Mario
Benedetti
(1920- )
EL PRESUPUESTO
(Montevideanos, 1959)
En nuestra oficina regía el mismo
presupuesto desde el año mil novecientos veintitantos, o sea desde una
época en que la mayoría de nosotros estábamos luchando con la
geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba del
acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba
familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas
colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y
ocho palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe
-él era entonces Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le
había dicho: “Muchacho, tenemos presupuesto nuevo”, con la sonrisa
amplia y satisfecha del que ya ha calculado cuántas camisas podrá
comprar con el aumento.
Un nuevo presupuesto es la ambición
máxima de una oficina pública. Nosotros sabíamos que otras dependencias
de personal más numeroso que la nuestra, habían obtenido presupuesto
cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña isla
administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson
veía desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil
hacer señales como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales
hubieran servido de poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve
empleados, y era lógico que nadie se preocupara de una oficina así de
reducida.
Como sabíamos que nada ni nadie en el
mundo mejoraría nuestros gajes, limitábamos nuestra esperanza a una
progresiva reducción de las salidas, y, en base a un cooperativismo harto
elemental, lo habíamos logrado en buena parte. Yo, por ejemplo, pagaba la
yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el Auxiliar Segundo, el
azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial Segundo la manteca.
Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero el Jefe, como
ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras diversiones particulares se
habían también achicado al mínimo íbamos al cine una vez por mes,
teniendo buen cuidado de ver todos difer entes películas, de modo que,
relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto de lo que se
estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales como
las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin
bostezos. jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran
nuevos expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que
después de las cinco no se recibían “asuntos”. Tantas veces lo
habíamos leído que al final no sabíamos quién lo había inventado, ni
siquiera qué concepto respondía exactamente a la palabra “asunto”. A
veces alguien venía y preguntaba el número de su “asunto”. Nosotros
le dábamos el del expediente y el hombre se iba satisfecho. De modo que
un “asunto” podía ser, por ejemplo, un expediente.
En realidad, la vida que pasábamos
allí no era mala. De, vez en cuando el jefe se creía en la obligación
de mostrarnos las ventajas de la administración pública sobre el
comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco tarde para
que opinara diferente.
Uno de sus argumentos era la
Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían cesantes. Para que ello
pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los senadores, y nosotros
sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando tenían que
interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía razón.
La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la
de que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un
sobretodo al contado. Pero el jefe, que tampoco podía comprarlo,
consideraba que no era ése el momento de ponerse a criticar su empleo ni
tampoco el nuestro. Y -como siempre tenía razón.
Esa paz ya resuelta y casi definitiva
que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos conformes con nuestro pequeño
destino y un poco torpes debido a nuestra falta de insomnios, se vio un
día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. Era sobrino de
un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho sea sin
desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un
presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no
supimos quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto,
sonreímos con la ironía de lujo que reservábamos para algunas
ocasiones, como si el Oficial Segundo estuviera un poco loco o como si
nosotros pensáramos que él nos tomaba por un poco tontos. Pero cuando
nos agregó que, según el tío, el que había hablado de ello había sido
el mismo secretario) o sea el alma parens del Ministerio, sentimos de
pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo estaba cambiando, como
si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de nuestras tuercas
que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a bofetadas toda la
conformidad y toda la resignación.
En mi caso particular, lo primero que
se me ocurrió pensar y decir, fue “lapicera fuente”. Hasta ese
momento yo no había sabido que quería comprar una lapicera fuente, pero
cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme futuro que
apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de no
sé qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón
de plata y con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había
enraizado en mí.
Vi y oí además como el Auxiliar
Primero hablaba de una bicicleta y el jefe contemplaba distraídamente el
taco desviado de sus zapatos y una de las dactilógrafas despreciaba
cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí además cómo todos
nos pusimos de inmediato a intercambiar nuestros proyectos, sin
importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar
un escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo
todos decidimos festejar la buena nueva financiando con el rubro de
reservas una excepcional tarde de bizcochos.
Eso —los bizcochos fue el paso
primero. Luego siguió el par de zapatos que se compró el jefe. A los
zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez cuotas. Y a mi
lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la Primera
Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos
estábamos empeñados y en angustia.
El Oficial Segundo había traído más
noticias. Primeramente, que el presupuesto estaba a informe de la
Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en Secretaría. Era en
Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era preciso
conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del
que sólo sabíamos que se llamaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro
presupuesto.
