Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)
A propósito de un olor
Una muñeca rusa
(Buenos Aires: Tusquets Editores, 1991, 184 págs.)
En la noche del jueves el profesor Roberto Ravenna suspiró varias veces, pero a la una de la madrugada lanzó un quejido. Después de leer el último trabajo había encontrado, en la maraña de su mesa, una pila con otros diez.
Hombre de humor excitable, necesitaba, para reponer el desgaste cotidiano, largas noches de sueño; todas las de aquella semana, por diversos motivos, fueron demasiado cortas. Estaba cansadísimo. La lectura de las monografías reavivó, como siempre, su rencor por los estudiantes. «No es para menos» decía. «Están los que no saben nada y está el que sabe algo pero redacta de un modo que da ganas de corregirlo a patadas».
A las tres y media había concluido. Tambaleando llegó al borde de la cama, donde se desplomó, sin quitarse la ropa.
Destemplados golpes en la puerta lo despertaron. Tras un momento de perplejidad, comprendió que para acallarlos no le quedaba otro remedio que levantarse e ir hasta la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Abra.
—¿Quién es?
—Abra, abra. Soy Venancio. Venancio, el payaso.
«El 6.º B» recapacitó Ravenna. En la casa, todo el mundo se conocía por el número del piso y la letra del departamento. Doña Clotilde, la portera, así los llamaba y ellos, bajo su ascendencia, adoptaron la modalidad. Sin abrir preguntó:
—¿Qué le sucede?
—Pero ¿cómo «Qué me sucede», doctor Ravenna? Lo mismo que a usted y al resto del edificio. ¿No siente el olor?
«Con tal que no haya un incendio», pensó Ravenna, que vivía en el 7.° A, el único departamento del último piso y ya se imaginaba corriendo escaleras abajo, sofocado por el humo. Resignadamente entreabrió y en el acto debió apelar a toda su fuerza para rechazar los embates del 6.º B que, empleando el hombro como palanca, intentaba abrirse paso. A tiempo manoteó el picaporte, con la otra mano se afirmó en el marco de la puerta y pudo recuperar, a golpes de pecho, los centímetros de su departamento que el payaso había invadido. Jadeante, pero con la satisfacción de la victoria, exclamó:
—No le permito.
—Le juro, no soporto más el olor. Tengo que averiguar de dónde viene.
—No huelo nada, y en casa no hay ningún incendio, le aclaro.
—¿De qué incendio me habla?
Al oír esto Ravenna se tranquilizó. Ya no tuvo más preocupación que la de volver a la cama. En tono casi amistoso dijo:
—Entonces usted se va y me deja dormir. Yo me caigo de sueño.
—Sin ánimo de ofender, doctor, ¿me cree estúpido?
La pregunta lo sorprendió por venir de un hombre tan extremadamente cortés que en los encuentros en el ascensor podía volverse engorroso. Ravenna replicó:
—Y usted ¿qué me está sugiriendo?
—Según informaciones de buena fuente, el doctor da clases en la Facultad de Veterinaria. Para ser exacto, en la Clínica de Animales Pequeños.
—Exacto.
—¿No habrá traído algún animalito, llámelo perro o gato, en completo estado de putrefacción?
—Está mal de la cabeza.
—¿Pretende que el olor no viene de ninguna parte?
—Le repito: no siento el más mínimo olor.
—Porque se acostumbró. Cuando uno tiene la osamenta en casa, prontito se acostumbra al mal olor. Usted trabaja, no le discuto, en experimentos útiles para el género humano. Permítame que entre y dé una ojeada. Le prometo, doctor Ravenna: si pensé lo que no es, no vuelvo a molestarlo.
—Estaría bueno que yo deje entrar en mi casa al primer loco que alega un olor imaginario. El 6.° B contestó:
—No diga «imaginario», cuando no aguanto ese inmundo olor en las narices. Si no descubro de dónde viene me vuelvo loco.
—¿Por qué no prueba con la señora Octavia, del 6.° A?
—¿Le parece? Una señora tan altanera, señorona es la palabra, que impone respeto. Créame doctor: yo no me atrevo.
—Atrévase. A lo mejor tiene suerte.
Cerró con llave y colocó la tranca. Miró el reloj. «Qué desastre», dijo. Eran las cuatro y cinco de la madrugada. Esa noche había dormido un cuarto de hora. Aunque sentía dolorosamente el peso del sueño, la curiosidad prevaleció: tratando de no hacer ruido volvió a abrir, salió al rellano en puntas de pie, bajó por la escalera hasta promediar la curva y, parapetado en la baranda, observó cómo el 6.° B golpeaba la puerta del 6.° A, primero con timidez, luego frenéticamente. Al rato, la señora asomó la cabeza con lo que parecía una corona de espinas; eran ruleros. El 6.° B se apresuró a explicar:
—Es por el olor, señora. El olor que viene de acá, de su departamento.
