DIÁLOGO
SOBRE UN DIÁLOGO
A. —Distraídos en razonar la
inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara.
No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más
convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el
alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo
insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede
sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y
la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita,
esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les
mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos,
para discutir sin estorbo.
Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos
suicidamos.
LAS UÑAS
Dóciles medias los halagan de día
y zapatos de cuero claveteados los fortifican, pero los dedos de mi pie no
quieren saberlo. No les interesa otra cosa que emitir uñas: láminas
córneas, semitransparentes y elásticas, para defenderse ¿de quién?
Brutos y desconfiados como ellos solos, no dejan un segundo de preperar
ese tenue armamento. Rehúsan el universo y el éxtasis para seguir
elaborando sin fin unas vanas puntas, que cercenan y vuelven a cercenar
los bruscos tijeretazos de Solingen. A los noventa días crepusculares de
encierro prenatal establecieron esa única industria. Cuando yo esté
guardado en la Recoleta, en una casa de color ceniciento provista de
flores secas y de talismanes, continuarán su terco trabajo, hasta que los
modere la corrupción. Ellos, y la barba en mi cara.
LOS
ESPEJOS VELADOS
El Islam asevera que el día
inapelable del Juicio, todo perpetrador de la imagen de una cosa viviente
resucitará con sus obras, y les será ordenado que las anime, y
fracasará, y será entregado con ellas al fuego del castigo. Yo conocí
de chico ese horror de una duplicación o multiplicación espectral de la
realidad. pero ante los grandes espejos. Su infalible y continuo
funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima cósmica, eran
sobrenaturales entonces, desde que anochecía. Uno de mis insisitidos
ruegos a Dios y al ángel de mi guarda era el de no soñar con espejos. Yo
sé quie los vigilaba con inquietud. Temí, unas vecesm que empezaran a
divergir de la realidad; otras, ver desfigurado en ellos mi rostro por
adversidades extrañas. He sabido que ese temor está, otra vez,
prodigiosamente en el mundo. La historia es harto simple, y desagradable.
Hacia 1927,
conocí una chica sombría: primero por teléfono (porque Julia empezó
siendo una voz sin nombre y sin cara); después, en una esquina al
atardecer. Tenía los ojos alarmantes de grandes, el pelo renegrido y
lacio, el cuerpo estricto. Era nieta y bisnieta de federales, como yo de
unitarios, y esa antigua discordia de nuestras sangres era para nosotros
un vínculo, una posesión mejor de la patria. Vivía con los suyos en un
desmantelado caserón de cielo raso altísimo, en el resentimiento y la
insipidez de la decencia pobre. De tarde -algunas contadas veces de noche-
salíamos a caminar por su barrio, que era el de Balvanera. Orillábamos
el paredón del ferrocarril; por Sarimento llegamos una vez hasta los
desmontes del Parque Centenario. Entre nosotrosno hubo amor ni ficción de
amor: yo adivinaba en ella una intensidad que era del todo extraña a la
erótica, y le temía. Es común referir a las mujeres, para intimar con
ellas, rasgos verdaderos o apócrifos del pasado pueril; yo debí contarle
una vez de los espejos y dicté así, el 1928, una alucinación que iba a
florecer el 1931. Ahora, acabo de saber que ha enloquecido y que en su
dormitorio los espejos están velados pues en ellos ve mi reflejo,
usurpando el suyo, y tiembla y calla y dice que la persigo mágicamente.
Aciaga
servidumbre la de mi cara, la de una de mis caras antiguas. Ese odioso
destino de mis facciones tiene que hacerme odioso también, pero ya no me
importa.
ARGUMENTUM
ORMITHOLOGICUM
Cierro los ojos y veo una bandada
de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos, no sé cuantos
pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra
el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido,
porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es
indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de
nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, o dos pájaros. Vi un
número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco,
etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.
EL
CAUTIVO
En Junín o en Tapalquén refieren
la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo
habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de
los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio
de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la
crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé)
y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida
bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó
conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez
porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De
pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos
largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en
la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había
escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los
padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este
recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un
día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquél
instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo
querría saber si el hijo perdiddo renació y murió en aquel éxtasis o
si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres
y la casa.
EL
SIMULACRO
En uno de los días de julio de
1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco. Era alto, flaco,
aindiado, con una cara inexpresiva de opa o de máscara; la gente lo
trataba con deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era.
Eligió un rancho cerca del río; con la ayuda de unas vecinas, armó una
tabla sobre dos caballetes y encima una caja de cartón con una muñeca de
pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en candeleros altos y
pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas
desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el
casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: Mi sentido
pésame, General. Este, muy compungido, los recibía junto a la
cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta.
Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba
con entereza y resignación: Era el destino. Se ha hecho todo lo
humanamente posible. Una alcancía de lata recibía la cuota de dos
pesos y a muchos no les bastó venir una sola vez.
¿Qué suerte de hombre
(me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un
triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al
representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble
pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con
diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal
y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se
ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer
Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino
desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero
ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una
crasa mitología.
DELIA
ELENA SAN MARCO
Nos despedimos en una de las
esquinas del Once.
Desde la otra vereda volví a mirar;
usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano.
Un río de vehículos y de gente
corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba
yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.
Ya no nos vimos y un año después
usted había muerto.
Y ahora yo busco esa memoria y la miro
y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la
infinita separación.
Anoche no salí después de comer y
releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón
pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la
carne.
Y ahora no sé si la verdad está en
la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente.
Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no
haya énfasis.
Decirse adiós es negar la
separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos
mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún
modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a
qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en
una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.
