Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)
Carta sobre Emilia (1962)
El lado de la sombra
(Buenos Aires: Emecé, 1962, 192 págs.)
Amor loco…
(Refrán español)
La otra tarde, en la editorial, frente al enrejado castillete de la caja, cuando cobré mis últimos trabajos, usted me previno que el día menos pensado la gente se cansaría de Emilia y yo le prometí otras mujeres. Bueno, mi señor Grinberg, lo engañé. No lo engañé por cálculo, ni por enojo, sino porque mi espontaneidad es tan torpe que si yo hubiera intentado una inmediata justificación, lo hubiera irritado sin convencerlo. Usted dijo: «La cara de arlequín rubio, de Emilia, y esos pechos en forma de pera de agua, son un caramelo que todo lector de la revista por demás ha relamido. Es hora de ponerse a trabajar; no de repetir la misma acuarela o el mismo dibujo: de trabajar en serio». Yo entiendo que para trabajar en serio debe uno trabajar con ganas, no como un escolar en el yugo de sus deberes. Mis ganas de retratar a Emilia no se agotaron. Basta mirarla para desechar el temor de repeticiones. Porque Emilia es un modelo infinito, siempre estoy descubriendo en su fisonomía o en su cuerpo una nueva luz, que no fijé aún. Me aventuro por mi modelo, como un explorador que descubriera bosques, montañas, torres, en el fondo del mar, y rescato para los lectores de la revista vislumbres de un mundo prodigioso, pero usted, el director, sacude la cabeza, agita una mano, grita «¡No!», reclama, en lugar de Emilia, un surtido de señoritas intrascendentes. «Vaya a la confitería», ordena, «de siete a nueve, y eche mano. Hay que moverse, hay que renovarse, amigo mío». Con el infalible instinto de un ciego, usted opina que estoy más interesado en Emilia que en el arte.
Es raro: dos veces oí las mismas, o casi las mismas, palabras. La primera ocurrió hace tiempo. Yo colgaba mis cuadros para una exposición titulada Nueve pintores jóvenes (mil años pasaron desde entonces), cuando una colega, que todavía machaca por galerías y bienales, murmuró, como quien piensa en voz alta: «Estoy por creer que te gustan más las mujeres que la pintura». Aquel día no acabó sin que llegara usted, traído probablemente por su infalible instinto, y me abriera de par en par la revista: oferta monstruosa, oferta que para cualquier pintor era una bofetada en el rostro y que acepté en el acto (aunque usted la propuso con las palabras: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»). Aliviado, renuncié a pintar mujeres con algo de naturaleza muerta, como las veíamos los pintores, para recrearlas como las quiere el común de los mortales. Tardé bastante en advertir que no sólo me había mudado de una convención a otra, sino que había bajado a un nivel subalterno. Estaba conforme, porque había encontrado mi camino. Ya no trataba de imitar a maestros; era por fin yo, con descanso y con naturalidad. Hay que ser el que uno es; nada amarga tanto como una doble vida. Aunque mis antiguos amigos del grupo Pintura Nueva lo vean como una suerte de corruptor que me apartó del arte, tentándome con dinero y con mujeres, para hundirme en faenas poco menos que tenebrosas, comprendo, si reflexiono, que usted fue un segundo padre para mí. Porque lo tengo por tal, ahora le escribo esta carta.
¡Cuántas mujeres pasaron por el estudio! ¿Ha olvidado a Irene, señor Grinberg? Era alta, pálida, con largas trenzas rubias, y cuando se plantaba de espaldas, para que yo la dibujara, sus pies caían en ángulo admirable. Usted la observaba con fauces de lobo hambriento. ¿Olvidó también a nuestra Antoñita, famosa por aquella desviación de un ojo, que usted llamaba su vértigo particular? Pienso en todas ellas con alguna nostalgia, pero si las recuerdo por separado me juzgo dichoso de que estén lejos.
