Sin necesidad de esforzarme, sólo
mediante el fácil recurso de exagerar hasta la caricatura mis primeras
reacciones, mi propio desacomodamiento ante el transplante.
Después que don Silberberg compró la
mercería, vino un período que pareció de fiesta. Mamá hablaba
abundantemente en las comidas, haciendo proyectos, acomodando imaginarios
muebles, diseñando futuras alfombras. Papá sonreía. Pero era una
sonrisa sin alegría, la mueca amable, desanimada, de un hombre que se
retira del trabajo sin odiarlo, simplemente porque le llegó la hora del
descanso. Allá, en el pueblo, todavía lo sostenía la actividad del
último inventario, las despedidas de los amigos, la puesta en marcha de
su sucesor. Luego, en Montevideo, cuando alquilamos el apartamento de la
calle Cerro Largo, el viejo se desarmó, creo que debe haber pensado que
su vida se había quedado sin motivo y sin sostén.
Yo a veces me le acercaba y trataba de
hablarle. Quise llevarlo al fútbol, al cine, a pasear simplemente. Sólo
me aceptaba la última de esas invitaciones, una vez cada diez, y nos
íbamos al Prado, en un ruidoso tranvía de La Comercial. En el trayecto
iba tan callado, que algún optimista le hubiera creído nada más que
absorbido por el espectáculo de la gente, del tránsito de las calles con
tupida arboleda. Pero en realidad él no miraba nada. Se dejaba llevar,
simplemente. Y sólo por afecto hacia mí, a fin de que yo creyese que él
se estaba distrayendo, a fin de que yo me sintiera verdaderamente
influyente, seguro de mí mismo, vocacionalmente poderoso.
Alguna tarde, después de caminar un
rato entre los árboles, se sentaba en un banco y me dirigía alguna
pregunta que quería ser personal y, como nunca llegaba a serlo, me
dolía. “Y bueno, ahora que tenés veinte años, ahora que ya votás y
sos un hombre, ¿qué es lo que te preocupa?” Mi respuesta no importaba.
Tampoco él estaba demasiado atento. Formulando la pregunta, había
cumplido, y no era cosa de golpear dos veces en la misma conciencia.
Cuando apareció Arredondo, con el
proyecto de colocar ventajosamente los pocos miles.de pesos obtenidos con
la venta de la mercería, más otros pocos que el viejo tenía en
títulos, más un seguro a mi nombre que vencía en esos meses, cuando
apareció Arredondo con todas sus falsas cartas en la mano, todo estaba
maduro para recibirlo. El viejo se dejó convencer con una expresión de
incredulidad que en cualquier otro hubiera sido de fastidio. Esa noche,
después de la cena, mientras mamá estaba en la cocina, le pregunté: “¿No
le ves cara de cretino, de vividor?” “Posiblemente”, dijo, y se
acabó. No hubo otro comentario. Simplemente, cuatro días más tarde,
hubo la aceptación del plan Arredojido, quien recibió la noticia con una
sonrisa de oreja a oreja y unos ojos que inadvertidamente subastaban su
alma. En realidad, no podía creer en tanta dicha.
Todo falló, naturalmente: desde las
acciones de Fiecosa hasta los préstamos en cadena. Mamá gritó
tenazmente durante cuatro horas, después tuvo un colapso. No bien se
recuperó, empezó a reprocharle al viejo de la mañana a la noche la
desgraciada inversión. Quizá el viejo no había contado con esa
cantinela. Quizá había confiado en derrotar por una sola vez a su
intuición. Lo cierto fue que el derrumbe lo consumió, lo deshizo,
literalmente acabó con él. Cuando mamá se dio cuenta de que la hora del
reproche había pasado, el médico ya había pronunciado la palabra
trombosis.
Ahora el viejo estaba allí, junto a
Arredondo y junto a mí. Yo tenía una tristeza que excedía el ánimo,
una tristeza que también era corporal. Me miraba las manos y éstas
también estaban sucias de tristeza. Hasta ese momento yo había oído
decir “triste” y el corazón se me había llenado de una oleada
romántica, de una agradable melancolía. Pero esto era otra cosa. Me
sentía triste y pesado, triste y vacío. La tristeza, ahora que la
tocaba, era algo más bien asfixiante, pegajoso, una cosa fría que uno no
podía sacarse de la cara, de los pulmones, del estómago. Quizá yo
habría deseado para él una vida mejor. Mejor no es tampoco la palabra.
