Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Un campeón desparejo (1998)
(Buenos Aires: Editorial Tusquets, 1993, 110 págs.)


I

      Lo tomaron en Tupungato y Almafuerte. Morales pensó que serían médicos del Hospital Penna; o tal vez un médico y un practicante. Se dijo: «Penna. Qué nombre para un hospital». Expli-caría después: «Pavadas que a uno se le ocurren y que, llegado el momento, ayudan a recordar, porque el taximetrero no se acuerda de todos sus viajes». Uno de los pasajeros ordenó:
       —A Callao y Corrientes, por favor.
       Notó el «por favor». «La gente educada a veces da buen trato», reflexionó, y los miró por el espejito. El viejo, que era de baja estatura, tenía la cabeza redonda como una bocha. Una bocha de pelo muy blanco, rapado, o poco menos. Llevaba lentes de un modelo que nunca había visto: sin patillas, ni borde, prendidos de la nariz por una pinza metálica.
       A cada rato se los sacaba, los frotaba en un pañuelo que se pasaba después por los labios, quizá para secarlos. Tenía la cara blanca, en partes rosa-da y paspada. El otro, el joven, era tan alto que tocaba con la cabeza el techo. De tez pálida, de pelo negro, con más de un costurón en la cara, parecía un buitre acurrucado. Hablaba con voz grave, que resonaba tristemente. Vestía un traje impecable, cruzado, «azul eléctrico».
       Al llegar por Chiclana a Pavón, sin duda en un descuido momentáneo, Morales le cruzó el Rambler a un particular. El particular aceleró ruidosa-mente, lo emparejó, lo encaró de coche a coche y le espetó un insulto. Él contestó:
       —Tiene razón.
       Observó el viejo:
       —Créame: admiro su sangre fría. Un sujeto así me subleva.
       —Y no es tan claro que tenga razón —comentó Morales— porque yo venía a estar a su derecha. Si soy otro, acelero, me distancio, me bajo y lo espero con los brazos cruzados.
       —No es para menos —dijo el viejo—. A un sujeto así, yo mismo le pegaría.
       Convino Morales:
       —Aunque no me gustan las peleas, yo también.
       —¿Entonces? —preguntó el joven, en voz muy triste.
       —Entonces tengo que aguantarme. Para no recibir (no se si me entienden) encima del insulto una paliza.
       Cuando tomaron Entre Ríos, el viejo observó:
       —La violencia es desagradable.
       —Estoy en un cien por ciento con usted —dijo Morales— pero que un compadrón se permita cualquier atropello y quedarse mirando es para morirse. Lo que pasa es que a mí el físico no me acompaña.
       A la altura de Alsina, Morales creyó oír unas palabras que los pasajeros murmuraron. Le pareció que uno preguntaba: «¿De acuerdo?», y que el otro convenía: «De acuerdo».
       Cuando iban llegando, el más joven dijo:
       —Por favor, entre a la playa del hotel.
       El pedido le molestaba un poco, pero como no sabía por qué, obedeció. Al fin y al cabo esas personas lo habían apoyado. Pensó, a manera de conclusión: «Vale la pena entenderse con la gente».
       La entrada quedaba a la izquierda y la playa, o garaje, era un sótano. Con voz grave, espesa como jarabe, indicó el joven:
       —Por allá. Al fondo. Cerca de los ascensores del cuerpo que da a Corrientes. Ya puede estacionar. No se preocupe, señor. Vamos a retribuir como corresponde, por todas las molestias que le causamos. Cierre su coche. El profesor tuvo un vahído. No está lo que se dice bien. Déme una mano para llevarlo arriba.
       Morales pensó: «Esto no me gusta nada», pero pensó también: «¿Cómo no darle una mano a un prójimo que a lo mejor la necesita?».
