Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Otras inquisiciones
(1952)
El espejo de los enigmas
El
pensamiento de que la Sagrada Escritura tiene (además de su valor
literal) un valor simbólico no es irracional y es antiguo: está en
Filón de Alejandría, en los cabalistas, en Swedenborg. Como los hechos
referidos por la Escritura son verdaderos (Dios es la Verdad, la Verdad no
puede mentir, etcétera), debemos admitir que los hombres, al ejecutarlos,
representaron ciegamente un drama secreto, determinado y premeditado por
Dios. De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras
vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor
inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben
heberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy. (En los
fragmentos psicológicos de Novalis y en aquel tomo de la autobiografía
de Machen que se llama The London Adventure, hay una hipótesis
afín: la de que el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna—
es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas...
También la declara De Quincey[1]: “Hasta los sonidos irracionales del
globo deben ser otras tantas álgebras y lenjuajes que de algún modo
tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su síntaxis, y
así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos secretos de los
mayores”.
Un versículo de San Pablo (I,
Corintios, 13, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in
aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem
cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce:
Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo
imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le
conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con
una visión clara, a la manera que soy yo conocido.” Cuarenta y
cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y
más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: “Ahora vemos por
espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora
conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.” Torres Amat
opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divinidad;
Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general.
Que yo sepa, Bloy no imprimió a su
conjetura una forma definitiva. A lo largo de su obra fragmentaria (en la
que abundan, como nadie lo ignora, la quejumbre y la afrenta) hay
versiones o facetas distintas. He aquí unas cuantas, que he rescatado de
las páginas clamorosas de Le mendiant ingrat, de Le Vieux de la
Montagne y de L’invendable. No creo haberlas agotado: espero
que algún especialista en León Bloy (yo no lo soy) las complete y las
rectifique.
La primera es de junio de 1894. La
traduzco así: “La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculoum
in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo
verdadero, que es el alma del hombre. La atgerradora inmensidad de los
abismos del firmamento es una ilusión, un reflejo exterior de nuestros
abismos, percibidos en ‘un espejo’. Debemos invertir nuestros ojos
y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones,
por los que Dios quiso morir. Si vemos la Vía Láctea, es porque existe verdaderamente
en nuestra alma.”
La segunda es de noviembre del mismo
año: “Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el
padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz
responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable, ante
Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están
oprimidos durante su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes
inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas
no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas de la
Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede
jactarse de ser un mero sirviente?.”
La tercera es de una carta escrita en
diciembre: “Todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador. Somos
durmientes que gritan en el sueño. No sabemos si tal cosa que nos aflige
no es el principio secreto de nuestra alegría ulterior. Vemos ahora,
afirma San Pablo, per speculum in aenigmate, literalmente: en
enigma por medio de un espejo y no veremos de otro modo hasta el
advenimiento de Aquel que está todo en llamas y que debe enseñarnos
todas las cosas”.
La cuarta es de mayo de 1904. “Per
speculum in aenigmate, dice San Pablo. Vemos todas las cosas al
revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. Entonces (me dice una querida
alma angustiada) nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra.”
La quinta es de mayo de 1908. “Aterradora
idea de Juana, acerca del texto Per speculum. Los goces de este
mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un
espejo.
La sexta es de 1912. En cada una de
las páginas de L’Ame de Napoleón, libro cuyo propósito es
descifrar el símbolo Napoleón, considerado como precursor de otro
héroe —hombre y simbólico también— que está oculto en el porvenir.
Básteme citar dos pasajes: Uno: “Cada hombre está en la tierra para
simbolizar algo que ignora y para realizar una partícula, o una montaña,
(le los materiales invisibles que servirán para edificar la Ciudad de
Dios.” Otro: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar
quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este
mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni
cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro
de la Luz... La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y
los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero
la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente
escondida.”
Los anteriores párrafos tal vez
parecerán al lector meras gratitudes de Bloy. Que yo sepa, no se cuidó
nunca de razonarlos. Yo me atrevo a juzgarlos verosímiles, y acaso
inevitables dentro de la doctrina cristiana, Bloy (lo repito) no hizo otra
cosa que aplicar a la Creación entera el método que los cabalistas
judíos aplicaron a la Escritura. Estos pensaron que una obra dictada por
el Espíritu Santo era un texto absoluto: vale decir un texto donde la
colaboración del azar es calculable en cero. Esa premisa portentosa de un
libro impenetrable a la contingencia, de un libro que es un mecanismo de
propósitos infinitos, les movió a permutar las palabras escriturales, a
sumar el valor numérico de las letras, a tener en cuenta su forma, a
observar las minúsculas y mayúsculas, a buscar acrósticos y anagramas y
a otros rigores exegéticos de los que no es difícil burlarse. Su
apología es que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia
infinita.[2] León Bloy postula ese carácter jeroglífico —ese
carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles— en
todos los instantes y en todos los seres del mundo. El supersticioso cree
penetrar esa escritura orgánica: trece comensales articulan el símbolo
de la muerte; un ópalo amarillo, el de la desgracia...
Es dudoso que el mundo tenga sentido;
es más dudoso aun que tenga doble y triple sentido, observará el
incrédulo. Yo entiendo que así es; pero entiendo que el mundo
jeroglífico postulado por Bloy es el que más conviene a la dignidad del
Dios intelectual de los teólogos.
Ningún nombre sabe quién es,
afirmó León Bloy. Nadie como él para ilustrar esa ignorancia íntima.
Se creía un católico riguroso y fue un continuador de los cabalistas, un
hermano secreto de Swedenborg y de Blake: heresiarcas.
[1]
Writings, 1896, volumen primero, página 129.
[2] ¿Qué es tuna inteligencia
infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina;
yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su
nacimiento basta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible
figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la
de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada
función en la economía del universo.
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