Que su vida hubiera tenido una pasión vitalizadora, un odio estimulante,
qué sé yo, algo que le hubiera puesto en los ojos ese mínimo de
energía que parece indispensable para sentirse poseedor de una rebanada
de verdad.
Nos habíamos tenido afecto, era
cierto. ¿Y eso qué? Probablemente no habíamos sabido nada el uno del
otro. Una incapacidad de comunicación nos había mantenido a prudente
distancia, postergando siempre el intercambio franco, generoso, para el
cual, por otras razones, estábamos bien dotados. Ahora él estaba allí,
rígido, ni siquiera en paz, ni siquiera definitivamente muerto, y toda
consideración era ya inútil, por lo menos tan inútil como puede parecer
un brillante alegato cuando ya ha vencido sin remedio la última de las
prórrogas.
Abrí los ojos y Arredondo no estaba.
Respiré con alivio. Sin embargo, había una mano apoyada en mi hombro.
Una mano liviana, o, por lo menos, que se afanaba en no pesar. Yo no
estaba en disposición de adivinar, de hacer pronósticos, de modo que
pensé en un nombre, un solo nombre. Después de todo, era bastante
insólito que pensase en María Julia, pero acaso se debiese al cansancio.
No la veía desde antes de que bajáramos a la capital. Sin embargo, era
ella. Primero tomé su mano, después la senté a mi lado, en el sofá. No
lloraba. “Una fina atención de su parte”, pensé, y me sentí
profundamente ridículo. En la tristeza se fue abriendo paso una cuña de
afecto, de infancia compartida. María Julia, entonces. Parecía más
tranquila. Y más alta, claro. Y quizá menos segura de sí. Y con menos
pecas. Y sin el saco azul.
Durante un buen rato, estuvo callada.
Su mirada no era la corriente moneda de pésame. Evidentemente, me
investigaba a fondo, pero hubo además algún parpadeo de cariño, de cosa
recuperada, de precisa memoria.
Fue a partir de ese momento que me
sentí mejor.
4.
En
la casa de la calle Dante, yo me sentaba siempre en la misma silla, frente
al mismo cuadro alegórico (una mujer desnuda, con un pálido rostro puro
ojos, que surgía intacta de una terrible hoguera, en la que había
innumerables llamas con cabezas de monstruos) y hacía repiquetear los
dedos en la misma veta de la mesa de roble. Yo llegaba a las nueve de la
noche y por lo común me recibía la tía, vestida siempre de impecable
negro, con un encaje pectoral que dejaba entrever una zona
ineluctablemente fláccida surcada de venitas casi violáceas y con dos
verrugas simétricas que contribuían a dejar malparado el sentido
estético de Dios o por lo menos el de sus vicarios en el acto de crear
cuerpos al azar.
“Nena, llegó tu novio”, decía la
tía, volviendo la cabeza hacia el fondo y pronunciando la ve corta como
sólo consiguen hacerlo ciertas maestras de primer grado. Desde su cuarto,
María Julia gritaba: “Ya voy, Rodolfo”, y entonces comenzaban a
correr los inevitables quince minutos de monólogo exterior, durante los
cuales la señora me abrumaba a preguntas acerca de mi trabajo, de
política, de bueyes perdidos.
En realidad, ella no tenía necesidad
de mis respuestas. Con una sola carraspera sabía dar un tema por
clausurado, y así, casi sin que el respiro tuviese una repercusión en el
inocuo encaje, encontrar algo de pecaminoso en todo cuanto caía en la
órbita de su observación, de su conocimiento, de su fantasía, la cual
no era, por cierto, abundante, ni siquiera concentrada, pero incluía en
cambio una activa disposición para desglosar el chisme y revitalizarlo.
María Julia comparecía, al fin: “
¿Verdad que hoy está hecha un primor?”, preguntaba la tía y yo
quedaba automáticamente sumido en un silencio en el que se diluían todos
mis cumplidos. El primor era una muchacha de veintiocho años, que
empezaba a perder su expresión infantil sin haber adquirido aún otra
sucedáneo, de mayor plenitud, con el pelo corto y suelto, los brazos
desnudos y un vestido con un prendedor de colores vivos y un cinturón
ancho, liso, de un solo tono generalmente verde oscuro o marrón), con
hebilla dorada.