La señora lo apartó de un empujón, o puñetazo, en el pecho y, antes de cerrar, exclamó:
—¡Cómo se le ocurre!
En puntas de pie Ravenna subió los peldaños que había bajado, entró en su departamento, cerró la puerta y se tiró en la cama, con una sensación de alivio parecida a la dicha. En algún momento soñó con los hechos que un rato antes habían ocurrido. Cuando oyó de nuevo los golpes, astutamente se dijo que podía no hacer caso, porque sólo eran parte de un sueño; entonces la violencia de los golpes lo despertó. Se dijo:
—Tengo que parar a ese animal antes de que me rompa la puerta.
Salió de la cama, corrió y, al abrir, recibió un puñetazo en la nariz. Mientras la palpaba, para cerciorarse de que no estaba sangrando, el 6.º B se excusó:
—No quise pegarle, doctor. Golpeaba para que me abriera y usted apareció tan de golpe…
—Lo que usted realmente quiere es que yo no duerma.
—No, no señor. En ese punto se equivoca. Yo quiero entrar para retirar el animal muerto.
—¿Qué animal muerto? —preguntó Ravenna, que a pesar, o tal vez a causa, de la trompada seguía medio dormido.
—El que despide el olor. No puedo vivir un minuto más con este olor espantoso.
—No lo dejo entrar. Bajo ningún concepto.
—No me fuerce, doctor Ravenna, que sin la menor intención ya lo he golpeado una vez. Retiramos el bichito en mal estado o yo no respondo.
El forcejeo entre el que pretendía entrar y el que procuraba impedirlo progresó con violentísima prontitud. Los contendientes cayeron. Cada uno, varias veces tuvo al otro de espaldas contra el piso. En una de esas oportunidades Ravenna se golpeó la nuca y por instantes quedó anonadado. Sin demora el 6.° B se incorporó. Tras cumplir una veloz recorrida por el departamento, reapareció cuando Ravenna se despabilaba.
—Tenía razón —dijo el 6.° B, muy triste—. No encontré el cadáver, doctor Ravenna, no encontré el cadáver.
—Lo que es yo, voy a encontrar mi revólver marca Eibar para pegarle un balazo.
—Si usted supiera lo que estoy pasando, no hablaría así. Nadie puede vivir con semejante olor en las fosas nasales. Le juro: o me lo saco de encima o salto por la ventana.
Mientras Ravenna empujaba afuera al intruso, le decía:
—Ahora quiere que le tenga lástima. Usted se va antes que lo agarre a patadas.
Cerró la puerta, se tiró en la cama y cuando la campanilla del teléfono lo despertó, vio en el reloj de la mesa de luz que eran las ocho y media. No se enojó, porque lo llamaba el doctor Garay, un amigo de toda la vida. Aunque siguieron carreras distintas (Garay era psiquiatra), nunca dejaron de verse. Garay le propuso:
—Hoy a las siete y media te paso a buscar. Dormimos en el recreo de siempre y mañana y pasado pescamos el santo día. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Me vendrá bien un poco de calma después de lo ocurrido.
Refirió los episodios de la noche y describió cómicamente el frenesí del 6.° B por el supuesto olor. Preguntó Garay:
—¿Cómo se llama el 6.° B?
—Venancio. Creo que Venancio Aldano.
—Por lo que me contaste y para evitar males mayores, lo mejor es que lo mande buscar.
—¿Que lo mandes buscar?
—Con una ambulancia, para que me lo traigan al Borda. Quédate tranquilo; yo me ocupo de él.
En todo hombre sobrevive un chico. En los años del Nacional, Garay y Ravenna, más de una vez, habían organizado bromas que se hicieron famosas. Aquella mañana, cada cual junto a su teléfono, echaron a reír, sintiéndose superiores a todo el mundo, por las ocurrencias que tenían.
La entrevista en la Facultad con los estudiantes fue desagradable. Al oír las notas se disgustaron. Por su parte Ravenna sentía compasión y furia. Se dijo: «Lo peor es que no saben que no saben».
