Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)


Truth on the rocks
(Despistes y franquezas, 1989)

      Amílcar, viejo compinche: Te extrañará recibir esta carta quilométrica, pero a alguien tengo que contarle mi historia y por algo sos mi amigo, ¿no? Vos bien sabés que técnicamente nunca he sido un borracho. Y eso está avalado por un dato irrefutable: apenas me he mamado cinco veces en mis cuarenta años de vida. Y además he decidido que la quinta fuera también la última. Ahora bien, no te hagas ilusiones, esto no significa que no vaya a beber en el resto de mis días y de mis noches, sino pura y exclusivamente que no volveré a ingresar en el estado de beodez. Sin embargo, mis papalinas han tenido en mi vida un carácter tan particular, que de algún modo quiero dejar constancia escrita de las mismas. Y te elegí a vos como filatélico de mis cuitas.
      Una de las razones por las que he decidido no emborracharme más es que cuando sumerjo mi cerebro en alcohol me vuelvo insoportablemente veraz. O sea que me emborracho de verdad y también de verdades. Truth on the rocks. Y ésa es una combinación muy peligrosa. Todavía conservo, colgadito en la pared, aquel letrero que vos me conseguiste hace años en el Rastro madrileño: Más vale borracho conocido que alcohólico anónimo. Pero la decisión está tomada y tengo mis razones. Uno de los rasgos determinantes de mi alcoholismo profundo es que nunca adquiero aspecto de curda. Parezco completamente sobrio, pero no. Mi primera papalina de antología fue causada por la indignación, la dignidad ofendida y el amor por la justicia, todo junto, una suerte de salade niçoise de la moral privada. Tenía diecinueve años y jugaba en El Torrente F.C., de tercera o cuarta extra, no recuerdo bien. Mi puesto en el equipo era de back fierrero, como se estilaba antes y, con distinta nomenclatura, también se estila hoy. La verdad es que siempre fui ecologista, aun en mis definitorias zancadillas dentro del área, ya que el delantero en cuestión quedaba cuan largo era y algo quejoso, pero sin ninguna señal condenatoria en el tobillo zancadillado. ¿Querés creer que nunca me cobraron un penal? Yo había desarrollado una técnica impecable para que en ese santiamén en que cometía el desaguisado, árbitro y/o jueces de línea estuvieran mirando hacia otra parte, no importaba cuál. Si en cambio alguno del trío me tenía en su mira, entonces me dejaba driblear sin problema. Digamos que hasta la próxima. Todo eso forma parte, como vos bien sabés, ya que has sido entrenador en Albania y en Bangladesh, de una tradición no escrita pero no por eso menos real, del peloteo en el área chica. Ah, pero hubo un árbitro, un tal Gómez, que a mí me tenía caliente. No porque se comiera algún orsai o pitara un penal cuando sólo había sido dramaturgia del caído. Todo eso se admite. Lo que yo no le perdonaba era que lo hacía por guita. Justamente, en un partido que jugamos con el Gloria Celeste, verdadera final aunque todavía faltaban tres fechas, perpetró una de sus infamias a menos de un metro de este servidor. El flaco Robles, volante del Gloria, venía con la pelota casi sobre la línea, ya muy cerquita del banderín del córner, y entonces yo (que lo marcaba) vi, y el árbitro también, que la pelota se le iba como veinte centímetros al óbol, y en consecuencia suspendí el asedio, pero aquel avivado siguió avanzando, quedó solo frente al golerito y se mandó el zapatillazo. Gol y punto. Protestas y punto. No le dije nada al Gómez, pero lo miré tan pero tan fuerte, que nada más que por eso me expulsó. Entonces empecé la vigilancia. El juececito iba siempre al mismo café, de apelativo El Titán, y yo empecé a marcarlo. Un día en que él no me había visto, al salir de Caballeros registré, con estos ojos, que recibía un fajo de billetes de manos del doctor Soca, que era presidente vitalicio del Gloria Celeste, bueno vitalicio hasta por ahí nomás porque al año siguiente lo sacaron a patadas. Le dejé tiempo a Gómez para que introdujera su platal deshonesto en el bolsillo izquierdo del pantalón y luego regresé a mi mesa como si ellos no existieran. Sin embargo, dos días después fui nuevamente a El Titán (el Gómez estaba en el fondo, leyendo el diario) y me mandé a bodega cuatro grapas con limón, una tras otra ¿para agarrar coraje? puede ser, pero sobre todo para decirle cuatro verdades a aquel ganso. De modo que, acabada que fue la cuarta grapa, me levanté como pude, me acerqué a Gómez y le dije en voz alta: Oiga, podrido, a ver si no se vende más, al menos cuando jugamos nosotros. Usted sabe mejor que nadie que la pelota había salido al óbol, ya que todo ocurrió al ladito suyo. El desgraciado no se inmutó, se quedó sentado, levantó la vista y murmuró, aparentemente tranquilo: Es una opinión pero también hay otras, unos dicen que salió y otros que no, pero lo que yo quisiera saber es por qué dice que me vendí. ¿Por qué? grité, en un tono tan alto que yo mismo me puse un dedo sobre los labios como pidiéndome silencio. ¿Por qué, eh? Pues porque hace unos días, en este mismo café, pude presenciar cómo el doctor Soca le daba un fajo y usted se lo guardaba sin la menor alergia. Gómez no dijo nada, inclinó la cabeza como humillado y de pronto me di cuenta de que estaba llorando. Fijate vos si seré turro que me dio pena de aquel delincuente y hasta me arrepentí un poco de mi párrafo agraviante y me le acerqué y hasta le puse la mano en el hombro. Fue entonces que de improviso concluyó el llanto y me encajó un piñazo verdaderamente histórico. Al parecer caí de espaldas. Digo al parecer porque cuando recuperé el sentido estaba en la farmacia de la esquina y me hacían oler amoníaco. Después de eso, Gómez, limpiada su honra con aquel piñazo propinado a un pobre borracho (ergo: yo), siguió arbitrando y con los años llegó a Primera. Yo nunca más pisé una cancha. Y todo por ser veraz, alcohólicamente veraz.