       El progreso fue lento, porque no sólo había que evitar que tambaleara el profesor, sino también que se desplomara. Era notable lo que pesaba ese hombre bajito. Tuvo que sostenerlo, camino a los ascensores y cuando llegaron arriba. Entraron, lo recostaron en un diván. Un desorden de libros, frascos, retortas y una balanza eran el único indicio de que alguien vivía en ese departamento amueblado. El joven anunció:
       —Voy a suministrar al profesor algo que lo reanime. Le pido que se quede con él un minuto, mientras preparo el reconstituyente.
       El joven fue a otro cuarto. Aunque de buen color, el profesor no abría los ojos y, de vez en cuando, resoplaba. Morales miraba los muebles, tapizados de terciopelo verde, con sincera admiración.
       Trajo el joven un vaso casi lleno de un líquido oscuro, de tono morado. El profesor lo bebió y recuperó su vitalidad tan prodigiosamente, que al verlo nadie creería que estuvo enfermo, ni que podría estarlo. Morales comentó:
       —Un tónico de primera.
       —Desde luego —convino el joven—. Como que es una fórmula del profesor. Este brebaje, cuya eficacia salta a la vista, no trae complicaciones y tiene gusto a frambuesas.
       —Me han dicho que es una fruta muy rica.
       —A todo el mundo le gusta. ¿Quiere probar?
       —No, gracias.
       —¿Seguro?
       —Seguro. Póngale por caso que me saque el cansancio que tengo. Mañana ¿qué hago? Yo vivo cansado. Más vale resignarse, que estar pendiente de un tónico.
       —Le doy la razón —dijo el profesor.
       —¿Cuántas horas por día trabaja?
       —Digo doce, como todos los taximetreros, pero trabajo diez, como todos.
       —No me extraña que esté cansado —admitió el profesor.
       —Pero el cansancio —observó Morales— no pre-cisa de las diez horas. Empieza antes del trabajo, después de una noche bien dormida. Me le-vanto cansado.
       El viejo preguntó:
       —Entonces ¿por qué no prueba el tónico?
       —Yo no bebo alcohol.
       —En el tónico no hay alcohol. Usted va a saber lo que es vivir sin cansancio. Una experiencia que le recomiendo.
       —A lo mejor tiene razón —dijo Morales—. En la inteligencia de que no tiene alcohol.
       —No tiene. Mi ayudante va a prepararle una dosis.
       El joven se metió en el otro cuarto. No tardó en volver. Trajo una botella con un líquido morado, un frasco de vidrio, con un poco de polvo, de color de plata, un vaso y una cuchara. Echó en el vaso una cucharada de polvo y después el líquido. Ordenó:
       —Revuelva bien.
       —El líquido es el vehículo; el polvo, el agente —explicó el profesor.
       Morales revolvió, hizo una pausa para juntar coraje y, de un trago, bebió el contenido. Tenía gusto a ciruelas pero, lo que en verdad se notaba, era el polvo, muy áspero al tragar y hasta pi-cante. «Como si uno tragara limaduras de fierro», pensó. Cuando empezó a toser, el profesor le llenó el vaso. El segundo trago barrió, casi to-talmente, las partículas de polvo pegadas en la garganta.
       —¿Le gustó? —preguntó el joven.
       —Como tragar un puñado de arena —observó Morales.
       —¡Caramba! —exclamó el profesor—. Le resultó muy desagradable.
       —No, ¿por qué?
       El profesor le palmeó el hombro y dijo:
       —Para cualquier cosa, ya sabe dónde nos en-cuentra.
       En ese momento de la conversación, Morales exclamó en un murmullo:
       —Qué vergüenza.
       Perdió el conocimiento. Lo primero que sintió después fueron palmadas en la cara.
       —Tuvo un vahído —dijo el joven.
       —Como el profesor —recordó Morales.
       —¿Está bien? —preguntó el profesor.
       —Perfectamente —dijo Morales—, aunque a lo mejor tembleque, con algo muy raro en los ojos.
       —¿Qué siente? —preguntó el profesor.
       —Como si estuvieran calzados en campanas de metal. Me lloran un poco.
