Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Otras inquisiciones
(1952)
NUEVA REFUTACIÓN DEL TIEMPO
Vor
mir war keine Zeit, nach mir wird keine seyn. Mit mir gebiert sie sich,
mit mir geht sie auch ein. Daniel von Czepko: Sexcenta monodisticha
sapientum, iii. (1655).
nota preliminar
Publicada
al promediar el siglo XVIII, esta refutación (o su nombre) perduraría en
las bibliografías de Hume y acaso hubiera merecido una línea de Huxley o
de Kemp Smith. Publicada en 1947 —después de Bergson—, es la
anacrónica reductio ad absurdum de un sistema pretérito o, lo que
es peor, el débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica.
Ambas conjeturas son verosímiles y quizá verdaderas; para corregirlas,
no puedo prometer, a trueque de mi dialéctica rudimentaria, una
conclusión inaudita. La tesis que propalaré es tan antigua como la
flecha de Zenón o como el carro del rey griego, en el Milinda Pañha;
la novedad, si is hay, consiste en aplicar a ese fin el clásico
instrumento de Berkeley. Éste y su continuador David Hume abundan en
párrafos que contradicen o que excluyen mi tesis; creo haber deducido, no
obstante, la consecuencia inevitable de su doctrina.
El primer artículo (A) es de 1944 y
apareció en el número 115 de la revista Sur; el segundo, de 1946,
es una revisión del primero. Deliberadamente, no hice de los dos uno
solo, por entender que la lectura de dos textos análogos puede facilitar
la comprensión de una materia indócil.
Una palabra sobre el título. No se me
oculta que éste es un ejemplo del monstruo que los lógicos han
denominado contradictio in adjecto, porque decir que es nueva (o
antigua) una refutación del tiempo es atribuirle un predicado de índole
temporal, que instaura la noción que el sujeto quiere destruir. Lo dejo,
sin embargo, para que su ligerísima burla pruebe que no exagero is
importancia de estos juegos verbales. Por lo demás, tan saturado y
animado de tiempo está nuestro lenguaje que es muy posible que no haya en
estas hojas una sentencia que de algún modo no lo exija o lo invoque.
Dedico estos ejercicios a mi
ascendiente Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824), que ha dejado a las
letras argentinas algún endecasílabo memorable y que trató de reformar
la enseñanza de la filosofía, purificándola de sombras teológicas y
exponiendo en la cátedra los principios de Locke y de Condillac. Murió
en el destierro; le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en
que vivir. [1]
j.l.b.
Buenos
Aires, 23 de diciembre de 1946.
[1] No hay exposición del budismo que no mencione el Milinda Pañha,
obra apologética del siglo II, que refiere un debate cuyos interlocutores
son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena. Éste razona
que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la
lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las
impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la
combinación de esas partes ni existe fuera de ella... Al cabo de una
controversia de muchos días, Menandro (Milinda) se convierte a la fe del
Bruddha.
El Milindra Pañha ha sido
vertido al inglés por Rhys Davids (Oxford, 1890, 1894).
A
I
En el decurso de una vida
consagrada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica, he
divisado o presentido un refutación del tiempo, de la que yo mismo
descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado
crepúsculo, con ilusoria , con ilusoria fuerza de axioma. Esa refutación
está de algún modo en todos mis libros: la prefiguran los poemas Inscripción
en cualquier sepulcro y El truco, de mi Fervor de Buenos
Aires (1923); la declaran cierta página de Evaristo Carriego
(1930) y el relato Sentirse en muerte, que más adelante
transcribo. Ninguno de los textos que he enumerado me satisface, ni
siquiera el penúltimo de la serie, menos demostrativo y razonado que
adivinatorio y patético. A todos ellos procuraré fundamentarlos con este
escrito.
Dos argumentos me abocaron a esa
refutación: el idealismo de Berkeley, el principio de los indiscernibles,
de Leibniz.
