Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La intrusa
(El informe de Brodie,
1970)
2 Reyes, i, 26.
Dicen (lo cual es improbable) que
la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el
velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil
ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que
alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida,
entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe.
Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había
acontecido. La segunda versión, algo mas prolija, confirmaba en suma la
de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del
caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve
y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con
probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar
o agregar algún pormenor.
En Turdera los
llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no
sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de
tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa.
La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El
caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán
se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo
demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las
habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo,
el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el
alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o
Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos
dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que
debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se
dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó
la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros,
salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos
nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una
yunta de bueyes.
Físicamente
diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto,
y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse
con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran
calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de
zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian
llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y
que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde
la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía,
con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que
alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el
trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los
acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no
sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había
levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco;
se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba
enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes
que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los
hermanos.
Una noche, al volver
tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque.
En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La
mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
—Yo me voy a una
farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la queres, úsala.
El tono era entre
mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué
hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que
era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche
la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que
ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban
el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y
encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos
cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz
y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio,
un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas
allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de
algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la
plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por
ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a
los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia
por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la
había dispuesto.
Un día, le mandaron
a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por
ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se
acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar
una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a
la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido;
los caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando
llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El
trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con
el otro.
En Turdera, los
Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las
juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían
incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas
ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que hacer en
la Capital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos
reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando
turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así,
los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la
patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba
con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que
ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el
cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe que rigores y
qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su
exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la
Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo
estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la
gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que
Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo:
—Veni; tenemos que
dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
El comercio del
Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas;
después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un
pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
—A trabajar,
hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede
aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios.
Se abrazaron, casi
llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y
la obligación de olvidarla.
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