       —Qué incómodo —dijo el profesor—. ¿Ninguna otra molestia?
       —Ninguna. Salvo que siento la boca, no sé cómo decirles, un poco desnivelada.
       —Cuando tuvo ese vahído —sugirió el profesor— a lo mejor se golpeó la mandíbula.
       —Un uppercut y quedó fuera de combate —dijo el joven, como quien celebra una ocurrencia in-geniosa.
       —Siento la boca propiamente como si viniera del dentista con una muela postiza recién coloca-da. No sé si me entienden.
       —Se va a acostumbrar —declaró el joven, que parecía imperturbable—. Faltan los datos para el archivo. ¿Dirección?
       —¿Mi casa?
       —Su casa.
       —Yerbal 1317. El último conventillo del barrio.
       —Todo lo bueno se acaba —dijo el profesor.
       —¿Teléfono? —preguntó el joven.
       —No tengo. Pueden llamarme al garaje Fragata Sarmiento, donde guardo, a cuadra y media de casa. No sé qué me sucede, pero en este momento no me acuerdo del número del teléfono. Lo sé de memoria. Van a encontrarlo en guía. Es el único garaje Fragata Sarmiento.
       —¿Su nombre?
       —Fragata Sarmiento.
       —No. El suyo.
       —¿El mío? Morales. Luis Ángel Morales.
       —Un ángel —dijo el profesor.
       Le pagaron a entera satisfacción. Porque esto lo puso de buen ánimo, se atrevió a bromear, a decir:
       —Ahora sólo faltan los datos para mi archivo.
       ¿Cómo se llaman ustedes?
       El profesor masculló palabras, entre las que «si quiere» fueron perceptibles, y a continuación dijo claramente:
       —El profesor Nemo y su ayudante Apes.
       El ayudante preguntó:
       —Y ese cansancio ¿desapareció por completo?
       —La verdad que no.
       Porfió Apes:
       —Para mí que usted se equivoca. Tiene que haber desaparecido.
       —No pierda nunca su franqueza —encareció el profesor— y no se deje mandonear por nadie.
       De todos modos, porque las quejas aburren, no dijo que seguía también la incomodidad en los ojos y en la boca.
       Salió por Callao y al cruzar Corrientes, vio la hora en el reloj público. Pensó: «No puede ser. No estuve dos horas en ese departamento. Hasta los relojes japoneses andan mal en Buenos Aires». Cuando llegó a Melo, de nuevo tuvo que parar. Le preguntó la hora a otro taxista. Era la que vio en Corrientes.



II

      A eso de las seis dejó el Rambler en el garaje. Después del trabajo, por lo general iba un rato al café Espinosa, a conversar con los amigos; pero esa tarde fue directamente a su casa, porque tenía apuro por reflexionar sobre lo que había pasado. En el trayecto comentó consigo mismo: «Una aventura bastante rara, sin más consecuencias que esta incomodidad en los ojos. A lo mejor me acostumbro, como dijo el ayudante». Empujó la puerta, y entró. Más allá del zaguán se abría el patio, en cuyo fondo vio a un grupo de señoras que lavaban y planchaban. Fue a saludar.
       La que estaba lavando era la señora María Esther: chicuela, rubia, de expresión ansiosa y páli-da. La blancura de sus piernas era tan extrema, que a veces Morales la creía con medias blancas. Relinda Carrillo planchaba. Era una mujer am-pulosa, ojerosa, morena, que se decía profesora y que vivía del tarot, de las líneas de la mano, de los horóscopos y del psicoanálisis. Completaban el grupo, en animada conversación, doña Eladia Avendaño y Roberta Valdez. Doña Eladia, por quien Morales sentía simpatía y respeto, era una mujer bella, de tamaño considerable, plácida, que le recordaba las estatuas de la República o de la Libertad; en cuanto a Roberta Valdez, trabajaba por horas en Caballito, usaba anteojos, era linda, sin duda inteligente o por lo menos despierta. Entre el grupo y Morales habían cambiado algunas consideraciones sobre el tiempo, que estaba pesado y con ganas de llover, cuando la expresión de la señora Eladia se volvió ansiosa. Morales adivinó que el Palurdo Avendaño se acercaba.
