Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Sábado de Gloria
(Montevideanos, 1959)
Desde antes de despertarme, oí
caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana
y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los
zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos,
los comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va
enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me
podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso —la certeza del feriado—
me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del
tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras,
cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar
mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes
como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no
tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta
asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el
sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta
verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro
cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro
esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los
tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no significa que piense en la
muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado
en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para verme y
contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el
almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en
veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora
antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a
fuego lento, de manera que no tengo mas que lavarme las manos y tragar la
sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario
y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos,
escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso
de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente
que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de
las siete, traducidas al ingles o al alemán.
Dos veces por semana, Gloria me espera
a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo
estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a
su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos
propietarios —dos gallegos y un mallorquín— ganan lo suficiente
fabricando bizcochos con huevos podridos, pero mas aún regentando las
amuebladas mas concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a
casa, ella esta durmiendo o —cuando volvemos juntos— cenamos y nos
acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda
cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin
comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades
de su jefe, que se llama así mismo un pan de Dios y al que ellos
denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos
dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la
página de deportes.
Los comentarios quedan para un sábado
como este. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de
sábado.) Yo me levanto a las tres y media y preparo el te con leche y lo
traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina
semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco
menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado
no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí
en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a
pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo mas temible
y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda,
y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo
un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos
y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba
el tramite reconciliatorio. Yo no tenia inconveniente en ser el primero,
como en tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara
el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio
blanco de esta siesta.
Por eso, cuando vi que llovía, pense
que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente
nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para
pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que
necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos
habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a
vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pense
nada malo. Siempre se queja al despertarse.
Pero cuando se despertó del todo e
investigue en su rostro, la note verdaderamente mal, con el sufrimiento
patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y
le pregunté que le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte
y estaba asustada.
Le dije que iba a llamar a la doctora
y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero
tenia los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir
a hablar por teléfono. Después pense que si no iba se asustaría mas y
entonces baje y llame a la doctora.
El tipo que atendió dijo que no
estaba en casa. No se por que se me ocurrió que mentía y le dije que no
era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que
esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e
inventó que yo tenia suerte, porque en este momento había llegado. Le
dije mire que bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando regrese, Gloria estaba mareada
y aquello le dolía mucho mas. Yo no sabia que hacer. Le puse una bolsa de
agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le dí una
aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado
nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro
anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una
mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería
desanimarme. Tome un vaso de leche y nada mas, porque sentía una bola en
el estomago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca
enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres
risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba
los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se mordía los labios y decía
si, que ahí le dolía, y allí un poco mas, y allá mas aun. Siempre le
dolía mas.
La vaca aquella seguía clavándole
los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezo tenia ojos de susto ella
también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que
era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que
estabamos en una mutualista y ella me aseguro que iba a hablar con el
cirujano.
Bajé con ella y telefoneé a la
parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto
piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y,
aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera
mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que
se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente,
de sus caderas poco masculinas.
Pero ahora ella con mi ropa era sólo
una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no pensar. Cuando
salíamos llego su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces
ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resigno a esa
fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada
que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el
lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se
creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía
mas fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mi.
Cuando la bajamos en el sanatorio no
tuvo mas remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el
cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el
guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordeno que saliéramos y cerró
la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez mas. Yo
me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía el consuelo
de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que
no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que
conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar
cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle
cosmografía o aprenderla juntos. Lo ultimo era lo apropiado y, claro,
ambos la aprendimos.
Entonces salió el medico y me
preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y el
tosió como un asmático. “No es peritonitis”, dijo, “la doctora esa
es una burra”. “Ah”, “Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor.”
Mañana. Es decir que. “Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la
operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se
salva”. Le agradecí —no se que le agradecí— y el agregó: “La
reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla.”
Primero paso una enfermera con mi
sobretodo y mi bufanda. Después paso ella en una camilla, con los ojos
cerrados, inconsciente.
A las ocho pude entrar en la salita
individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una
silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos
en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si
tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La
sabana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante,
cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados.
Me hacia la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mi me gustaba
Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero esa
simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el
aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía
esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a
terminar.
Cada eternidad sonaba a lo lejos un
reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levante y salí
al corredor y camine unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo
un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante “Así
que usted también esta de espera?” Le dije que si, que también
esperaba. “Es el primero”, agrego, “parece que da trabajo”.
Entonces sentí que me aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a
horcajadas en la silla. Empece a contar las baldosas y a jugar juegos de
superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el numero de baldosas
que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y
era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes
de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto
me hallé pensando: “Si pasa de hoy...” y me entró el pánico. Era
preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar
un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que
en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo —porque
era necesario crear un futuro bien cercano— iríamos a cenar con mi
hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que
yo haría publica mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo
tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a
esperar impaciente en el corredor.
Entonces entró una enfermera y me
hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando
ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró
algo y nada mas. Entonces todo el presente era ella luchando por vivir,
sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las
aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta
salita y el reloj sonando.
Entonces extraje la libreta y empecé
a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en
casa, para leérmelo a mi cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra vez
en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como
la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando
uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me
distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido
por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los
asientos contables que escrituré esta mañana. Pero cuando ella volvió a
penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca
masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que
habría sido el mío.
Eran las once y media y me acordé de
Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por
estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo
no puedo creer verdaderamente en el. Sólo tengo la esperanza de que
exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi
honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de
escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que
yo no quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi
propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria,
difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y
había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me
dormí. No soñé nada.
Alguien me sacudió el brazo y eran
las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le
preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grite que sí, que me
lo había dicho —aunque no era cierto— y que el era un animal, un
bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de
hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él
me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía
razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado
sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración
hiriente, castigada.
Y entonces pedí que me dijeran en
donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla
desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda
mi apática ternura hacia Dios.
(1950)
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