      Mi segunda papalina tuvo lugar años después, cuando trabajaba en el importante estudio de Iturralde & Morales. Yo les conocía todas sus trapisondas, pero en general me trataban bien y me pagaban decorosamente. Una mañana me llamó Iturralde a su despacho y me dijo: Oiga, Soria, hoy viene un comerciante inglés, de nombre William Roberts, todo un señor que maneja capitales inmensos, tanto propios como ajenos, y prácticamente está decidido a que lo representemos aquí, lo cual va a redundar en beneficio de todos, incluido usted, claro. Ni Morales ni yo podremos almorzar con él, en mi caso porque estoy citado en una Embajada para tratar otro asunto de importancia, y en el de Morales porque el pobre está con gripe. Así que le pido lleve, claro que con cargo al estudio, a Mr. Roberts a algún buen restaurante y lo entretenga, como usted sabe hacerlo, y le haga los gustos. Mire que chupa como dos esponjas, pero usted facilíteselo todo. Mañana yo me encargaré de él para concretar el negocio, pero hoy queda a su cargo la operación simpatía. Y sonrió. En Iturralde la sonrisa es un equivalente del punto y aparte. O sea que al mediodía me fui a un Gran Restaurante con don William, quien resultó un british simpaticón e hijo de puta, digo esto último con conocimiento de causa, ya que con el pretexto de su vocación bebedora, me convirtió a mí también en esponja. Y, como siempre, me vino la fiebre de la verdad. Truth on the rocks. Carajo. Cuando coincidíamos en el tercer whisky, él estaba campeón y yo vicecampeón. Pero mientras que él tragaba suave y dejaba una pregunta envenenada sobre mi plato, yo en cambio tragaba fuerte (a veces no sabía si el ruido era mío o del ventilador) y dejaba respuestas inocentes sobre el suyo. Qué manía la verdad, ¿no? Lentamente, sin tartamudear (él sí tartamudeaba) ni toser (él sí tosía) ni estornudar (él tampoco estornudaba), con la pulcritud de un veterano locutor de la BBC (porque hablábamos en inglés, por algo hice seis años en el Anglo), le fui pormenorizando la historia real de chantajes, contrabandos, coimas, estafitas, cheques sin fondo y otras menudencias, que conformaban el historial clandestino de los patrones míos y eventuales representantes suyos. Mientras tanto, él me estimulaba con envidiable pericia, y tras regar las brochetas con tinto y el salmón con blanco, dejaba caer preguntitas adicionales que yo satisfacía con respuestas no menos adicionales. La cuenta fue fenomenal, pero yo había traído suficiente dinero del estudio. Como corolario, don William me dijo que nunca olvidaría este almuerzo y me entregó una tarjeta con sus señas en Birmingham. Al despedirnos, me abrazó como a un hijo y elogió mi acento de la BBC. Corolario II: nunca más fue visto en el territorio nacional ni en sus alrededores. Tampoco yo volví a ver ni a Iturralde ni a Morales, pues el british, antes de partir, les hizo una llamada demoledora desde Carrasco, gracias a la cual, se supone, yo quedé como la mierda. O sea que me despidieron poco menos que a tiros de bombarda y sin indemnización alguna. ¿Qué otra cosa podía esperar de aquellos necios?