       Como si los demás no existieran, el Palurdo se dirigió a su mujer:
       —Quiero que alguien me diga —declaró con una voz que sonaba como un zumbido—, quiero que alguien me diga cuándo voy a encontrar a mi señora ocupada en tareas de más utilidad que el parlamento con chismosas como ella.
       El borracho levantó una mano. Antes de que la bajara, la señora la había esquivado y, con agilidad admirable, corría a la pieza. En un primer momento nadie se movió. Nadie ignoraba, por cierto, que Avendaño, un ex boxeador, había co-sechado, fuera del ring, un frondoso prontuario de trifulcas y golpes. Morales se dijo: «Dos mato-nes en un día es mucho». Preguntó:
       —¿Qué pasa?
       —Con vos, nada. No quise ofenderte, hermano.
       Morales sentenció:
       —Aquí todos respetamos a doña Eladia.
       —Yo también —dijo el marido.
       —No parece.
       —Será porque me pasé en la caña —admitió, para agregar—: Sin mala intención, hermano.
       Con tranco vacilante Avendaño se encaminó a la pieza. Cuando desapareció tras la puerta, las mujeres rodearon a Morales y, en un cuchicheo alborotado, lo cubrieron de elogios.



III

      A la noche soñó con Valentina. Cuando la an-gustia lo despertó, se dijo (una vez más) que apro-vecharía su trabajo para buscarla por Buenos Aires.
       Se quisieron en el 49, cuando él tenía trece años. Valentina vivía en la calle Hortiguera, entre Directorio y José Bonifacio. Solían encontrarse a unas cuadras de la casa de ella, frente a la fábrica de cigarrillos Pour la Noblesse, en la calle Puán. Desde entonces asociaba con esa chica el aroma a tabaco, que se olía en toda la cuadra y que le gus-taba (porfiaba que no era a cigarrillos, sino tal vez a humo de pipa). Aun cuando se veían diariamente, ese olor le traía nostalgias. Del amor que tuvieron recordaba muchos momentos, largos paseos por el Parque Chacabuco y ocasionales funciones del cine de la avenida Rivadavia (si por alguna changa había reunido unos pesos).
       Tan chicos eran, que solían encontrarse en el parque, en el sector de los columpios, del sube y baja, de las hamacas y del tobogán. Al llegar una tarde divisó, con lo que pudo parecerle un mal presentimiento infundado, al Gordo Landeira, que se dirigía a una hamaca donde había dos chicas. Morales vio, primero, la risueña cara de una de ellas, después una mano del Gordo, que se levantaba y abofeteaba a la otra chica de la hamaca. El Gordo, con esa mano, se arregló cuidadosamente el pelo y, al dar un paso atrás, dejó ver la llorosa cara de Valentina.
       Corrió hacia ellos Morales.
       —Te voy a romper el alma —le dijo al Gordo.
       Se tiraron trompadas que no llegaron y, cuando se trabaron en el cuerpo a cuerpo, Morales des-cargó una serie de golpes cortos en el estómago de su contrincante. Este comentó en tono sarcástico:
       —Qué fuertes.
       Tuvo una vacilación, que el Gordo aprovechó para tomarlo de las manos, empujárselas para atrás y obligarlo a arrodillarse. Entonces, por un instante, se vio libre y recibió un puntapié en la cara. Quedó en el suelo, boca abajo, llorando de rabia.
       Una mano femenina lo acarició. Se incorporó. Vio, a su lado, a la otra chica.
       —Valentina, ¿dónde está?
       —Cuando vio que te iba mal, se escapó.
       —¿Por qué le pegó Landeira?
       —Se burlaba de él.
       —¿Cómo te llamás?
       —Ercilia.
