Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La espera
(El Aleph (1949)
El coche lo dejó en el cuatro mil
cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana;
el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de
tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia
contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo
y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol
reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas
cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se
ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables,
necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras
de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que
habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no
alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó
a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la
puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un
vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de
Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: “Tengo
la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido
dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me
importa esa equivocación”.
Precedido por la
mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían
reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el
artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y
pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un
estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio
con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio.
Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las
paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de
cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la
colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el
inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no
como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad,
no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba,
porque le fue imposible pensar en otro. No
lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el
nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari,
al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en
salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que
había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se
levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias
del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda,
incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no
las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la
realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las
cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A
diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo
como un personaje del arte.
No le llegó jamás
una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una
de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las
sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro
de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que
los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día,
ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea
al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había
cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta
reclusión era distinta, porque no tenía término —salvo que el diario,
una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari.
También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta
vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de
entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda
y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que
por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor
sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los
hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo
quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco
negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran
suficientes estímulos.
Había en la casa un
perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español,
en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto
de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos
ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas.
Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo
está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga,
algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho
más complejo que el perro.
Una noche lo dejó
asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la
boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia
el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó
en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela.
En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al
volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con
indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió
una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre
alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán;
Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o
cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del
estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli.
Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari
acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, 1eía un canto,
y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o
excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado
al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de
Ruggieri.
Los pavos reales del
papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero
el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de
inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo
igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con
revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran,
los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo
esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. A1 fin del
sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y
es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra
lo hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un
sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana
del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la
puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto,
curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de
temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos
los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un
desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que
esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño.
¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque
es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo
aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá lo más verosímil— para que
los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el
mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba
cuando lo borró la descarga.
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