Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)

Las buenas conciencias (1959)
(México: Fondo De Cultura Económica, Coleccion Letras Mexicanas #53, 1959, 191 pp.)


A
LUIS BUÑUEL,
gran artista de nuestro tiempo,
gran destructor de las conciencias tranquilas,
gran creador de la esperanza humana.


«Los cristianos hablan con Dios; los burgueses hablan de Dios».
S. KIERKEGAARD

«On s’arrange mieux de sa mauvaise conscience que de sa mauvaise
réputation».

EMMANUEL MOUNIER


      Jaime Ceballos no olvidaría esa noche de junio. Recargado contra el muro azul del Callejón, veía alejarse a su amigo Juan Manuel. Con él se iban las imágenes de un hombre delatado, de una mujer solitaria, del pobre comerciante gordo que había muerto ayer. Se iban, sobre todo, las palabras que ahora resonaban sin sentido. «Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores». Caían con sus sílabas rotas en un pozo de indiferencia y tranquilidad. Se sentía tranquilo. Tenía que sentirse tranquilo. Ahora Jaime Ceballos repetía su nombre en voz baja. Ceballos. ¿Por qué se llamaba así? ¿Quiénes, y para qué, se habían llamado así antes que él? Eran esos fantasmas amarillos, encorsetados, rígidos que su padre había colgado en las paredes de la alcoba antes de morir. Los Ceballos de Guanajuato. Gente decente. Buenos católicos. Caballeros. No eran fantasmas. Los traía metidos adentro, de buena o mala gana. A los trece años, jugaba todavía en la vieja carroza sin ruedas que la familia conservaba en la caballeriza empolvada. Pero no… primero debía recordarlos tal como se reflejaban desde las paredes de su padre, en los daguerrotipos desteñidos.
       Recordaría. Repetiría los nombres, las historias. La casa, húmeda y sombría. Casa de puertas y ventanas que la muerte, el olvido o la simple falta de acontecimientos iban cerrando, una a una. La casa de los escasos momentos de su adolescencia. El hogar donde quiso ser cristiano. La casa y la familia. Guanajuato. Repetiría los nombres, las historias.
       Caminó de regreso a la casa de sus antepasados. Había salido la luna, y Guanajuato le devolvía un reflejo violento desde las cúpulas y las rejas y los empedrados. La mansión de cantera de la familia Ceballos abría su gran zaguán verde para recibir a Jaime.


1

      Ésta es la gran casa de cantera, habitada hasta el día de hoy por la familia. La historia de Guanajuato ha patinado sus muros de piedra rosa. Las vidas de los Ceballos, sus alcobas y corredores. La gran casa de cantera, situada entre la bajada del Jardín Morelos y el Callejón de San Roque, frente al templo del mismo nombre y a unos metros de la hermosa plazuela a la que dan fama, año con año, las representaciones, en un escenario casi natural de faroles, árboles, rejas, muros ocres y cruces de piedra, de los entremeses de Cervantes.
       Es lenta la vida de la casa, y hay algo ruinoso, más que en las viejas paredes, más que en las vigas húmedas, en el aire que durante las noches descansa y acumula el polvo entre los pliegues de las cortinas. Ésta es la casa de los cortinajes: de terciopelo verde detrás de los balcones principales, de brocado antiguo entre las salas, otra vez de terciopelo —rojo, manchado— en las habitaciones matrimoniales, de algodón en las demás. Cuando el alto viento de la montaña gime, estos brazos de tela se levantan y azotan y hacen caer por tierra las mesitas y los adornos cercanos. Se diría que alas espesas abrazan las paredes y se aprestan a levantar la casa en vuelo. Mas el viento se aquieta y el polvo busca otra vez los rincones.
       Hay objetos que la luz se empeña en aislar: el gran reloj de la sala, los sables plateados del tío Francisco, el frutero de bronce que brilla siempre en el centro del comedor oscuro. El tablero de campanillas a la entrada de la cocina, y los azulejos de ésta, y sus trastos de cobre y barro. La fuente de cantera del patio, blanca en la noche. El resto de la casa es parda. Las vigas altas, las paredes cubiertas de un papel verdoso, los muebles de madera y seda y mimbre opacos.