       Al día siguiente Morales fue al parque, a la misma hora. Encontró, en el sube y baja, a Valentina y al Gordo. Creyó que no lo habían visto, hasta que a un tiempo, como dos muñecos, mientras subían y bajaban volvieron la cara y, con iguales muestras de burla y asombro, alternadamente, el que llegaba arriba en el sube y baja, le sacaba la lengua.
       Un día supo que Valentina se había ido del barrio. Dejó de verla… Por aquella época Ercilia trabajaba en la fábrica de galletitas de la calle La-ferrére. Solía esperarla a la salida. «Muy buena chica, pero no era lo mismo».
       «A la vuelta de un año», reflexionó, «los taxistas recorremos todo Buenos Aires, por grande que sea. Quién me dice que un día no la encuentre. No va a ser fácil». Para peor buscaba la cara de una chica de once años y Valentina, si vivía, ya había dejado atrás los veinte.



IV

       Salió a las siete de la mañana. Al tomar Rivadavia no vio un colectivo que venía a toda velocidad; poco faltó para que sucediera una desgracia. «Si no quiero que me aplacen en el examen para renovar el registro», se dijo, «tengo que pasar por la óptica. Lo malo es que en el preciso momento en que a uno le acomodan los anteojos la vista se debilita. Todo el mundo lo sabe».
       En Rivadavia y Puán levantó a una pareja. La mujer, una chica más bien, le pareció muy linda, muy pobre, muy asustada. «Tal vez me recuerda a Valentina, porque soñé con ella anoche. Qué bueno, si por chicas parecidas me voy acercando y un día la encuentro», pensó, mientras miraba a su pasajera, por el espejo. Los ojos grandes, oscuros, un poco hundidos y la tez tan pálida quizá contri-buyeron a su aire de tristeza y lo que la hacía parecer tan pobre, tal vez fuera el cuellito del tapa-do, de piel negra, raída. La ropa del hombre era mejor. Un traje a grandes cuadros, ajustado, que sugería prosperidad y aplomo. Morales llegó a la conclusión: «Una mujer de la vida y su rufián. No una mujer, una pobre chiquilina». Estaba seguro de que el individuo la acusaba de algo. Tal vez de haragana, de no trabajar y ganar como corresponde y también de tener a un preferido, al que no cobraba. A esa altura Morales ya sentía enojo contra el hombre y compasión, mezclada con alguna ternura, por la chica. No alcanzaba a oír lo que ella decía. Le llegaba, apenas, un rumor de súplicas y explicaciones, que interrumpió el sujeto para anunciar:
       —Mirá, pibita, que ya no me contengo.
       Morales pensó: «Tiene ganas de empezar a los golpes». La pobre chica, tratando de justificarse, lo irritaba más. El sujeto continuó:
       —Te pido por favor que reces para que lleguemos pronto. Caso contrario, no me hago respon-sable. Ya vas a ver lo que puede pasar en un coche. Te pido por favor que no te canses con explicaciones. En cuanto lleguemos te desnuco.
       Hubiera querido que el tráfico demorara la lle-gada, para dar tiempo a que el hombre se aburrie-ra de su enojo o a que un milagro salvara a la infeliz. Como las calles a esa hora estaban vacías el viaje duró pocos minutos. Paró frente a una casa de departamentos, en 25 de Mayo y Viamonte. La chica abrió la puerta, se tiró del coche, entró corriendo por el angosto zaguán. Morales la vio golpear insistentemente el botón de llamada del ascensor y mirar hacia arriba y hacia la calle. El hombre se apuró en pagar. Morales lo retuvo mientras buscaba el vuelto y, con disimulo, miraba la calle por si descubría algún vigilante o alguien a quien pedir auxilio. Por Viamonte se alejaba una mujer achacosa. La otra persona a la vista era el diarero de la esquina, más viejo que la mujer.
       —¿Hasta cuándo voy a tener la vela? —preguntó el hombre.