Berkeley (Principles of Human
Knowledge, 3) observó: “Todos admitirán que ni nuestros
pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra
imaginación existen sin la mente. No menos claro es para mí que las
diversas sensaciones, o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo
que se combinen (id est, cualquiera sea el objeto que formen), no
pueden existir más que en una mente que las perciba... Afirmo que esta
mesa existe; es decir, la veo y la toco. Si al estar fuera de mi
escritorio, afirmo lo mismo, sólo quiero decir que si estuviera aquí la
percibiría, o que la percibe algún otro espíritu. Hablar de la
existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las
perciben o no, es para mi insensato. Su esse es percipi; no es
posible que existan fuera de las mentes que las perciben”. En el
párrafo 23 agregó, previniendo objeciones: “Pero, se dirá, nada es
más fácil que imaginar árboles en un prado o libros en una biblioteca,
y nadie cerca de ellos que los percibe. En efecto, nada es más fácil.
Pero, os pregunto, ¿que habéis hecho sino formar en la mente algunas
ideas que llamáis libros o árboles y omitir al mismo
tiempo la idea de alguien que los percibe? Vosotros, mientras tanto, ¿no
los pensábais? No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego
que los objetos puedan existir fuera de la mente.” En otro párralo, el
número 6, ya había declarado: “Hay verdades tan claras que para
verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad:
Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos
que componen la poderosa fábrica del universo— no existen fuera de una
mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los
pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno”.
Tal es, en las palabras de su
inventor, la doctrina idealista. Comprenderla es fácil; lo difícil es
pensar dentro de su límite. El mismo Schopenhauer, al exponerla, comete
negligencias culpables. En las primeras líneas del primer libro de su Welt
als Wille and Vorstellung —año de 1819— formula esta declaración
que lo hace acreedor a la imperecedera perplejidad de todos los hombres:
“El mundo es mi representación. El hombre que confiesa esta verdad sabe
claramente que no conoce un sol ni una tierra, sino tan sólo unos ojos
que ven un sol y una mano que siente el contacto de una tierra.” Es
decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son
menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844, publica un
tomo complementario. En su primer capítulo redescubre y agrava el antiguo
error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue “el
mundo en la cabeza” del “mundo fuera de la cabeza”. Berkeley, sin
embargo, le había hecho decir a Philonous en 1713: “El cerebro de que
hablas, siendo una cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo
querría saber si te parece razonable la conjetura de que una idea o cosa
en la mente ocasiona todas las otras. Si contestas que sí, ¿cómo
explicarás el origen de esa idea primaria o cerebro?”. Al dualismo o
cerebrísmo de Schopenhauer, también es justo contraponer el monismo de
Spiller. Éste (The Mind of Man, capítulo VIII, 1902) arguye que
la retina y la superficie cutánea invocadas para explicar lo visual y lo
táctil son, a su vez, dos sistemas táctiles y visuales y que el aposento
que vemos (el “objetivo”) no es mayor que el imaginado (el “cerebral”)
y no lo contiene, ya que se trata de dos sistemas visuales independientes.
Berkeley (Principles of Human Knowledge, 10 y 116) negó asimismo
las cualidades primarias —la solidez y la extensión de las cosas— y
el espacio absoluto.
Berkeley afirmó la existencia
continua de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe,
Dios los percibe; Hume, con más lógica, la niega (Treatise of Human
Nature, I, 4, 2); Berkeley afirmó la identidad personal, “pues yo
no meramente soy mis ideas, sino otra cosa: un principio activo y pensante”
(Dialogues, 3); Hume, el escéptico, la refuta y hace de cada
hombre “una colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a
otras con inconcebible rapidez” (obra citada, I, 4, 6). Ambos afirman el
tiempo: para Berkeley, es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente
y de la que todos los seres participan” (Principles of Human
Knowledge, 98); para Hume, “una sucesión de momentos indivisibles”
(obra citada, I, 2, 2).
He acumulado transcripciones de los
apologistas del idealismo, he prodigado sus pasajes canónicos, he sido
iterativo y explícito, he censurado a Schopenhauer (no sin ingratitud),
para que mi lector vaya penetrando en ese inestable mundo mental. Un mundo
de impresiones evanescentes; un mundo sin materia ni espíritu, ni
objetivo ni subjetivo; un mundo sin la arquitectura ideal del espacio; un
mundo hecho de tiempo, del absoluto tiempo uniforme de los Principia;
un laberinto infatigable, un caos, un sueño. A esa casi perfecta
disgregación llegó David Hume.