Almorzó en un restorancito del barrio y sin demora volvió a la casa: el cuerpo le pedía una siesta. Cuando iba a tomar el ascensor, la portera se interpuso para anunciarle:
—Al 6.º. B se lo llevaron al Borda. Alguien habrá pasado la denuncia. ¿No oyó el alboroto que metió anoche? Para que un hombre como él se porte así, tiene que estar loco.
—Dos veces me despertó. Se da cuenta: a mitad de la noche quería entrar en casa.
—Un desubicado.
—Un demente. ¿Sabe por qué pretendía entrar? Según él, yo tenía un animal muerto.
—Una locura.
—Le cuento otra. Porfiaba que había un olor asqueroso. ¿Usted lo olió?
—Yo no.
—Yo tampoco.
—Más que locura, calumnia. ¿Cómo puede haber mal olor en esta casa donde una se desloma para tener todo limpio?
Fernanda, la del 5.° B, entró de la calle, con los trillizos y los gemelos. Era joven, rubia y divorciada. Dio las buenas tardes a Clotilde y partió hacia arriba en el ascensor. «Qué poca suerte» pensó Ravenna. «No existo para la mujer que me gusta».
—La gente es muy rara —comentó doña Clotilde—. El mismo Venancio, que a usted le estropeó la noche, a la hora del chocolate divirtió a chicos y grandes en el cumpleaños de los gemelos.
—No me diga que también se desmandó en casa de la señora Fernanda —preguntó Ravenna, que apenas escuchaba y estaba dispuesto a indignarse.
—Ni soñarlo. Para su gobierno le aclaro que Venancio es buena persona. Un pan de Dios que trabaja de payaso en fiestas infantiles.
Finalmente pudo Ravenna tomar el ascensor. Al promediar el 6.° piso notó que había un olor nauseabundo. En el 7.° revisó el lavadero. No encontró nada. A toda velocidad entró en su departamento, corrió al baño, se empapó la cara con una loción para después de afeitarse. Reflexionó: «En otro tiempo tenía siempre a mano agua de Colonia. Una buena costumbre que hemos perdido». Se dijo que el perfume de la loción no valía nada; en todo caso, parecía impregnado del horrible olor que había en la parte alta del edificio. Mientras tuviera ese olor en la nariz no le sería posible llevar una vida normal. «Con cuánta razón el 6.° B pensaba que en uno de estos departamentos tiene que estar la causa del olor» recapacitó. «Mi nariz no me engaña: hay por acá un animal muerto o el cadáver de un ser humano. ¿Un crimen? Tal vez porque sospechaba eso porfiaba tanto el 6.° B. No; simplemente porfiaba porque no aguantaba el olor. Yo tampoco lo aguanto».
Estas consideraciones provocaron en el profesor Ravenna, que en el fondo era buena persona, alguna simpatía, no libre de remordimiento, hacia el 6.° B. Llamó al Borda y pidió a Garay:
—Por favor te pido que lo sueltes. He descubierto que no está loco. En esta casa hay un olor inmundo. Yo mismo lo huelo. Garay respondió:
—Me sacas un peso de encima. Aquí no se quejó nunca del mal olor. No creo que sea menos cuerdo que nosotros.
Arrebatado por un impulso incontenible corrió a golpear la puerta del 6.° A. La señora Octavia, reluciente en su escultural vestido de raso negro, apareció muy pronto. Sin perder el aplomo, Ravenna dijo:
—¿Puedo entrar?
Tal vez porque no había pasado bastante tiempo desde el episodio con el 6.° B, la señora replicó:
—Cómo se le ocurre.
—Pero soy el 7.° A, su vecino.
Hablando con marcado movimiento de labios, preguntó la señora:
—¿Podría explicarme qué derecho le confiere eso? —le dio la espalda, miró hacia arriba, exclamó—: Ni que fuera mi amante.
Como si a influjo de esas palabras entrara en funcionamiento en su cabeza el mecanismo de una máquina tragamonedas a punto de soltar el premio, Ravenna reflexionó y llegó a una conclusión. Dijo:
—Con todo respeto, es lo que más deseo en el mundo.
—No calla lo que siente y es fino —comentó la señora—. Una actitud que me gusta.
Ravenna vio que los labios de la señora Octavia temblaban, se mojaban.
—Permítame —dijo.
La besó, la abrazó, empezó a desvestirla.
La señora observó:
—Mejor cerrar la puerta —y mientras repetía, gimiendo—: No tan pronto, no tan pronto —lo llevó a la cama.
Tardó poco Ravenna en levantarse y revisar la casa. Como no encontró ningún animal muerto, tiró un beso a la señora y salió a continuar la investigación. Precipitadamente bajó por la escalera al 5.° piso y golpeó a la puerta marcada con la letra A. Vivía ahí el doctor Hipólito Reiner, especialista en nariz, garganta y oído. «En estas circunstancias, muy adecuado», pensó Ravenna, un poco en broma. Se abrió la puerta.