Invistiendo caracteres de verdadero padre, un día usted me reconvino: «Hay que asentar cabeza. En esta multitud de mujeres ¿quién no se perdería? El Gran Artista trepa, se encarama, descubre en el tropel a la mujer única y por el procedimiento de la repetición pura la impone. Entonces los del gran número nos enamoramos de su modelo y levantamos para usted un pedestal, del que nadie lo bajará al primer cascotazo». Diríase que el mundo se confabuló para que yo pareciera un ejemplo de docilidad. Isaura, que por su vigor de animal joven, desechaba la sola idea del abrigo y siempre andaba acatarrada, cayó enferma. No di con Antoñita ni con Violeta. El teléfono de Saturna funcionaba mal. Yo había perdido la pista de Irene. Preocupado, porque era sábado y el lunes debía entregar los trabajos, crucé enfrente, al parque Chacabuco, a tomar el sol. Cuando pasé del parque propiamente dicho al sector que los jubilados llaman el jardín italiano, divisé, a la izquierda, en el extremo de un sendero rojo, rodeado de simétricos canteros de césped, a mi amigo don Braulio, cubierto por el paño negro de su máquina, fotografiando a una señorita rubia y larga, vestida de verde, sentada en un banco de mármol, debajo del arco de un ciprés. Para mis adentros comenté: «Es un cuadro de Gastón Latouche». Mientras me alejaba, la idea de cuadro me llevó a la de modelo y reflexioné que dejaba atrás la solución. Volví sobre mis pasos. Con algo de cocinero que revuelve y prueba, don Braulio manipulaba sus placas. La señorita había desaparecido.
Pregunté:
—¿Quién es? ¿Crees que volverá?
—Tiene que volver. Si no vuelve ¿me como las fotografías? No, mi amigo, eso no se hace.
Después de explicarle la situación, dije a don Braulio:
—Necesito cuanto antes un modelo. Tal vez tú podrás hablar a la señorita.
—Déjalo por mi cuenta —respondió.
—Que vaya a tratar a casa. ¿Recuerdas el número?
—No importa el número. Es la casa que parece un mascarón de proa.
Aunque mi casa, que forma esquina, no parece un mascarón de proa, sino una proa, comprendí que don Braulio la identificaba; según el estado de ánimo, la veo como una proa avanzando triunfalmente sobre el verde del parque o como un agudo vértice que gravita sobre mi corazón con la sombra y el peso de muros, donde alguna que otra ventana, muy breve, se entreabre sórdidamente.
Calentaba el agua para el mate, cuando sonó la campanilla. Abrí la puerta: Emilia, la mujer única, por la que usted clamaba y ahora protesta, entró en mi casa.
—El fotógrafo me habló —dijo—. Nunca trabajé de modelo, pero vengo resuelta a todo.
Echó a reír, porque estaba en uno de sus días alegres y tontos. Creo que me enamoré inmediatamente, aunque no es imposible que en verdad el proceso llevara una semana.
Con desagrado reflexioné: «Como nunca trabajó de modelo, no sabe lo que va a cobrar; tendré que decírselo; le parecerá poco».
Para que no sospechara que yo era idiota —hacía rato que estaba callado— justifiqué mi silencio:
—Estoy pensando en algo que después arreglaremos.
—¿En qué? —preguntó.
—Ya arreglaremos —repetí.
Insistió:
—Quiero saberlo ahora. No me pida que espere. Yo nunca espero. Odio la incertidumbre.
La curiosidad le iluminaba el rostro y le oscurecía la inteligencia. Emilia era prodigiosamente joven.
—Bueno: pensaba que deberíamos convenir cuánto le pagaré.
Como si me dijera: «Esperaba algo más interesante que esa miseria», exclamó:
—Ah.
Aquella tarde tomamos mate y trabajamos. Mi señor Grinberg, ¿le comunico los dos axiomas de mi conducta? Helos aquí: lo primero va primero y que cada cual se conozca. Si no dibujo a Emilia, acaso no dibuje. Yo con Emilia estoy contento; lo demás viene después. Permítame que alce un poco la voz, como si usted fuera sordo, para aclarar que lo demás incluye todo lo demás. Desde luego, mi situación con Emilia no es tan estable como yo la desearía (ni como ella la desearía: «La mujer quiere estabilidad» es una frase que siempre repite). Me consuelo, o trato de consolarme, con la reflexión de que la vida misma, comparable a una cambiante luz que pasa por nosotros, también es precaria. Estas ideas me traen el recuerdo de la gente de la casa de al lado, cuando yo era chico. En cuanto apretaba el verano, cargados de valijas, precedidos de camiones de Villalonga, cargados de baúles, partían a Mar del Plata, a instalarse por la temporada, pero usted, contando los bultos, calculaba que no volverían hasta quién sabe cuándo; pues mire, aunque entonces el tiempo fluía con pasmosa lentitud, antes de que usted se acostumbrara a la noción de que habían partido, los tenía de vuelta, con las valijas, con los baúles, con Villalonga. Como predica en el parque un inglés de cuello de celuloide y traje negro, sobre arena movediza levantamos un tabernáculo.