       Los salones y las recámaras ocupan el segundo piso. Cuando se abre el enorme zaguán de la Bajada, el patio apenas se respira al fondo; a la derecha inmediata sube una escalera palaciega, de piedra, con escudos de la ciudad labrados en los altos muros y un lienzo de la Crucifixión en el descanso. Por aquí se llega al largo salón que en otra época era blanco y alegre, con piso de tezontle, muros enjalbegados y muebles de nogal rubio. El abuelo Pepe Ceballos le dio su cariz actual: los gruesos cortinajes, los candiles y el papel verdoso, el piso de parqué, los sofás de seda marrón y las columnas de lapislázuli. Los cuatro balcones que miran hacia la plaza de San Roque se abren desde este largo salón. Una cortina de brocado lo separa de la sala más pequeña, sin luz, donde la orquesta acostumbraba instalarse en los viejos tiempos. Una puerta de vidrio opaco y diseños florentinos conduce al comedor encerrado y mustio, a cuyas espaldas, y a lo largo de toda el ala, se extiende la cocina. Otra puerta semejante esconde la biblioteca con sillones de cuero renegrido, y de allí es posible pasar al corredor sobre el patio interior, donde fluyen el murmullo del manantial y el verdor de los líquenes. El corredor en escuadra da luz a la biblioteca, a la recámara principal y a la de Jaime. Al fondo se encuentra el baño común, instalado a principios del siglo. Subsisten las llaves de oro, cabezas de león, con las que Pepe Ceballos adornó su tina. Y subsiste el agua ferrosa, color café, que ameniza las abluciones en Guanajuato.
       A la entrada de la casa, a la izquierda, está el bodegón repleto de telarañas, baúles, cuadros desechados, muebles cojos, leña, colecciones de mariposas cuyas alas se mezclan con el vidrio pulverizado que las cubría, espejos teñidos, paja, tomos desencuadernados de los folletines leídos por las generaciones pasadas: Paul Féval, Dumas, Ponson du Terrail; máquinas de costura olvidadas. Tilbury sin ruedas, carroza negra donde se alberga la polilla, búho relleno de trapos, litografía de Porfirio Díaz enmarcada en plata negruzca, abultada forma del manequí de antaño. Una altísima claraboya deja pasar, granulada, la luz. Es la vieja caballeriza.
       De igual manera que la luz aísla ciertos objetos de la casa, ciertos objetos del bodegón se aíslan en la memoria de Jaime. Recuerda el ejemplar amarillo de El Siglo XIX, hallado en el fondo de un baúl, en el que la patria mexicana agradecía a Prim haberse retirado de la aventura imperial de Napoleón III. Recuerda los sables plateados del tío Francisco, cruzados sobre la pared del salón de recepciones. ¡Cuántas veces había jugado Jaime con ellos, simulando combates corsarios, justas caballerescas, fugas mosqueteras! Recuerda la enorme fotografía ovalada y sepia de los abuelos. Y un día encontró, en el baúl, los velos negros que su abuela debió usar en el entierro de Pepe Ceballos.


2

       Pertenecían, en palabras del tío Jorge Balcárcel, a una familia guanajuatense de no escasos méritos y de extendido parentesco. Guanajuato es a México lo que Flandes a Europa: el cogollo, la esencia de un estilo, la casticidad exacta. La enumeración de los hombres públicos guanajuatenses sería interminable, pero el número apenas indicaría la profundidad del sentimiento político mexicano en esta región que se precia de ser la cuna de la Independencia. Si a algún Estado de la República habría que acudir para encontrar la raíz de los estilos políticos mexicanos, sería a éste. La malicia de la concepción y la finura de la ejecución llevan un estilo originalmente guanajuatense; nadie, como sus hombres, conoce mejor las tácticas de la legalidad aparente para encubrir la voluntad decisiva; nadie, el valor de los procedimientos formales y de la maniobra de cámara. ¿Por qué, en la dilatada extensión de Nueva España, fueron éstos los lectores —y las infanterías— de Voltaire y de Rousseau? ¿Por qué en nuestra extrema actualidad, se escuchan en los pomposos escalones de su Universidad discusiones sobre Heidegger y Marx? El guanajuatense posee una doble, y muy desarrollada, facultad para aprehender lo teórico y convertirlo en práctica eficaz. No en balde fue Guanajuato cuna de don Lucas Alamán. Y su Universidad antiguo centro jesuita.
       Así, el guanajuatense es un mocho calificado. Un mocho laico (como todos los eficaces) capaz de servir a la iglesia más oportuna y que, en su concepto, garantice la mejor administración práctica de la «voluntad general» teórica. Inteligentes, de propósitos internos claros y manera exterior velada, herederos de una tradición que el excesivo centralismo mexicana no ha alcanzado a destruir, los guanajuatenses representan la cima del espíritu del centro de la República. Lo que en los michoacanos es seriedad rayana en lo solemne, en los guanajuatenses se deja atenuar por el sentido de la conveniencia y de la ironía. Lo que en los zacatecanos es exceso de arraigo provinciano lo templan los guanajuatenses con un sentimiento de universalidad: les visitó el barón de Humboldt, les adorna un Teatro Juárez decorado por el escenógrafo de la Opera Comiqué, les pertenece, apropiada por los hombres de la Independencia, la tradición del siglo de las luces. Lo que en el poblano es hipocresía abierta, en el guanajuatense es insinuación talentosa. Lo que en el capitalino, en fin, es afirmación o reticencia, en el guanajuatense es puro compromiso.