Hubiéramos querido obtener hasta un
boletín diario de su salud. Pero sólo teníamos derecho a las noticias
desalentadoras del tío de nuestro Oficial Segundo. El jefe de Contaduría
seguía peor. Vivimos una tristeza tan larga por la enfermedad de ese
funcionario, que el día de su muerte sentimos, como los deudos de un
asmático grave, una especie de alivio al no tener que preocuparnos más
de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque esto
significabala posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe
que estudiara al fin nuestro presupuesto.
A los cuatro meses de la muerte de don
Eugenio nombraron otro jefe de Contaduría. Esa tarde suspendimos la
partida de ajedrez, el mate y el trámite administrativo. El jefe se puso
a tararear un aria de Aida y nosotros nos quedamos —por esto y por todo—
tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a mirar las vidrieras. A la
vuelta nos esperaba una emoción. El tío había informado que nuestro
presupuesto no había estado nunca a estudio de la Contaduría. Había
sido un error. En realidad, no había salido de la Secretaría. Esto
significaba un considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el
presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos
alarmado. Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el momento no se
había estudiado debido a la enfermedad del jefe. Pero si había estado
realmente en Secretaría, en la que el Secretario —su jefe supremo—
gozaba de perfecta salud, la demora no se debía a nada y podía
convertirse en demora sin fin.
Allí comenzó la etapa crítica del
desaliento. A primera hora nos mirábamos todos con la interrogante
desesperanzado de costumbre. Al principio todavía preguntábamos ¿Saben
algo? Luego optamos por decir ¿Y? y terminamos finalmente por hacer la
pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien sabía algo, era
que el presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los ocho meses de la noticia
primera, hacía ya dos que mi lapicera no funcionaba. El Auxiliar Primero
se había roto una costilla gracias a la bicicleta. Un judío era el
actual propietario de los libros que había comprado el Auxiliar Segundo;
el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por jornada; los
zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra clavada), y
el sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y erectas
como dos alitas de equivocación.
Una vez supimos que el Ministro había
preguntado por el presupuesto. A la semana, informó Secretaría. Nosotros
queríamos saber qué decía el informe, pero el tío no pudo averiguarlo
porque era “estrictamente confidencial”. Pensamos que eso era
sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos expedientes
que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como “muy
urgente”, “trámite preferencial” o “estrictamente reservados”,
los tratábamos en igualdad de condiciones que a los otros. Pero por lo
visto en el Ministerio no eran del mismo parecer.
Otra vez supimos que el Ministro
había hablado del presupuesto con el Secretario. Como a las
conversaciones no se les ponía ninguna tarjeta especial, el tío pudo
enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con qué y
con quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último,
el Ministro ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación
comprendimos que antes había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez supimos que el presupuesto
había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión del próximo
viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese próximo, el
presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las
fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: “Bueno
ahora será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces”. Llegaba el
viernes y no pasaba nada. Y el sábado nos decíamos: Bueno, será hasta
el viernes. Veremos qué pasa entonces. “ Y no pasaba nada. Y no pasaba
nunca nada de nada.
Yo estaba ya demasiado empeñado para
permanecer impasible, porque la lapicera me había estropeado el ritmo
económico y desde entonces yo no había podido recuperar mi equilibrio.
Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al Ministro.
Durante varias tardes estuvimos
ensayando la entrevista. El Oficial Primero hacía de Ministro, y el jefe,
que había sido designado por aclamación para hablar en nombre de todos,
le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos conformes con el ensayo,
pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron para el jueves. El
jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas y al
portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar
con el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para
conversar con el Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces
ocurre, como nos pasó precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos
horas y media se puede conversar con el Ministro. Sólo llegamos a
presencia del Secretario, quien tomó nota de las palabras del jefe —muy
inferiores al peor de los ensayos, en los que nadie tartamudeaba— y
volvió con la respuesta del Ministro de que se trataría nuestro
presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando —relativamente satisfechos—
salíamos del Ministerio, vimos que un auto se detenía en la puerta y que
de él bajaba el Ministro.
Nos pareció un poco extraño que el
Secretario nos hubiera traído la respuesta personal del Ministro sin que
éste estuviese presente. Pero en realidad nos convenía más confiar un
poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo cuando el jefe opinó
que el Secretario seguramente habría consultado al Ministro por
teléfono.
Al otro día, a las cinco de la tarde
estábamos bastante nerviosos. Las cinco de la tarde era la hora que nos
habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy poco; estábamos
demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien. Nadie
decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis
minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos
sabíamos de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró
muy poco. Entre los varios “Sí”, “Ah, sí”, “Ah, bueno” del
jefe, se escuchaba el ronquido indistinto del otro. Cuando el jefe colgó
el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para confirmarla pusimos
atención: “Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el Ministro que
el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo viernes.
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