Roberto Bolaño
(Santiago,
Chile, 1953 - Barcelona, 2003)
El Ojo Silva
(Putas asesinas, 2001)
Para Rodrigo Pinto y María y
Andrés Braithwaite
Lo que son
las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre
intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser
considerado un cobarde, pero de la violencia, de la
verdadera violencia, no se puede escapar, al menos
no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la
década del cincuenta, los que rondábamos los
veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo
es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso
volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado
tantos años.
En enero de
1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el
Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en
Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban
en la vecina república lo llevaron a México en
donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la
mayoría de los chilenos que por entonces vivían en
el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en
una resistencia más fantasmal que real, no
frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos
amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana,
por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o
en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía
con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el
Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas
y precarias, luego consiguió trabajo como
fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo
qué periódico era, tal vez El Sol, si
alguna vez existió en México un periódico de ese
nombre, tal vez El Universal; yo hubiera
preferido que fuera El Nacional, cuyo
suplemento cultural dirigía el viejo poeta español
Juan Rejano, pero en El Nacional no fue
porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la
redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano,
de eso no me cabe la menor duda, y su situación
económica mejoró, al principio imperceptiblemente,
porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de
forma espartana, pero si uno afinaba la mirada
podía apreciar señales inequívocas que hablaban
de un repunte económico.
Los primeros
meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido
con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un
par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata,
una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas
y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único
personaje encorbatado que alguna vez se sentó a
nuestra mesa del café Quito, en la avenida
Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos
días se decía que el Ojo Silva era homosexual.
Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos
corría ese rumor, en parte como manifestación de
maledicencia y en parte como un nuevo chisme que
alimentaba la vida más bien aburrida de los
exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos
de cintura para abajo, exactamente igual que la
gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba
de Chile.
Una vez vino el
Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el
Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en
cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de
mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A
todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo
una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero
cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un
rato en sus palabras y terminé por darle la razón.
Sólo a algunos indios no les gustan las fotos,
dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de
los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios
de la India, de esa India que tan importante iba a
ser para él en el futuro.
Una noche me lo
encontré en el café Quito. Casi no había
parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los
ventanales que daban a Bucareli con un café con
leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio
grueso que tenía el Quito y que nunca más he
vuelto a ver en un establecimiento público. Me
senté junto a él y estuvimos charlando durante un
rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión
que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el
vaso de vidrio de su café con leche parecían
intercambiar señales, como si se acabaran de
encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el
vasto universo, y trataran con más voluntad que
esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me
confesó que era homosexual, tal como propagaban los
exiliados, y que se iba de México. Por un instante
creí entender que se marchaba porque era
homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido
un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y
eso era algo con lo que siempre había soñado.
Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que
durante algunos años había llevado con ¿pesar?,
¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo
porque él se consideraba de izquierdas y los
compañeros veían con cierto prejuicio a los
homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy
en desuso) que atraía como un imán paisajes
desolados, y del término colisa, que yo escribía
con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que
terminamos despotricando contra la izquierda chilena
y que en algún momento yo brindé por los
luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa
de los luchadores latinoamericanos errantes,
entelequia compuesta de huérfanos que, como su
nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo
sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por
lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el
Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya
sí, me dijo con una tristeza que entonces no
entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le
aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos
a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no
nos volvimos a ver.
Un día supe que
el Ojo se había marchado de México. Me lo
comunicó un antiguo compañero suyo del periódico.
No me pareció extraño que no se hubiera despedido
de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca
me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se
despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le
pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años
después yo también me marché de México. Estuve
en París, lo busqué (si bien no con excesivo
ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo
empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre
persistió en mi memoria una forma de acercarse, un
estar, una forma de opinar desde cierta distancia y
desde cierta tristeza nada enfática que asociaba
con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía
rostro o que había adquirido un rostro de sombras,
pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de
su movimiento, una entidad casi abstracta pero en
donde no cabía la quietud.