Admitido el argumento idealista,
entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para Hume
no es lícito hablar de la forma de la luna o de su color; la forma y el
color son la luna; tampoco puede hablarse de las percepciones de la
mente, ya que la mente no es otra cosa que una serie de percepciones. El pienso,
luego soy cartesiano queda invalidado; decir pienso es postular
el yo, es una petición de principio; Lichtenberg, en el siglo XVIII,
propuso que en lugar de pienso, dijéramos impersonalmente piensa,
como quien dice truena o relampaguea. Lo repito: no hay
detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe
las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de
esas impresiones errantes. ¿La serie? Negados el espíritu y la materia,
que son continuidades, negado también el espacio, no se qué derecho
tenemos a esa continuidad que es el tiempo. Imaginemos un presente
cualquiera. En una de las noches del Misisipí, Huckleberry Finn se
despierta; la balsa, perdida en la tiniebla parcial, prosigue río abajo;
hace tal vez un poco de frío. Huckleberry Finn reconoce el manso ruido
infatigable del agua; abre con negligencia los ojos; ve un vago número de
estrellas, ve una raya indistinta que son los árboles; luego, se hunde en
el sueño inmemorable como en un agua oscura. [1] La metafísica idealista
declara que añadir a esas percepciones una sustancia material (el objeto)
y una sustancia espiritual (el sujeto) es aventurado e inútil; yo afirmo
que no menos ilógico es pensar que son términos de una serie cuyo
principio es tan inconcebible como su fin. Agregar al río y a la ribera
percibidos por Huck la noción de otro río sustantivo de otra ribera,
agregar otra percepción a esa red inmediata de percepciones, es, para el
idealismo, injustificable; para mí, no es menos injustificable agregar
una precisión cronológica: el hecho, por ejemplo, de que lo anterior
ocurrió la noche del 7 de junio de 1849, entre las cuatro y diez y las
cuatro y once. Dicho sea con otras palabras: niego, con argimientos del
idealismo, la vasta serie temporal que el idealismo admite. Hume ha
negado la existencia de un espacio absoluto, en el que tiene su lugar cada
cosa; yo, la de un solo tiempo, en el que se eslabonan todos los hechos.
Negar la coexistencia no es menos arduo que negar la sucesión.
Niego, en un húmero elevado de casos,
lo sucesivo; niego, en un numero elevado de casos, lo contemporáneo
también. El amante que piensa Mientras yo estaba tan feliz, pensando
en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba, se engaña: si cada
estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue contemporánea de
esa traición; el descubrimiento de esa traición es un estado más,
inapto para modificar a los “anteriores”, aunque no a su recuerdo. La
desventura de hoy no es más real que la dicha pretérita. Busco un
ejemplo más concreto. A principios de agosto de 1824, el capitán Isidoro
Suárez, a la cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú, decidió la
victoria de Junín; a principios de agosto de 1824, De Quincey publicó
una diatriba contra Wilhelm Meisters Lehrjahre; tales hechos no
fueron contemporáneos (ahora lo son), ya que los dos hombres murieron,
aquél en la ciudad de Montevideo, éste en Edimburgo, sin saber nada el
uno del otro... Cada instante es autónomo. Ni la venganza ni el perdón
ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable
pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se
refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a
nosotros, que somos el minucioso presente. Me dicen que el presente, el specious
present de los psicólogos, dura entre unos segundos y una minúscula
fracción de segundo; eso dura la historia del universo. Mejor dicho, no
hay esa historia, como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus
noches; cada momento que vivimos existe, no su imaginario conjunto. El
universo, la suma de todos los hechos, es una colección no menos ideal
que la de todos los caballos con que Shakespeare soñó —¿uno, muchos,
ninguno?— entre 1592 y 1594. Agrego: si el tiempo es un proceso mental
¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres
distintos?
El argumento de los párrafos
anteriores, interrumpido y como entorpecido de ejemplos, puede parecer
intrincado. Busco un método más directo. Consideremos una vicia en cuyo
decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la
Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y
trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo
mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la
soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agracia porque suprime los
ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un
amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no
se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del sur, pienso
en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos,
pienso en Adrogué, en mi niñez; cada vez que recuerdo el fragmento 91
de Heráclito: No bajarás dos veces al mismo río, admiro su
destreza dialéctica, pues la facilidad con que aceptamos el primer
sentido (“El río es otro”) nos importe clandestinamente el segundo (“Soy
otro”) y nos concede la ilusión de haberlo inventado; cada ver que oigo
a un germanófilo vituperan el yiddishL, rellexiono que el yiddish
es, ante todo, un dialecto alemán, apenas maculado por el idioma del
Espíritu Santo. Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera.