       La familia de Ceballos pertenecía, con plenitud, a este singular cogollo del centro mexicano. Sí para otras familias locales el nombre clave en la historia del Estado era el del Conde de Casa Rul, o los del intendente Riaño, don Miguel Hidalgo, don Juan Bautista Morales o el padre Montes de Oca, para los Ceballos no había apellido más ilustre —y así lo recordaban diversos retratos distribuidos en las salas del caserón de cantera— que el de Muñoz Ledo. Éste, otrora distinguido gobernador de la entidad, fue el que permitió a la pobre familia de inmigrantes madrileños instalar su tienda de paños cerca del templo de San Diego, allá por el año de 1852. El jefe del hogar, don Higinio Ceballos, había sido oficial de aquel Baldomero Santa Cruz, notable comerciante en paños del Reino en la calle de la Sal, y de él aprendió la máxima de su comercio: el buen paño en el arca se vende. Pegado a su mostrador, se beneficiaba lenta, pero seguramente. No obstante, estos Ceballos, gachupines, y además tenderos, no dejaron de ser mal vistos en aquella época de primicias independientes. No fue el secretario del señor gobernador quien pensó así, ante el primor evidente de la Ceballitos mayor, una matritense de colores subidos, ojos verdes y diecisiete años. Fue, de esta manera, la flamante señora de Lemus, esposa del tal secretario, quien logró que el comercio de su señor padre emigrara de la sombra del callejón de Perros Muertos al sitio principal y asoleado frente al gran templo de San Diego. Pero la familia, hasta hoy, prefiere atribuir su buena fortuna original al gobernador Octavíano Muñoz Ledo, dando con ello acabada muestra de su asimilación guanajuatense: la relación pública por encima de la verdad privada. Bajo tan altos auspicios, los tres jovenzuelos de la casa pudieron prosperar, recibir las lecciones de profesores privados y aprender las cosas que, al lado de la experiencia comercial, convenía saber a los buenos vendedores de paños en trance de encumbramiento social No todo fue tortas y pan pintado: el paso de Muñoz Ledo por la gubernatura fue sumamente expedito, y aunque su filiación era conservadora, Lemus, el secretario de gobierno, supo dar la voltereta en el aire y caer bien plantado en el campo del liberalismo. Y en 1862, cuando las fuerzas de Prim desembarcaron a cobrar la deuda mexicana, la furia antiespañola, encarnada en grupos de jóvenes que recorrían las estrechas calles de la vieja población gritando «¡Hasta Madrid!», obligó a don Higinio Ceballos a cerrar el comercio y esconderse con toda su familia —familia de crinolina y tirabuzones, de patillas esponjadas y redingotes azules, de clavel entre los senos y leontina sobre el chaleco— en casa de Lemus.
       Más que la patria mexicana, los Ceballos, con su aspecto colectivo de lienzo de Cordero, hubieron de agradecer el gesto del general Prim. El comercio prosperó. Las señoras a la caza de la última moda siempre encontraban, en «Ceballos e Hijos», la seda mate, el mantón chinesco o el encaje de Brujas necesarios para el próximo baile de Palacio. Cuando el viejo Higinio Ceballos murió, el mismo día en que Maximiliano pisó tierra veracruzana, su familia se encontraba colocada en las alturas de esta sociedad provinciana.
       Había sido adquirida la casa señorial frente a San Roque. Una casa de la Colonia, encalada, tibia en sus tonos de tezontle y nogal. Los cascos de varios pura sangre tronaban sobre las baldosas de la entrada, y en la caballeriza fueron instalándose la carroza negra para las grandes ocasiones, el tilbury para los paseos de campo y el coche de dos lugares para los mandados cotidianos. Caballerangos, doncellas, cocineras, maestro de música, mozos y jardineros se desparramaban, con su rumor de botines apretados o pies descalzos, por los corredores del enorme lugar.
       La guerra de intervención dividió a los tres hermanos. Pánfilo y José prefirieron seguir obsequiando, bajo la administración imperial, los gustos de las familias locales, pero si aquél —el hijo mayor de don Higinio— se adhirió sin reservas al Imperio, éste, en voz baja, profesaba las ideas liberales que, en primer lugar, habían sido el motivo de la emigración de don Higinio. Sólo Francisco decidió unirse a la lucha liberal: militó en las filas del general Mariano Escobedo y, al cabo, fue capturado y mandado fusilar por el temible Dupin en un llano de Jalisco.
       Presidía el hogar la viuda de don Higinio. Margarita Machado era una cordobesa inteligente, alegre y desprevenida que sabía conducir sin esfuerzo (más bien con la apariencia de desorden) los menesteres caseros cuya acabada perfección parecía aún más sorprendente en virtud del desparpajo que la señora imprimía a todas sus actividades. Doña Margarita tomaba las cosas como venían, y en ella era bien cierta la tan estereotipada sinonimia entre la abundancia de carnes y la jovialidad. Las otras señoras de Guanajuato, tan simples, pero más solemnes, tenían siempre ocasión de admirarla; ella estaba al tanto de lo que sucedía en los grandes centros de la moda, recibía las primeras y asombrosas revistas ilustradas de París y Londres, y era la primera en lanzarse a las calles con este polisón o aquella sombrilla tornasolada. Era inteligente, graciosamente inteligente. Guardaba las apariencias sin regocijarse o entristecerse demasiado con los eventos, alegres o dolorosos, de la vida cotidiana. Esto significa, en los extremos, que era incapaz de jactarse o de solicitar compasión. Por eso, al poco tiempo de la muerte de don Higinio, se la vio correr de nuevo, estrenando una novedosa tela de Escocia, por los mercados populares. Pepenaba ejotes, flor de calabaza y hierbas de olor, con su criada a la zaga. Si no con la palabra, mediante el ejemplo quería dar la señora su lección de sencilla honradez humana a los hijos José y Pánfilo. Pensaba en sí misma como una «indiana».