Mi vida es calma y ordenada. Por la mañana trabajo en apuntes de la víspera o dibujo de memoria, hasta que llega Tomasa, la sirvienta. Entonces, con la red debajo del brazo, me corro a la panadería, al mercado, al almacén y ¿usted lo creerá? no sin agrado elijo las compras, alterno saludos y comentarios con los conocidos, casi diría con los amigos, que encuentro ritualmente, a la misma hora, en los mismos lugares. A mi vuelta, la casa está limpia, Tomasa prepara la comida, yo sigo dibujando. Después del almuerzo cruzo al parque, a tomar el sol, y departo con jubilados, cuyo aspecto deprime a Emilia. Entrando a conversar, la gente vale por lo que dice, de modo que yo, aunque pintor, paso por alto la traza cuando es atinada la reflexión, o cuando es útil, como la que ayer sometió don Arturo, el de los ojos como huevos al plato reventados, que, según colijo, trabajó en calidad de vareador en algún stud platense, pese a que se proclame ex ascensorista del Palacio Barolo. «Tú, carbonilla en mano», me dijo don Arturo, «suda que te suda para arrancar el parecido a la personita que retratas y te juego la cabeza que mientras tanto, lo más oronda, la fulana copia al dedillo tus gestos, palabras, amén de opiniones: cosa de nunca acabar. La mujer hay que ver cómo copia».
A las cinco en punto vuelvo a casa, a esperar a Emilia, que llega con retardo. Mi dicha dura tres horas (otros tienen menos). Antes de las nueve parte Emilia y por separado acometemos un largo trayecto que preveo con temor y que luego, muchas veces, deploro: revolución de veintiuna horas, en que Emilia recorre un mundo hostil. Todo lo sé, porque ella es perfectamente sincera.
Emilia no va a su casa, a las nueve, sino al club. Créame, señor Grinberg, no sé cómo una muchacha de vivo y delicado discernimiento tolera a esa gente; porque mi indulgencia —habría que decir mi caridad— es menor, no la acompaño y sufro lo que sufro. A esta altura de nuestra relación, concurrir al club me resulta virtualmente imposible. Sin embargo, al principio, la misma Emilia me pedía que la acompañara. Yo me negaba, para demostrar mi superioridad. Es claro que si ahora yo apareciera una noche por los salones del club me volvería tan odioso como cualquier espía. Emilia va, porque a alguna parte hay que ir, pero le aseguro que no tiene afinidad con los consocios que allá encuentra: gente sin interés, ni un solo artista, la humanidad que abunda. No puedo pedirle que se quede en su casa, porque su casa la deprime. ¿A quién no deprimiría el estrépito de esa infinita reyerta de los padres y la compañía del hermano, de espíritu comercial, y de la hermana, la profesora, que no perdona al prójimo la propia fealdad y decencia? Tampoco puedo, sin provocar toda suerte de sinsabores, retenerla en casa. Emilia me previene: «Yo no quiero ser pasto de las fieras. No quiero estar en boca de nadie». Por mi parte, le encuentro razón.
Usted preguntará por qué no me casé con ella. Quien mira de afuera no entiende de vacilaciones y con rápida lógica dispara su desdeñosa conclusión. El matrimonio con Irene, con Antoñita o con Violeta no hubiera tenido sentido; cuando por fin llegó Emilia, yo me había hecho a la vida de soltero; estaba dispuesto a querer y a sufrir, pero no a cambiar de costumbres. Después, por amor propio u otra causa, Emilia no quiso que nos casáramos.
