Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
(El jardín de senderos
que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
I
Debo a la conjunción de un espejo
y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el
fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la
enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia
(New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de
la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos
cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró
una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona,
cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas
contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores – a muy pocos
lectores – la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo
remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche
ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso.
Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había
declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican
el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable
sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la
registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos
alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas
páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las
primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni
una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del
índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar,
Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o
del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé
que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción
improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen
estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente,
Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el
artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba
el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en
palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque –tal vez–
literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors
are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: “Para uno de
esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más
precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors
and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan”. Le
dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los
pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosos
índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con
plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo
Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En
la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era
la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas
cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no
previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética.
Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los
dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia
Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos
remates.os y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos,
verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa
definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los
caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección
histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones
religiosas del siglo XIII, los ortodoxos buscaron amparo en las islas,
donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus
espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo
rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter
fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la
realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La
bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta
ahora, aunque el tercero – Silas Haslam: History of the Land Called
Uqbar, 1874 – figura en los catálogos de librería de Bernard
Quaritch[1]. El primero, Lesbare und lesenswerthe Benerkungen über das
Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes
Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después,
di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings,
decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a
principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa -
Cruz – que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Leímos con algún
cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único
sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono
general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo,
descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los
catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos
tres –Jorasán, Armenia, Erzerum–, interpolados en el texto de un modo
ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el
mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las
fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y
cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las
tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del
sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso,
al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920)
supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo XIII, los
ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus
obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección
idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la
literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus
leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones
imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro
volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas
Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874- figura en los
catálogos de librería de Bernard Quaritch . El primero, Lesbare und
lesenswerthe Benerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de
1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo;
un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de
De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de
un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la
imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a
imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos
la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de
sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie
había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de
Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi
(a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de
Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American
Cyclopaedia... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no
dio con el menor indicio de Uqbar.
II
Algún
recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las
efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida
padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el
fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba
rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada
tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que
nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con
él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por
excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían
ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al
ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un
libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores
irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de
numeraron (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente
estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las
que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido
encargado por un noruego: en Río Grande do Sul. Ocho años que lo
conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región...
Hablamos de vida pastoril, de capangas. de la etimología brasilera
de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía
pronuncian gaúcho) y nada más se dijo –Dios me perdone– de
funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el
hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes,
había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro
en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde – meses después – lo
encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que
no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de
Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la
Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo
y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no
sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés
y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas
curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First
Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr, No había indicación
de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda
que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul
con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo
había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera
descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más
precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento
metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus
arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de
sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus
pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia
teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible
propósito doctrinal o tono paródico.
En el onceno tomo de
que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra,
en un artículo ya clásico de la N. R F., ha negado que existen
esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han
refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora
las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos
desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso
Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que
entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos
que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una
generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae
al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es
inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor –de un infinito
Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia– ha sido descartada
unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una
sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de
metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de
pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio.
Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los
capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un
riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de
cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un
mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe
que es un cosmos y las íntimas leves que lo rigen han sido formuladas,
siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones
aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que
existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado
en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la
zoología v la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres
transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua
atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos
para su concepto del universo.
Hume notó para
siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no
causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su
aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese
planeta son – congénitamente – idealistas. Su lenguaje y las
derivaciones de su lenguaje – la religión, las letras, la metafísica
– presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de
objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes.
Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en el conjetural Ursprache
de Tlön, de la que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos:
hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos)
monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que
corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer
o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u
fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás
duraderofluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras
perfluyue lunó. Upward, bebind the onstreaming it mooned.)
Lo anterior se
refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal
(de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la
célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El
sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna:
se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue del
cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de
adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En
la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong)
abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según
las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad.
Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro
auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay
de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa
trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja
llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado
pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es
prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme
palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el
autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace,
paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del
hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas
indoeuropeas – y otros muchos más.
No es exagerado
afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la
psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los
hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la
extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la
yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del
segundo –que es un sinónimo perfecto del cosmos–. Dicho sea con otras
palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción
de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después
del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un
ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o
idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es
unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del
sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado
mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo – id est, de
clasificarlo – importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay
ciencias en Tlön – ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es
que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo
que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que
toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie
des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas
increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los
metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud:
buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura
fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de
todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase
“todos los aspectos” es rechazable, porque supone la imposible
adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el
plural “los pretéritos”, porque supone otra operación imposible...
Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el
presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como
esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo
presente[2].Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y
que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda
falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia
del universo –y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de
nuestras vidas– es la escritura que produce un dios subalterno para
entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas
criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es
verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos
aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos
hombres.
Entre las doctrinas
de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo.
Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como
quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis
inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo[3] ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de
las aporías eleáticas. De ese “razonamiento especioso” hay muchas
versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he
aquí la más común:
El martes, X
atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y
encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del
miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes
de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El
heresiarca quería deducir de esa historia la realidad – id est la
continuidad – de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba)
imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el
jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y
la madrugada del viernes Es lógico pensar que han existido –siquiera de
algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres– en todos los
momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön
se resistía a formular esa paradoja, los más no la entendieron Los
defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la
veracidad de la anécdota Repitieron que era una falacia verbal, basada en
el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y
ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que
comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de
las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo
sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un
valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo
herrumbradas por la lluvia del miércoles. que presupone lo que se
trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves
y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad
y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso
hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo
dolor. ¿No sería ridículo – interrogaron – pretender que ese dolor,
es el mismo?[4] Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el
blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a
unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no;
Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir
asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente,
esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado
el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de
tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura
feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada
uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de
la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que
se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que
han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres
razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo
idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la
posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera,
la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el
apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el
primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de
Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La
última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de
la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría
desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica
las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de
números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y
menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman
que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de
indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan
una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un
ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya
sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos
literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro
que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es
intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos
obras disímiles –el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos–, las
atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología
de ese interesante homme de lettres...
También son
distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas
las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica
invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el
contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es
considerado incompleto.
Siglos y siglos de
idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en
las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos.
Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la
segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son,
aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir
fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira
que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo
declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus
operandi, sin embargo, merece recordación. El director de una de las
cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un
río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran
un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación
les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer
intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de
trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una
rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo
secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total
el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las
primeras excavaciones) los discípulos exhumaron – o produjeron – una
máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el
verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que
no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de
testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las
investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se
prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica
elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios
prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar
el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir.
Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado –los hrönir
derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön
de un hrön– exageran las aberraciones del inicial; los de
quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo;
en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no
tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya
empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a
veces el ur. la cosa producida por sugestión, el objeto educido
por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre
ejemplo.
Las cosas se
duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles
cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su
muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un
anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
Posdata de 1947.
Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de
la literatura fantástica, 1940 sin otra escisión que algunas
metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta
frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a
recordarlas.
En marzo de 1941 se
descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton
que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro
Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto
corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo
XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida
historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a
Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En
el vago programa inicial figuraban los “estudios herméticos”, la
filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de
Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras
comprendieron que una generación no bastaba para articular un país.
Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un
discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria
prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad
resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los
afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja
hablar con algún desdén –y se ríe de la modestia del proyecto. Le
dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la
invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su
nihilismo[5]: la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban
entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley
sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus
cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el
toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo
una condición: “La obra no pactará con el impostor Jesucristo.”
Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que
los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es
envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus
colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera
Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que
comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la
base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de
las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama
provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue
Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su
recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo.
Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con
singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su
carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida,
frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de
Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del
vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo
finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna
heráldica, un samovar. Entre ellas –con un perceptible y tenue temblor
de pájaro dormido– latía misteriosamente una brújula. La princesa no
la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de
metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los
alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en
el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo
de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un
brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant’Anna.
Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar)
esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres
crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos
acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un
vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de
milongas – más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer,
atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la
madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz
nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían
caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del
diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un
hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano
algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de
retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo
preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y
a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de
miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo
adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo “que
venía de la frontera”. Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un
metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas
religiones de Tlön.
Aquí doy término a
la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando
no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar
o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras
que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un
investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee)
exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera
Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese
descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía
nebuloso Orbis Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos
increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir)
han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es
razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un
mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La
diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese
plan...[6] El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el
“hallazgo”. Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales,
reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de
los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi
inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que
anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia
de orden –el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo–
para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa
y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la
realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leves
divinas –traduzco: a leyes inhumanas– que no acabamos nunca de
percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por
hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el
hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la
humanidad olvida y toma a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de
ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), “idioma
primitivo” de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena
de episodios conmovedores') ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya
en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio do otro, del que nada
sabemos con certidumbre –ni siquiera que es falso. Han sido reformadas
la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la
biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa
dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue.
Si nuestras previsiones no erran, de aquí cien años alguien descubrirá
los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces
desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El
mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días
del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso
dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.
[1] Haslam ha publicado
también A General History of Labyrinths.
[2] Russell (The Analysis
of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace
pocos minutos, provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado
ilusorio.
[3] Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de
ciento cuarenta y cuatro años.
[4] En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene
platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal
temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en
el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres
que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
[5] Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.
[6] Queda, naturalmente, el problema de la materia de algunos
objetos.
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