Pasaron los
años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me
casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta
ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche,
después de cenar con Heinrich von Berenberg y su
familia, cogí un taxi (aunque usualmente era
Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel)
al que ordené que se detuviera antes porque quería
pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor
que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco
cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no
había gente por las calles. Atravesé una plaza.
Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí
hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me
preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y
lo miré durante un rato sin saber quién era. El
Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me
miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los
árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y
las sombras que lo rodeaban a él con más
intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos
pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo,
Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije
yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche
conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía
en Berlín desde hacía algunos años y sabía
encontrar los bares que permanecían abiertos toda
la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos
me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free
lancer. Había tenido casa en París, en Milán
y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde
guardaba los libros y de las que se ausentaba
durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al
primer bar pude apreciar cuánto había cambiado.
Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara
surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho
más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por
supuesto, nuestro encuentro no había sido casual.
Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo
leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba
una lectura o una conferencia a la que no pudo ir,
pero llamó por teléfono a la organización y
consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo
encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo,
dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí.
Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento
feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin
embargo asequible, alguien que no imponía su
presencia, alguien al que le podías decir adiós en
cualquier momento de la noche y él sólo te diría
adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie
de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que
nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo
allí se podía encontrar.
Releo estas
palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo
jamás se hubiera permitido estas generalizaciones.
En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares,
sentados delante de un whisky y de una cerveza sin
alcohol, nuestro diálogo se desarrolló
básicamente en el terreno de las evocaciones, es
decir fue un diálogo informativo y melancólico. El
diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me
interesa es el que se produjo mientras volvíamos a
mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
La casualidad
quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a
hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en
donde unas horas antes nos habíamos encontrado.
Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché
que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo
que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré.
El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de
baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté
de qué se trataba. De un viaje, contestó en el
acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté.
Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes
pareció existir sólo para contemplar las copas de
los altos árboles alemanes y los fragmentos de
cielo y nubes que bullían silenciosamente por
encima de éstos.
Algo terrible,
dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación
que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de
México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el
Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo.
Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo
vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no
hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar
la plaza, y él estuviera esperándome y
reflexionando sobre su vida y sobre la historia que
el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó
el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo
encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La
historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio
y no la curiosidad de turista lo había llevado
hasta allí, en donde tenía que realizar dos
trabajos. El primero era el típico reportaje
urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann
Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo,
gente que quiere ver la India a medio camino entre India
Song y Sidharta, y uno está para
complacer a los editores. Así que el primer
reportaje había consistido en fotos donde se
vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos,
restaurantes de todo tipo, con predominio más bien
del restaurante canalla o del restaurante de
familias que parecían canallas y sólo eran indias,
y también fotos del extrarradio, las zonas
verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías
de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios,
autobuses y trenes que entraban y salían de la
ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado
latente, una hibernación ajena al concepto de
hibernación occidental, árboles distintos a los
árboles europeos, ríos y riachuelos, campos
sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo
el Ojo.
El segundo
reportaje fotográfico era sobre el barrio de las
putas de una ciudad de la India cuyo nombre no
conoceré nunca.
Aquí empieza la
verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún
vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un
texto de un conocido escritor francés que se había
especializado en el submundo de la prostitución. De
hecho, su reportaje sólo era el primero de una
serie que comprendería barrios de tolerancia o
zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada
por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas
por el mismo escritor.
No sé a qué
ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal
vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté
y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que
llegó a la India solo, pues el escritor francés ya
tenía escrita su crónica y él únicamente debía
ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto
del francés indicaba y comenzó a hacer
fotografías. En sus planes -y en los planes de sus
editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en
la India no debía prolongarse más allá de una
semana. Se hospedó en un hotel en una zona
tranquila, una habitación con aire acondicionado y
con una ventana que daba a un patio que no
pertenecía al hotel y en donde había dos árboles
y una fuente entre los árboles y parte de una
terraza en donde a veces aparecían dos mujeres
seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres
vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo
eran vestimentas indias, pero a los niños incluso
una vez los vio con corbatas. Por las tardes se
desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba
con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas,
otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta
de matronas escépticas y poco locuaces. El olor,
que al principio más bien lo molestaba, terminó
gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables
y trataban de comportarse como chulos occidentales o
tal vez (pero esto lo soñó después, en su
habitación de hotel con aire acondicionado) eran
estos últimos quienes habían adoptado la
gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo
invitaron a tener relación carnal con una de las
putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió
en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche
siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas.
Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la
India y no me había dado cuenta, dijo estudiando
las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?,
le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada.
Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que
tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo
de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre
ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de
aquella casa y caminaron por calles estrechas e
infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era
pequeña pero cuyo interior era un laberinto de
pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las
que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un
oratorio.
Es costumbre en
algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando
el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre
no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice
notar que no sólo no recordaba el nombre de la
deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el
de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y
sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento
me temí lo peor, me senté a su lado y durante un
rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros
abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a
ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza
en penumbras, como si temiera la cercanía de un
desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar
el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo
que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé.
Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las
leyes de la república india, pero que se sigue
celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el
niño es colmado de regalos que sus padres reciben
con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres.
Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa,
o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a
recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene
la apariencia de una romería latinoamericana, sólo
que tal vez es más alegre, más bulliciosa y
probablemente la intensidad de los que participan,
de los que se saben participantes, sea mayor. Con
una sola diferencia. Al niño, días antes de que
empiecen los festejos, lo castran. El dios que se
encarna en él durante la celebración exige un
cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener
más de siete años- sin la mácula de los atributos
masculinos. Así que los padres lo entregan a los
médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta
o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo
emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la
operación comienza el festejo. Semanas o meses
después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a
casa, pero ya es un castrado y los padres lo
rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel.
Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro.
A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato
no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el
Ojo me describió el burdel y parecía que estaba
describiendo una iglesia. Patios interiores
techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente
a la que tú no veías espiaba todos tus
movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no
debía tener más de diez años. Parecía una niña
aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al
mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una
idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin
pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía
ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede
hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni
los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una
foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por
un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice
una foto. Sabía que estaba condenándome para toda
la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto
rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío
pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi
lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero
preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que
pasaba por una de las calles laterales de la plaza.
A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo
siguió hablando. Dijo que el niño le había
sonreído y luego se había escabullido mansamente
por una de los pasillos de aquella casa
incomprensible. En algún momento uno de los chulos
le sugirió que si allí no había nada de su agrado
se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo
dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad,
aunque él desconocía qué era aquello que le
impedía abandonar aquel antro para siempre. El
chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un
brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en
el suelo, sobre unas esteras o sobre unas
alfombrillas estropeadas por el uso. La luz
provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba
un póster con la efigie del dios. Durante un rato
el Ojo miró al dios y al principio se sintió
atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la
rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he
odiado a nadie, dijo mientras encendía un
cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se
perdiera en la noche berlinesa.
En algún
momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios,
aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se
quedó solo con una especie de puto de unos veinte
años que hablaba inglés. Y luego, tras unas
palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando,
o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto
creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad.
Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una
cara que ya no me pertenecía, una cara que se
estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por
el viento), pero en mi interior lo único que hacía
era maquinar. No un plan, no una forma vaga de
justicia, sino una voluntad.
Y después el
Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron
un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor
iluminado (con el niño a un lado del Ojo,
mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también
le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba
ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar
a una habitación en donde dormitaba el médico y
junto a él otro niño con la piel aún más oscura
que la del niño castrado y menor que éste, tal vez
seis años o siete, y el Ojo escuchó las
explicaciones del médico o del barbero o del
sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se
mencionaba la tradición, las fiestas populares, el
privilegio, la comunión, la embriaguez y la
santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos
con que el niño iba a ser castrado aquella
madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño
había llegado, pudo entender, aquel mismo día al
templo o al burdel, una medida preventiva, una
medida higiénica, y había comido bien, como si ya
encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un
niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y
también vio la mirada medio divertida y medio
aterrorizada del niño castrado que no se despegaba
de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra
cosa, aunque la palabra que él empleó no fue “otra
cosa” sino “madre”.