       —¡Quién me iba a decir —decía a sus hijos— cuando Higinio medía telas en calle de la Sal, que en América llegaríamos a ser tan principales! A veces me asusto. No lo olviden: si somos algo, lo debemos al trabajo honrado. No somos aristócratas, sino una familia liberal y modesta. ¡Virgen Santísima! A veces me dan ganas de que los Santa Cruz nos viesen ahora.
       La madre y los hijos reían mucho con esta broma; pero si Pánfilo aplicaba al pie de la letra las palabras de doña Margarita, Pepe sí sentía el orgullo de la rápida riqueza americana.
       Pánfilo era el más trabajador, pero el otro el más despierto. Pánfilo abría la tienda a las siete de la mañana y ya no se apartaba —«el buen paño en el arca se vende»— del mostrador sino el tiempo necesario para caminar a la casa, almorzar con la familia y regresar, apresurado, al oloroso depósito de percales, lanas, sedas. Pepe, en cambio, pasaba largas noches de tertulia que aprovechaba para averiguar las necesidades de vestuario de las damas y caballeros presentes: al día siguiente les haría llegar la muestra o el corte. Nunca se presentaba en la tienda antes de las diez y siempre faltaba —más tertulia, paseos a las presas de la Olla y San Renovato, juegos de naipes— en las tardes. A menudo, viajaba a México. Había perdido el acento madrileño de su infancia. Pánfilo, con su habla de dientes cerrados, lo conservaba tenazmente. Pepe era rubio, ligero, de ojos azules; Pánfilo, de cejas pobladas, andar pesado. Éste no se permitía un pensamiento ajeno al comercio de telas. Aquél esperaba la oportunidad de participar en otro tipo de vida. Pánfilo murió soltero. José, en 1873, casó con una señorita Guillermina Montañez. Ese mismo año, el gobernador Florencio Antillón ordenó la construcción del Teatro Juárez. El bigote y la piocha, las lustrosas botas federicas del señor gobernador, el pantalón blanco y la casaca azul con grandes solapas bordadas de oro, el sombrero emplumado, lucieron como nunca en la boda Montañez-Ceballos. Beata, severa, sin un rasgo de humor, Guillermina fue aceptada, mas no querida, por la viuda Margarita, «Ave María, que esta casa se va a quedar sin salero». A veces, doña Margarita, como para picarla, hablaba de las muchachas graciosas, dicharacheras, bailarinas, de Andalucía. Sus palabras pasaban como espumarajos mediterráneos sobre la austeridad inconmovible de la nuera. El pardo altiplano triunfaba sobre la huerta meridional. Los Ceballos se hacían mexicanos: desde que Guillermina entró al cuadro, éste comenzó a parecerse a alguno de Hermenegildo Bustos. Fuera flores y escotes; adentro tez apiñonada, cuellos altos, colores solemnes. Guillermina Montañez era hija de una vieja familia de fortunas fundadas en la minería. Estas actividades, como es sabido, se contrajeron desastrosamente a partir de las guerras de Independencia, pero la disminución de la fortuna sólo aumentó el orgullo de Guillermina y su gente: la clase media, para sentirse aristócrata, requiere de la nostalgia. Este sentimiento de su mujer hizo que al poco tiempo Pepe se incomodase todavía más con el comercio de telas y decidiese picar alto. La revuelta de Tuxtepec y el ascenso de Porfirio Díaz al poder decidieron su destino. Con el soldado oaxaqueño llegaron a la administración central parientes de los Montañez y amigos de los Ceballos —gente nueva con la cual sustituir a la de Lerdo de Tejada—, y Pepe multiplicó los viajes a México. De ellos, sacó una cosa en claro. La minería iba a resurgir. Díaz la ayudaría con transportes multiplicados y baratos. Importaría del extranjero los procedimientos perfeccionados de fundición y refinamiento de metales de baja ley. Aumentaría la demanda de metales industriales. Pepe convenció a Guillermina —no sin dificultades, pues ella prefería la nostalgia a un nuevo apogeo— de que debían vender algunas viejas minas de oro para explotar nuevas de mercurio, plomo y estaño. Se combinó con una empresa británica y, hacía 1890, recibía fuertes ingresos anuales de la explotación. No terminó allí el rápido encumbramiento económico de Pepe Ceballos. La Ley de Baldíos de 1894 le permitió adquirir ilegalmente, pero con la aquiescencia de las autoridades porfiristas, la extensión de 48000 hectáreas en una zona colindante con el Estado de Michoacán. En esta entidad compró Pepe 30000 hectáreas más, uniendo la producción subtropical a la de trigo, frijol y alfalfa del fundo guanajuatense.
