Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Gracias, vientre leal
(Con y sin nostalgia,
1977)
“A nadie”, había dicho el
Colorado, “A nadie, ni siquiera a tu mujer. ¿Estamos?” y él había
contestado: “Estamos”. “Ni el menor indicio, ¿eh? Bastante caro
hemos pagado ya esos y otros liberalismos. Y la acción de mañana es
particularmente riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y
Alfredo van a correr mucho peligro. Eso lo sabes, ¿verdad?” “Está
bien, ésta bien”, había dicho él. El Colorado había resoplado entes
de concretar: “Bueno, a las siete te recogerá Alfredo en Durazno y
Convención”.
Ahora Marta le servía lo que ella
denominaba “costillitas de cerdo a la riojana, versión libre”.
Siempre, para bromear, le ponía un papelito sobre el plato con el menú
del día. Ñoquis a la romana. Escalope a la Viena. Creme de parmentiere.
Y así por el estilo. Esto de “a la riojana” le había quedado de
cierta vez que fueron a Buenos Aires y a él le había gustado aquella
combinación. Era la época en que todavía podían ir de compras cada
tres meses, y de paso veían cine, teatro, exposiciones. A ellos, que en
Montevideo vivían rodeados de padres, suegros, tíos, primos, sobrinos,
aquellas escapadas les servían como una puesta al día de su mejor
intimidad. Se sentían más unidos, más pareja, caminando del brazo por
Corrientes que en su propia casa donde había ojos en todos los rincones y
en todos los retratos. Pero hacía tiempo que esas “lunas de miel” se
habían acabado. Ahora había que hacer milagros con la plata.
—¿Te llamó tu madre? – preguntó
Marta.
—Sí. Veinte minutos. De un tirón.
—¿Qué quería?
—Lo de siempre: compasión. Pobre
vieja. Cómo se mira el ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para
ella no hay nada más importante que el almacenero que le cobró de más y
le peso de menos.
—¿Sabes lo que pasa? Es bravo
llegar a los setenta, y estar sola, y no haber hecho otra cosa que pensar
en sí misma. Además, a esa edad, ¿vas a pretender cambiarla?
—Ni se me ocurre. Apenas si alguna
vez le digo: “Vieja, ¿por qué no lees los diarios? Así a lo mejor te
enteras de la gente que muere de hambre en el nordeste brasileño, de los
niños que en Vietnam son quemados diariamente con NAPALM, y también de
los botijas que aquí, en tu país, no han probado jamás leche. Entérate
de todo ese y vas a ver cómo mañana vas corriendo a darle un besito al
almacenero que, con toda humildad, apenas si te afanó treinta pesos”.
Cuando iba por la mitad de la última
frase, se fijó de pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No
venía nadie, y sin embargo se había puesto el vestido azul. O sea que
era por él, nada más por él. Simultáneamente con la comprobación de
lo bien que le quedaba el vestido , le vinieron unas tremendas ganas de
quitárselo. Pero se contuvo.
—Qué linda estás hoy.
—¿Hoy nomás?
Ese juego de frases era casi una
tradición entre ellos. Tenían varias series de esos dialoguitos
automáticos. A veces funcionaban bien y provocaban otros dialoguitos,
éstos sí improvisados. Otras veces, en cambio, sonaban a rutina.
Dependía de tantas cosas: del estado de ánimo de uno, o de los dos; de
la buena o mala digestión; de la noticia desalentadora escuchada en la
radio; hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que podía registrarse en
la ventana del living.
—Vos en cambio estás feo.
—El hombre es como el oso, ¿no?
—Sí, cuanto más feo más
espantoso.
En realidad, la variante era de èl,
pero ella se había reído mucho cuando él la había incorporado al
folklore doméstico.
—¿Te pido algo? No limpies la
cocina esta noche. Déjala para mañana.
—¿Vos me ayudas mañana?
El vaciló, y ella se dio cuenta.
—Ah, no me ayudas.
—Mira, no voy a ayudarte mañana,
porque tengo que salir temprano. Pero igual te pido que no limpies la
cocina esta noche.
—Bueno, el argumento no es muy
convincente.
—¿Y la mirada?
—La mirada sí.
—¿Entonces no limpias?
—Entonces no limpio.
Todo estaba implícito. Ocho años de
matrimonio , ocho buenos años de matrimonio, crean rutinas, claro, pero
también crean entrelíneas, claves, contraseñas. “No tenemos que dejar
que nos aplaste la costumbre”, decía él a menudo. “Siempre hay que
crear, siempre hay que inventar”. “¿Y yo te empujo mucho a la
costumbre?”, preguntaba Marta. “No, en absoluto. Porque no alcanza con
que invente un solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve
uno solo. Algunas noches vos me haces una caricia nueva, una caricia
inédita, y fíjate qué curioso, esa caricia nueva también sirve para
revitalizar las viejas caricias, como si las contagiara de su novedad”.
—Venì. Quiero quitarte yo el
vestido.
—¿Qué pasa, amor?
—Nada. Sólo quiero quitarte yo el
vestido. Ya que es tan lindo.
Marta se enfrento a él, alegre y
sorprendida, como dispuesta a iniciar un juego del que aún no había
captado totalmente el sentido.
—Quite pues.
El descorrió lentamente los cierres,
desabotonó lo que había que desabotonar, y luego presionó hacia abajo.
El vestido azul quedó arrollado a los pies de Marta. Ella iba a
recogerlo, pero él le dijo: “Después”. “Se va a arrugar”. “No
importa”. La hizo girar frente así, le desprendió el sostén.
