Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Historia del guerrero y de la cautiva
(El Aleph, 1949)
En la página 278 del libro La
poesía (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del
historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de
Droctulft; éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué.
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a
los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los
raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el
que manifestaron su gratitud (“contespsit caros, dum nos amat ille,
parentes”) y el peculiar contraste que se advertía entre la figura
atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis
viste facies mente benignus,
Longaque robusto pectores barba fuit![1]
Tal
es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a
Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el
Diácono- Ni siquiera sé en qué tiempo ocurrió: si al promediar el
siglo vi, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia;, si en
el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es un
trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub
specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin
duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo
genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición,
que es obra del olvidó y de la memoria. A través de una oscura
geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia,
desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no sabía que iba al
Stir y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá
profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de
la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la
Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un
carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que
eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de
monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del
uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su
tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no
ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses
y el mármol. Ve un conjunto, que es múltiple sin desorden; ve una
ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de
habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares
y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo
tocan como ahora nos tocaría una maquínaria compleja, cuyo fin
ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal.
Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en
eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación,
la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará
siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus
dioses y que la fe jurada y que tódas las ciénagas de Alemania.
Droctulft abandona a los' suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la
sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:
Contempsit
caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, sham.
No
fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue
un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones, los
longobardos que culparon al tránsfuga procedieron como él; se hicieron
italianos; lombardos y acaso alguno cíe su sangre —Aldiger— pudo
engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe
aplicar al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es
verdadera como hecho, lo será como símbolo.
Cuando leí en el
libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de manera
insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo
que había sido mío. Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que
querían hacer de la China un infinito campo de pastoreo y luego
envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir; no era ésta
la memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí
alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo
Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de
Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco
leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se
denominaba entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez, entre
maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada
a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron,
meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza.
Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un
soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer
asintió; entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la
cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul
desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de
cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra
Adentro y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los
muebles.
Quizá las dos
mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla
querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la
otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas,
como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el
idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire,
que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un
malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un
capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso
lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de
pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de
cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne
chamuscada o cíe vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el
asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso
arreo de las haciendas por jinetes, desnudos, la poligamia, la hediondez y
la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la
lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. juró
ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz
y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco
después, en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo
percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este
continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...
Todos los años, la
india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte
Lavalle, en procura de baratijas y “vicios”; no apareció, desde la
conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela
había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre
degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró
al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no
podía obrar tic otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos
años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de
Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del
bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que
opta por el desierto, pueden parecer antagónicos- Sin embargo, a los dos
los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y
los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las
historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso
de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann.
[1] Tambíén Gibbon (Decline and Fall, XLV) transcribe estos
versos.
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