Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Las ruinas circulares
(El jardín de senderos
que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
And
if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, vi
Nadie lo vio desembarcar en la
unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango
sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno
venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están
aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend
no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto
es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y
se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que
corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del
fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los
incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no
recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo
despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían
cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la
carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el
lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro
templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su
inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el
grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y
un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado
con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió
el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y
se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo
guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un
hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la
realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su
alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo
de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el
templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible;
la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo
eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de
dormir y soñar.
Al principio, los
sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica.
El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de
algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban
las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de
distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre
les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros
escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento,
como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de
ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo
real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas
de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en
ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que
mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez
noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos
alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los
últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes
eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el
amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con
un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de
rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por
mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al
cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin
embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño
como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto
confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa
noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de
tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo
articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se
borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los
viejos ojos.
Comprendió que el
empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen
los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que
tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió
que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de
trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las
fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de
soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día.
Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los
sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera
perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró
los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que
latía.
Lo soñó activo,
caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo
soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con
mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo,
tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas
distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar
con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen
lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó
el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de
otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a
los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil.
Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni
hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba
dormido.
En las cosmogonías
gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de
pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán
de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se
arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un
potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la
estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y
potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una
rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal
era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían
rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma
soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el
soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas
pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en
aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado
se despertó.
El mago ejecutó
esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente,
le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica,
dilataba cada días las horas dedicadas al sueño. También rehizo el
hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de
que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices;
al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más
raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no
voy.
Gradualmente, lo fue
acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre
lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa
noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos
blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de
ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que
se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus
años de aprendizaje.
Su victoria y su paz
quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del
alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su
hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas
abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres.
Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo
ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su
vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al
cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar
en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no
pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del
Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó
bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que
componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un
fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo.
Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de
algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la
proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable,
qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que
ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago
temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y
rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus
cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al
cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un
pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la
encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de
las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo
acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego
fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante,
pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte
venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra
los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron
y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación,
con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
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