       En 1903, cuando el Presidente Díaz pasó bajo los capiteles de bronce y las estatuas de las musas para inaugurar el Teatro Juárez, la familia Ceballos ocupó uno de los principales palcos. Lo presidía un Pepe rubicundo, barrigón, adornado con barbas canosas recortadas al estilo del emperador de Austria-Hungría. Lo rodeaban Guillerma, tiesa y altiva; la siempre cordial, aunque ya octogenaria, doña Margarita; la sumisión rencorosa del pañero, Pánfilo; las atenciones obsequiosas de los Lemus —convertidos en parientes pobres después de la derrota del lerdismo— y la algarabía de quienes, por primera vez, se desvelaban: Rodolfo y Asunción, los dos hijos del matrimonio pudiente. Puede decirse que aquella ocasión señaló el apogeo de José Ceballos. En el segundo intermedio de Aída, el gobernador Obregón González le hizo una seña para que pasase a conversar con don Porfirio en el palco presidencial. Durante el último acto, buena parte del público dividió la atención entre los adoloridos cantos de la pareja etíope-egipcia enterrada en vida y los discretos murmullos de la pareja político-social en el palco de honor.
       —Su presencia nos honra. Ésta será una noche inolvidable —había dicho Pepe.
       —Guanajuato es un bastión del progreso de México —había respondido don Porfirio.
       —Verá usted mañana qué bonitas fiestas. El ayuntamiento se ha lucido —había continuado Pepe, para quien las frases generales no eran comprensibles.
       —Está bien, está bien —había comentado don Porfirio—. Debe de haber de todo. La paz nos ha costado tanto trabajo, que todos los mexicanos tenemos derecho a distraernos de vez en cuando.
       —La paz sólo es obra de usted, señor Presidente —había concluido Pepe.
       No hubo, después de esta especie de consagración, grandes sucesos en la vida de la familia. Doña Margarita murió en 1905, el año de la gran inundación. Pánfilo se mudó de la casa familiar a los altos del comercio. El pobre, tan trabajador, no supo prever, sin la ayuda de la madre, los cambios de la moda. El paso del polisón a la falda estrecha, de las telas oscuras a las de fantasía, no fue percibido por el viejo pañero. Por algo, antes de expirar, la anciana le había advertido: «Fíjate bien en la ropa que usa el rey Eduardo VII». Pánfilo no supo entender estas últimas palabras, y su comercio se transformó pronto en un expendio de telas solemnes que la gente sólo compraba en previsión de alguna ceremonia oficial o fúnebre. No sin cierta reflexión irónica, se percató de que sus antiguos clientes acudían ahora a la tienda que, en la contraesquina, había instalado otro comerciante español, recién llegado a Guanajuato, y nombrado don José Luis Regules.
       La casona de la bajada del Jardín de Morelos era a menudo escenario de grandes fiestas. Pepe Ceballos, buen hijo de su madre, amaba el bullicio, el descorche de botellas, el rumor de violines y faldas de tafeta. Guillermina prestaba el contrapunto de dignidad exagerada a estas reuniones, que durante aquellos años fueron las más comentadas de Guanajuato. Las familias decentes de la ciudad, las de la administración oficial, la minería y el gran comercio, y las que empezaban a enriquecerse en las industrias del algodón y la harina, de la lana y el cuero, se daban cita en la casa de cantera. En el largo salón del segundo piso, donde el estilo antañón del lugar había sido sustituído, a la vuelta del siglo, por decorados franceses, un cuarteto tocaba los valses de Johann Strauss, Juventino Rosas y Ricardo Castro, corrían los mozos con bandejas y hasta se suscitaban discusiones políticas. Se formaban, por lo general, dos grupos: el de los funcionarios, comerciantes y mineros, mayoritario, que aplaudía la política de Díaz en todos los órdenes, y el de los nuevos industriales, que pedía ciertos cambios, mayor libertad, gente nueva alrededor del Presidente que uno y otro respetaban y consideraban indispensable. El paso del nuevo comerciante don José Luis Regules por estos saraos fue muy rápido: bastó con que, guiñando sus ojillos acerados, insinuara la necesidad de fomentar la pequeña propiedad y acabar con los latifundios, para que las puertas festivas, si no las necesariamente comerciales, se le cerraran. También se celebraban, de tarde en tarde, fiestas infantiles para los dos niños de la casa. Rodolfo, el mayor, debía ser, con el tiempo, abogado. Pepe ya había solicitado, con seguridad anticipada, su inscripción en la escuela católica de jurisprudencia para el año de 1912. Doña Guillermina esperaba casar a Asunción, la muchacha, apenas cumpliera dieciocho años, y para ello, con anticipación semejante a la de su marido, cultivaba al chico Balcárcel del Moral, heredero de otra rica familia de la ciudad.