Me daba la mano, retirándola en
seguida. Después se sentaba en la silla número dos, la que tenía
manchado el tapizado. Entonces la tía me decía: “Con tu permiso,
Rodolfo.” Arrancaba con un impulso que parecía imposible de ser frenado
por lo menos hasta la cocina, pero en realidad se detenía en la
habitación contigua, desde donde iniciaba su vigilancia, dispuesta a
aparecer en el espacio que mediaba entre el segundo beso y el tercero.
La medida de precaución era más vale
innecesaria, ya que la sobrina sabía defenderse; y se defendía. No
precisamente con reproches o con falsos pudores, ni siquiera con un
amanerado desamor. Su defensa era más sutil que todo eso, algo que quizá
podía calificarse como una denodada resistencia a la emoción, o como el
designio de contemplar desde fuera todo transporte sentimental en el que
ella misma estuviese implicada. Por ejemplo: para besar nunca cerraba los
ojos. Por otra parte, si estábamos de pie y abrazados, yo tenía
conciencia de que ella, por encima de mi hombro, se miraba en el espejo de
la pared. Su divisa podría haber sido: “No entregarse”, siempre que
esa no entrega se hubiera referido a algo más que al sosegado cuerpo.
Aparte de eso, no oponía resistencia.
Me abandonaba sus manos (“de pianista” decía la tía), se prestaba
mansamente a mis caricias, incluso revelaba cierto placer cuando yo le
pasaba una mano por el pelo, ahora bastante más oscuro que la paja de
escoba. Pero lo peor de todo era que esa actitud estaba impidiendo algo
más importante: que yo mismo me sintiera inscripto en aquel marco de
escenas que debían ser de amor.
Hablábamos, también. Ella se
refería con frecuencia a un tema que era de su predilección: la muerte
de mi viejo. Claro que no se detenía en la muerte y retrocedía más
aún, hasta llegar a Arredondo y su ingenua, previsible, trampa. Parecía
entender que la palabra estafa nos hacía socios, colegas, camaradas qué
sé yo. Su padre había sido estafador; el mío había sido estafado. Con
su entusiasmo en tratar este asunto, María Julia parecía querer
inculcarme la convicción de que ella y yo (ya que la deshonestidad había
rozado tanto a su padre como al mío) éramos algo así como hijos de la
estafa. “Cuando a tu papá le hicieron el calotito”, decía
refiriéndose al plan Arredondo y empleaba el mismo diminutivo que había
usado, diecisiete años atrás, en el altillo, al narrarme los motivos de
aquel suicidio.
Martes y jueves eran noches de visita,
pero los sábados íbamos al cine. Los tres. No sé por qué la tía no se
sentaba nunca junto a María Luisa, sino junto a mí. Quizá, a los
efectos de cumplir su guardia, desde allí la visibilidad era mejor. De
todos modos, su proximidad no era lo que se dice un placer. Había un
suspiro entrecortado que siempre terminaba en tos asmática, y, más aún,
en aquellos casos en que el film apelaba a las mejores reservas
sentimentales del espectador, la tía lloraba con un hipo casi eléctrico
que provocaba un desagradable temblor en varios respaldos a la redonda.
Afortunadamente María Julia no participaba de esa permeabilidad a la
emoción. En la pantalla podía aparecer la más estremecedora de las
escenas, desde una simple abuelita rodeada de nietos inefables, hasta el
fantasma de la tuberculosis provocando toses premonitorias en una noche de
bodas; las buenas mujeres de la platea podían sonar sus narices cuando el
apuesto teniente no volvía de la guerra a los amantes brazos de su novia
encinta. Todo podía ser extremadamente conmovedor; sin embargo, al
encenderse las luces, era más que seguro que María Julia tendría sus
ojos brillantes pero secos, y, además, que formularía su comentario de
rigor: “Qué cosa. Nunca puedo olvidarme de que no están viviendo, sino
representando.”
En mis relaciones con María Julia,
con la tía, con la casa entera, había barreras que yo nunca podría
atravesar, de eso estaba seguro. jamás llegaría a saber qué se
pretendía exactamente de mí. La tía siempre me hacía propaganda de
María Julia (su peinado, sus labores, sus postres) en el mejor estilo de
las suegras del Centenario, pero nunca manifestaba urgencia ni
preocupación respecto al casamiento. La sobrina, por su parte, no hacía
preparativos. Cuando las de Corrales o las de Uslenghi, que a veces
abandonaban la casa de la calle Dante en el preciso momento de mi arribo,
le hacían alguna broma sobre “el ajuar”, ella sólo decía: “Ya
habrá tiempo de pensar, ya habrá tiempo. “Yo a veces tenía la
impresión de que las dos mujeres me consideraban como algo demasiado
seguro, y eso sólo en parte me fastidiaba, ya que en el fondo más
infalible de mí mismo tenía que reconocer que era cierto que yo era un
candidato demasiado seguro.