Naturalmente, se repiten sin precisión; hay diferencias de énfasis, de
temperatura, de luz, de estado fisiológico general. Sospecho, sin
embargo, que el número de variaciones circunstanciales no es infinito:
podemos postular, en la mente de un individuo (o de dos individuos que se
ignoran, pero en quienes se opera el mismo proceso), dos momentos
iguales. Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos idénticos momentos
¿no son el mismo? ¿No basta un salo término repetido para
desbaratar y confundir la serie del tiempo? ¿Los fervorosos que se
entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?
Ignoro, aún, la ética del sistema
que he bosquejado. No sé si existe. El quinto párrafo del cuarto
capítulo del tratado Sanhedrín de la Mishnah declara que, para la
justicia de Dios, el que mata a un solo hombre, destruye el mundo; si no
hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más
culpable que el primitivo y solitario Caín, lo cual es ortodoxo, ni
más universal en la destrucción, lo que puede ser mágico. Yo entiendo
que así es. Las ruidosas catástrofes generales —incendios, guerras,
epidemias— son un solo dolor, ilusoriamente multiplicado en muchos
espejos. Así lo juzga Bernard Shaw (Guide to Socialism, 86) : “Lo
que tú puedes padecer es lo máximo que pueda padecerse en la tierra. Si
mueres de inanición sufrirás toda la inanición que ha habido o que
habrá. Si diez mil personas mueren contigo, su participación en tu
suerte no hará que tengas diez mil veces más hambre ni multiplicará por
diez mil el tiempo en que agonices. No te dejes abrumar por la horrenda
suma de los padecimientos humanos; la tal suma no existe. Ni la pobreza ni
el dolor son acumulables”. Cf. también The Problem of Pain,
VII, de C. S. Lewis.
Lucrecio (De rerum natura, I,
830) atribuye a Anaxágoras la doctrina de que el oro consta de
partículas de oro; el fuego, de chispas; el hueso, de huesitos
imperceptibles. Josiah Royce, tal vez influido por San Agustín, juzga que
el tiempo está hecho de tiempo y que “todo presente en el que algo
ocurre es también una sucesión” (The World and the Individual,
II, 139). Esa proposición es compatible con la de este trabajo.
II
Todo
lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo
intemporal. Quienes hayan seguido con desagrado la argumentación
anterior, preferirían tal vez esta página de 1928. La he mencionado ya;
se trata del relato que se titula Sentirse en muerte:
“Deseo registrar aquí una
experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y
extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental
para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya
antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación.
Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la
declararon.
Lo rememoro así. La tarde que
precedió a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi
costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un sabor
extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena,
salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo
a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no
cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de
ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al
azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las
avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad.
Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos
barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a
mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de
la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he
poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un
tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles
penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento
de nuestra casa o nuestro invisíble esqueleto. La marcha me dejó en
una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión,
nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La
irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas y aunque su
primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de
dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a
la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más
altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la
misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la
calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado
aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el
Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no
hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de
nombrar la ternura mejor que ese rosado.
Me quedé mirando esa sencillez.
Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta
años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya
remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y
sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más
seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el
también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil
ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras
y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor
abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor
claridad de la metafísica. No creí; no, haber remontado las presuntivas
aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o
ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después
alcancé a definir esa imaginación.
La escribo, ahora, así: Esa pura
representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita
límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es
meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es,
sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa
dentidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un
momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para
desintegrarlo.
Es evidente que el número de tales
momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento
físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la
audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano—
son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida
es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera
tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente
refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya
esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede pues en
anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de
esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de
eternidad dee que esa noche no me fue avara”.