—Realmente estás mucho más linda
que cuando nos casamos.
—Pero ¿qué pasa, amor?
—Eso es lo que quería confirmar. Ya
lo he confirmado. Ahora venì.
—¿Usted no se piensa desvestir,
compañero?
—¿Lo crees necesario?
— Absolutamente.
“A nadie”, había dicho el
Colorado, “ni siquiera a tu mujer”. Quizá por eso, él sentía
oscuramente que en este acto de amor iba a haber una trampa. Pero estaba
resuelto a trampear. Estaba resuelto, aun en el instante de empezar a
recorrer morosamente el cuerpo de Marta. Sus manos estaban esta noche como
nuevas. Su tacto tenía hoy una increíble sensibilidad, todo lo captaba,
todo lo excitaba, todo lo enamoraba. Le pareció incluso que sus manos se
habían vuelto repentinamente memoriosas, ya que al acariciar un pecho, o
un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con sorpresa sensaciones muy
anteriores, es decir, volvía a sentir (Junto con el tacto nuevo) un
recuperado tacto antiguo.
Marta advirtió que ésta esa una
noche excepcional. No sabía la razón. Pero dejó para averiguarlo luego.
No era ésta una noche para estar
pasiva, dejándose amar y punto. Era una noche para amar ella también
activamente, entre otras cosas se sentía invadida por un deseo tierno,
fuera de serio. El le susurraba: “Linda, tierna, buena”, y ella
sentía que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte,
ella no decía nada. Le gustaba que él le dijera cosas, pero ella
callaba. Sólo sus ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba.
Mientras los ojos y las manos de
Marta hablaran, a él no le importaba que no hubiera palabras. Las
palabras las imponía él. Siempre había alguna nueva, y la palabra nueva
era como una nueva caricia, y también enriquecía las palabras de
siempre.
Sólo en un instante, cuando èl
sintió que se conmovía casi hasta el llanto, ella abrió
desmesuradamente los ojos, suspendió todo ritmo y murmuró en su oído:
“¿Qué hay?” Él balbuceo promesas, pidió perdones, juró amor, pero
todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanzó a comprender. Allí el
deseo reclamó sus derechos, y también esa duda quedó para después.
Quedaron fatigados, satisfechos,
unidos. Él pasó el brazo bajo el cuello de Marta, y permanecieron en
silencio, lo dos fumando.
—Hacía mucho que...— empezó él.
—¿Verdad que sí? ¿Por qué será?
Después de todo, somos los mismos hoy que la semana pasada.
—Quién sabe.
—Estos contenta ¿sabes?
—¿De qué? ¿De que el país ande
como el diablo?
—No, estoy contenta por que nosotros
andamos bien.
Lo del país me amarga, claro. Pero
te confieso que todavía no soy lo suficientemente generosa como para
anteponer el destino del país al destino nuestro.
—¿No te parece que el destino del
país nos incluye a nosotros?
—Si, claro.
—¿Y entonces?
—Ya te dije que no soy lo
suficientemente generosa.
—No es cierto.
—Bueno, a veces soy generosa casi
por egoísmo. Con vos, por ejemplo. ¿Cómo no ser generosa con vos?
Pero eso también es egoísmo.
—Todo mezclado como dice Guillén.
—Pero estoy contenta porque intuyo
que todo lo nuestro va a ir cada vez mejor. Y a corto plazo.
—Ojalà Dios mejore de su sordera.
—¿Y eso?
—Es mi modo de decir que Dios te
oiga.
Ella sonrió por entre el humo.
—Decime: ¿pensàs seguir militando?
—Sí.
—¿Lo crees realmente necesario?
—Sí, Marta, lo creo, sobretodo para
mí, para nosotros.
—A veces tengo miedo. Todo se está
complicando tanto. No sé si vale la pena el sacrificio.
—Siempre vale la pena.
—Ese miedo es la única nube a la
vista. Ya han caído tantos. ¿Puedo decirte algo?—Claro.
—No asumas riesgos mayores.
—No hay riesgos mayores y riesgos
menores. Hay riesgos. Punto. Y a ésos no pienso sacarles el cuerpo.
—Vos bien sabes a qué me refiero.
No podría soportar que te pasara algo.
—No me va a pasar nada.
—Ya sé. Ya sé. Pero...
—¿Vos me querrías si supieras que
le escapo a los riesgos, que me acobardo y flaqueo?
—No sé. No creas que es tan simple.
A lo mejor mi cabeza te haría reproches, pero creo que mi vientre te
querría igual. ¿Sabes una cosa? Mi cabeza puede atenerse a principios, y
hasta asumir compromisos. Pero para mi vientre vos sos mi único
compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal ¿no crees?
Él siguió fumando en silencio,
conmovido. Ella esperó la respuesta, luego insistió.
—¿Qué? ¿No lo crees?
—Sí, lo creo.
Y la volvió a abrazar. Esta vez sin
otra intención que saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel
vientre.
Se durmieron de a poco,
despertándose o semidespertándose sólo para sentirse confortados con la
piel del otro, como si el simple tacto los pusiera a salvo de toda
desgracia.
Él se despejó por completo diez
minutos antes de que sonara el despertador. Durante la noche Marta se
había apartado y ahora dormía boca abajo, sin sábana: realmente una
gloria. No la tocó siquiera. Se levantó en silencio, fue al baño, se
vistió de apuro. La miró una vez más. En un papel garabateó una frase:
“Gracias vientre leal”, y lo dejó sobre la cama en desorden.
Salió a la calle y miró el reloj:
tenía el tiempo justo para encontrarse con Alfredo en Convención y
Durazno.
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