DIÁLOGO
DE MUERTOS
El hombre llegó del sur de
Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Rojizo, atlético y obeso,
resultó inevitable que casi yodos lo creyeran inglés y lo cierto es que
se parecía notablemente al arquetípico John Bull. Usaba sombrero de copa
y una curiosa manta de lana con una abertura en el medio. Un grupo de
hombres, de mujeres y de criaturas lo esperaba con ansiedad; a muchos les
rayaba la garganta una línea roja, otros no tenían cabeza y andaban con
recelo y vacilación, como quien camina en la sombr. Fueron cercando al
forastero y, desde el fondo, alguno vociferó una mala palabra, pero un
terror antiguo los detenía y no se atrevieron a más. A todos se
adelantó un militar de piel cetrina y ojos como tizones; la melena
revuelta y la barba lóbrega parecían comerle la cara. Diez o doce
heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de los
tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le
tendió la mano.
—¡Qué
aflicción ver a un guerrero tan espectable derribado por las armas de la
perfidia! —dijo en tono rotundo—. ¡Pero también qué íntima
satisfacción haber ordenado que los victimarios purgaran sus fechorías
en el patíbulo, en la Plaza de la Victoria!
—Si habla de
Santos Pérez y de los Reinafé, sepa que ya les he agradecido —dijo con
lenta gravedad el ensangrentado.
El otro lo miró
como recelando una burla o una amenaza, pero Quiroga prosiguió:
—Rosas, usted no
me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos
nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a
Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las
soledades de América, en una tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio
fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en
lugares perdidos. ¿Qué títulos son ésos para el recuerdo? Yo vivo y
seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí
asesinado en una galera, en el sitio llamdo Barranca Yaco, por hombres con
caballos y espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que
no supe apreciar en aquellas hora, pero que las siguientes generaciones no
han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías
muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de
valía.
Rosas, que había
recobrado su aplomo, lo miró con desdén.
—Usted es un
romántico —sentenció—. El halago de la posteridad no vale mucho más
que el contemporáneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas
divisas.
—Conozco su
manera de pensar —contestó Quiroga—. En 1852, el destino, que es
generoso o que quería sondearlo hasta el fondo, le ofreció una muerte de
hombre, en una batalla. Usted se mostró indigno de ese regalo, porque la
pelea y la sangre le dieron miedo.
—¿Miedo? —repitió
Rosas—. ¿Yo, que he domado potros en el Sur y después a todo un país?
Por primera vez,
Quiroga sonrió.
—Ya sé —dijo
con lentitud— que usted ha ejecutado mas de una lindeza a caballo,
según el testimonio imparcial de sus capataces y peones; pero en aquellos
días, en América y también a caballo, se ejecutaron otras lindezas que
se llaman Chacabuco y Junín y Palma Redonda y Caseros.
Rosas lo oyó sin
inmutarse y replicó así.
—Yo no necesité
ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que hombres
más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo
por caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos
aguantan más y otros menos, pero tarde o temprano todos aflojan.
—Así será —dijo
Quiroga—, pero yo he vividoy he muerto y hasta el día de hoy no sé lo
que es el miedo. Y ahora voy a que me borren, a que me den otra cara y
otro destino, porque la historia se harta de los violentos. No sé quién
será el otro, que harán conmigo, pero sé que no tendrá miedo.
—A mí me basta
ser el que soy —dijo Rosas— y no quiero ser otro.
—También las
piedras quieren ser piedras para siempre —dijo Quiroga— y durante
siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted
cuando entré a la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien,
ya estamos cambiando los dos.
Pero Rosas no le
hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:
—Será que no
estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me
parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está
por nacer todavía.
No hablaron más,
porque en ese momento Alguien los llamó.
LA TRAMA
Para que su horror sea perfecto,
César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus
amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su
protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú
también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le
agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos
después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido
por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con
mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no
leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se
repita una escena.
UN
PROBLEMA
Imagenemos que en Toledo se
descubre un papel copn un texto arábigo y que los paléografos lo
declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien
Cervantes derivó el Donm Quijote. En el texto leemos que el héroe (que,
comop es fama, recorría los caminos de España, armado con espada y
lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de
uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto
cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona
don Quijote.
Que yo sepa, hay
tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada
especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de don Quijote la muerte
no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos
y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás
olvidar que era una proyección de Alonso Quijano. lector de historias
fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la
culpa de Caín, lo despierta de su consesntida locura acaso para siempre.
La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, don Quijote
no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad
del efecto le hace presuponer una pareja relidad de la causa y don Quijote
no saldrá nunca de su locura.
Queda otra
conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y
requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don
Quijote —que ya no es don Quijote sino un rey de los ciclos del
Indostán— intuye ante el cadaver del enemigo que matar y engendrar son
actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición
humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta
que le pesa en la mano y él mismo y tosa su vida pretérita y los vastos
dioses y el universo.
UNA ROSA
AMARILLA
Ni aquella tarde ni la otra murió
el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes e la Fama (para
usar una imágen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo
Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso queentonces ocurrió fue en
verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se
moría en un vasto lecho español de columnas labradas. Nada cuesta
imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más
abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un
agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el
hombre murmura lso versos inevitables que a él mismo , para hablar con
sinceridad, ya lo hastían un poco:
Púrpura
del jardín, pompo del prado,
gema de primavera, ojo de abril...
Entonces
ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como Adán pudo verla
en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus
palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar y que los altos
y sobrebios volúmenes que fomraban un ángulo de la sala en la penumbra
de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa
más agregada al mundo.
Esta ilumniación
alcanzó Marino en la víspera de us muerte, y Homero y Dante acaso la
alcanzaron también.
EL
TESTIGO
En un establo que está casi a la
sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba
gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte
como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va
desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están
las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro
de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y
sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de
Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero
el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la
exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de
vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes
del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas
imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más
pobre cuando este sajón haya muerto.
Hechos que pueblan
el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden
maravillamos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada
agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado
los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que
vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la
muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma
patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio
Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de
Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?
