Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Tema del traidor y del héroe
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
So
the Platonic Year
Whirls out new right and wrong,
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W. B. Yeats: The Tower.
Bajo el notorio influjo de
Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del
consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he
imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo
me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones,
ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3
de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción
transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La república
de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido,
mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia
referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos
(para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama
Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus
Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra
los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre
ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un
conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza
de Moises que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra
prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa
que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer
centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas;
Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que
el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un
teatro; la policía británica no dio jamás con el matador; los
historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que
tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enigma
inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar
hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los
esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una carta cerrada
que le advertían el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también
Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de
sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba
declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de
César, Calpurnia, vio en sueños abatir una torre que le había decretado
el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de
Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular
de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había
nacido en Kilvargan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César
y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una
secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en
la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que
propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que
degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de
las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio
César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus
Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. DE esos laberintos
circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego
lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas
palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick en día de su
muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth.
Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente
pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan
indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los
compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales
dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre
en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festpiele
de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren
miles de actores y que reiteran hechos históricos en las mismas ciudades
y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos
días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había
firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado.
Esta sentencia no coincide con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan
investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del
argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue
ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y
los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó
muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de
1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la
rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el
cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el
descubrimiento del traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno
cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas
irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a
muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró
que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Nolan
concibió un extraño proyecto. Irlanda Idolatraba a Kilpatrick; la más
tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan
propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor un instrumento para
la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos
de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas,
que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión.
Kilpatrick juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasión de
redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el
tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple
ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William
Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth , de Julio César.
La pública y secreta representación comprendió varios días. El
condenado entró en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció
palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria,
había sido prefigurado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con
el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo.
Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la
memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso
destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con
actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue
desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de
1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un
balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas
pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras
previstas.
En la obra de Nolan,
los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan
sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir,
diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de
Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el
descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también
eso, tal vez, estaba previsto.
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