       Una noche del año de 1910, le mandaron avisar a Guillermina que su marido —tan colorado, tan sanóte— había caído con una terrible fiebre en un pueblo cercano a León. Llevaba tres días recorriendo las tierras a caballo, y en una de esas ocasiones la noche y la lluvia se le vinieron encima. Pepe Ceballos se estaba muriendo de pulmonía, y deliraba tanto que no era posible pensar en trasladarlo de la sucia casa de adobes en la que se encontraba. Hacia allá salió la tiesa señora, sólo para encontrarse con las fogatas muertas de los peones, el relincho mañanero de los caballos y el cadáver de Pepe. Por lo visto, los patriarcas de la familia Ceballos acostumbraban morir en fechas históricas: aquél era un día de la tercera semana de noviembre, y poco después se supo en toda la región que el mismo día había sido resinado, en Puebla, Aquiles Serdán.


* * *

      Apenas se disolvió el cortejo, encabezado por Guillermina y los dos hijos vestidos de negro, Pánfilo se acercó a la viuda para decirle que contara con él como el hombre de la familia. Guillermina se detuvo a la salida del Panteón Municipal, frente al apretado panorama, negro, morado, verde, de montañas, iglesias y cañadas. Pensó, antes de abordar la carroza negra, que con los consejos del pañero en decadencia no iría muy lejos. Sólo al ingenio propio podía acudir para resolver los problemas administrativos que la muerte de Pepe planteaba. Se sintió aliviada, también. El golpe la restituía, en cierta medida, al viejo estado de nostalgia que era su preferido. Tomó las manos de Rodolfo y Asunción y descendió en el carruaje al centro de la ciudad. Fueron varias sus decisiones: vender las minas al buen precio que le ofrecieron los socios ingleses de Pepe, confiar las tierras a un administrador, casar a la niña a los quince años y preparar a Rodolfo para que, oportunamente, tomase el puesto del padre al frente de la hacienda. Suspiró: se desentendía de esas minas en cuya explotación sudorosa, tiránica, a menudo criminal, se fundaba la primera fortuna de aquellos hombres de horca y cuchillo, modales toscos y látigo presto, sus antepasados; Guillermina se limitaba al estado hacendario, al noble producto del ascenso. Era como subir del lodo a la acera. Suspendió el proyecto de estudios jurídicos de Rodolfo: con ser hacendado bastaba. Pero si los sucesos desencadenados de la Revolución le eran incomprensibles, más le resultaba el carácter de su hijo. Diríase que doña Margarita, la andaluza, había resucitado para incorporarse, de manera acentuada y desfavorable, al aspecto físico y moral del nieto. Nadie más despreocupado que este Rodolfo, Fito, Ceballos; nadie menos apto para encargarse de la disciplina y el orden de una hacienda.
       —¿Y la Revolución? —preguntaba Jaime cuando, hacia los nueve años, se enteró de aquel movimiento.
       —Al principio no asustó a mamá —le respondía su padre, Rodolfo, mientras consultaba con la mirada a Asunción.
       —No —continuaba la tía Asunción—. Al principio, no.
       —Pero ¿te acuerdas —interrumpió Rodolfo— cuando Guanajuato comenzó a llenarse de familias de otros Estados? Todas venían a refugiarse.
       —Fue por el año de 1914 —decía Asunción—. La guerra carrancista había hecho cosas pavorosas. Muchos amigos nuestros de Coahuila, San Luis y Chihuahua vinieron a refugiarse. Había sido un desastre económico y, sobre todo, moral.
       —Pero mamá se alegraba tanto de la animación social con tantas gentes aquí, ¿verdad?
       —Sí, Vinieron parientes, socios muy viejos de mi papá, amigos y también amigos de nuestros amigos. Todos se hospedaron en las mejores casas y con ese motivo se daban bailes. Todos iban a las festividades religiosas. Fue muy bonito.
       —¿Te acuerdas? A veces una familia de otro Estado contaba la violencia y el saqueo. Entonces mamá decía que ésta no era la primera revolución. Decía que Guanajuato siempre había sido el Estado más rico de México y que nadie se atrevería a tocarlo. —El cofre y el granero de la República, decía siempre papá. Pero no fue así. Una gavilla de revolucionarios se apoderó al año siguiente de nuestras tierras. Bueno, tú estabas allí, Fito.
       —Los comandantes vaciaron los graneros. Le informé a mamá que las cuentas andaban muy malas. Creo que entonces se asustó por primera vez.
       —Faltaba lo peor. Al año siguiente sí que cundió la desesperación. El asesino Villa llegó a Guanajuato.
       —Figúrate, hijo, todos le temíamos, y con razón. Era un antiguo peón, un hombre vengativo y sanguinario. Y de repente desciende con nueve mil hombres aquí, al Bajío. Fue cuando los carranclanes ocuparon Guanajuato, y los generales Dusart y… ¿cómo se llamaba el otro?