B
De
las muchas doctrinas que la historia de la lilosofía registra, tal vez el
idealismo es la más antigua y la más divulgada. La observación es de
Carlyle (Novalis, 1829); a los filósofos que alega cabe añadir,
sin esperanza de integrar el infinito censo, los platónicos, para quienes
lo único real son los prototipos (Norris, Judas, Abrabanel, Gemisto,
Plotino), los teólogos, para quienes es contingente todo lo que no es la
divinidad (Malebranche, Johannes Eckhart), los monistas, que hacen del
universo un ocioso adjetivo de lo Absoluto (Bradley, Hegel,
Parménides)... El idealismo es tan antiguo como la inquietud
metafísica: su apologista más agudo, George Berkeley, floreció en el
siglo XVIII; contrariamente a lo que Schopernhauer declara (Welt als
Wille und Vorstellung, II, 1), su mérito no pudo consistir en la
intuición de esa doctrina sino en los argumentos que ideó para
razonarla. Berkeley usó de esos argumentos contra la noción de materia;
Hume los aplicó a la conciencia; mi propósito es aplicarlos al tiempo.
Antes recapitularé brevemente las diversas etapas de esa dialéctica.
Berkeley negó la materia. Ello no
significa, entiéndase bien, que negó los colores, los olores, los
sabores, los sonidos y los contactos; lo que negó fue que, además de
esas percepciones, que componen el mundo externo, hubiera dolores que
nadie siente, colores que nadie ve, formas que nadie toca. Razonó que
agregar una materia a las percepciones es agregar al mundo un inconcebible
mundo superfluo. Creyó en el mundo aparencial que urden los sentidos,
pero entendió que el mundo material (digamos, el de Toland) es una
duplicación ilusoria. Observó (Principles of Hurnan KnowIedge,
3): “Todos admitirán que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones
ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No
menos claro es para mí que las diversas sensaciones o ideas impresas en
los sentidos, de cualquier modo que se combinen (id, est,
cualquiera sea el objeto que formen), no pueden existir sino en alguna
mente que las perciba... Afirmo que esta mesa existe; es decir, la veo y
la toco. Si, al haber dejado esta habitación, afirmo lo mismo, sólo
quiero manifestar que si yo estuviera, aquí la percibiría, o que la
percibe algún otro espíritu... Hablar de la existencia absoluta de cosas
inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí
insensato. Su esse es percipi; no es posible que existan fuera de
las mentes que las perciben”. En el párrafo 23 agregó, previniendo
objeciones: “Pero, se dirá, nada es más fácil que imaginar árboles
en un parque o libros en una biblioteca, y nadie cerca de ellos que los
percibe. En efecto, nada es más fácil. Pero, os pregunto, ¿qué habéis
hecho sino formar en la mente algunas ideas que llamáis libros o árboles
y omitir al mismo tiempo la idea de alguien que las percibe? Vosotros,
mientras tanto, ¿no las pensábais? No niego que la mente sea capaz de
imaginar ideas; niego que las ideas pueden existir fuera de la mente”.
En el párrafo 6 ya había declarado: “Hay verdades tan claras que para
verlas nos basta abrir los ojos. Tal es la importante verdad: Todo el coro
del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos que componen
la enorme fábrica del universo— no existen fuera de una mente; no
tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o
sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno”. (El dios de Berkeley
es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo.)
La doctrina que acabo
de
exponer ha sido interpretada perversalmente. Herbert Spencer cree
refutarla (Principles of Psychology, VIII, 6), razonando que si
nada hay fuera de la conciencia, ésta debe ser infinita en el tiempo y en
el espacio. Lo primero es cierto si comprendemos que todo tiempo es tiempo
percibido por alguien, erróneo si inferimos que ese tiempo debe,
necesariamente, abarcar un número infinito de siglos; lo segundo es
ilícito, ya que Berkeley (Principles of Human Knowledge, 116; Siris,
266) repetidamente negó el espacio absoluto. Aun más indescifrable es el
error en que Schopennhauer incurre (Welt als Wille und Vorstellung,
II, 1), al enseñar que para los idealistas el mundo es un fenómeno
cerebral: Berkeley, sin embargo, había escrito (Dialogues Between
Hylas and Philonus, II) : “El cerebro, como cosa sensible, sólo
puede existir en la mente. Yo querría saber si juzgas razonable la
conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasione todas las otras. Si
contestas que sí, ¿cómo explicarás el origen de esa idea primaria o
cerebro?”. El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo
externo que la constelación del Centauro.