—¿Qué lo trae por aquí, doctor? —preguntó Reiner. No era joven, estaba despeinado, tenía la mirada vaga, parecía débil.
Ravenna miró como si fuera a contestar, pero calló, por encontrarse de repente desprovisto de la razón que lo llevó a llamar a la puerta. En efecto, con incredulidad, con júbilo, advirtió que el olor había desaparecido. Dijo lo primero que se le ocurrió:
—Quería avisarle que no es imposible que aparezca algún vecino y le pida permiso para entrar en su departamento, a causa de un olor nauseabundo.
Reiner declaró que no entendía. Con escasos cambios repitió Ravenna lo que había dicho, manteniendo por cierto la referencia al olor nauseabundo.
—¿Qué insinúa? —preguntó Reiner, sofocado por la indignación—. ¿Que tengo mi departamento sucio?
La dificultad de explicar verosímilmente los hechos de antemano cansó a Ravenna y muy pronto lo exasperó. Dijo:
—No insinúo nada, pero como estoy un poco harto me voy.
Todavía subía hacia el 1.º. piso cuando vio, a través de la puerta enrejada del ascensor, a la señora Octavia, que bajaba.
Tras vacilar un momento, salió del ascensor y procuró seguir por la escalera a la señora. Ésta había desaparecido. «Tiempo de llegar abajo no tuvo» pensó. «Entró en el 5.° A o en el 5.° B.» Dominado por la curiosidad, esperó en un recodo. No bien oía el funcionamiento del ascensor, o pasos en alguna parte, bajaba o subía un tramo, para que no lo sorprendieran espiando. Sus movimientos le recordaban las idas y venidas de una fiera enjaulada.
Por último Octavia salió del 5.° A; al verlo, exclamó:
—Si todavía te sigue la molestia nasal, el doctor Reiner es tu salvación. Te confieso: cuando apareciste en casa, creí que todo era un pretexto. Al rato nomás empecé a oler. Qué castigo.
—¿Todavía te molesta?
—Me curó el doctor Reiner. Un brujo. Tendrías que verlo.
—Yo estoy sano. Me sané al contagiarte.
—Fuiste malísimo, pero ahora no importa, porque el doctor Reiner me curó. Es un brujo. No me dio ningún remedio. Yo creía todo el tiempo que estaba auscultándome con sus cornetines de metal. Me miró la nariz por dentro y me examinó la boca en sus últimos detalles.
—¿Para qué?
—El lo sabrá, porque es un brujo. Bastó una visita para que me sanara.
Ravenna dijo:
—Bueno, me voy.
Subió a su departamento. Pensó que debía arreglar los papeles de la Facultad, antes que se le extraviaran en el desorden de la mesa. «No puedo mantener los ojos abiertos» murmuró. Se dejó caer en la silla, miró la ventana, el azul del cielo, y cuando hizo el ademán de recoger los papeles quedó profundamente dormido.
Despertó renovado. Se arrimó a la ventana y más allá de infinidad de casas desparejas vio una portentosa puesta de sol. Como quien saca una conclusión, pensó que si la tuviera a mano a Fernanda, la del 5.° B, la de los trillizos y los gemelos, la convencería. Seguro de que había llegado la hora de actuar, corrió escaleras abajo. Se encontró con Fernanda —lo que interpretó como buen augurio— que salía del 5.° A —un augurio menos auspicioso. Sin darle tiempo a reaccionar, Fernanda dijo: —Qué suerte encontrarlo. «Por primera vez me habla» pensó Ravenna. Contestó: —Para mí también es una suerte.
—Quiero que me felicite. Me caso con Hipólito. El doctor Reiner, usted sabe. Es para morirse de la risa. Llegó fuera de sí, desesperado por el mal olor, y a los pocos minutos nos queríamos con locura.
Sintió un cansancio muy grande. Procuró sobreponerse, para intentar una última defensa, y argumentó:
—Ese olor es contagioso.
—¡A quién se lo dice! Parece evidente que yo traje el morbo a la casa. Ahora he de estar inmunizada.
Interrumpió este diálogo la llegada del ascensor, con doña Clotilde, que anunció:
—Doctor Ravenna: el doctor Garay lo espera abajo.
—Me había olvidado —exclamó con desconsuelo.
Se despidió, se cuadró y partió a enfrentar su largo fin de semana.
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