MARTÍN
FIERRO
De esta ciudad salieron ejércitos
que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación de la
gloria. Al cabo de los años alguno de los soldados volvió y, con un dejo
forastero, refirió historias que le habían ocurrido en lugares llamados
Ituzaingó o Ayacucho. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.
Dos tiranías hubo
aquí. Durante la primera, unos hombres desde el pescante de un carro que
salía del mercado del Plata pregonaron duraznos blancos y amarillos; un
chico levantó una punta de la lona que los cubría y vio cabezas
unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y
muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada
día, una humillación incesante. Estas cosas, ahora, son como si no
hubieran sido.
Un hombre que sabía
todas las palabras miró con minucioso amos las plantas y los pájaros de
esta tierra y los definió, talvez para siempre, y escribió con
metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de
las formas de la luna. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.
También aquí las
generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo
eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no
hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y
tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el
cuchillo, lo tira como un saco de huesos, le ve agonizar y morir, se
agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que
no piensen que huye. Esto que fue una vez, vuelve a ser, infinitamente;
los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el
sueño de uno es parte de la memoria de todos.
MUTACIONES
En un corredor vi una flecha que
indicaba una dirección y pensé que aquel símbolo inofensivo había sido
alguna vez una cosa cíe hierro, un proyectil inevitable y mortal, que
entró en la carne de los hombres y de los leones y nubló el sol en las
Térmópilas y dio a Harald Sigurdarson, para siempre, seis pies de tierra
inglesa.
Días después,
alguien me mostró una fotografía de un jinete magyar; un lazo dado
vueltas rodeaba el pecho de su cabalgadura. Supe que el lazo, que antes
anduvo por el aire y sujetó a los toros del pastizal, no era sino una
gala Insolente del apero de les domingos.
En el cementerio del
Oeste vi una cruz rúnica, labrada en mármol rojo; los brazos eran curvos
y se ensanchaban y los rodeaba un círculo. Esa cruz apretaría y
limitada figuraba la otra, de brazos libres, que a su vez figura el
patíbulo en. que un dios padeció, la “máquina vil” insultada por
Luciano de Samosata.
Cruz, lazo y flecha,
viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos; no sé
por qué me maravillan, cuando no hay en la tierra una sola cosa que el
olvido no borre o que la memoria no altere y cuando nadie sabe en qué
imágenes lo traducirá el porvenir.
PARÁBOLA
DE CERVANTES Y DE QUIJOTE
Harto de su tierra de España, un
viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto,
en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños
y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de
sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de
maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos
que se llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la
realidad, por España, Don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614.
Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para
el soñador y el soñado, toda ésa trama fue la oposición de dos mundos:
el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común
del siglo xvii.
No sospecharon que
los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha
y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no
menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de
Ariosto.
Porque en el
principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1939.
PARADISO,
XXXI, 108
Diodoro Sículo refiere la historia
de un dios despedazado y disperso. ¿Quién, al andar por el crepúsculo o
al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que se había
perdido en una cosa infinita?
Los hombres han
perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel
peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa) que en Roma ve el sudario
de la Verónica y murmura con fe: “Jesucristo, Dios Mío, Dios
verdadero, ¿así era, pues, tu cara?”
Una cara de piedra
hay en un camino y una inscripción que dice: El Verdadero Retrato de
la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente supiéramos cómo fue,
sería nuestra clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del
carpintero fue también el Hijo de Dios.
Pablo la vio como
una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su
fuerza; Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no
pudo jamás precisar el color de los ojos.
Perdimos esos
rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras
habituales; como se pierde para siempre para siempre una imagen en el
calidoscopio. Podemos verlos e ignorarlos. El perfil de un judío en el
subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas
en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron
en la cruz.
Tal vez un rasgo de
la cara crrucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se
borró, para que Dios sea todos.
Quién sabe si esta
noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana.
PARÁBOLA
DEL PALACIO
Aquel día, el Emperador Amarillo
mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las
primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable
anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y
cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto.
Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un
juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían
de una curvatura muy suave pero continua y secretamente eran círculos.
Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno
sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que
aprecia hechizada, pero no del sentimiento de estar perdido, que los
acompañó hasta el fin. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron
después y una sala exagonal con una clepsidra, y una mañana divisaron
desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para
siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo,
o un solo río muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se
prosternaba, pero un día arribaron a una isla en que alguno no lo hizo,
por no haber visto nunca al Hijo del Cielo, y el verdugo tuvo que
decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y com-plicadas mascaras de
oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado
o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño.
Parecía impo-sible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas,
arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien pasos una torre cortaba el
aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era
amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan
larga la serie.
Al pie de la
penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los
espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición
que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los
historiadores mas elegantes, le deparó la inmortalidad y la muerte. El
texto se ha perdido; hay quien entiende que constaba de un verso; otros,
de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba
entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada
dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y
cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales,
de dioses y de dragones que habitaron en el desde el interminable pasado.
Todos callaron, pero el Emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el
palacio! y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta.
Otros refieren de
otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales;
bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que
desapareciera el palacio, como abolido y fulminado por la última sílaba.
Tales leyendas, claro está, no pasan de ser ficciones literarias. El
poeta era esclavo del emperador y murió como tal; su composición cayó
en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún, y
no encontrarán, la palabra del universo.
EVERYTHING
AND NOTHING
Nadie hubo en él; detrás de su
rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece
a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y
agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por
alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la
extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa
vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un
individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los
libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y
menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que
en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar
lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga
siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. instintivamente,
ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que
no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la
profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un
escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a
tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una
felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el
último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor
de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o "Tamerlán
y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras
fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de
cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era
César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la
alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también
son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a
semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser.
A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que
no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el
papel ene muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy.
La identidad fundamental del existir, soñar y representar le inspiró
pasajes famosos.