Tenía mis dudas, claro. Siempre las
tuve. Sobre todo dudas acerca de mis propios sentimientos. ¿Quería yo a
María Julia? Más claramente, ¿la quería como para hacerla mi mujer?
Quizá mi teoría y mi versión del amor fueran rudimentarias, pero de
todas maneras uno tiene sus sueños y en los sueños uno amas es
rudimentario. Bueno, ella no se correspondía con esos sueños. Yo la
necesitaba, sin embargo, y esa necesidad se hacía patente de muy diversos
modos: por ejemplo, cuando pasaba varios días sin verla me entraba una
desazón, una extraña inquietud que iba desacomodando los sucesivos
niveles y compartimientos de mi vida diaria. Aquí y allá me ocurrían
cosas de las que yo sabía por adelantado que en María Julia no
hallarían otro eco, otra repercusión, que un simple comentario, tan bien
educado como insincero. Pese a todo, tenía que hablar con ella, tenía
que saber que ella estaba juzgando mis acciones y mis reacciones, que era
mi testigo, al fin. Llegaba el martes, llegaba el jueves, y cuando
sentados frente a frente en el comedor, yo comenzaba a hablar de mis
modestas peripecias, la sensación de necesidad se me diluía sólo con
ver sus ojos.
Estaba, asimismo, el deseo. Mi deseo.
Ella no tenía esas preocupaciones. Para mis manos era mujer, la mujer tal
vez. Es bastante probable que la primera mujer que tocamos pueda llegar a
convertirse en la unidad de deseo para el resto de nuestros días, y sobre
todo, de nuestras noches. Yo deseaba a María Julia, pero ¿cuándo?, pero
¿cómo? No habría podido darme cuenta de que ella besaba con los ojos
abiertos, si yo, a mi vez, no hubiera abierto los míos.
En cierta oportunidad mi madre me dijo
algo que me molestó: “No te olvides de avisarme el día en que María
Julia te haga feliz. “ Pero, naturalmente, mi madre nunca la había
podido tragar.
5.
El
día en que cumplí treinta y siete años, me encontré con el Tito
Lagomarsino en Mercedes y Río Branco. Estaba feliz porque Marta, la hija
de Nélida Roldán, había salvado un examen monstruo. Lo cierto fue que
caminamos hasta Dieciocho y Ejido, y allí estaban Nélida y la muchacha.
Hacía como cinco años que yo no veía a Marta. La felicité por su
éxito y ella contó entonces cómo se le había caído el lápiz de
labios en pleno examen y cómo ella y el presidente de la mesa se habían
agachado al mismo tiempo para recogerlo, y cómo se habían mirado por
debajo de la mesa: “Yo creo que el pobre tipo me salvó nada más que
para que yo no les contara a los profesores lo ridículo que quedaba allá
abajo, con la peluca ladeada sobre la oreja.”
De pronto me sentí reír, y casi me
asusté. Parecía la risa de otro, la risa de algún ser afortunado,
poseedor de una vida plena, altamente satisfactoria, casi diría
triunfante. No es conveniente reírse con una risa ajena, así que de
inmediato me quedé serio y desconcertado. Marta, en cambio, parecía muy
segura de sí misma y de su anécdota, y a la tercera mirada me di cuenta
de que era simpática, linda, dulce, alegre, inteligente, etc. Cuando Tito
mencionó no sé qué entrevista para la que estaban citados a las tres y
cuarto, y yo tuve que separarme y le di la mano a Marta, me prometí
solemnemente volver a verla, sin testigos de estorbo.
Sólo dos meses después pude cumplir
mi promesa. Encontré a Marta en un café, frente a la Universidad.