      La tercera papalina tuvo lugar muchos años después, en mi entonces hogar dulce hogar. Yo ya había progresado bastante. Creo que esa parte de mi currículum la conoces. Para refrescarte la memoria electrónica: era subgerente de una fábrica de heladeras, cuya marca no menciono para no caer en la propaganda epistolar (nunca ha servido de nada). Concretando: Elisa y yo celebrábamos esa noche nuestros cinco años de casados. Ella había traído una botella de whisky, etiqueta negra (por las mismas razones antes citadas, no menciono la marca), y podés suponer que yo no iba a tener la indelicadeza de no brindar con ella. El problema no fue que brindáramos una o tres veces. El problema fue que nos tomamos toda la botella, con etiqueta negra y todo. Truth on the rocks. Cuando terminábamos una copa y nos servíamos otra, echando cada vez más whisky y menos cubitos, yo me temía que esa noche iba a terminar diciendo verdades. El whisky recorría mi cuerpo (por dentro, ¿eh?) como un río de sinceridad. Nos besábamos, nos abrazábamos, nos volvíamos a besar, recordábamos tal o cuál anécdota de nuestra amorosa vida en común, y cuando ya estaba todo listo para acudir al lecho, que nos esperaba comprensivo, con sus sábanas recién estrenadas, preparado para que allí sonaran los tiernos cascabeles de nuestro bien entrenado erotismo (¿qué te parece la metáfora, colega?), justamente entonces la verdad empezó a salirme en incontenibles bocanadas. Cuando le dije, solícito y lleno de cariño, a mi recién encuerada esposa, que no tenía dudas de que su adorado cuerpecito era infinitamente más hermoso que el de todas las mujeres con las que había hecho el amor en los últimos cinco años, ella no pareció advertir el maravilloso e infrecuente elogio que le estaba brindando, de modo que encogió sus esplendorosas piernas, como si en vez de ocultarme las mieles de su sexo estuviera más bien defendiendo Dien Bien Phu o el Alcázar de Toledo, y simplemente se dispuso a escucharme, sin que de sus labios se borrara la sonrisa. Y yo, borracho de whisky y de verdades, inconteniblemente veraz y avasalladoramente honesto, le fui hablando de Mónica y nuestro encuentro casi casual en Río (viaje de negocios), de Alicia y nuestro brevísimo idilio en un lugar tan poco internacional como Durazno, de mis furtivas intimidades con Rosita (en este caso concreto había un agravante: era su mejor amiga), de mi agradable semana en Mar del Plata (Congreso de Ejecutivos Refrigeradores) con su modista Valeria, siempre dejando constancia (porque yo era veraz) de que ninguna de esas buenas féminas podía mostrar un cuerpo tan perfecto como el suyo. Cuando sólo me quedaban dos nombres en la lista, advertí de pronto que Elisa estaba cada vez menos desnuda, aunque enseguida me di cuenta de que en realidad se estaba vistiendo. Tuve conciencia de que se había puesto todo: ropa interior, vestido, medias, zapatos, collares, reloj y hasta una sólida cartera de cuero de cocodrilo. Justamente, de esta solidez tuve comprobación inmediata, ya que fue un horrible carterazo el que me abolló la nariz de manera alevosa. Cuando, tras el portazo de rigor, advertí mi condición de abandonado y la sangre empezó a derramarse sobre mi boca, creí percibir que en aquel manantial no sólo había hematíes sino también verdades, bochornosas verdades y algunos decilitros de scotch etiqueta negra. Resumiendo: el divorcio demoró dos años, ya que a Elisa no le fue fácil conseguir testigos de mis adulterios (ni Rosita ni Valeria accedieron a serlo) y mucho menos de mi presunta inclinación (por otra parte, tan esporádica) a la bebida. Lo que Elisa no comprendió fue que yo la quería entrañablemente y que todos aquellos insignificantes deslices sólo habían sido scherzi, oberturas, preludios, divertimentos en fin, nunca comparables a la gran sinfonía amorosa que durante cinco años había tenido lugar entre su cuerpo y el mío. No necesito aclararte que no me emborraché para consolarme. Simplemente me resigné y me autoflagelé con una prolongada abstinencia erótica. Una semana o algo así.