Dijo madre y
suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió
a continuación de tan repetido es vulgar: la
violencia de la que no podemos escapar. El destino
de los latinoamericanos nacidos en la década de los
cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran
convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo
único cierto es que hubo violencia y poco después
dejó atrás las calles de aquel barrio como si
estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda
con viveza la sensación de exaltación que creció
en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se
parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez,
pero que no era (no podía ser) lucidez. También:
la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de
los dos niños que llevaba de la mano sobre los
muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera
concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie
se fijó en él.
El resto, más
que una historia o un argumento, es un itinerario.
El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la
maleta y se marchó con los niños. Primero en un
taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras.
Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde
cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea.
En algún punto de su fuga se subieron a un tren y
viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo
recordaba el rostro de los niños mirando por la
ventana un paisaje que la luz de la mañana iba
deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real
salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde,
en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después
cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús,
y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo
mirando la silueta de los árboles berlineses pero
en realidad mirando la silueta de otros árboles,
innombrables, imposibles, hasta que finalmente se
detuvieron en una aldea en alguna parte de la India
y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos
meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando
hasta otra aldea desde donde envió una carta al
amigo que entonces tenía en París. Al cabo de
quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir
a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la
aldea desde la que había mandado la carta ni mucho
menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban
bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela
y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que
los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban
padre, como les había sugerido más que nada como
una medida de seguridad, para no atraer la atención
de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos
nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo
decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre,
india, había muerto hacía poco y él no quería
volver a Europa. La historia sonaba verídica. En
sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en
mitad de la noche aparecía la policía india y lo
detenían con acusaciones indignas. Solía despertar
temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en
donde dormían los niños y la visión de éstos le
daba fuerzas para seguir, para dormir, para
levantarse.
Se hizo
agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en
ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la
aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en
realidad eran pobres, pero menos pobres que los
demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar
inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a
verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma
incomprensible. A veces los veía detener los juegos
y caminar por el campo como si de pronto se hubieran
vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces
los niños fingían no oírlo y seguían caminando
hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le
sonreían.
¿Cuánto tiempo
estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio,
dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión
su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me
quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se
había puesto a vivir con un mecánico argelino de
la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también
me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo
que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto
de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un
insecto, en medio de unos matorrales secos, el
viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los
ruegos del francés no volvió a París. Meses
después recibió una carta de éste en donde le
comunicaba que la policía india no lo perseguía.
Al parecer la gente del burdel no había interpuesto
denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo
siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la
vestimenta de los personajes que lo detenían y lo
zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron
en esbirros de la secta del dios castrado. El
resultado final era aún más horroroso, me confesó
el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las
pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba
en el interior de un sueño, que eso no era la
realidad.
Después llegó
la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo
también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve
esa suerte.
Tras convalecer
en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada
día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la
ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con
atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan
distante como pensaba, la huida había sido en
espiral y el regreso fue relativamente breve. Una
tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a
visitar el burdel en donde castraban a los niños.
Sus habitaciones se habían convertido en viviendas
en donde se hacinaban familias enteras. Por los
pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora
pululaban niños que apenas sabían andar y viejos
que ya no podían moverse y se arrastraban. Le
pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche,
cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar
por sus hijos muertos, por los niños castrados que
él no había conocido, por su juventud perdida, por
todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los
jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon
por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de
luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo
francés, que ahora vivía con un antiguo levantador
de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un
billete de avión y algo de dinero para pagar el
hotel.
Y su amigo
francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo
haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es
ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que
sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía
qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su
amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se
rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y
colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin
parar.
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