Veinte años
persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron
el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y
tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente
agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una
semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el
río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado
su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenia que
ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quién le
interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese
carácter dictó el árido testamento que conocernos, del que
deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar
su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega
que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo,
que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de
Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el
mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi
sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.
RAGNARÖK
En los sueños (escribe Coleridge)
las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos
horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar
el horror que sentimos. Si esto es así ¿cómo podría una mera crónica
de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la
amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa
crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró
aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.
El lugar era la
Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele
ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación
alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro
Henríquez Hureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años.
Bruscamente nos atudió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos
humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: ¡Ahí
vienen! Y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro o cinco
sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos
aplaudimos, llorando; eran los dioses que volvían al cabo de un destierro
de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el
pecho hacia delante, recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno
sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica
de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una
garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de
Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé cuál,
prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de
gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.
Todo empezó por la
sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar. Siglos
de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del
Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos.
Frente muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino
y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica.
Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al
lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal
sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga.
Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados,
ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos
dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.
Sacamos los pesados
revólveres ( de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos
muerte a los dioses.
INFERNO,
1, 32
Desde el crepúsculo del día hasta
el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del siglo
XII veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro,
hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra
con hojas secas No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y
el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo
en él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: Vives y
morirás en esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un
número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu
símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo.
Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema. Dios, en
el sueño, iluminó la rudeza del animal y éste comprendió las razones y
aceptó ese destino, pero sólo hubo en él, cuando despertó, una oscura
resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina del mundo es
harto compleja para la simplicidad de una fiera.
Años después,
Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier
otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su
vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era
y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió
que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podía
recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto
compleja para la simplicidad de los hombres.
BORGES Y
YO
Al otro, a Borges, es a quien le
ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya
mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de
Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de
profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de
arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor
del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias,
pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Seria
exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo
vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me
justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas
válidas, pero esas páinas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno
ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la
tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente,
y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco
voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y
magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su
ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de
quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco
menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de
una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las
mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero
esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi
vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los
dos escribe esta página.
POEMA DE LOS DONES
A Maria Esther Vázquez
Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán. En vano el día
Les prodiga sus libros infinitos,
Arduos como los arduos manuscritos
Que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
Y el Occidente, siglos, dinastías,
Símbolos, cosmos y cosmogonías
Brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra azar, rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.
EL RELOJ DE ARENA
Está bien que se mida con la dura
sombra que una columna en el estío
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura.
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
se parecen los dos: la imponderable
sombra diurna y el curso irrevocable
del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
otra substancia halló, suave y pesada,
que parece haber sido imaginada
para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
de los grabados de los diccionarios,
la pieza que los grises anticuarios
relegarán al mundo ceniciento
del alfil desparejo, de la espada
inerme, del borroso telescopio,
del sándalo mordido por el opio,
del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
deja caer la cautelosa arena,
oro gradual que se desprende y llena
el cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
e infinita es la historia de la arena;
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo
sentir el tiempo cósmico: la historia
que encierra en sus espejos la memoria
o que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
que el rey sajón ofrece al rey noruego,
todo lo arrastra y pierde este incansable
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable.
AJEDREZ
I
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas.
El tablero Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
LOS ESPEJOS
Yo que sentí el horror de los
espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa
Del ébano sutil cuya tersura
Repite como un sueño la blancura
De un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
Años de errar bajo la varia luna,
Me pregunto qué azar de la fortuna
Hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antiguo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
En su vertiginosa telaraña;
A veces en la tarde los empaña
El hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
Paredes de la alcoba hay un espejo,
Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
Que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
En esos gabinetes cristalinos
Donde, como fantásticos rabinos,
Leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
No sintió que era un sueño hasta aquel día
En que un actor mimó su felonía
Con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
Que el usual y gastado repertorio
De cada día incluya el ilusorio
Orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
En toda esa inasible arquitectura
Que edifica la luz con la terzura
Del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
De sueños y las formas del espejo
Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.
ELVIRA DE ALVEAR
Todas las cosas tuvo y lentamente
Todas la abandonaron. La hemos visto
Armada de belleza. La mañana
Y el claro mediodía le mostraron,
Desde su cumbre, los hermosos reinos
De la tierra. La tarde fue borrándolos.
El favor de los astros (la infinita
Y ubicua red de causas) le habla dado
La fortuna, que anula las distancias
Como el tapiz del árabe, y confunde
Deseo y posesión y el don del verso,
Que transforma las penas verdaderas
En una música, un rumor y un símbolo
Y el fervor, y en la sangre la batalla
De Ituzaingó y el peso de laureles,
Y el goce de perderse en el errante
Río del tiempo (río y laberinto)
Y en los lentos colores de las tardes.
Todas las cosas la dejaron, menos
Una. La generosa cortesía
La acompañó hasta el fin de su jornada,
Más allá del delirio y del eclipse,
De un modo casi angélico. De Elvira
Lo primero que vi, hace tantos años,
Fue la sonrisa y es también lo último.
SUSANA
SOCA
Con lento amor miraba los dispersos
Colores de la tarde. Le placía
Perderse en la compleja melodía
O en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
Hilaron su destino delicado,
Hecho a discriminar y ejercitado
En la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
Laberinto, atisbaba desde afuera
Las formas, el tumulto y la carrera,
Como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
La abandonaron a ese tigre, el Fuego.
LA LUNA
Cuenta la historia que en aquel
pasado
Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado
Proyecto de cifrar el universo
En un libro y con ímpetu infinito
Erigió el alto y arduo manuscrito
Y limó y declamó el último verso.
Gracias iba a rendir a la fortuna
Cuando al alzar los ojos vio un bruñido
Disco en el aire y comprendió, aturdido,
Que se había olvidado de la luna.
La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial. Es una
Ley de toda palabra sobre el numen.
No la sabrá eludir este resumen
De mi largo comercio con la luna.