Para entender a Emilia debe uno conocer el aspecto de su carácter que me trajo más amarguras. Me refiero a la puerilidad. Recordaré como hecho ilustrativo que el invierno pasado, cuando le mandaron de Tucumán a los dos sobrinos, Norma, de cinco años, y Robertito, de siete, mi amiga continuamente imitaba a la niña, remedaba sus monerías y su modo de hablar. Una tarde, mientras tomábamos mate, me propuso que jugáramos a ser Norma y Robertito, tomando la leche. No frunza la trompa, señor Grinberg. Por amor llega el hombre a cualquier oprobio.
Cuando Emilia se pone a denigrar a sus amigos del club, tiemblo. Aunque no la contradigo, insiste, por ejemplo, en que Nogueira, un individuo que desconozco totalmente, es de lo más grosero: la apretó mientras bailaban; con el pretexto de la falta de aire la sacó al balcón, donde la besó, y por último le prometió que la llamaría por teléfono «para combinar algo». Con despecho comento: «¡Cómo lo habrás provocado!». Mi conjetura la ofende, pero al verme contrariado y pálido se enternece, pregunta si no hace mal en contarme todo. A los pocos días, cuando anuncian otro baile en el club, le pido que no vuelva a ocurrir un episodio como el de Nogueira.
—No debí contarte eso —exclama—. Además ¡hace tanto tiempo! Me parece que yo era otra. No te quería como ahora. Ahora sería incapaz de hacer una cosa así.
Con su ingenuidad no fingida, Emilia me confunde. Si no agradezco el amor que en el momento la embarga, soy ingrato; si desconfío, soy insensible, quiebro nuestra milagrosa comprensión. Estas actitudes, tan espontáneas en ella, no revelan un fondo turbio y malvado, sino (lo que no es nuevo para mí) un temperamento estrictamente femenino. Procuro, pues, olvidar la serie lamentable que incluye a Viera, a Centrone, a Pasta (un actorzuelo), a Ramponi, a Grates, a un peruano, a un armenio y a otros pocos.
Repentinamente la pesadilla ha concluido. Emilia, por milagro, cambió. De medio año a esta parte, no me trae noticias de infortunadas aventuras nocturnas con los amigos que encuentra en el club. Yo he sido muy feliz. Yo estaba acostumbrado a prever, con el corazón oprimido, los inevitables episodios, fielmente confesados al otro día, que lograban siempre el perdón, porque de verdad no eran muy serios, ni de efecto perturbador en nuestro modo de vivir, sino que tenían el carácter de penosas debilidades, detestadas por la misma Emilia, de caídas atribuibles a la confusión del alcohol o simplemente una puerilidad extrema, agravada de buena fe. Y ahora ¿comprende usted lo que significa de pronto descubrir y luego confirmar que acabó la pesadilla muchas veces renovada?
Como le dije, últimamente fui muy feliz. La otra noche, nomás, yo pensaba que no estaba acostumbrado a que la realidad, el mundo o Emilia me trataran tan bien; que lo natural sería descubrir, primero, alguna grieta y luego, por la grieta, una verdad espantosa; que en contra de cada uno de los antecedentes de mi experiencia, día a día se corroboraba el carácter auténtico de mi increíble fortuna. No fue bastante que cesaran las infidelidades en el club; oí, de labios de Emilia, las palabras:
—Voy a quedarme, esta noche, hasta más tarde. De todas maneras, los que comenten no van a quitarnos las locuras que hagamos y los que no comenten no van a devolvernos las que dejemos de hacer.
Para tomar una resolución tan opuesta a sus convicciones de toda la vida, mucho debía quererme Emilia. Yo reflexioné que mientras una mujer lo quiera, el hombre no tiene por qué envidiar a nadie.
Amanecía cuando la dejé en la puerta de su casa. Durante el camino de vuelta, recité versos y, de golpe, con la exaltación de quien descubre, o sueña que descubre, algún portento, entendí que en la dureza de las baldosas, a mis pies, y en la irrealidad de la luz que envolvía la calle, había un símbolo de la inescrutable fortuna de los hombres. No sólo la tienes a Emilia, me dije, como quien enumera trofeos; también eres inteligente. Sí, mi señor Grinberg, yo conocí horas de triunfo.
Al otro día, por teléfono, Emilia me explicó que para «aplacar las fieras» no me visitaría esa tarde. Desde entonces alternamos días en que se queda hasta la madrugada, con días de ausencia total.
