Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El hombre en el umbral
(El Aleph (1949)
Bioy Casares trajo de Londres un
curioso puñal de hoja triangular y empuñadora en forma de H; nuestro
amigo Christopher Dewey, del Consejo Británico, dijo que tales armas eran
de uso común en el Indostaní. Ese dictamen lo alentó a mencionar que
había trabajado en aquel país, entre las dos guerras (Ultra Auroram
et Gangen, recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de
Juvenal). De las historias que esa noche contó, me atrevo a reconstruir
la que sigue. Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de
añadir breves rasgos circunstanciales o de agravar, con interpolaciones
de Kipling, el cariz exótico del relato. Este, por lo demás, tiene un
antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso el de las Mil
y una Noches.
*
“La
exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco.
Además, ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de
Amristsar o de Udh? Básteme, pues, decir que en aquellos años hubo
disturbios en una ciudad musulmana y que el gobierno central envió a un
hombre fuerte para imponer el orden. Ese hombre era escocés, de un
ilustre clan de guerreros, y en la sangre llevaba la tradición de
violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no olvidaré el cabello
muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y la boca, los anchos
hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander Glencairn se
llamará esta noche en mi historia; los dos nombres conviene, porque
fueron de reyes que gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander
Glencairn (me tendré que habituar a llamarlos alí) era, lo sospecho, un
hombre temido; el mero anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la
ciudad. Ello no impidió que decretara diversas medidas enérgicas. Unos
años pasaron. La ciudad y el distrito estaban en paz: sikhs y
musulmanes habían depuesto las antiguas discordias y de pronto Glencairn
desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores de que lo habían
secuestrado o matado.
Estas cosas las supe
por mi jefe, porque la censura era rígida y los diarios no comentaron (ni
siquiera registraron, que yo recuerde) la desaparición de Glencairn, tal
vez ominipotente en la ciudad que una firma al pies de un decreto le
destinó, era una mera cifra en los engranajes de la administración del
Imperio. Las pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe
pensó que un particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor
éxito. Tres o cuatro días después (las distancias en la Indica son
generosas) yo fatigaba sin mayor esperanza las calles de la opaca ciudad
que había escamoteado a un hombre.
Sentí, casi
inmediatamente, la infinita presencia de una conjuración para ocultar la
suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar)
que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más,
interrogados, profesaban una ilimitada ignorancia; no sabían quién era
Glencairn, no lo habían visto nunca, jamás oyeron hablar de él. Otros,
en cambio, lo habían divisado hace un cuarto de hora hablando con Fulano
de Tal, y hasta me acompañaban a la casa en que entraron los dos, y en la
que nada sabían de ellos, o que acababan de dejar en ese momento. A
alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en la cara. Los
testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras. No las creí,
pero no me atreví a desoírlas. Una tarde me dejaron un sobre con una
tira de papel en la que había unas señas...
El sol había
declinado cuando llegué. El barrio era popular y humilde; la casa era muy
baja; desde la acera entreví una sucesión de patios de tierra y hacia el
fondo una claridad. En el último patio se celebraba no se que fiesta
musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.
A mis pies, inmóvil
como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré como
era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían
reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y
el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo
alzó hacia mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin
preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de David Alexander
Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de explicar que era
un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras, lo irrisorio
de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien el presente era apenas un
indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o de Akbar podría dar este
hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo confirmó
esta sospecha.
—¡Un juez! –articuló
con débil asombro—. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho
aconteció cuando yo era niño. No se de fechas, pero no había muerto
aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue
queda en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces
pasó. Dios había permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera;
llenas de maldición estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin
embargo, no todos eran perversos, y cuando se pregonó que la reina iba a
mandar un hombre que ejecutaría en este país la ley de Inglaterra, los
menos malos se alegraron, porque sintieron que la ley es mejor que el
desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y oprimir, en
paliar delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos, al
principio; la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y
los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y
arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro,
queríamos pensar, pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo
era demasiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era simplemente un
malvado. Llegó a ser un tirano y la pobre gente (para vengarse de la
errónea esperanza que alguna vez pusieron en él) dio en jugar con la
idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no basta; de los
designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de los muy
simples o los muy jóvenes, creyó que ese propósito temerario podría
llevarse a cabo, por miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su
palabra y un día ejecutaron, incrédulos, lo que a cada uno de ellos
había parecido imposible. Secuestraron al juez y le dieron por cárcel
una alquería en un apartado arrabal. Después apalabraron a los sujetos
agraviados por él, o (en algún caso) a los huérfanos y a las viudas,
porque la espada del verdugo no había descansado en aquellos años. Por
fin –esto fue quizá lo más arduo— buscaron y nombraron un juez para
juzgar al juez.
Aquí lo
interrumpieron unas mujeres que entraban en la casa.
Luego prosiguió,
lentamente:
—Es fama que no
hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente
apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos varones
hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan
perdidos por el mundo y anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni
ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen? Alguien entonces
discurrió que si el destino nos vedaba a los sabios, había que buscar a
los insensatos. Esta opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la
ley, skinhs que llevan el nombre de leones y que adoran a un Dios,
hindúes que adoran muchedumbres de dioses, monjes de mahavira que
enseñan que la forma del universo es la de un hombre con las piernas
abiertas, adoradores del fuego y judíos negros integraron el tribunal,
pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.
Aquí lo
interrumpieron unas personas que se iban de la fiesta.
—De un loco—
repitió— para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y
avergonzara las soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o nunca se
supo, pero andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos,
contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles.
Mi buen sentido se
reveló. Dije que entregar a un loco la decisión era invalidar el
proceso.
—El acusado
aceptó al juez— fue la contestación—.
Acaso comprendió
que dado el peligro que los conjurados corrían si los dejaban en
libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte. He oído
que se rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y noches
duró el proceso, por lo crecido del número de testigos.
Se calló. Una
preocupación lo trabajaba. Por decir algo, pregunté cuántos días.
—Por lo menos,
diecinueve —replicó. Gente que se iba de la fiesta lo volvió a
interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las caras y las
voces parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.
—Diecinueve días,
precisamente —rectificó—. El perro infiel oyó la sentencia, y el
cuchillo se cebó en su garganta.
Hablaba con alegre
ferocidad. Con otra voz dio fin a la historia:
—Murió sin miedo;
en los más viles hay alguna virtud.
—¿Dónde ocurrió
lo que has contado? —le pregunté—. ¿En una alquería?
Por primera vez me
miró en los ojos. Luego aclaró con lentitud, midiendo las palabras:
—Dije que en una
alquería le dieron cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta ciudad lo
juzgaron: en una casa como todas, como ésta. Una casa no puede díferir
de otra: lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en el
cielo.
Le pregunté por el
destino de los conjurados.
—No sé —me
dijo con paciencia—. Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya
muchos años. Quizá los condenaron los hombres, pero no Dios.
Dicho lo cual, se
levantó. Sentí que sus palabras me despedían y que yo había cesado
para él, desde aquel momento. Una turba hecha de hombres y mujeres de
todas las naciones del Punjab se desbordó, rezando y cantando, sobre
nosotros y casi nos barrió: me azoró que de patios tan angostos, que
eran poco más que largos zaguanes, pudiera salir tanta gente. Otros
salían de las casas del vecindario: sin duda habían saltado las
tapias... A fuerza de empujones e imprecaciones me abrí camino. En el
último patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de flores
amarillas, a quien todos besaban y agasajaban, y con una espada en la
mano. La espada estaba sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo
cadáver mutilado encontré en las caballerizas del fondo”.
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