No sé dónde la vi por vez primera,
Si en el cielo anterior de la doctrina
Del griego o en la tarde que declina
Sobre el patio del pozo y de la higuera.
Según se sabe, esta mudable vida
Puede, entre tantas cosas, ser muy bella
Y hubo así alguna tarde en que con ella
Te miramos, oh luna compartida.
Más que las lunas de las noches puedo
Recordar las del verso: la hechizada
Dragon moon que da horror a la halada
Y la luna sangrienta de Quevedo.
De otra luna de sangre y de escarlata
Habló Juan en su libro de feroces
Prodigios y de júbilos atroces;
Otras más claras lunas hay de plata.
Pitágoras con sangre (narra una
Tradición) escribía en un espejo
Y los hombres leían el reflejo
En aquel otro espejo que es la luna.
De hierro hay una selva donde mora
El alto lobo cuya extraña suerte
Es derribar la luna y darle muerte
Cuando enrojezca el mar la última aurora.
(Esto el Norte profético lo sabe
Y tan bien que ese día los abiertos
Mares del mundo infestará la nave
Que se hace con las uñas de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna
Quiso que yo también fuera poeta,
Me impuse. como todos, la secreta
Obligación de definir la luna.
Con una suerte de estudiosa pena
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el vivo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena,
De lejano marfil, de humo, de fría
Nieve fueron las lunas que alumbraron
Versos que ciertamente no lograron
El arduo honor de la tipografía.
Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso,
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre,
Ariosto me enseñó que en la dudosa
Luna moran los sueños, lo inasible,
El tiempo que se pierde, lo posible
O lo imposible, que es la misma cosa.
De la Diana triforme Apolodoro
Me dejo divisar la sombra mágica;
Hugo me dio una hoz que era de oro,
Y un irlandés, su negra luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día
Sé que entre todas las palabras, una
Hay para recordarla o figurarla.
El secreto, a mi ver, está en usarla
Con humildad. Es la palabra luna.
Ya no me atrevo a macular su pura
Aparición con una imagen vana;
La veo indescifrable y cotidiana
Y más allá de mi literatura.
Sé que la luna o la palabra luna
Es una letra que fue creada para
La compleja escritura de esa rara
Cosa que somos, numerosa y una.
Es uno de los símbolos que al hombre
Da el hado o el azar para que un día
De exaltación gloriosa o de agonía
Pueda escribir su verdadero nombre.
LA LLUVIA
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
A LA
IFIGIE DE UN CAPTÁN
DE LOS EJÉRCITOS DE CROMWELL
No rendirán de Marte las murallas
A éste, que salmos del Señor inspiran;
Desde otra luz (desde otro siglo) miran
Los ojos, que miraron las batallas.
La mano está en los hierros de la espada.
Por la verde región anda la guerra;
Detrás de la penumbra está Inglaterra,
Y el caballo y la gloria y tu jornada.
Capitán, los afanes son engaDel hombre, cuyo término es un día;
Todo ha concluido hace ya muchos años.
El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
Estás (como nosotros) condenado.
A UN VIEJO POETA
Caminas por el campo de Castilla
Y casi no lo ves. Un intricado
Versículo de Juan es tu cuidado
Y apenas reparaste en la amarilla
Puesta del sol. La vaga luz delira
Y en en onfín del Este se dilata
Esa luna de escarnio y de escarlata
Que es acaso el espejo de la Ira.
Alzas los ojos y la miras. Una
Memoria de algo que fue tuyo empieza
Y se apaga. La pálida cabeza
Bajas y sigues caminando triste,
Sin recordar el verso que escribiste:
Y su epitafio la sangrienta luna.
EL OTRO TIGRE
And
the craft createth a semblance.
-Morris: Sigurd the Volsung (1876)
Pienso en un tigre. La penumbra
exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;
Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
Y marcará su rastro en la limosa
Margen de un río cuyo nombre ignora
(En su mundo no hay nombres ni pasado
Ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
Y husmeará en el trenzado laberinto
De los olores el olor del alba
Y el olor deleitable del venado;
Entre las rayas del bambú descifro,
Sus rayas y presiento la osatura
Baja la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
Mares y los desiertos del planeta;
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de las márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los simbolos he opuesto
El verdadero, el de caliente sangre,
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy, 3 de agosto del 59,
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
Y de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las que andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. éste
Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.
BLIND PEW
Lejos del mar y de la hermosa
guerra,
que así el amor lo que ha perdido alaba,
el bucanero ciego fatigaba
los terrosos caminos de Inglaterra.
Ladrado por los perros de las granjas,
pifia de los muchachos del poblado,
dormía un achacoso y agrietado
sueño en el negro polvo de las zanjas.
Sabía que en remotas playas de oro
era suyo un recóndito tesoro
y esto aliviaba su contraria suerte;
a ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte.
ALUSIÓN A UNA SOMBRA DE MIL
OCHOCIENTOS NOVENTA Y TANTOS
Nada. Sólo elcuchillo de Muraña.
Sólo en la tarde gris la historia trunca.
No sé por qué en las tardes me acompaña
Este asesino que no he visto nunca.
Palermo era más bajo. El amarillo
Paredón de la cárcel dominaba
Arrabal y barrial. Por esa brava
Región anduvo el sórdido cuchillo.
El cuchillo. La cara se ha borrado
Y de aquel mercenario cuyo austero
Oficio era el coraje, no ha quedado
Más que una sombra y un fulgor de acero.
Que el tiempo, que los mármoles empaña,
Salve este firme nombre, Juan Muraña.
ALUSIÓN A LA MUERTE DEL CORONEL
FRANCISCO BORGES (1833-74)
Lo dejo en el caballo, en esa hora;
crepuscular en que buscó la muerte;
que de todas las horas de su suerte
ésta perdure, amarga y vencedora.
Avanza por el campo la blancura
del caballo y del poncho. Tristemente
Francisco Borges va por la llanura.