       —Carrera.
       —… y Carrera instalaron el cuartel general aquí mismo, en nuestra casa. Es cuando tú y tu marido huyeron de Guanajuato. Asunción, ¿te acuerdas?
       —Estábamos recién casados. Era muy peligroso. Mi mamá nos dio permiso.
       —Podían haberle dicho que los acompañara.
       —¿Arrancar a mamá de aquí, de su casa? ¡Qué esperanzas! Y, además, éramos jóvenes. Teníamos derecho a ver algo más que esta matanza, Fito. Queríamos ambientes nuevos, no sé…
       —Si. Mamá y el tío Pánfilo se escondieron en la recámara principal. La casa estaba llena de tropas y caballos. Yo me había quedado en el casco de la hacienda. El tío Pánfilo tenía cerrada la tienda para no recibir bilimbiques. Entonces llegó el general Obregón y obligó al comercio a abrir las puertas y a rechazar el papel moneda de Villa. También obligó a aumentar los jornales. El tío Pánfilo creyó que iba a quebrar. Mamá escondió los pesos oro debajo del piso de la recámara. Pero de repente nada de esto pareció importante. Todos se murieron del susto cuando los carranclanes abandonaron la ciudad. Figúrate, tu abuelita y tío Pánfilo se encerraron a piedra y lodo y colocaron los colchones contra las ventanas. Es que el general Natera iba a entrar al frente de las tropas villistas. Después los dos contendientes abandonaron la ciudad para concentrarse en Celaya, y Guanajuato quedó en manos del bandido Palomo y el populacho. Había balaceras y saqueos a todas horas. Era como el fin del mundo. No entendíamos qué había pasado. Cómo se había acabado aquella época de paz. No entendíamos; ¿verdad, Asunción?
       Pero doña Guillermina no perdió totalmente la cabeza. Dispuso que treinta hombres armados vigilasen los cascos de la hacienda, encargó al capataz los trabajos y relevó a Rodolfo de la administración. Su actividad religiosa se multiplicó. La solemne señora no dejaba de asistir a una sola procesión en favor de la paz; en todas las iglesias prendía velas en favor de la paz; en su recámara lloraba en favor de la paz; en los ejercicios entonaba el «Salve Regina» en favor de la paz. La situación alimentaba, sin reservas, su eterna hambre de nostalgia. En público, se entristecía de que el gobernador hubiese prohibido que se tocasen las campanas durante las fiestas de la Santísima Virgen; en privado, se regocijaba recordando cómo doblaban en otras épocas. Se lamentaba abiertamente de la expulsión de las Hermanas del Buen Pastor; saboreaba íntimamente la memoria de la caridad con que los Ceballos habían colmado a las monjas. Se escandalizaba de que ese facineroso de Siurob se hubiese atrevido a retirar del Palacio de Gobierno los retratos del Presidente Díaz y del Gobernador Obregón González; ¡pero cómo le deleitaba el recuerdo de don Porfirio con Pepe en la ópera, el de don Joaquín atestiguando la boda de Asunción!
       Bajo el gobierno de Siurob, las cosas se fueron tranquilizando. Sin sentirlo casi, Rodolfo Ceballos dio en concurrir todos los días al viejo comercio frente a San Diego, que el tío Pánfilo apenas atendía ya. El anciano fruncido y de ceceo incomprensible, que iba a cumplir los ochenta años, le dejó hacer, y Rodolfo encontró su verdadero y atávico camino en la vida, que era el de atender, con bonhomía, detrás de un mostrador.
