Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
La otra muerte
(El Aleph (1949)
Un par de años hará (he perdido
la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú anunciando el envío de
una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de
Ralph Waldo Emerson, y agregando en una postdata de que don Pedro Damián,
de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de
una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había
revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me
pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los
diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio
Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de
Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de
Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante
como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última;
repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que
yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los
pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del ñancay; en aquel
desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él
una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y
la furia Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los
reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más a Damián y
quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una
fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si
consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la
efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya
no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio
se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del
entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de
Massoller; Emir Rodrígez Monegal, a quien referí el argumento, me dio
unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa
campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de
hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que
fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de
hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia,
que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, “porque el gaucho
teme a la ciudad”, de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra
civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño
de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Maseller. Lo hizo con
períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas
veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus
palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el
nombre de Damián.
—¿Damián?
¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito
que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y
la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo
que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y
que antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía
pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió
a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su
divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos
se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se
enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil
hombres se habían coaliado para matarlo. Pobre gurí, que se la había
pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la
versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no
ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos
años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la
versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la
obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el
bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de
cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente
animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos menos memorable que
Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación
de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que
Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llama
artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es
más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo... Recuerdo que
esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la
falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que
torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la
casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor
Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la
revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro
refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está
pensando en voz alta:
—Hicimos noche en
Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un
veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo
esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con
acritud.
—Ya sé —le dije—.
El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos
me miraban perplejos.
—Usted se
equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como
querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la
cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los
nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una
bala lo acertó en el pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito
y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto
y la última carga de Massoller le paso encima. Tan valiente y no había
cumplido veinte años.
Hablaba, a no
dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el
gurí. —Malas
palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo
Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos
callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si
peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera
perplejidad:
—Yo comandé esas
tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr
que lo recordara.
En Buenos Aires, el
estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables
volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa
de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. La pregunté por su
traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la
literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le
recordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me
escribió la muerte de Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de
terror advertí que me oía con extrañeza, busqué amparo en una
discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más
complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más
debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya
no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo
punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al
pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el racho
de Damián,de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero
Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno.
Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después; hojeando
unos álbunes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido
evocar era el del célebre tenor Tamberlinck, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las
conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula
dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el
valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar
lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel
Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el
nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar una conjetura más
simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la conjetura
sobrenatural que ideó Ulrike von Kuhlmann. Pedro Damián, decía Ulrike,
pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo
hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa
gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo
habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las
imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un
desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra.
Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la
soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde
lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue imagen
se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero
hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que
a la vez es la más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la
descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo
estudio me llevaron dos versos del Canto XXI del Paradiso, que
plantean precisamente un problema de indentidad. En el quinto capítulo de
aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra
Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que
alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a
comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así.
Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la
vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó
la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de
valiente, pero en los campos del ñancay se hizo duro, lidiando con el
monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el
milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo
sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza,
y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en
forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un
sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y
encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en
1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de
Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma
Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero
nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es
tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho
remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar
no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a
ser infinitas. Dicho sea de con otras palabras; es crear dos historias
universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos,
en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos
ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las
incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se
cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró
como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su
impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa;
éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro
Damián.
En cuanto a mí,
entiendo no recorrer un peligro análogo. He adivinado y registrado un
proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón;
pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto,
no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi
relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no
se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer
algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier
Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer
párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951
creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho
real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar
el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La
muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una
batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó
mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.
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