Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La biblioteca de Babel
(El jardín de senderos
que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
By
this art you may contemplate the variation of the 23 letters...
The Anathomy of Melancholy,part. 2, sec.
ii,
mem. iv
El universo (que otros llaman la
Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de
galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio,
cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los
pisos inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de
las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles
por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los
pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras
libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica
a la primera y a todas. A izquirda y a derecha del zaguán hay dos
gabinetes minúsculos.
Uno permite dormir
de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la
escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán
hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen
inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera
realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de
unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada
hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante
Como todos los
hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en
busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos
casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas
leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que
me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo
se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento
engendrado por la caída, que es infinita.
Yo afirmo que la
Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas
hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos,
de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala
triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo,
que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso;
sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora,
repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro
cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los
muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada
renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el
dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las
páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes
de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar
algunos axiomas.
El primero: La
Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario
inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede
dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o
de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de
anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el
viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra
de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo
humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano
garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior:
puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.[1]
El segundo: El
número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la
Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura
había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los
libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa
y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el
renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es
un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo
tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta
noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian
la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la
equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la
mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los
veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es
casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos
no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo
se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que
hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es
dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo
repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V
no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que
sea. Algunos insinuaron que cada letra podia influir en la subsiguiente y
que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que
puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa
vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente
esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la
formularon sus inventores.
Hace quinientos
años, el jefe de un hexágono superior[2] dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban
redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un
siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del
guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se
descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos
permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental
de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por
diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la
coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que
todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos
libros idénticos.
De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles
registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos
ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que
es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del
porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la
falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo
verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese
evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación
verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda
pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los
libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó
que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de
extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un
tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya
elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba
justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de
la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros
de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada
hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir.
Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron
escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su
Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos,
proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas,
arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían
despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron...
Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del
porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna
pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó
entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los
filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito
que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya
cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores
oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de
su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños
que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el
bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en
busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada
esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros
preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi
intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que
todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante
un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se
vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero
en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las
letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente
remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente,
creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los
hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico,
ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su
nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su
frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es
tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal.
Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es
total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos:
de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la
opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las
depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el
horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar
los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los
naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de
otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún
anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún
bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de
esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto.
Muchos peregrinaron en busca de Él.
Durante un siglo
fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado
hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo:
Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y
así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido
mis años. No me parece ínverosímil que en algún anaquel del universo
haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno
solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el
honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros.
Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado
y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se
justifique.
Afirman los impíos
que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la
humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo
sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el
incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y
lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no
sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también,
notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.
En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones
que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos
hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El
calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a
primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación
criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex
hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos
caracteres
dhcmrlchtdj
que
la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas
secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una
sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno
de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en
tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los
treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables
hexágonos—y también su refutación. (Un número n de lenguajes
posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite
la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías
hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o
cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro
valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura
metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo
conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y
besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra.
Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que
inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población.
Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me
engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la
única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes
preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita.
No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que
no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y
hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo
imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros.
Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La
biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la
atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que
los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante
esperanza.[4]
Mar del Plata, 1941
[1]
El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación
ha sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las
veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes
que enumera el desconocido. (Nota del Editor).
[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las
enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de
indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y
escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está
excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una
escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran
esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es
inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común,
impreso en cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito
de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido
es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese
vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se
desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría
revés.
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