Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Examen de la obra de Herbert Quain
El jardín de senderos
que se bifurcan
(Buenos Aires: Editorial Sur, 1941, 124 págs.);
Ficciones
(Buenos Aires: Editorial Sur, 1944, 204 págs.)
Herbert Quain ha muerto en Roscommon; he
comprobado sin asombro que el Suplemento Literario del Times apenas
le depara media columna de piedad necrológica, en la que no hay epíteto
laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado) por un
adverbio. El Spectator, en su número pertinente, es sin duda menos
lacónico y tal vez más cordial, pero equipara el primer libro de Quain
The God of the Labyrinth a uno de Mrs. Agatha Christie y otros
a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará inevitables y que
no hubieran alegrado al difunto. Este, por lo demás, no se creyó nunca
genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación
literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas juega
invariablemente a ser monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson...
Percibía con toda lucidez la condición experimental de sus libros:
admirables tal vez por lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero
no por las virtudes de la pasión. Soy como las odas de Cowley, me
escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939. No pertenezco al arte,
sino a la mera historia del arte. No había, para él, disciplina
inferior a la historia.
He repetido una
modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota su
pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las
obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo
dieciséis (recordemos el Viaje del Paraíso, recordemos el destino
de Shakespeare) no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain,
tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas
hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho
estético no puede prescindir de algún elemento de asombro y que
asombrarse de memoria es difícil. Deploraba con sonriente sinceridad “la
servil y obstinada conservación” de libros pretéritos... Ignoro si su
vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan demasiado el
asombro.
Deploro haber
prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó. He
declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth;
puedo agregar que el editor la propuso a la venta en los últimos días de
noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas
involuciones del Siamese Twin Mystery atarearon a Londres y a Nueva
York; yo prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la
novela de nuestro amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su
ejecución deficiente y a la vana y frígida pompa de ciertas
descripciones del mar. Al cabo de siete años, me es imposible recuperar
los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal como ahora lo
empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable
asesinato en las páginas iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una
solución en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y
retrospectivo que contiene esta frase: Todos creyeron que el encuentro
de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Esa frase deja
entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los
capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El
lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective.
Aún más
heterodoxa es la “novela regresiva, ramificada” April March,
cuya tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se
niega a descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la
consideró nunca otra cosa. Yo reivindico para esa obra, le oí
decir, los rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes
arbitrarias, el tedio. Hasta el nombre es un débil calembour:
no significa Marcha de abril sino literalmente Abril marzo.
Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de Dunne; el
prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que
la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al
golpe (Appearance and reality, 1897, página 215).[1] Los mundos
que propone April March no son regresivos, lo es la manera de
historiarlos. Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos
integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos
desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la víspera
del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de otra
posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas
tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres
vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta, pues, de nueve
novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es común a
todas ellas, naturalmente.) De esas novelas, una es de carácter
simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra,
comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a
comprender la estructura.

De
esta estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce
categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico.
Previsiblemente, alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor
no es el que originariamente ideó, el x 4; es el de naturaleza
fantástica, el x 9. Otros están afectados por bromas lánguidas y
por pseudoprecisiones inútiles. Quienes los leen en orden cronológico
(verbigracia: x 3, y 1, z) pierden el sabor peculiar del extraño
libro. Dos relatos —el x 7, el x 8— carecen de valor
individual; la yuxtaposición les presta eficacia... No sé si debo
recordar que ya publicado April March, Quain se arrepintió del
orden ternario y predijo que los hombres que lo imitaran optarían por el
binario

y
los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias,
infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero
retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret
Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había
entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más
libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del
general Thrale, C.I.E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de
la trama es miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de
algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva; sospechamos que no
suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su compromiso con
el duque de Rutland; los periódicos desmienten el compromiso. La venera
un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna vez un
distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de antigua
sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece
vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer-Lytton y los epigramas de
Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un
duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna
curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos.) Los personajes del
primer acto reaparecen en el segundo con otros nombres. El “autor
dramático” Wilfred Quarles es un comisionista de Liverpool; su
verdadero nombre, John William Quigley. Miss Thrale existe; Quigley
nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler
o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o
improbable “casa de campo” es la pensión judeo-irlandesa en que
vive, trasfigurada y magnificada por él... La trama de los actos es
paralela, pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se
posterga o se frustra. Cuando The Secret Mirror se estrenó, la
crítica pronunció los nombres de Freud y de Julian Green. La mención
del primero me parece del todo injustificada.
La fama divulgó
que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa
interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito.
Desgraciadamente, ya Quain había cumplido los cuarenta años; estaba
aclimatado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cambio de
régimen. Resolvió desquitarse. A fines de 1939 publicó Statements:
acaso el más original de sus libros, sin duda el menos alabado y el
más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una especie
ya extinta. No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor,
en potencia o en acto. Afirmaba también que de las diversas
felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la
invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán
de contentarse con simulacros. Para esos “imperfectos escritores”,
cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos del libro Statements.
Cada uno de ellos prefigura o promete un buen argumento, voluntariamente
frustrado por el autor. Alguno —no el mejor— insinúa dos
argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos
inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la
ingenuidad de extraer Las ruinas circulares, que es una de las
narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan.
1941
[1] Ay de la erudición de
Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un interlocutor
del Político, de Platón, ya había descrito una regresión
parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al
influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la
madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la
nada. También Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas
boreales que originan en quien las come, el mismo proceso retrógrado...
Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el
que recordáramos el porvenir e ignoráramos, o apenas presintiéramos,
el pasado. Cf. el canto décimo del Infierno, versos
97-102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.
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