       Hizo un ademán de amenaza, o de furia, y entró corriendo en el zaguán. Morales le gritó:
       —¡Su vuelto!
       Bajó del coche y lo siguió con la mano izquierda estirada, para darle los billetes. El hombre ya había atrapado a la chica y le sacudía la cabeza contra la puerta corrediza del ascensor. Los listones metálicos del armazón crujían.
       Morales recordó su entredicho con el Palurdo Avendaño y dijo:
       —Está maltratando a una mujer.
       —No me di cuenta.
       —No siga.
       El individuo se detuvo y, sin mirarlo, comentó:
       —El que no va a seguir sos vos, pibe. Dame ese vuelto.
       Morales se lo dio. Lo guardó el hombre en el bolsillo y de nuevo se puso a sacudir la cabeza de la pobre chica.
       —Basta —dijo Morales.
       Sin detenerse, el hombre contestó:
       —Cuando quieras, te achuro.
       Morales le dio un empujón y le dijo:
       —Suéltela.
       —De acuerdo.
       La soltó, dio media vuelta, se paró frente a él.
       A espaldas del hombre vino a quedar la escalera, que era de mármol blanco y empinadísima. Por ahí huyó la muchacha. El hombre se aflojó, como si fuera a disculparse o, tal vez, a echar las cosas a la risa. Un instante después embistió con una navaja. Por temor a que lo tajearan, Morales atinó a tirarle un puñetazo. Dio en la mandíbula y creyó ver al otro volando hacia atrás, como un muñeco. No había sido más fuerte la trompada de Luis Ángel Firpo, que sacó del ring a Dempsey. No tenía dudas, por lo menos, de que vio cómo el rufiancito cayó sentado en la escalera y bajó tiesamente, con sacudidas y pausas, escalón tras escalón. Al llegar al último no despertó.
       —¿Está muerto? —preguntó la muchacha desde el primer rellano de la escalera.
       Morales contestó:
       —Respira.
       Subió con la chica hasta el séptimo piso y entraron en el departamento. En la ventana abierta, con la persiana de enrollar mal cerrada, se alternaban franjas paralelas, de sombra y de luz. La chica dijo:
       —Voy a servirle un café.
       —Agradecido, pero tengo que irme.
       —Voy a levantar la persiana.
       —Por favor, no haga nada. Tengo que irme. Solamente quiero pedirle algo.
       —Lo que quiera.
       —Prometa que no va a seguir con ese hombre.
       —Prometo.
       —Prométame, también, que no va a trabajar para nadie. Haga lo que quiera, pero no para otros. Para usted.
       —Prometo.
       —Ahora me voy.
       —¿Qué hago si él viene?
       —No hay cuidado. Me lo llevo.
       —¿Y si viene más tarde, o mañana?
       —No le abre.
       —Va a golpear la puerta como un loco.
       —Hasta que se canse.
       —No se cansa. A él ¿qué le importa armar un escándalo? A mí sí, porque de repente me echan.
       —Esté tranquila. Aunque más no sea por instinto, el tipo se va a mantener lejos. No quiere que le den otra soba. Yo se lo garanto. Puede estar tranquila.
       Morales admitió después que oyó, sin prestar atención, el giro de la llave en la cerradura. Lo cierto es que si la chica no lo empuja y lo hace a un lado, el que se iba a mantener lejos lo agujereaba con la navaja. Ahora lo tenía enfrente, finteando. Morales pensó: «Qué imbécil, no desarmarlo. No volverá a pasar».
       —Déme esa navaja —dijo, en un tono deliberadamente calmo.
       El hombre contestó:
       —Tómela si se anima.
       Entonces la chica empujó al hombre. Este la miró de reojo y murmuró con odio:
       —A vos, porquería, te voy a tirar por la ventana.
