Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El Evangelio según Marcos
(El informe de Brodie,
1970)
El hecho sucedió en la estancia La
Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del
mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina,
Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos
muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad
oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio
inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba
discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque
los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le
desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y
tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo
atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su
época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su
madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches
rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los
años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una
mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres
puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar
en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en
opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el
riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a
Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los
americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos
Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de
las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear
en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo
sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para
decir que no.
El casco de la
estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz,
que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre,
el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta
paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y
de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto
hace años.
Espinosa, en el
campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por
ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas
y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el
tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días,
Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de
animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya
estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su
infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió
quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni
siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo
despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las
primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa
tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día,
Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó
que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa
mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar
nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no
desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres,
ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la
hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a
La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día,
una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación
que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La
mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo
resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de
campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la
gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia
estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a
una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que
su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan
en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas.
Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre
de quien los engendró.
En toda la casa no
había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un
manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia
del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o
policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa,
para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de
capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el
capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro.
Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con
todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado
nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de
los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones,
antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y
no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se
había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar
su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los
muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente,
extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la
calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un
portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso
de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y
a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra,
etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa,
siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las
páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían
dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a
este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve,
y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos
setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas
generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa
los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre
perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las
supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no
escucharon.
Hojeó el volumen y
sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para
ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo,
decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo
escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia
de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la
sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del
tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que
busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que
se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en
Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres
despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la
muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un
alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña;
Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación
despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los
Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta
pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su
lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los
Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran
perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había
dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con
respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer
otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya
había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños
a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad.
Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los
martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso
eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a
recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto
el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando
estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo
trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café,
pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió
un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la
puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y
abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos
notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde
el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió
junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un
hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera
sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de
averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente
comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le
preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres.
Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo
que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar
a todos del infierno.
Gutre le dijo
entonces:
—¿Qué es el
infierno?
—Un lugar bajo
tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se
salvaron los que clavaron los clavos?
—Sí —replicó
Espinosa cuya teología era incierta.
Había temido que el
capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del
almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por
persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se
levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están
bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió
Gutre, como un eco.
Los tres lo habían
seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después
lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha
lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó;
pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las
vigas para construir la Cruz.
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