Berkeley negó que hubiera un objeto
detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un
sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la
materia, éste negó el espíritu: aquél no hahía querido que
agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de
materia, este no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales
la noción metafísica de un yo. Tan lógica es esa ampliación de los
argumentos de Berkeley que éste ya la había previsto, como Alexander
Campbell Fraser hace notar, y hasta procuró recusarla mediante el ergo
sum cartesiano. “Si tus principios son valederos, tú mismo no eres
más que un sistema de ideas fluctuantes, no sostenidas por ninguna
sustancia, ya que tan absurdo es hablar de sustancia espiritual como de
sustancia material”, razona Hylas, anticipándose a David Hume, en el
tercero y último de los Dialogues. Corrobora Hume, (Treatise
of Human Nature, I, 4, 6): “Somos una colección o conjunto de
percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez... La
mente es una especie de teatro, donde las percepciones aparecen,
desaparecen, vuelven y se combinan de infinitas maneras. La metáfora no
debe engañarnos. Las percepciones constituyen la mente y no podemos
vislumbrar en qué sitio ocurren las escenas ni de qué materiales está
hecho el teatro”.
Admitido el argumento idealista,
entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para
Berkeley, el tiempo es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente y
de la que todos los seres participan” (Principles of Human Knowledge,
98); para Hume, “una sucesión de momentos indivisibles” (Treatise
of Human Nature, I, 2, 3). Sin embargo, negadas la materia y el
espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé con
qué derecho retendremos esa continuidad que es el tiempo. Fuera de cada
percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada
estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de
cada instante presente. Elijamos un momento de máxima simplicidad:
verbigracia, el del sueño de Chuang “Tzu (Herbert Allen Giles: Chuang
Tzu, 1889). Éste, hará unos veinticuatro siglos, soñó que era una
mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser
una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. No
consideremos el despertar, consideremos el momento del sueño; o uno de
los momentos. “Soñé que era una mariposa que andaba por el aire y que
nada sabía de Chuang Tzu”, dice el antiguo texto. Nunca sabremos si
Chuang Tzu vio un jardín sobre el que le parecía volar o un móvil
triángulo amarillo, que sin duda era él, pero nos consta que la imagen
fue subjetiva, aunque la suministró la memoria. La doctrina del
paralelismo psicofísico juzgará que a esa imagen debió de corresponder
algún cambio en el sistema nervioso del soñador; según Berkeley, no
existía en aquel momento el cuerpo de Chuang Tzu, ni el negro
dormitorio en que soñaba, salvo como una percepción en la mente
divina. Hume simplifica aun más lo ocurrida. Según él, no existía en
aquel momento el espíritu de Chuang Tzu; sólo existían los colores del
sueño y la certidumbre de ser una mariposa. Existía como término
momentáneo de la “colección o conjunto de percepciones” que fue,
unos cuatro siglos antes de Cristo, la mente de Chuang Tzu; existían como
término n de una infinita serie temporal, entre n — I y n
+ I. No hay otra realidad, para el idealismo, que la de los procesos
mentales; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva le
parece una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no
menos exorbitante. Juzga que hubo un soñar, un percibir, pero no un
soñador ni siquiera un sueño; juzga que hablar de objetos y de sujetos
es incurrir en una impura mitología. Ahora bien, si cada estado psíquico
es suficiente, si vincularlo a una circunstancia o a un yo es una ilícita
y ociosa adición, ¿con qué derecho le impondremos después, un lugar
en el tiempo? Chuang Tzu soñó que era una mariposa y durante aquel
sueño no era Chuang Tzu, era una mariposa. ¿Cómo, abolidos el espacio y
el yo, vincularemos esos instantes a los del despertar y a la época
feudal de la historia china? Ello no quiere decir que nunca sabremos,
siquiera de manera aproximativa, la fecha de aquel sueño; quiere decir
que la fijación cronológica de un suceso, de cualquier suceso del orbe,
es ajena a él, y exterior. En la China, el sueño de Chuang Tzu es
proverbial; imaginemos que de sus casi infinitos lectores, uno sueña que
es una mariposa y luego que es Chuang Tzu. Imaginemos que, por un azar no
imposible, este sueño repite puntualmente el que soñó el maestro.
Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos instantes que coinciden ¿no
son el mismo? ¿No basta un solo término repetido para desbaratar
y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?
