Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El Sur
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
El hombre que desembarcó en Buenos
Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia
evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de
una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente
argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de
infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado
por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann
(tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado
romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un
hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los
años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario,
pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había
logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores:
una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos
balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las
tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano
se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de
que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los
últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas,
el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann
había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001 Noches
de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el
ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó
la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le
abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la
frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que
alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró
dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor
de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de
Las 1001 Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo
visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy
bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba
que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho
siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y
lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable
sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó,
pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin,
dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron;
le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo
iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre
enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas,
vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que
siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta
entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el
menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;
odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba
que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran
muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto
de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su
destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas
noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte.
Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto,
podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido
llegó.
A la realidad le
gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al
sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión
del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la
muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había
perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran
como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con
felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las
registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas
diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las
cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el
Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello
no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo
más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el
zaguán, el íntimo patio.
En el hall
de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa
de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente,
como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido.
Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le
había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro
pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por
un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el
mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del
penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio
con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de
Las 1001 .Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su
desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un
desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del
tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio dc la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado
matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho
más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de
Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se
dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el
caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos
veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me
despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera
dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la
patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas
servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas,
infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos
caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que
parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de
la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera
podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto
inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió
y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable
de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no
tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue
en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían
atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba
hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni
otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y,
de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra
cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann
pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura
fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió
que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un
poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír,
porque el mecanismo dc los hechos no le importaba.)
Et tren
laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las
vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un
cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez
pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce,
cuadras.
Dahlmann aceptó la
caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un
esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la
borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,
Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del
trébol.
El almacén, alguna
vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese
color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en
acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al
palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al
patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de
los empleados dcl sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría
atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese
tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían
v bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al
principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años
lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las
generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y
estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con
satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota
de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los
partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan
más que en el Sur.
Dahlmann se
acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo,
pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes dc hierro.
El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó
con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba cl áspero sabor y dejaba
errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de
kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa
eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y
torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un
leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una
de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero
alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa
parecían ajenos a él. Dalhmann. perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noche, como para
tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez
los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que
sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por
desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando
el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann,
no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se
extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas
palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora
iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo
a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué
andaban buscando.
El compadrito de la
cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann,
lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla— Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió
con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó
con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo
imprevisible ocurrió.
Desde un rincón.
el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del
Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies.
Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera,
que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el
arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar
que lo macaran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los
hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben
ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el
sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo
—dijo el otro.
Salieron, y si en
Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar
el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una
fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja.
Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte,
ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con
firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
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