Mario
Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
Los viudos de Margareth Sullavan
(Con y sin nostalgia,
1977)
Uno de los pocos nombres reales que aparecen en mis primeros cuentos [«Idilio», «Sábado de gloria»] es el de Margaret Sullavan. Y aparece por una razón sencilla. Es inevitable que en la adolescencia uno se enamore de una actriz, y ese enamoramiento suele ser definitorio y también formativo. Una actriz de cine no es exactamente una mujer; más bien es una imagen. Y a esa edad uno tiende, como primera tentativa, a enamorarse de imágenes de mujer antes que de mujeres de carne y hueso. Luego, cuando se va penetrando realmente en la vida, no hay mujer de celuloide —al fin de cuentas, sólo captable por la vista y el oído— capaz de competir con las mujeres reales, igualmente captables por ambos sentidos, pero que además pueden ser disfrutadas por el gusto, el olfato y el tacto.
Pero la actriz que por primera vez nos corta el aliento e invade nuestros insomnios, significa también nuestro primer ensayo de emoción, nuestro primer borrador de amor. Un borrador que años después pasaremos en limpio con alguna muchacha —o mujer— que seguramente poco o nada se asemejará a aquella imagen de inauguración, pero que en cambio tendrá la ventaja de sus manos tangibles con mensajes de vida, de sus labios besables sin más trámite, de sus ojos que no sólo sirvan para ser mirados sino también para mirarnos.
Sin embargo, el amor de celuloide es importante. Significa algo así como un preestreno. Frente a aquel rostro, a aquella sonrisa, a aquella mirada, a aquel ademán, tan reveladores, uno prueba sus fuerzas, hace la primera gimnasia de corazón, y algunas veces hasta escucha campanas. Y como, después de todo, no se corre mayor riesgo [la imagen por lo general está remota, en un Hollywood o una Cinecitá inalcanzables], uno se deja soñar, desinhibido, resignado y veraz, aunque el fondo de tanta franqueza sea un amor de ficción.
Margaret Sullavan había sido eso para mí. Es claro que, cuando escribí los cuentos, ya no era por cierto un adolescente. Aunque todavía daban en los cines montevideanos alguna que otra película de su última época, y aunque por supuesto no me perdía ninguna, yo ya había pasado más de una vez en limpio aquel borrador de amor, y en consecuencia podía verlo con distancia y objetividad, pero también con una cálida nostalgia, con una alegre gratitud, como siempre se mira, a través del tiempo esmerilado, a la mujer que de alguna manera nos ha iniciado en el viaje amoroso.
No obstante, sólo años después advertí con precisión qué lugarcito había ganado en mi vida la incanjeable, maravillosa protagonista de Y ahora qué y El bazar de las sorpresas. En enero de 1960 estaba con mi mujer en Nueva York. Una tarde nos encontramos con cuatro amigos uruguayos y decidimos cenar temprano e ir luego a un teatro del Village donde se representaba Our Town, de Thornton Wilder, en la notable versión de José Quintero. La pieza llevaba ya varios meses en cartel, pero no era fácil conseguir entradas en las horas previas a cada función; de modo que, mientras los otros se instalaban en un restorán italiano de ruidosa clientela, yo me largué hasta el teatro a ver si conseguía localidades para seis.
De entrada me sorprendió que el boletero no tuviera aspecto de tal, aunque si alguien me hubiese obligado a una definición, no habría sabido decir cómo era el aspecto de un boletero inconfundible. Éste era joven, delgado; tenía unos anteojos de armazón oscura y cristales de miope; su aspecto era de estudiante de letras o de primer clarinete. El vestíbulo del teatro estaba desierto y eso estimuló mis esperanzas. Pero la razón de esa paz era muy simple: no había localidades. Cuando pregunté si existía alguna remota posibilidad de conseguir seis entradas [«sólo seis entradas, señor»], el muchacho levantó la vista de un ajado ejemplar del New Yorker y me miró con tajante desprecio: «¿A esta hora seis localidades? ¿En qué mundo vive?» El tipo tenía razón. Yo no estaba nada seguro del mundo en que vivía. Pero me sentí como un provinciano al que rezongan porque no se atreve con la escalera mecánica o con el teléfono público. A pesar de todo, no me fui enseguida. Me quedé unos minutos mirando las fotografías del elenco, tal vez con la secreta esperanza de que alguien viniera a devolver seis entradas, ni una más, ni una menos.
Entonces sonó el teléfono. El muchacho hizo un nuevo gesto de fastidio, ya que debía interrumpir otra vez su lectura del New Yorker, o quizá porque estaba cansado de repetir con voz gangosa que no había localidades. De pronto su rostro se transfiguró. Se quitó los anteojos con un gesto rabioso, y dijo casi sollozando: «¡No! ¡No! ¡No puede ser!» Después colgó, con un gesto brusco y desprendido, tan maquinal como marginal, y hundió la vencida cabeza entre los dedos flacos y temblorosos.
Yo era el único testigo de aquella congoja. Pese a la agresiva respuesta que me había propinado, pensé que podía sentirse mal y me acerqué. Le toqué apenas un brazo, sólo para que notara mi presencia. Le pregunté si le sucedía algo, si había recibido una mala noticia, si lo podía ayudar, etc. Entonces levantó la cabeza, y me miró con los ojos sin cristales, como a través de una ventana con lluvia o de un recuerdo inmóvil.
«Murió Margaret Sullavan.» Lo dijo lentamente, marcando cada sílaba, como si quisiera dejar bien claro que se sentía indefenso, que se sentía desgraciado, y que no se estaba mandando la parte.
Entonces fui yo el que dije, en otro estilo y en otro idioma, claro, como para mí mismo y para nadie más: «No, no puede ser». El muchacho no entendió las palabras en español, pero seguramente comprendió mi asombro, mi tristeza. Me recosté contra la pared, porque necesitaba algo en que apoyarme. Nos miramos el boletero y yo: él, un poco asombrado de haber hallado imprevistamente a otro viudo de Margaret, allí, en el teatro, al alcance de su mano huesuda; yo, apenas consciente de que en ese instante se extinguía el último rescoldo de mi ya lejana adolescencia.
De pronto el boletero se pasó una mano por los ojos, a fin de arrastrar sin disimulo las lágrimas, y me preguntó con la voz entrecortada, pero ya no gangosa: «¿Cuántas entradas dijo que quería? ¿Seis?» Abrió un cajoncito y extrajo seis entradas, unidas por un alfiler, y me las dio. Le pagué, sin decir nada. Darle una propina en aquellas circunstancias habría sido un agravio; algo absolutamente descartable entre dos viudos de la misma imagen. Nos dimos la mano y todo. Como dos deudos. Casi como hubiera podido sentirse James Stewart, pareja de Margaret en tantas películas.
Cuando salí en dirección al restorán italiano, yo también me froté los ojos, pero en mi estilo: no con la palma sino con los nudillos. En realidad, no conocía cuál podía ser el grado o la motivación del amargo estupor del boletero, irascible y cegato. Pero en mi caso sí que lo sabía: por primera vez en mi vida había perdido a un ser querido.
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