Negar el tiempo es dos negaciones:
negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de
los términos de dos series. En efecto, si cada término es absoluto, sus
relaciones se reducen a la conciencia de que esas relaciones existen. Un
estado precede a otro si se sabe anterior; un estado de G es
contemporáneo de un estado de H si se sabe contemporáneo.
Contrariamente a lo declarado por Schopenhauer[2] en su tabla de
verdades fundamentales (Welt als Wille and Vorstellung, II, 4),
cada fracción de tiempo no llena simultáneamente el espacio entero, el
tiempo no es ubicuo. (Claro está que, a esta altura del argumento, ya
no existe el espacio.)
Meinong, en su teoría de la
aprehensión, admite la de objetos imaginarios: la cuarta dimensión,
digamos, o la estatua sensible de Condillac o el animal hipotético de
Lotze o la raíz cuadrada de — I. Si las razones que he indicado son
válidas, a ese orbe nebuloso pertenecen también la materia, el yo, el
mundo externo, la historia universal, nuestras vidas.
Por lo demás, la frase negación
del tiempo es ambigua. Puede significar la eternidad de Platón o de
Boecio y también los dilemas de Sexto Empírico. Éste (Adversus
mathematicos, XI, 197) niega el pasado, que ya fue, y el futuro, que
no es aún, y arguye que el presente es divisible o indivisible. No es
indivisible, pues en tal caso no tendría principio que lo vinculara al
pasado ni fin que lo vinculara al futuro, ni siquiera medio, porque no
tiene medio lo que carece de principio y de fin; tampoco es divisible,
pues en tal caso constaría de una parte que fue y de otra que no es. Ergo,
no existe, pero como tampoco existen el pasado y el porvenir, el tiempo no
existe. F. H. Bradley redescubre y mejora esa perplejidad. Observa (Appearance
and Reality, IV) que si el ahora es divisible en otros ahoras, no es
menos complicado que el tiempo, y si es indivisible, el tiempo es una mera
relación entre cosas intemporales. Tales razonamientos, como se ve,
niegan las partes para luego negar el todo; yo rechazo el todo para
exaltar cada una de las partes. Por la dialéctica de Berkeley y de Hume
he arribado al dictamen de Schopenhauer: “La forma de la aparición de
la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir; éstos no
existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la
conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado,
nadie vivirá en el futuro: el presente es la forma de toda vida, es una
posesión que ningún mal puede arrebatarle... El tiempo es como un
círculo que girara infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el
que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la
tangente y es el ahora. Inmóvil como la tangente, ese inextenso punto
marca el contacto del objeto, cuya forma es el tiempo, con el sujeto, que
carece de forma, porque no pertenece a lo conocible y es previa
condición del conocimiento” (Welt als Wille und Vorstellung, I,
54). Un tratado budista del siglo V, el Visuddhimagga (Camino
de la Pureza), ilustra la misma doctrina con la misma figura: “En
rigor, la vida de un ser dura lo que una idea. Como una rueda de carruaje,
al rodar, toca la tierra en un solo punto, dura la vida lo que dura una
sola idea” (Radhakrishman: Indian Philosophy, I, 373). Otros
textos budístas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil
quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión,
vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. “El
hombre de un momento pretérito —nos advierte el Camino de la pureza—
ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro
vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive,
pero no ha vivido ni vivirá” (obra citada, I, 407), dictamen que
podemos comparar con éste de Plutarco (De E apud Delphos, 18):
“El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de
mañana.”
And yet, and yet... Negar la
sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son
desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a
diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología
tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es
irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El
tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me
destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el
fuego. El 'mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy
Borges.
Freund,
es ist auch genug. Im Fall du mehr willst lesen,
So geh und werde selbst die Schrift und selbst das Wesen.
(Angelus Silesius: Cherubinischer Wandersmann, VI, 263. 1675).
[1]
Para facilidad del lector he elegido un instante entre dos sueños, un
instante literario, no histórico. Si alguien sospecha una falacia, puede
intercalar otro ejemplo; de su vida, si quiere.
[2] Antes, por Newton, que afirmó:
“Cada partícula de espacio es eterna, cada indivisible momento de
duración está en todas partes,, (Principia, III, 42).
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