Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
El milagro secreto
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Y
Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán,
ii, 261.
La noche del catorce de marzo de
1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík,
autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación
de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de
Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos
sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos
siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba
que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una
torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las
familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable
jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no
lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se
despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes.
Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía
de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer
Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las
autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer,
Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y
blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los
cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era
judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo
final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher
Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de
esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese
catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos
estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad,
no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que
Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo
condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día
veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia
apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar
impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer
sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran
arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir
fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de
morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de
imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las
variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne
amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius
Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos
ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en
número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy
cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas
ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos;
cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas
vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele
coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un
detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil
magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces;
naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos.
Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia
fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del
día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del
veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy
invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas
hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con
impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su
vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba
en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la
imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había
rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su
vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo
ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que
vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le
infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de
Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera
aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia,
la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación
de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades
que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el
pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que
todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no
es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta
una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia...
Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa
falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad.
También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para
confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo
antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y
lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos.
(Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores
olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama
observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en
Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las
últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer
acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una
vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una
arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras;
Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la
incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos
exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para los espectadores
del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos secretos,
conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas
intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal
Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se
ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian;
Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a
un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente
las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la
trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien
hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos
cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música
húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que
pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin
asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav
Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que
interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había
preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable,
rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención
más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la
posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida.
Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el
carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente,
rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun
le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la
oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus
repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para
llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte,
requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y
el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos
después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba,
soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del
Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca?
Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios
está en una de las letras de una de las páginas de uno de los
cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis
Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se
quito las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector
entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo
dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India,
vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz
ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí
Hladík se despertó.
Recordó que los
sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que
son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no
se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda
y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la
puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y
pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una
sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban
una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho
y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve.
Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de
leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para
aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no
fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le
temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja
como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer
cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se
formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó
la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre;
entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík,
absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos.
Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó
lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico
se detuvo.
Las armas
convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una
baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había
cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la
torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni
el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno,
estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha
detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera
detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los
labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya
remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos.
Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga
inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el
mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua;
en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había
tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “día” pasó, antes que
Hladík entendiera.
Un año entero
había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su
omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el
plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año
transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad
pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la
súbita gratitud.
No disponía de
otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que
agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran
y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni
aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso,
inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo
el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las
repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba.
Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión
primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo
enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt.
Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son
meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra
escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba
ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló
en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple
descarga lo derribó.
Jaromir Hladík
murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
1943
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