      La cuarta papalina sucedió no hace mucho y fue en una despedida de soltero. Te aseguro que yo le había tomado cierto pánico a la verdad alcohólica, ya que siempre me había traído malas consecuencias. Cada vez que me había emborrachado, la necedad de mis prójimos pasaba sobre mi veracidad como un bulldozer. Y eso me había alejado del alcohol y su verdad anexa. Pero en la despedida de Arturito, la cosa fue con vino tinto, y tal vez por eso no me fue tan mal. Ya estábamos en la peligrosa curva de los chistes verdolagas y de las burlas sangrientas sobre noches de bodas en general. Todos teníamos un aliento a bodega que daba asco. La diferencia consistía en que los otros estaban borrachos sólo de vino, y yo en cambio de vino y de verdad. Cuando capté que se reían del pobre Arturito haciendo los más delirantes y abusivos pronósticos acerca de su Noche, se me iluminó la sesera, pensé debo defender a mi amigo, y entonces dije en voz alta (cuando me emborracho subo siempre el volumen), Arturito, no será para tanto y si no pedile informes a Fermín, que a tu noviecita él la conoce bien. Fijate que sólo dije eso, ni siquiera agregué que la conocía en el sentido bíblico. Bueno, se hizo un silencio, no diré de funeraria sino más bien de nosocomio (primeros auxilios). Fermín y Arturito estaban frente a frente, sólo separados por platos, fuentes, botellas, copas, etcétera, que en pocos segundos pasaron a ser ex platos, ex fuentes, ex botellas, ex copas, ex etcétera. Lo peor fue que Fermín puso cara de culpable (claro, lo que yo había dicho era rigurosamente cierto) y como Arturito, que es buen amigo mío, sabía que mi borrachera y la verdad siempre fueron hermanitas siamesas, ni uno ni otro se ocuparon de mí, que en realidad sólo había cumplido el papel de vox populi vox Dei, y ahora había pasado a ser el espectador privilegiado de un round que podía ser definitorio. Fermín había tomado precautoriamente una botella por el pico, pero el piñazo de Arturito lo envió al piso con botella y todo. Además, el novio saltó por sobre la mesa (ni te cuento lo que fue aquel estropicio) y trató de seguir amasijándolo en el suelo, pero Fermín, aun en su vuelo privado, había seguido aferrado a su improvisada arma defensiva, de modo que estuvo en condiciones de propinarle a Arturito un botellazo en plena testa, con lo cual el casorio quedó primero en suspenso y luego definitivamente cancelado, ya que cuando la novia se enteró de que había sido el leitmotiv de la despedida, dijo que después de esa vergüenza y de esa calumnia (mejor se hubiera quedado en lo de vergüenza) nunca nunca jamás se casaría. En realidad, como vos seguramente recordarás, se casó seis meses después con un turista yanqui que se la llevó a Massachusetts. Con Arturito seguimos siendo amigos, porque cree que con mi alcohólica verdad lo salvé de un vía crucis. Él dice esas cosas porque es muy católico. Y aquí me ves ahora, sobrio para siempre.
      Ah, pero me falta contarte la quinta y última, que es la principal. Me la pesqué en mi casa, solitos la botella y yo. Lo hice adrede, calculadamente, sabiendo además que sería la última. Por eso, debido a la importancia del evento, elegí un Chivas (propaganda postal, pero ya no me importa). Y fui empinando, copa tras copa, truth on the rocks una vez más. Cada veinte minutos me miraba en el espejo, a fin de ir detectando mi progresión (en realidad, mi última fuga) hacia la verdad. Estaba vestido de oscuro y con corbata. La cosa iba en serio. Cuando yo mismo dictaminé que estaba listo, levanté el tubo del teléfono, marqué el número de Elisa, oí su voz tan amada, le dije Elisa soy yo, por favor te pido que no cortes. Estoy borracho, me emborraché pura y exclusivamente para que me creas, para que sepas que te digo la verdad y además te juro, con mi mano puesta sobre la Crencha Engrasada, de Carlos de la Púa, que nunca más me emborracharé. Elisa, te quiero, te adoro, sos lo que más quiero en mi vida, Elisa volvé conmigo, te extraño una barbaridad, si no volvés conmigo sé que me va a venir un infarto o un tumor o una hemiplejia o algo así, Elisa te quiero, te adoro, etcétera. En el otro extremo del cable se produjo un silencio profundo, significativo, espiritual, qué sé yo, en realidad un silencio del carajo. Y yo temblando, sabiendo que en ese silencio se jugaba mi vida. Al final sonó su voz: Te creo, te creo porque estás borracho y sé, por amarga experiencia, que en esas circunstancias decís la verdad. Yo también te adoro, vos lo sabés. Pero te creo con una condición: después de esta vez, nunca más me digas la verdad. Te lo juro, Elisita, por eso te prometo que nunca más me emborracharé. Al alcohol puedo sobreponerme pero a la verdad no. Entonces ella dijo querido y yo dije Elisita y no sigo contándote porque su teléfono y el mío quedaron todos babeados de amor. Así que ya lo sabés todo, Amílcar. Soy por fin otro hombre, cómo te diré, sobrio y mentiroso, dispuesto a comenzar una nueva vida. Elisita, que está a mi lado, también te manda recuerdos. Gracias por la paciencia y un fuerte abrazo.



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