Estuvimos hablando exactamente una hora y media. De nuevo reí con la risa
del otro, pero esa vez me preocupó menos. En la hora y media supe yo de
ella, y ella de mí, mucho más de lo que hubiera podido caber en todas
las conferencias intercambiadas con María Julia en nuestros años de
noviazgo y costumbre. Todo fue tan fluido, tan espontáneo, tan natural,
que a ninguno de los dos nos pareció nada raro que de pronto mi mano
estuviera en su mano, que nos miráramos a los ojos como dos adolescentes
o dos tontos. Menos extraño pudo parecer que una semana después nos
acostáramos juntos y que por primera vez se cumpliera el deseo de mi
padre y me sintiera vocacionalmente poderoso.
Hay que reconocer que Marta era, sobre
todo, un cuerpo, pero como tal no tenía desperdicio. Ahora bien, en Marta
el espíritu no molestaba para nada, puesto que se adaptaba
espléndidamente al impecable envase. Tenerla abrazada, estrecha o
laxamente, pasar mis manos por cualquier zona de su piel, era siempre una
experiencia tonificante, una transfusión de optimismo y de fe. En las
primeras veces asistí, con una especie de ingenuo asombro, a la
comprobación de cuán insuficiente podía ser mi primitiva unidad de
deseo; pero pronto aprendí a multiplicarla.
Era casi maravilloso que mis manos,
mis vulgares e inhábiles manos de siempre, de buenas a primeras pudieran
volverse tan eficaces, tan activas, tan creadoras. Había por fin una
carne que respondía, una piel con la que era posible dialogar. Marta no
me preguntaba nunca por mi novia. Perdón. Ahora me acuerdo que me
interrogó: “¿Alguna vez te acostaste con ella?” Respondí que no, en
voz tan alta que yo mismo quedé sorprendido. Mi negativa sonó como un
rechazo, casi como un exorcismo. Marta primero sonrió divertida, luego me
miró con piadoso estupor.
En definitiva falté algún jueves a
la calle Dante. De parte de María Julia no hubo admoniciones ni
reproches. Sólo la tía me consagró una larga advertencia sobre el tedio
que conduce al pecado. En lo sustancial, estuve totalmente de acuerdo.
6.
La
tía me alcanzó el pocillo. Como siempre, poca azúcar. Revolví
lentamente el café con la cucharita imitación plata peruana. Como
siempre, me quemé los dedos.
Hacía dos años que habían quitado
el cuadro con la hoguera simbólica y la mujer puro ojos. En su lugar
habían colgado uno de esos almanaques suizos que tienen un Enero 1952 con
asombrosas montañas pulcramente nevadas y primorosas casitas a las que
sólo falta darles cuerda para que entonen su Stille Nacht, Las sillas
habían sido retapizadas con una tela a franjas, verdes y grises, que no
coincidía con la variante criolla de estilo inglés en que había sido
concebido el comedor.
Tampoco la tía permanecía
invariable. No más encaje pectoral. Una bufandita de dacrón y lana
rodeaba el pescuezo de gallina. La mirada era pálida y llorosa. Cuando la
mano derecha llevaba a los labios el pocillo, la izquierda temblaba y
hacía tintinear sonoramente la cucharita sobre el plato. Hacía ya
algunos meses que me trataba de usted y había suspendido sus elogios
acerca de las habilidades domésticas de la sobrina.
No había perdido la costumbre de
preguntar, pero ahora la estructura del interrogatorio era el caos en
estado de pureza. Una serie de preguntas podía incluir, pongamos por
caso, averiguaciones sobre la próxima huelga del transporte, sobre la
fecha de mi licencia anual, sobre una receta de ravioles de choclo que mi
madre guardaba como un tesoro.
El otro jueves me había mirado en los
ojos con una chispa de amargura. Luego, con la resignada displicencia de
alguien que ha guardado mucho tiempo una moneda y de pronto se da cuenta
de que la misma ha perdido todo su valor, me había soltado la
revelación: Nos equivocamos con usted, Rodolfo. María Julia creyó que
podía dominarlo para siempre. Pero es usted quien ha ganado. Ayudado por
el tiempo, claro”.
La confesión no me había sonado del
todo extraña. Era como si, sin decírmelo a mí mismo, yo hubiese tenido
conciencia de que ése había sido mi mejor recurso. ¡Y era la tía quien
lo había visto! Y no sólo visto, sino pronunciado. Por mero formulismo,
le pregunté qué había querido decir, pero ya ella se había reintegrado
a su anarquía mental, y solamente se consideró obligada a agregar: “Es
horrible cómo han subido los precios del lavadero. No se puede vivir”.