Esto que lo cercaba, la metralla,
esto que ve, la pampa desmedida,
es lo que vio y oyó toda la vida.
Está en lo cotidiano, en la batalla.
Alto lo dejo en su épico universo
y casi no tocado por el verso.
IN MEMORIAM A. R.
El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.
Si la memoria le clavó su flecha
alguna vez, labró con el violento
metal del arma el numerosos y lento
alejandrino o la afligida endecha.
En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.
Más allá del Myo Cid de paso tardo
y de la grey que aspira a ser oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del lunfardo.
En los cinco jardines del Marino
se demoró, pero algo en él había
inmortal y esencial que prefería
el arduo estudio y el deber divino.
Prefirió, mejor dicho, los jardines
de la meditación, donde Porfirio
erigió ante las sombras y el delirio
el árbol del Principio y de los Fines.
Reyes, la indescifrable providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.
Lo dichoso buscabas o lo triste
que ocultan frontispicios y renombres;
como el dios del Erígena, quisiste
ser nadie para ser todos los hombres.
Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa rosa,
y a las guerras de Dios tornó gozosa
la sangre militar de tus mayores.
¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la Mano?
¿O errará, como Swedenborg quería,
por un orbe más vívido y complejo
que el terrenal, que es apenas un reflejo
de aquella alta y celeste algarabía?
Si (como los imperios de la laca
y del ébano enseñan) la memoria
labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.
Sabe Dios los colores que la suerte
propone al hombre más allá del día;
yo ando por estas calles. Todavía
muy poco se me alcanza de la muerte.
Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.
Al impar tributemos, al diverso
las palmas y el clamor de la victoria;
no profane mi lágrima este verso
que nuestro amor inscribe a su memoria.
LOS BORGES
Nada o muypoco sé de mis mayores
Portugueses, los Borges: vaga gente
Que prosigue en mi carne, oscuramente,
Sus hábitos, rigores y temores.
Tenues como si nunca hubieran sido
Y ajenos a los trámites del arte,
Indescifrablemente forman parte
Del tiempo, de la tierra y del olvido.
Mejor así. Cumplida la faena,
Son Portugal, son la famosa gente
Que forzó las murallas del Oriente
Y se dio al mar y al otro mar de arena.
Son el rey que en el místico desierto
Se perdió y el que jura que no ha muerto.
A LUIS DE CAMOENS
Sin lástima y Sin ira el tiempo
mella
Las heroicas espadas. Pobre y triste
A tu patria nostálgica volviste,
Oh capitán, para morir en ella
Y con ella. En el mágico desierto
La flor de Portugal se había perdido
Y el áspero español, antes vencido,
Amenazaba su costado abierto.
Quiero saber si aquende la ribera
Última comprendiste humildemente
Que todo lo perdido, el Occidente
Y el Oriente, el acero y la bandera,
Perduraría (ajeno a toda humana
Mutación) en tu Eneida lusitana.
MIL NOVECIENTOS VEINTITANTOS
La rueda de los astros no es
infinita.
Y el tigre es una de las formas que vuelven,
Pero nosotros, lejos del azar y de la aventura,
Nos creíamos desterrados a un tiempo exhausto,
El tiempo en el que nada puede ocurrir.
El universo, el trágico universo, no estaba aquí
Y fuerza era buscarlo en los ayeres;
Yo tramaba una humilde mitolog de tapias y cuchillos
Y Ricardo pensaba en sus reseros;
No sabíamos que el povernir encerraba el rayo,
No presentimos el oprobio, el incendio y la tremenda noche de la Alianza;
Nada nos dijo que la historia argentina echaría a andar por las calles,
La historia, la indignación, el amor,
Las muchedumbres como el mar, el nombre de Córdoba,
El sabor de lo real y de lo increíble, el horror y la gloria.
ODA COMPUESTA EN 1960
El claro azar o las secretas leyes
Que rigen este sueño, mi destino,
Quieren, oh necesaria y dulce patria
Que no sin gloria y sin oprobio abarcas
Ciento cincuenta laboriosos años
Que yo, la gota, hable contigo, el río,
Que yo el instante, hable contigo, el tiempo,
Y que el íntimo diálogo recurra,
Como es de uso, a los ritos y a la sombra
Que aman los dioses y al pudor del verso.
Patria yo te he sentido en los ruinosos
Ocasos de los vastos arrabales
Y en esa flor de cardo que el pampero
Trae al zaguán y en la paciente lluvia
Y en las lentas costumbres de los astros
Y en la mano que templa una guitarra
Y en la gravitación de la llanura
Que desde lejos nuestra sangre siente
Como el britano el mar y en los piadosos
Símbolos y jarrones de una bóveda
Y en el rendido amor de los jazmines
Y en la plata de un marco y en el suave
Roce de la caoba silenciosa
Y en sabores de carnes y de frutas
Y en la bandera casi azul y blanca
De un cuartel y en historias desganadas
De cuchillo y de esquina y en las tardes
Iguales que se apagan y nos dejan
Y en la vaga memoria complacida
De patios con esclavos que llevaban
El nombre de sus amos y en las pobres
Hojas de aquellos libros para ciegos
Que el fuego disperso y en la caída
De las épicas lluvias de setiembre
Que nadie olvidará, pero estas cosas
Son apenas tus modos y tus símbolos.
Eres más que tu largo territorio
Y que los días de tu largo tiempo,
Eres más que la suma inconcebible
de tus generaciones. No sabemos
Cómo eres para Dios en el viviente
Seno de los eternos arquetipos,
Pero por ese rostro vislumbrado
Vivimos y morimos y anhelamos,
Oh inseparable y misteriosa patria.
ARIOSTO Y LOS ÁRABES
Nadie puede escribir un libro. Para
Que un libro sea verdaderamente,
Se requieren la aurora y el poniente,
Siglos, armas y el mar que une y separa.
