Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El informe de Brodie
(El informe de Brodie,
1970)
En un ejemplar del primer volumen
de las Mil y Una Noches (Londres, 1840) de Lane, que me consiguió
mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora
traduciré al castellano. La esmerada caligrafía -arte que las máquinas
de escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por
esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas
explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de
interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del
manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos
cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya
firma exornada de una níbrica figura al pie, nada he podido averiguar,
salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la
fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones
selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del
portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo
sepa, no fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente
el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras
omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso
pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen
presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.
*
“...de
la región que infestan los hombres monos (Apemen) tienen su morada los Mlch[1],
que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza
bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la
ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no
pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur,
entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con
excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen
donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las
incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo
unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He
visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el
suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la
frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se
alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de
murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los
ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos
cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes,
para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la
boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también son
alimento o —pero esto acaso es demasiado sutil— para que yo entendiera
que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
En sus guerras usan
las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan
desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.
Es digno de
atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa,
en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispensan la
sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base,
como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las
laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los
hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus
castillos en la cumbre de un cerro, he alegado este uso a los hechiceros,
proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin
embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más
fresco.
La tribu está
regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que
verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo
han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si
presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey
de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman
los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo
distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es
Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros
y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una
guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben a la tribu para
estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más
recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo
común es que muera inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los
hombres-monos.
En otro Alcázar
vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se
dignó recibirme; era sonriente; joven y agraciada, hasta donde lo permite
su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan su
desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a
la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis
hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los
hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas
cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un
alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real
y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la
reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras
regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar
el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque
muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas, yo
tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos
las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido.
Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de
otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa
de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez
no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede
imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces;
la acariciaban largamente.
Con insensibles al
dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y
las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.
He hablado de la
reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro:
este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos
uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo
mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las
inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de
que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en
el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que
cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no admiten el
error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son
realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye
el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un
individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si
éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la
tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos,
pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los
hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde
hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan
también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila
certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por
ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el
grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado este curioso
don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado, el presente y el
porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios,
en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar,
indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda
nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba
apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea
capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente, la
memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de
mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los
hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar
los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada
hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las
disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro,
número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente
de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo.
Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los
enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y
los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la
reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y
sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que
posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado,
ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una
hormiga o de una culebra.
A nadie le
asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no
lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los
perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden
que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con
el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan
inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal
y no todas son madres.
El idioma es
complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No
podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada
palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el
contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la
dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un
leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de
desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio,
indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una
piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los
cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra
manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario.
No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave
vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera
frases truncas.
La virtud
intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los
Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada.
Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre
de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros
mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta
hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.
Las diversiones de
la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es
acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la
vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey
dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de
no recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la
primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su
destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí,
arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe.
Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre
ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede
contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que
forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no
excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se
apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under
a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará
con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un
dios y cualquiéra puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los
arenales del Norte.
He referido ya
cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me
cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron la descarga por
una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar
siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos
invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre
arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron,
atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi
vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió.
La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis
aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres
negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en
portugués. Un misionero romanista, el Padre Fernandes, me hospedó en su
cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio
me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro
piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los
pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en
materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
Escribo ahora en
Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror
esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la
calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo
bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia
olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un
rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los
hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el
alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y
de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la
representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento
de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el
deber de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo
que se atreve a sugerir este informe.”
[1] Doy a la ch el
valor que tiene en la palabra loch. (Nota del autor.)
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