Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La forma de la espada
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Le cruzaba la cara una cicatriz
rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien
y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en
Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos
campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un
imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El
Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien
dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban
empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas
deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta
la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor:
un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a
los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido,
trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos
glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es
verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta
comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que
recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me
obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí
notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el
Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije
que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi
interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era
inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si
hubiera revelado un secreto.
Salimos, después
de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las
cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra
tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena
trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora
sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o
qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del
Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de
la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la
historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún
oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la
historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el
portugués:
“Hacia 1922, en
una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban
por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los
mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más
valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres
llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en
las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos
republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no
sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente;
era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las
ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que
cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras
peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un
afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente
veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de
ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las
páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le
servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un
hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía
la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la
revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman
sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos
disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles.
Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable
tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén
y con cierta cólera.
Cuando arribamos a
las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después,
orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos
internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor,
surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos
detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di
vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por
el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía
Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo
del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche
agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala
rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos,
prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de
1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a
quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo
administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era
desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas
antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja:
libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia
del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de
círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla.
Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca,
murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una
curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida”
era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha
arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se
preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como
obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra
causa.)
Al otro día Moon
había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un
severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido
revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad)
que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el
Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi
revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en
el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un
doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí
que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me
despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el
cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran
todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un
jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la
crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer
tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres,
Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos
en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no
diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me
afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el
penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar
exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin.
Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del
crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en
el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo
rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o
Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una
noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
También solía denunciar “nuestra deplorable base económicá',
profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire
flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde
físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve
días.
El décimo la ciudad
cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes
silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en
una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un
maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la
puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer
estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca,
hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por
teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las
siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara
el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí
exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se
confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros
corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía
la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo
acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias
del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué
en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es
un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su
menosprecio”.
Aquí el narrador se
detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿Y Moon? —le
interrogué.
—Cobró los
dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un
maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la
continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido
lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz
blanquecina.
—¿Usted no me
cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi
infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera
hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent
Moon. Ahora desprécieme.
1942
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