Así lo pensó Ariosto, que al agrado
Lento se dio, en el ocio de caminos
De claros mármoles y negros pinos,
De volver a soñar lo ya soñado.
El aire de su Italia estaba henchido
De sueños, que con formas de la guerra
Que en duros siglos fatigó la tierra
Urdieron la memoria y el olvido.
Una legión que se perdió en los valles
De Aquitania cayó en una emboscada;
Así nació aquel sueño de una espada
Y del cuerno que clama en Roncesvalles.
Sus ídolos y ejércitos el dulo
Sajón sobre los huertos de Inglaterra
Dilató en apretada y torpe guerra
Y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.
De las islas boreales donde un ciego
Sol desdibuja el mar, llegó aquel sueño
De una virgen dormida que a su dueño
Aguarda, tras un círculo de fuego.
Quién sabe si de Persia o del Parnaso
Vino aquel sueño del corcel alado
Que por el aire el hechicero armado
Urge y que se hunde en el desierto ocaso.
Como desde el corcel del hechicero,
Ariosto vio los reinos de la tierra
Surcada por las fiestas de la guerra
Y del joven amor aventurero.
Como a través de tenue bruma de oro
Vio en el mundo un jardín que sus confines
Dilata en otros íntimos jardines
Para el amor de Angélica y Medoro.
Como los ilusorios esplendores
Que al Indostán deja entrever el opio,
Pasan por el Furioso los amores
En un desorden de calidoscopio.
Ni el amor ignoró ni la ironía
Y soñó así, de pudoroso modo,
El singular castillo en el que todo
Es (como en esta vida) una falsía.
Como a todo poeta, la fortuna
O el destino le dio una suerte rara;
Iba por los caminos de Ferrara
Y al mismo tiempo andaba por la luna.
Escoria de los sueños, indistinto
Limo que el Nilo de los sueños deja,
Con ellos fue tejida la madeja
De ese resplandeciente laberinto,
De ese enorme diamante en el que un hombre
Puede perderse venturosamente
Por ámbitos de música indolente,
Más allá de su carne y de su nombre.
Europa entera se perdió. Por obra
De aquel ingenuo y malicioso arte,
Milton pudo llorar de Brandimarte
El fin y de Dalinda la zozobra.
Europa se perdió, pero otros dones
Dio el vasto sueño a la famosa gente
Que habita los desiertos del Oriente
Y la noche cargada de leones.
De un rey que entrega, al despuntar el día,
Su reina de una noche a la implacable
Cimitarra, nos cuenta el deleitable
Libro que al tiempo hechiza, todavía.
Alas que son la brusca noche, crueles
Garras de las que pende un elefante,
Magnéticas montañas cuyo amante
Abrazo despedaza los bajeles,
La tierra sostenida por un toro
Y el toro por un pez; abracadabras
, Talismanes y místicas palabras
Que en el granito abren cavernas de oro;
Esto soñó la sarracena gente
Que sigue las banderas de Agramante;
Esto, que vagos rostros con turbante
Soñaron, se adueñó del Occidente.
Y el Orlando es ahora una risueña
Región que alarga inhabitadas millas
De indolentes y ociosas maravillas
Que son un sueño que ya nadie sueña.
Por islámicas artes reducido
A simple erudición, a mera historia,
Está solo, soñándose. (La gloria
Es una de las formas del olvido.)
Por el cristal ya pálido la incierta
Luz de una tarde más toca el volumen
Y otra vez arden y otra se consumen
Los otros que envanecen la cubierta.
En la desierta sala el silencioso
Libro viaja en el tiempo. Las auroras
Quedan atrás y las nocturnas horas
Y mi vida, este sueño presuroso.
AL INICIAR EL ESTUDIO DE LA
GRAMÁTICA ANGLOSAJONA
Al cabo de cincuenta generaciones
(Tales abismos nos depara a todos el tiempo)
Vuelvo en la margen ulterior de un gran río
Que no alcanzaron los dragones del viking,
A las ásperas y laboriosas palabras
Que, con una boca hecha polvo,
Usé en los días de Nortumbria y de Mercia,
Antes de ser Haslam o Borges.
El sábado leímos que julio el César
Fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
Antes que vuelvan los racimos habré escuchado
La voz del ruiseñor del enigma
Y la elegía de los doce guerreros
Que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
Del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
Que alguna vez fueron imágenes
Y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
Mañana volverá a vivir,
Mañana fyr no será fire sino esa suerte
De dios domesticado y cambiante
Que a nadie le está dado mirar sin un antiguo asombro.
Alabada sea la infinita
Urdimbre de los efectos y de las causas
Que antes de mostrarme el espejo
En que no veré a nadie o veré a otro
Me concede esta pura contemplación
De un lenguaje del alba.
LUCAS, XXIII
Gentil o hebreo o simplemente un
hombre
Cuya cara en el tiempo se ha perdido;
Ya no rescataremos del olvido
Las silenciosas letras de su nombre.
Supo de la clemencia lo que puede
Saber un bandolero que Judea
Clava a una cruz. Del tiempo que antecede
Nada alcanzamos hoy. En su tarea
Última de morir crucificado
Oyó, entre los escarnios de la gente,
Que el que estaba muriéndose a su lado
Era Dios y le dijo ciegamente:
Acuérdate de mí cuando vinieres
A tu reino, y la voz inconcebible
Que un día juzgará a todos los seres
Le prometió desde la Cruz terrible
El Paraíso. Nada más dijeron
Hasta que vino el fin, pero la historia
No dejará que muera la memoria
De aquella tarde en que los dos murieron.
Oh amigos, la inocencia de este amigo
De Jesucristo, ese candor que hizo
Que pidiera y ganara el Paraíso
Desde las ignominias del castigo,
Era el que tantas veces al pecado
Lo arrojó y al azar ensangrentado.