Con un poco de cordura —si yo me atuviera a los hechos y no cavilara— sería feliz. En definitiva ¿cuál es el cambio? Ciertamente hay días en que no la veo, pero hay otros en que la veo doce horas, en lugar de las tres de antes; por semana, antes la veía veintiuna horas y actualmente, por lo menos, treinta y seis.
Puedo, pues, darme por bien servido, sobre todo cuando no recuerdo que en las relaciones de amor, si una persona influye en otra, lo habitual es que esto ocurra desde el principio. Después de muchos años ¿a santo de qué influirá uno? ¿Por qué Emilia dejó de ir al club? ¿Por qué no recae en sus aventuras nocturnas? ¿Por mí? Asustado, como el enfermo que en medio de la noche se pregunta si no tendrá un mal sin cura, yo me pregunto si no se habrá deslizado otro hombre en la vida de Emilia.
Ahora le contaré lo que pasó en nuestra fiestita, señor Grinberg. En lo más ardiente del verano hay una fecha que celebramos, Emilia y yo, con una fiestita. Yo compro en Las Violetas un pollo de chacra y me ingenio para obtener el champagne chileno, preferido de Emilia, quien por su parte contribuye al banquete con almendras y otros manjares, cuyo mérito principal consiste en ser elegidos por ella. Este año temí que se complicaran las cosas, ya que en la misma noche inauguraban en el club una kermesse, con baile y tómbola, y se revelaría a las doce el resultado de una rifa que Emilia deseaba ganar. El premio era un mantón de Manila.
—Si me toca el mantón, lo pongo sobre el piano —declaró Emilia, riendo, porque sabe que un mantón sobre un piano es el colmo del mal gusto y porque sabe también que ella tiene una personalidad bastante fuerte para poner, sin riesgo, el mantón sobre el piano y lograr para ese rincón de la casa el encanto de lo que es típico de otros medios o de otras épocas—. Sobre el mantón pongo a Mabel —continuó Emilia, riendo a más y mejor. Mabel es una muñeca de trapo, con la que todavía juega.
Creo conocer a Emilia, haber advertido, a lo largo del tiempo, abundantes pruebas de su impaciencia y de su curiosidad, de modo que no me permití ilusión alguna sobre el cumplimiento normal de nuestro aniversario. Cargada de envoltorios, mi amiga llegó más temprano que de costumbre. Trajo uvas, almendras, una botella de salsa Ketchup y hasta una palta. Como hacía calor, yo abrí de par en par la ventana. Emilia dice que un cuarto cerrado la ahoga. Poco antes de la medianoche, en alguna casa contigua, un hombre de voz vibrante y rica empezó a cantar El barbero de Sevilla. A mí la ventana abierta me incomodaba, no sólo por los enérgicos Fígaro qua, Fígaro la que conmovían el centro mismo del cráneo, sino por un vientito sutil que acabaría por resfriarme; pero no me atreví a cerrar, porque Emilia siempre clama por ventilación, al punto de que en pleno invierno me tiene con todo abierto. Imagine usted, señor Grinberg, mi sorpresa, cuando preguntó:
—¿No te sofocas, de verdad, si cierro?
La miré interrogativamente: no sabía si agradecer una amabilidad o festejar una broma.
—Se invirtieron los papeles —exclamé—. ¿Jugamos a que uno es el otro?
No me oyó, porque el reloj con picapedreros que tengo sobre la chimenea se puso a dar las doce. Emilia partió a la cocina, en busca del champagne, que se enfriaba en el hielo. Caminó de un modo extraño. Cuando volvió con la botella y los vasos, nuevamente la observé. Descubrí entonces lo que había de extraño en su modo de caminar: un no sé qué masculino. Mi convicción de que Emilia estaba imitándome fue muy viva.
De repente se me ocurrió que su premura en llegar y ahora esa corridita para buscar el champagne y las copas ocultaban el propósito de partir cuanto antes. «Está procurando formular una frase aceptable», pensé, «que empiece con «Bueno» y, después de una pausa, proponga, en tono inofensivo, “vamos hasta el club, entro para ver si gané la rifa y en cinco minutos me tienes de vuelta”». No ignoro de lo que es capaz una mujer en un baile. Me vi en la esquina del club, esperando durante horas y preví que de esa noche yo guardaría un recuerdo triste.
Hablo de la impaciencia de Emilia, pero la mía no es menor. Por salir de la duda yo estaba dispuesto a anticipar, a provocar la resolución que tanto temía. Diciéndome que era generoso, que si Emilia deseaba algo yo debía contentarla, aun a costa de mi propia ruina, pregunté:
—¿Vamos al club, a ver si ganaste el mantón? Su respuesta me dejó atónito. Emilia replicó:
—Ni locos. ¿Para qué? ¿Para saber hoy que perdí la rifa? Saberlo mañana es igual.
Un enamorado tiene mucho de tonto y de suicida. Yo insistí:
—¿Pero, Emilia, vas a aguantar hasta mañana la incertidumbre?
—Yo creo —contestó— que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro.
La miré sin comprender. En su cabeza una peluca blanca no me hubiera parecido más postiza que tales palabras en su boca; reconozco, sin embargo, que habló con naturalidad.
En seguida se recostó, miró el vacío, con ojos redondos, fijos; una sonrisa que no le conocía —arrogante, obscena, un tanto feroz— afloró a sus labios. Quién sabe por qué la sonrisa aquella me contrariaba profundamente. Murmuré algo para arrancar a mi amiga de su abstracción. ¿Cómo me pidió que callara? Dijo:
—Por favor, Emilia, no hables, no me interrumpas, que estoy pensando.
Ya sé: hay mujeres que por vanidosa afectación emplean su nombre para interpelarse en voz alta; pero Emilia habló conmigo.
¿En ella se cumplía el ideal de todos los enamorados, de confundirse con la persona querida, y realmente creía que ella era yo y que yo era ella? ¿Por qué tardo tanto, me pregunté, en comprender que la suerte me entrega, en su pureza perfecta, a una muchacha enamorada? Trémulo de gratitud, estreché su mano. Ay, esa mano no estrechó la mía; diríase que Emilia se había alejado y que la dejó por olvido. Recordé entonces la frase que mi amiga pronunció minutos antes: «Yo creo que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro». La frase no es de ella, me dije, ni mía tampoco. Rápidamente razoné: hay personas impacientes (como Emilia y como yo) y hay personas que reprimen la impaciencia. Entre estas últimas no faltan ejemplares pintorescos, como el predicador inglés del parque Chacabuco. Y usted mismo, señor Grinberg, ¿no me dijo en una oportunidad: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»? Todo esto no significa que usted sea mi rival ni que lo sea el inglés del parque; hay más gente capaz de formular la frase aquella; lo que todo esto significa es que no sólo hay otro hombre en la vida de Emilia, sino que Emilia, cuando está conmigo, remeda a ese otro; cuando me besa, imagina que el otro está besándola y cuando la beso imagina que ella está besando al otro.
Me turbé demasiado para ocultar mi despecho; ignoro si Emilia lo advirtió. Durante una semana traté de no verla. Eso no era vida. Cuando volvió a casa me pareció que me daba a entender, aun sin hablarme, que existía el otro. Sin duda estaba jugando, con la puerilidad y buena fe propias de su carácter, a ser él. Tal vez mi situación parezca un poco absurda y bastante innoble. Pero ¿no es absurdo todo amor? ¿De verdad Fulanita será tan maravillosa? ¿Estará Fulanito justificado en desvivirse por ella? Y ¿por qué es más noble el amor retribuido que el desinteresado y sin esperanza? Tal vez piense usted que yo soy el más infortunado de los hombres. Yo sé que sin Emilia no lo sería menos. Usted dirá que tenerla como la tengo no es tenerla. ¿Hay otra manera de tener a alguien? Aunque vivan juntos, los padres y los hijos, el varón y la mujer ¿no saben que toda comunicación es ilusoria y que en definitiva cada cual queda aislado en su misterio? Yo sólo pido que mi rival no la trate demasiado bien, porque entonces ella me dejaría, y que no la trate demasiado mal, porque entonces ella, que lo imita, me trataría muy mal a mí. Últimamente cruzamos un período borrascoso, pero por fortuna pasó.
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