Ahora no decía nada. Simplemente
hacía ruido con la boca cuando sorbía el café y aun cuando no lo
sorbía. Para mí, no había dudas. María Julia, hija de un estafador, me
había a su vez estafado a mí, hijo de un estafado. Su estafa se había
nutrido de recuerdos infantiles, de comprensión cuando la muerte del
viejo, de paciencia sin reclamos durante tantos años de noviazgo, de
afectuosa pasividad frente a mi muestrario de caricias. Su estafa
consistía en haber rodeado nuestras relaciones de suficientes sucedáneos
del amor y del deseo como para hacerme creer que ella y yo habíamos sido
realmente novios a través de cuatro lustros, deformados ahora en la
memoria por la malsana corrección y el largo aburrimiento. La estafa
había sido, analizándola mejor, una venganza contra aquel pueblo de
ochenta manzanas que la había señalado, que la había despreciado y, lo
peor de todo, que la había tolerado. Sin buscarlo, yo había asumido la
representación de ese pueblo, me había convertido en una especie de
símbolo. Ahora, sólo ahora podía reconstruirse todo el cálculo, todo
el planteo, desde la estudiada declaración del altillo (“¿Y sabés
porqué? Porque somos novios”) hasta el exagerado interés por la
cretinada de Arredondo, desde la amistosa mano sobre mi hombro en la
última jornada junto al viejo, hasta nuestros veinte años de pobres
besos en el comedor. Era evidente que los soportes de su cálculo habían
sido mi timidez y su paciencia. Si bien María Julia no había hecho
jamás ningún reclamo, si bien no me había recriminado nunca la
prolongación de nuestras relaciones, había estado siempre fanáticamente
segura de que yo no tomaría la iniciativa ni para casarme ni para romper.
Ésta, sobre todo, había sido su
carta de triunfo: mi cortedad le permitía vengarse en mí de la
injusticia de todos, pero, además, le permitía reducirme a cero,
aniquilar mi vida para siempre. Claro que María Julia no había contado
con Marta. Tal vez su único error de cálculo. Oh, fueron pocos meses.
Marta está ahora en Paysandú, casada con Teófilo Carreras, arquitecto y
contratista. Pero esos pocos meses le alcanzaron a ella Dios la bendiga)
para realizar su obra, su admirable obra de salvar a un condenado, de
hacer rendir los sentidos (mis sentidos) muy por encima de su valor de
tasación. Porque, evidentemente, en eso a María Julia se le había ido
la mano: me había tasado demasiado bajo.
Aparentemente, todo había seguido
igual, pero su reseca, perpleja virginidad había sabido registrar que mis
manos no eran ya las mismas, y, también, que su pasividad había empezado
a provocar en mí un amago de asco. Toda una novedad. Por otra parte, ya
era tarde para cualquier transformación (hasta besaba con los ojos
cerrados) perca no lo era para que ella intuyese que alguna decisión se
aproximaba. Para mí, en cambio, todavía no era tarde. En absoluto.
Le devolví el pocillo a la señora, y
ella dijo: “Está refrescando. Siempre refresca a esta hora”. Después
se levantó y me dejó solo. A los cinco minutos apareció María Julia,
María Julia de cuarenta años, mi novia. Se sentó junto a mí, me
mostró y demostró su profundo cansancio, parpadeó cuatro veces
seguidas. Su mano estaba posada sobre el ángulo de la mesa de roble;
tenía una especie de urticaria, esos lamparones de insuficiencia
hepática que le vienen cuando come frituras.
Hablaba de sus amigas, las de
Uslenghi: “Gladys quiere que la acompañe a Buenos Aires. ¿A vos qué
te parece?” Sentí que la odiaba con un poder casi inagotable. Sentí
que no la necesitaba, que nunca más la necesitaría. Sentí que Marta me
había limpiado de una monstruosa pesadilla, de una asquerosa presión
sobre mi inerme, desarticulada conciencia.
“¿A vos qué te parece?”,
repitió con voz de condenada. Y era cierto, estaba condenada. La libertad
tenía sus ventajas, pero ahora ahora que ella estaba segura de mi
alejamiento, desconcertada por mi rechazo) mucho mejor que la libertad era
el desquite. De modo que decidí decírselo con toda naturalidad, como si
hablara del tiempo o del trabajo. “No, mejor no vayas. Así te vas
aprontando. Quiero que nos casemos a mediados de julio”.
Tragué saliva y, simultáneamente, me
sentí feliz, me sentí miserable. El calotito estaba realizado.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar
