Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

De los dos lados (1956)
Historia prodigiosa
(México: Obregón S.A., Colección Literaria Obregón, No.4, 1956, 151 págs.)



      La niña se llamaba Carlota; la niñera, Celia; tomadas de la mano, estaban reunidas en una fotografía en el álbum de la estancia El Portón. Celia llevaba suelta la cabellera —le caía hasta la mitad de la espalda—, vestía un largo chaleco de lana, con gruesas rayas blancas y negras, con bolsillos bajos, y una falda que se diría formada de capas superpuestas y acariciaba con la mano izquierda un gato negro, manchado de blanco en el pescuezo. Carlota sujetaba con la mano derecha un arco. Tal vez porque estaba arrodillada junto a la figura anterior, un tanto estatuaria, parecía muy pequeña y delgada.
       Atentas a los dibujos trazados en el mantel de la mesa del té por la luz del poniente, que llegaba a la ventana a través del estremecido follaje de un olmo, esas mismas personas, en la misma estancia, en el cuarto conocido por la sala de armas, ahora conversaban. Antes de seguir adelante, diré dos palabras acerca de aquella sala y de la casa que la contenía. A lo largo de los años la casa había crecido por agregación de cuartos, levantados por varias generaciones de albañiles y de peones albañiles. Necesidades reales o imaginarias activaban, cada tanto tiempo, el proceso, que no siguió plan alguno: el resultado fue una obra tan extensa como caótica. La sala de armas se había originado en un sueño de esplendor de los que eventualmente aquejan a los estancieros (he conocido a quien se jacta de poseer el tanque australiano más grande de la provincia —vacío, porque no hay cómo juntar tanta agua—, a quien ha colocado letreros con nombres de avenidas del Bois de Boulogne a las alamedas del caso, a quien —el más triste— se pasea, con su mujer, cuando quiere acompañarlo, o si no solo, por los caminos circulares que van y vienen de la estancia al galpón, cruzando por la huerta y por el tambo, en la calesa que adquirió en una casa de remates). Aunque no era probable que alguna vez encontrara a alguien para intentar una carambola o para cruzar un florete, el dueño de El Portón juzgó que en su casa no debía faltar la sala de billares ni la sala de armas; la primera no se había edificado todavía; la última era amplia, famosa por las goteras, con una chimenea escondida bajo una campana enorme (una casa dentro de la casa, para Carlota), que bajaba del techo hasta metro y medio del piso, blanca, con listones de madera oscura, con dos antiguos fusiles de chispa y una pistola de caño largo, también de chispa, que conservaba aún la piedra en la parte del gatillo, colgados en su frente. Esa campana no resultaba excesiva, porque el fuego, ni bien encendido, volcaba furiosamente el humo sobre la habitación, que ya mostraba buena parte de las paredes y del techo de color tostado. El dueño de casa atribuía la culpa de todo a la humedad de la leña. De otra pared colgaba una panoplia revestida de terciopelo rojo, apolillado, con mohosos floretes y caretas. Había también en el cuarto una mesa, en la que tomaban el té y en la que Carlota estudiaba sus lecciones, cuatro o cinco sillas, un diván, con descolorido forro verde, una monumental cuna dorada, de madera esculpida, quizá manuelina, comprada, en otro sueño de grandeza, para Carlota, que no llegó a usarla, por superstición de los padres (de Alonso Cano podría haber un cuadro con un niño dormido en una cuna así, junto al emblema de la muerte), un piano vertical, un ropero gris, que guardaba, entre la fragancia grata de pelotas de tennis, una red y cuatro raquetas (dos con cuerdas blancas y rojas, dos con blancas y verdes).
       Carlota preguntó:
       —¿Por qué le pusiste Jim al gato Moño?
       Celia contestó:
       —Porque Jim es un hombre como un gato.
       Luego Celia comparó al gato con el perro.
       —Le das de comer —dijo— y tu perro te paga con la famosa fidelidad. Lo que pasa con el perro es que no sabe vivir libre: depende del amo. Yo lo encuentro tan bajo como a esas mujeres que se cuelgan de los hombres. En cambio el gato es una persona extraordinaria. Entre tú y yo: el gato no se casa con nadie. No nació para esclavo. Cuando nos necesita o cuando tiene ganas de estar con nosotros, llega como una sombra. Como una sombra desaparece cuando se aburre. Lo mismo que Jim conmigo. Jim también es una persona extraordinaria.
       Carlota no compartía la opinión de Celia contra los perros y estaba segura de que había argumentos para rebatirla, pero no protestó, porque se quedó meditando sobre los argumentos en favor de los gatos: le parecían atendibles.
       Carlota era una niña alta para su edad, pálida, grave, con pelo castaño, anudado atrás, con una cinta celeste o rosada, con ojos de color azul plomizo, pensativos y grandes, con nariz chata (mal terminada, según la expresión de su padre), con boca picuda (según otra expresión de su padre). Celia era una muchacha de veintitrés o veinticuatro años, hija de ingleses, rubia, con ojos celestes, con pecas. A primera vista, alguna saludable vulgaridad acentuaba su belleza, pero quienes la conocieron mejor afirman que de tarde en tarde la delicada efusión de una pena le asomaba a los ojos y que la aparente vulgaridad encubría el coraje de un alma que no se dejaba doblegar. Se abstraía con facilidad y, últimamente, cuando se abstraía, silbaba unas notas de la balada de Fauré.
       —¿Lo ves? —exclamó Celia, jubilosamente—. ¿Lo ves? Ahí está de nuevo Jim, ahí está Jim.
       Señaló los dibujos de la luz en el mantel. En ese momento entró Teo, la cocinera, y anunció:
       —Miss, tiene el agua caliente para su baño.
       —Voy a bañarme y vuelvo en seguida —dijo Celia; agregó en un tono que pretendía ser imperioso—: Mientras tanto, aprende la historia de Elías. No quiero que te muevas de este cuarto.
       Cuando Celia y la cocinera se fueron, Carlota bajó de la silla, salió por otra puerta, cruzó el antiguo escritorio de su abuelo, cruzó la habitación en que su madre había muerto, el cuarto de huéspedes, el comedor, con las tablas del piso flojas, el antecomedor y, por una escalera endeble, pintada de rojo, llegó al altillo de la despensa: desde allí, por la rotura de un vidrio de una luneta con vidrios azules, espió y escuchó, como era su costumbre, a las personas que hablaban alrededor de la mesa de la cocina (la cocinera, la muchacha que lavaba y planchaba, la mucama, el casero). Carlota no ignoraba que estaba cometiendo un acto reprobable, pero ignoraba por qué era reprobable; en cambio podía apreciar sus ventajas: por ese medio sabía más que nadie sobre cada una de las personas de la estancia y había aprendido que aun la gente que nos quiere tiene mala opinión de nosotros. Observando las pláticas de los criados, descubrió que todo el mundo trataba a los presentes con irritación y a los ausentes con desprecio. Sin asombro Carlota advirtió que en la cocina, esa noche, hablaban de ella y de su padre.
       La cocinera protestaba:
       —¿Pobre? No diga usted que la Carlota es pobre.
       —Y bastante, porque perdió —vaya tomándole el peso— a su madre, que hay una sola y que era una buena mujer —respondió el casero.
       —Por mala comparación —insistió la cocinera— pobre soy yo, pobres son estas chicas, pobre es toda la gente pobre que tiene que trabajar.
       Un roce en una pierna sobresaltó a Carlota: era el gato Moño, que había llegado silenciosamente.
       El casero replicó:
       —No me llore pobreza, doña Teo, que usted le presta al Banco del Azul. ¿Me va a negar que a la Carlota le sobra la mala suerte, que tenía a la Pilar, que la entendía, porque mire usted que la niña es rarita, y se fue a España?
       —Yo conocí a una nena —dijo la mucama— que se murió como pichón que no quiere comer, es una comparación, cuando los patrones echaron a la niñera, que era amiga mía. Los patrones tuvieron que tragarse el orgullo y pedirle que volviese, pero la muchacha, es claro, no volvió, porque era muy recta.
       —¿Y qué tiene de malo la miss? —preguntó la cocinera—. Sepan por descontado que si no fuera una buena chica, no soy yo quien le prepara el agua para el baño, como si fuera una señora, ¿qué se ha creído, que porque es extranjera va a venir a mandarnos?
       —¿Y dónde me deja el genio del padre? —interrogó el hombre—. La pobre niña parece tonta con el miedo.
       —La pobre niña —repitió, con ironía, la cocinera— cuenta con el padre más serio y más tacaño del mundo, amasando el oro que le dejará, porque nunca oí de nadie que se lo llevó.
       Carlota creía recordar que antes, mucho antes, su padre la visitaba y que hasta en alguna ocasión llegó a jugar con ella. El juego consistía en pescar, con cañas que traían en la punta del hilo imanes, a modo de anzuelo, peces de cartón, con un anillo metálico. Su padre no tardó en arrojar la caña y los peces y en salir del cuarto golpeando puertas. No faltaban anécdotas sobre el carácter de su padre; Carlota recordaba la del viaje en el Almanzora: a un oficial que se había equivocado en los tantos de un partido de deck tennis lo arrancaron de los brazos de su padre cuando éste se disponía a dejarlo caer en el océano. Carlota siempre lo había conocido como un hombre respetado y solitario, que sólo perdía totalmente el dominio de su pésimo carácter en los días previos a una visita de la señora. Cuando Carlota lo veía así, pensaba «no tardará» y, en efecto, al poco tiempo ataban el alazán en la volanta y su padre partía a la estación. Carlota espiaba de lejos: la señora no era joven. De día solía andar con guantes de paño amarillo y sombreros de ala ancha; de noche bajaba al comedor con vestidos de terciopelo granate o negro, con escotes que descubrían una espalda empolvada, carnosa e interminable. La señora era alta, le llevaba a su padre por lo menos diez centímetros. Carlota no podía creer a Celia, cuando ésta decía: «Pobre hombre, con esa mujer colgada». Celia soltaba la risa y agregaba con seriedad: «Graba en tu mente mis palabras. El día menos pensado le aplica un puntapié en la espalda». La verdad es que su padre trataba a la señora con tanta consideración que parecía sin sangre cuando estaba con ella. La mañana en que la llevaba a tomar el tren, volvía con la cara encendida, con brillo en los ojos, haciendo sonar la lengua y agitando el látigo en lo alto del faetón, para animar al alazán. Carlota no temía a su padre. Aun sospechaba que él estaba más incómodo con ella, que ella con él. ¿No lo sorprendió una vez mirándola por la puerta de vidrios del jardín de invierno, con la cara demudada?
       De su madre, Carlota recordaba muy poco; de Pilar, sí. Pilar era la primera niñera que había tenido. Cuanto habían hecho juntas —paseos vis á vis por el campo, el hallazgo de unos huevos de tero (pero desde que alguien comparó la cara de Celia con un huevo de tero, éstos se habían convertido en el símbolo de Celia), tempranos desayunos, con blancas tajadas de galleta y bizcochos en forma de animales, mientras una luz deslumbrante penetraba por la ventanita de la alcoba— cuanto habían hecho juntas quedaba en una época feliz y lejana. La partida de Pilar le había enseñado que todo se acaba y que las personas de pronto parten, sin que uno sepa muy bien por qué; pero ella no era desdichada, porque ahora la tenía a Celia. Nadie, antes que Celia, la había tratado como persona grande.
       Mientras tanto Celia, sumergido el cuerpo en el agua caliente, recordaba y meditaba. ¡Qué loco era Jim! La imagen de Jim que primero acudía a su imaginación era la más lejana en el tiempo, la del día en que se conocieron. Carlota y ella habían caminado, como tantas veces, por la calle de entrada. Estaban al principio del otoño y las hojas empezaban a cambiar de color. El límite del paseo era el portón de hierro que daba el nombre a la estancia: con los dos leones rampantes, con las orgullosas iniciales de bronce entrelazadas bajo una corona, era un objeto considerable, no desprovisto de hermosura, pero melancólico (pensaba Celia), como todas las cosas viejas. Los abuelos de Carlota lo habían comprado en un castillo de Louvencienne, en los alrededores de París, y tenía una historia triste: los leones y los hierros no pudieron contener, en una noche de la Revolución francesa, a las turbas desbordadas, que penetraron en el parque, incendiaron el castillo y degollaron a los moradores. «Parece el portón de un sueño», se dijo Celia y se estremeció. Jim caminaba, silbando alegremente la balada de Fauré, por la carretera de Las Flores. ¡El hijo segundo de una buena familia inglesa, viajando sin sombrero, con el saco de tweed con remiendos en los codos, con los raídos pantalones de franela, con una valijita de fibra en la mano, como un vagabundo de los caminos! En cuanto la vio, interrumpió el silbido, abrió el portón y le preguntó si no habría trabajo en la estancia para un ayudante de mayordomo. Celia le dijo:
       —Hable con el patrón; pero le prevengo que tiene mal genio.
       —Eso no importa —respondió Jim, y retomando el silbido se alejó rápidamente hacia la estancia.
       Debieron arreglarse, porque esa misma noche la visitó. Ella dormía en el cuarto de Carlota. La cama de Carlota estaba en una alcoba, en la que había una ventanita cuadrada, con persiana corrediza; por esa ventana entraba a veces el gato y a veces la luz de la luna, que se reflejaba en el espejo del ropero de cedro oscuro, colocado entre las camas. En lo alto del ropero, en la parte central, había unas pequeñas figuras de madera: un caballero, en un caballo encabritado, acometiendo con la lanza un dragón. Ella creía que el caballero era San Jorge, pero Jim le señaló que llevaba el pelo largo, porque era Santa Marta, matando a la Tarasca, y le dijo que esa alegoría probaba la victoria del alma sobre el cuerpo. El miedo de despertar a la niña y la risa que les causaba ese miedo se combinaban voluptuosamente; de pronto Jim la tomó por las muñecas y le dijo:
       —Éste es el amor puro. Sin cavilación, sin traición, sin mentira.
       Durante la primera semana vivió un poco atormentada, porque nunca logró arrancarle una promesa, ni siquiera sobre cuándo la visitaría de nuevo. De noche luchaba contra el sueño y, en cuanto se dormía, la despertaba Jim, que la miraba mientras le acariciaba el pelo, o el gato, que había entrado por la ventanita de la alcoba, o la campana del reloj, que señalaba el término de una noche vacía. En una ocasión no pudo contenerse y le preguntó:
       —¿No hay nada serio para ti, en esta vida, Jim?
       —Sí, la otra —contestó, mirándola de frente.
       Jim un día le dijo: «Esta vida no es más que un pasaje». Se deslizaba por ella tan levemente que nada terrestre lo alcanzaba; pero no podía evitar que su encanto alcanzara a los otros. Sin duda porque las conversaciones graves lo contrariaban, pasó un mes antes de hablarle de religión.
       —Debemos evitar que muera el alma —explicó.
       —¿Cómo sabes que hay otra vida? —preguntó ella, que nunca había dudado.
       —Por los sueños.
       —Temo que la otra vida no me guste —dijo Celia—. Los sueños son horribles.
       —La otra vida no es horrible; los sueños sí, mientras no aprendemos a orientarnos en la eternidad. Un rato, cada noche, a ciegas, no basta. Hay que practicar ¿cómo diré? el sonambulismo del alma.
       Jim obtuvo que ella lo ayudara a practicarlo (Jim obtenía de ella cualquier cosa). No en seguida, porque al principio estaba aterrada; pero noche a noche, a través del amor, la llevó de la mano, insensiblemente, firmemente. Jim se echaba en la cama, cara al techo, y se dormía; se dormía con notable facilidad; entonces era ella la que lo sujetaba de la mano, o, mejor dicho, de la muñeca, atenta al pulso, atenta al espejo, cuando había luna, o al menor susurro de la brisa. Este género de sonambulismo consistía en salir por un rato el alma del cuerpo, y luego volver. Según explicaba Jim, había que adiestrar el cuerpo abandonado —un animal excesivamente torpe— a no morir cuando el alma salía.
       ¿Cómo sabré que tu alma está afuera? —preguntó.
       Jim le dijo que la incidencia de un alma, que estaba fuera del cuerpo, sobre el mundo material, era tenue. Si de pronto Celia creía oír, mezclada al ruido del viento, una melodía de la Balada de Fauré, silbada imperfectamente, era él, que le enviaba la señal. O si no la señal podría ser un estremecimiento de la luz de la luna, que reflejaba el espejo; o cambio momentáneo en la sombra de unas hojas, sobre cualquier superficie.
       Pero no descuides el pulso —agregó—. En cuanto afloje, me llamas. Si se detiene estando yo afuera, no podré volver.
       Oh, en ese tiempo cómo deseaba que volviera. Siempre lo despertaba con besos. Progresivamente Jim se demoraba más, y llegó el día en que le dijo:
       —Por fin me acostumbré al otro mundo. Ahora estoy seguro de que mi alma no morirá con el cuerpo.
       Esa noche ella debió sujetarle la muñeca hasta que se detuvo el pulso.
       —Ya está —dijo entonces, con voz trémula.
       Le contestaron. Hubo un alegre parpadeo en la claridad del espejo. Después, nada; la soledad y el desconsuelo. Qué duro fue, al principio, continuar la vida. Jim, con sus apariciones, la alentaba. Pero ya se sabe cómo era Jim: no se manifestaba cuando ella quería, sino cuando él quería. Podría reprocharle el poco trabajo que se tomaba para tenerla contenta; pero no, prefería aguardar, prefería aguardar el momento en que lo alcanzara, sólo que entonces estaría feliz y no pensaría en reproches. No recordaba cómo se formó en ella la resolución de llegar hasta Jim por el camino que él le había indicado. ¡Cuánto más coraje que los hombres tenían las mujeres! Jim contó con ella, desde el primer experimento hasta el último; pero a ella, ¿con quién la dejó Jim? Con nadie. Una noche en que miraba el resplandor de la luna en el espejo y escuchaba el murmullo de los árboles, más allá de la ventanita de la alcoba, donde dormía plácidamente Carlota, entendió, en una revelación paulatina, la hondura de su soledad. Había dejado partir a Jim y ahora se encontraba con que no había puentes para seguirlo. Tal vez Jim previo la situación —era lúcido, no se aturdía como ella— y levantándose de hombros pensó: Una atadura menos. Tal actitud, aparentemente cruel, encuadraba en el carácter de ese hombre extraordinario. Celia creía saber que desde el otro mundo, sonriendo burlonamente, no sin compasión, con alegre indiferencia, Jim la miraba debatirse en la angustia. ¡Pobre Jim! ¡Qué seguro estaba! ¡Qué poco sabía del tesón de una mujer como ella! Pero ¿quién se atrevería a asomar a una niña sobre el más allá? Como con el espejo de la fábula, después de mirarlo, todo cambiaba. Cualquiera, no solamente Carlota, podría volverse loca. Uno por uno consideró a los moradores de la estancia; no podían ayudarla. Su mano, al buscar el candelero en la mesa de luz, lo derribó. El ruido despertó a Carlota.
       —¿Qué hay? —preguntó la niña.
       —El gato Jim volteó el candelero —mintió ella.
       —¿No duermes?
       —No.
       —¿En qué piensas?
       —En Jim.
       —¿En el gato?
       —No, en el hombre.
       Se levantó, fue a sentarse en el borde de la otra cama y explicó a Carlota:
       —A cada persona le corresponde en la vida… —Cuando iba a pronunciar las palabras «un gran amor», quién sabe por qué temió que la niña las encontrara ridículas, y las cambió por una expresión absurda, que se le ocurrió en el momento; dijo: —una aventura de oro.
       Carlota era perspicaz; preguntó:
       —¿Jim era tu aventura de oro?
       —Sí —contestó ella— pero se fue al otro mundo, cruzando un sueño. Desde allá me manda señales.
       Describió las señales. Carlota la escuchaba atentamente y miraba fascinada la claridad del espejo.
       De pronto Celia se encontró diciendo:
       —Si me ayudas, me reuniré con él.
       Sabía que Carlota no podía negarse, porque ella también estaba enamorada de Jim.
       —¿Cómo es el otro mundo? —preguntó Carlota.
       —Maravilloso —contestó Celia.
       —¿Después yo podré irme con ustedes?
       Celia prometió todo. Explicó la parte de cada una en el experimento, se echó en la cama, colocó su muñeca entre los dedos de Carlota, cerró los ojos. Aquella primera noche sólo consiguió desvelarse; pasaron muchas antes de que Celia saliera del cuerpo y franquease el otro mundo, pero cuando lo hizo, volvió aterrada.
       —¿Es peor que ir de noche hasta el portón? —preguntó Carlota.
       —Mucho peor —contestó gravemente Celia—. Cuando estás a punto de llegar, te encuentras de nuevo en la mitad del camino.
       —¿Lo viste a Jim?
       Celia contestó con brevedad:
       —No.
       Perseveró, noche a noche, sin dejar que los fracasos ni el miedo la vencieran. Mientras Carlota le cuidaba el pulso, ella se aventuraba en la eternidad, por donde vagaba extraviada, como por un sueño angustioso, buscando a Jim, que la eludía, por burla.
       Todavía estaba Celia recostada en el agua caliente de su baño, cuando se dijo que por fin había llegado la ocasión esperada, que las últimas veces no se encontró tan perdida en el otro mundo y que no postergaría más su partida en busca de Jim. Salió del baño, cantando se fregó con la toalla, se vistió y en la mesa, durante la comida, conversó alegremente con Carlota; creo que, por excepción, bebió un vaso de vino. Después, en el dormitorio, pidió a Carlota que le sujetara la muñeca hasta que cesara el pulso. Con los ojos cerrados, quizá dormida, prometió:
       —Allá te esperaré.
       Muy pronto partió en busca de su amigo. A los pocos minutos, Carlota murmuró:
       —Ya está.
       Carlota miró el espejo del ropero. Cuando advirtió un parpadeo en el reflejo de la luna, caminó resueltamente hasta la alcoba y, arrodillada en la cama, cerró la persiana. Como si recitara, con una voz que se volvía, a cada palabra, más soñolienta, dijo:
       —¡Pobre Celia! La espera va a ser larga. Tengo mucho que hacer: despachar a la señora y arreglarme con mi padre y la aventura de oro y dormir esta noche. —Después de una pausa, agregó—: Yo los quería mucho a los dos, pero no me gusta el otro mundo (no te enojes); aquí estoy contenta.
       Súbitamente el cuarto quedó en un silencio al que la respiración de la niña dormida comunicaba un ritmo apacible.




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