ADROGUÉ
Nadie en la noche indescifrable
tema
Que yo me pierda entre las negras flores
Del parque, donde tejen su sistema
Propicio a los nostálgicos amores
O al ocio de las tardes, la secreta
Ave que siempre un mismo canto afina,
El agua circular y la glorieta,
La vaga estatua y la dudosa ruina.
Hueca en la hueca sombra, la cochera
Marca ( lo sé) los trémulos confines
De este mundo de polvo y de jazmines,
Grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.
Su olor medicinal dan a la sombra
Los eucaliptos: ese olor antiguo
Que, más allá del tiempo y del ambiguo
Lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.
Mi paso busca y halla el esperado
Umbral. Su oscuro borde la azotea
Define y en el patio ajedrezado
La canilla periódica gotea.
Duermen del otro lado de las puertas
Aquellos que por obra de los sueños
Son en la sombra visionaria dueños
Del vasto ayer y de las cosas muertas.
Cada objeto conozco de este viejo
Edificio: las láminas de mica
Sobre esa piedra gris que se duplica
Continuamente en el borroso espejo
Y la cabeza de león que muerde
Una argolla y los vidrios de colores
Que revelan al niño los primores
De un mundo rojo y de otro mundo verde.
Más allá del azar y de la muerte
Duran, y cada cual tiene su historia,
Pero todo esto ocurre en esa suerte
De cuarta dimensión, que es la memoria.
En ella y sólo en ella están ahora
Los patios y jardines. El pasado
Los guarda en ese círculo vedado
Que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.
¿Cómo pude perder aquel preciso
Orden de humildes y queridas cosas,
Inaccesibles hoy como las rosas
Que dio al primer Adán el Paraíso?
El antiguo estupor de la elegía
Me abruma cuando pienso en esa casa
Y no comprendo cómo el tiempo pasa,
Yo, que soy tiempo y sangre y agonía.
ARTE POÉTICA
Mirar el río hecho de tiempo y
agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
Saber que nos perdemos como el río
Y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
Que sueña no soñar y que la muerte
Que teme nuestra carne es esa muerte
De cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
De los días del hombre y de sus años,
Convertir el ultraje de los años
En una música, un rumor y un símbolo,
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
Un triste oro, tal es la poesía
Que es inmortal y pobre. La poesía
Vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
Nos mira desde el fondo de un espejo;
El arte debe ser como ese espejo
Que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
Lloró de amor al divisar su Itaca
Verde y humilde. El arte es esa Itaca
De verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
Que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
Y es otro, como el río interminable.
MUSEO
Del rigor en la
ciencia
En aquel Imperio, el Arte de la
Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia
ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el
tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfacieron y los Colegios de
Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del
Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la
Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado
Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del
Sol y de los Inviernos. En
los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas
por Animales y Por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las
Disciplinas Geográficas.
Suárez Miranda: Viajes
de varones prudentes, libro cuarto, cap. xlv, Lérida, 1658.
Cuarteta
Murieron otros, pero ello
aconteció en el pasado
Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
Muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?
De Diván de
Almotásim el Magrebí (siglo xii).
límites
Hay una línea de Verlaine que no
volveré a recordar,
hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espeko que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.
De Inscripciones
(Montevideo, 1923) de Julio Platero Haedo.
el poeta declara su nombradía
El círculo del cielo mide mi
gloria,
las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia;
ojalá yo hubiera nacido muerto.
Del Diván de
Abulcasím el Hadramí (siglo xii).
el enemigo generoso
Magnus
Barfod, en el año 1102, emprendió la conquista general de los reinos de
Irlanda; se dice que la víspera de su muerte recibió este saludo de
Muirchertach, rey en Dublín:
Que en tus ejércitos militen el
oro y la tempestad, Magnus Barfod.
Que mafiana, en los campos de mi reino, sea feliz tu batalla.
Que tus manos de rey tejan terribles la tela de la espada.
Que sean alimento del cisne rojo los que se oponen a tu espada.
Que te sacien de gloria tus muchos dioses, que te sacien de sangre.
Que seas victorioso en la aurora rey que pisas a Irlanda.
Que de tus muchos días ninguno brille como el día de mañana.
Porque ese día será el último. Te lo juro, rey Magnus.
Porque antes que se borre su luz, te venceré y te borraré, Magnus
Barfod.
Del Amhang zur
Heimskringla (1893), de H. Gering.
le regret d'heraclite
Yo, que tantos hombre he sido, no
he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
Gaspar Camerarius,
en Deliciae Poetarum Borussiae, vii,
16.
In memoriam
J.F.K.
Esta bala es antigua.
En 1897 la
disparó contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo,
Arredondo, que había pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo
supieran sin cómplice. Treinta años antes, el mismo proyectil mató a
Lincoln, por obra criminal o mágica de un actor, a quien las palabras de
Shakespeare habían convertido en Marco Bruto, asesino de César. Al
promediar el siglo xvii la
venganza la usó para dar muerte a Gustavo Adolfo de Suecia, en mitad de
la publica hecatombe de una batalla.
Antes, la bala
fue otras cosas, porque la transmigración pitagórica no sólo es propia
de los hombres. Fue el cordón de seda que en el Oriente reciben los
visires, fue la fusilería y las bayonetas que destrozaron a los
defensores del Álamo, fue la cuchilla triangular que segó el cuello de
una reina, fue los oscuros clavos que atravesaron la carne del Redentor y
el leño de la Cruz, fue el veneno que el jefe cartaginés guardaba en una
sortija de hierro, fue la serena copa que en un atardecer bebió
Sócrates.
En el alba del
tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que
hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su
prodigioso y frágil destino.
EPÍLOGO
Quiera Dios que la monotonía
esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que
admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las
escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la
diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he
entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta
colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente
porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas cosas me han
ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más
dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal
de Inglaterra.
Un hombre se
propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un
espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías,
de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros,
de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la imágen de su cara.
J. L. B.
Buenos
Aires, 31 de octubre de 1960
Literatura
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