       Las palabras le requirieron un mínimo desvío de la atención, que Morales aprovechó para agarrarlo de los brazos, levantarlo en el aire, tomar envión con un balanceo y arrojarlo de cabeza contra la persiana. En seguida recogió la navaja, sin que el hombre opusiera resistencia. Comentó:
       —Esta vez fue más el susto que otra cosa. De todos modos vas a perder las ganas de molestar…
       Quiero que usted, señorita, sepa mi dirección, para lo que se ofrezca.
       La muchacha le indicaba con ademanes que no la dijera delante del hombre. La dijo:
       —Yerbal 1317. Entre Nicasio Oroño y José Juan Biedma —explicó—: Ni loco va a aparecer por casa. Ni por acá, esté segura. Sabe que si lo pesco, sale por la ventana haciendo palomita.
       —Como quería tirarme.
       —Como quería tirarla. Ahora me voy. A él me lo llevo de pasajero en el taxi. Me va a oír, le prometo.
       Con alguna sorpresa oyó las palabras que la chica le susurró, mientras lo abrazaba:
       —¿Por qué no es buenito y me deja que trabaje para usted? Apuesto que le hago ganar más que el taxímetro. Yo estaría lo que se llama tranquila.



V

       Ordenó: «Usted va ahí. En el asiento de los amigos». Apenas reprimió una sonrisa. Que ese individuo ocupara el asiento de los amigos le pareció un buen chiste. Sentir al sujeto a su lado no lo intimidaba; seguro de sí, manejaba, resuelta y enérgicamente. Pensó: «Ahora sólo falta el remache. Unas pocas palabras, de rigor en estos casos, que le voy a inculcar en la memoria, para que pierda las ganas de jorobar la paciencia, y lo largo de una vez». Lo malo era que por más que deseara verse libre de su acompañante, no debía dejarlo hasta que estuvieran bien lejos de la casa de la chica. «Si le da por volver, que tenga tiempo de pensarlo mejor». En cuanto a él mismo, se proponía llegar a toda velocidad, cuanto antes, no sabía adonde. El Parque Lezama le pareció demasiado cerca. Siguió camino y, al pasar frente a la plaza Colombia, pensó que para estar seguro tenía que llegar un poco más lejos. «En el puente de Pueyrredón, lo largo». Formuló esta declaración en el tono deliberadamente seguro de quien promete y quiere que le crean. Entrevió entonces una duda: ¿sería capaz de encontrar antes de llegar al puente las palabras de rigor que dejaran cerrado el asunto? Para reaccionar, porque perdía aplomo, dijo lo primero que se le ocurrió.
       —¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla? ¿Sigue enojado? Le hago ver que la culpa es enteramente suya. No fui yo el que sacó la navaja.
       El hombre no contestó. Seguía arrinconado, con la cara mojada por el sudor y amoratada, con los ojos entrecerrados y con ese olor desagradable, a perfume repugnante, mezclado con transpiración y aún quizá a esos efluvios que según cuentan provoca el miedo.
       Morales se preguntó cómo actuar. Descartó los golpes, porque hubo demasiados. «Paro en el primer almacén y lo obligo a que se tome una caña». El individuo daba lástima, pero recapacitó: «No puedo bajar la guardia: está de por medio la chica. Obligarlo a beber hasta que se emborrache sería una manera de trabarle su vuelta al centro, pero después de lo que me pasó, yo no puedo emborrachar a nadie, por malandra que sea». Nuevamente habló sin idea clara de lo que iba a decir:
       —Cuando me enojo, tengo fuerza. Mire si usted lo sabrá. Por su bien, no se cruce conmigo. Y, desde luego, más vale que nadie lo vea por Viamonte y 25 de Mayo.
       Apartó la mano derecha del volante, empuñó el pescuezo del hombre, sacudió y gritó:
       —¿Hasta cuándo no va a abrir esa boca? ¿O está queriendo decirme que oyó mis condiciones y las acepta?
       —Correcto.
       Habían llegado a la rampa del puente de Pueyrredón. Morales ordenó:
       —Acá se baja.
       El hombre lo miró sorprendido y obedeció. Morales advirtió que no había dicho las palabras de rigor.




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