       Quedaban muy pocos criados en la casa en 1917, cuando murió el viejo Pánfilo. Casi todas las recámaras estaban clausuradas en 1920, cuando murió Guillermina. Asunción y su marido, Jorge Balcárcel del Moral, vivían en Inglaterra. Rodolfo quedó solo, y cerró más puertas. La nueva Ley de Ejidos provocó la repartición de buena parte de las 78000 hectáreas que Pepe Ceballos había adquirido por bicoca. Rodolfo no tenía ganas de pelear, y se cruzó de brazos. Con el comercio de San Diego y los pesos oro heredados de su madre, el último Ceballos la iba pasando bien. Su propensión a la obesidad, heredada de la abuela, se acentuó más con la vida sedentaria, y a los veintinueve años el joven era un hombre rotundo, risueño y dormilón que hacía amigos con todos menos con los vástagos de las viejas familias que habían concurrido a las fiestas del caserón de cantera. Estas personas le fastidiaban; todo era hablarle de tiempos pasados, de bodas célebres, de lo emprendedor que había sido don Pepe Ceballos. Todos habían sufrido con la Revolución; todos añoraban; muchos se habían ido a vivir a México. Rodolfo prefería conversar del precio del algodón, de las magníficas sardinas portuguesas que estaba corriendo don Chepepón López y de algunas memorables partidas de dominó con otros comerciantes en la cantina del Jardín de la Unión. A las seis de la tarde, cerraba su tienda y se iba a ese lugar. Al poco tiempo —sin frenos familiares, único habitante de la mansión— empezó a invitar a sus deslumbrados contertulios a la casona de cantera. No cabe hacer conjeturas acerca de lo que doña Guillermina hubiese dicho al contemplar, en su salón afrancesado, esta reunión de hombres en mangas de camisa. Fumaban puros. Bebían cerveza. Relataban los precios del mercado. Proclamaban la ahorcadura de la mula de cincos. Pero gracias a uno de ellos —el tal Chepepón López, proveedor de vinos y conservas— conoció Rodolfo a la que había de ser su mujer y madre de su hijo. Adelina López, a más de sencilla, era espigada y modosa, muy amiga de asistir a novenarios, de comulgar los viernes primeros y de encerrarse durante los ejercicios cuaresmales. Rodolfo ya la había visto en diversas ocasiones, durante la serenata que, tres veces por semana, tenía lugar en el Jardín de la Unión. Los hombres caminaban en una dirección y las mujeres en la opuesta. Pero Rodolfo, con su disposición linfática, permanecía sentado en una banca, viendo pasar, con un palillo de dientes entre los labios. La muchacha, en realidad, ni le gustaba ni le desagradaba. Entre sus horas de trabajo, la tertulia con los amigos y una ocasional visita al burdel, el joven comerciante vivía muy contento. De no haber sido por el interés que el Chepepón tenía en ver a su hijita instalada en la insigne casa de la bajada del Jardín Morelos, Jaime Ceballos nunca hubiese nacido. Primero, la niña López comenzó a aparecerse más a menudo en la tienda, y Rodolfo, a quien le encantaba el palique, se dejaba pescar en ponderosas conversaciones acerca de la santidad del hogar y la formación cristiana de las buenas madres de familia. Después, el joven regordete fue invitado a excursiones con gente de medio pelo: la Valenciana, los escondrijos de Ciudad Marfil: Adelina murmuraba algún rechazo alarmado, luego se dejaba tocar por el joven torpe y nervioso. Cuando, al fin, los amigos los vieron entrar juntos a la Iglesia de la Compañía, un viernes primero, todos aseguraron que don Chepepón había ganado la batalla.
       Hubo sus contratiempos. El futuro contrayente le escribió a su hermana Asunción Balcárcel, y ésta contestó que no sabía quiénes eran los López de Guanajuato; pero que su marido estaba enterado de que el tal Chepepón era de origen muy dudoso. Como esta advertencia no surtiera efecto, Asunción volvió a escribir indicando que la hija de un don nadie no iba a dormir en la cama de su madre. Lo cierto es que el ansioso suegro Chepepón López había sido, en sus mocedades, simple aprendiz en el comercio de telas de aquel don José Luis Regules que tan ruinosa competencia le había hecho al tío Pánfilo. El joven Chepepón tuvo una hija natural, que legitimó, y que era la misma Adelina que ahora iba a ultrajar la camota de caoba de Margarita Machado y Guillermina Montañez. «Pero si nuestro abuelo Higinio también empezó de aprendiz de comercio», se decía Rodolfo. En diciembre de 1926, los jóvenes se casaron y en la mansión de cantera retumbaron las risas de los buenos compañeros de dominó. Rodolfo se mostraba muy contento con su declaración de independencia, pero volvió a sentir el peso de la tradición familiar —la rectitud del abuelo Higinio, el heroísmo del tío Francisco, la honradez del tío Pánfilo, la dignidad de Guillermina, la actividad de Pepe Ceballos— cuando, al año siguiente, los Balcárcel se trasladaron a Guanajuato y exigieron que la joven pareja desalojara la casa ancestral. Jorge Balcárcel del Moral había sido enviado por el Presidente Calles a realizar un detenido estudio económico de la entidad. Su situación reclamaba la mayor prestancia social. Balcárcel, que a los veinte años había huido despavorido al escuchar los cascos de la caballería revolucionaria, se recibió más tarde, en la London School of Economics. A los veintinueve años había regresado a México nimbado por estos novedosos prestigios. Cuando el general Calles procedió a reorganizar la vida financiera del país, echó mano del joven preparado. Ahora, con sus pantalones de tubo y su gorra de cuadros escoceses, el novel economista solicitaba del gordo comerciante que le cediese el techo.
       —Decididamente, la naturaleza de sus obligaciones le permite vivir en los altos del comercio, como el tío Pánfilo. Las mías exigen la casa grande. Había hablado Balcárcel, y desde ese momento su voz sería la de la autoridad.
       —No, señor —se había atrevido a contestarle Adelina—. Lo que usted no sabe es que Fito y yo nos hemos relacionado con lo mejor de Guanajuato. Aquí se recibe igual que en tiempos de Guillermina, sí señor.
       ¿Cómo había transcurrido ese primer año de matrimonio entre Adelina y Rodolfo? Acaso el joven, al tomar estado, decidió que sus obligaciones consistían en mantener, dentro de lo posible, la consabida apariencia de un Ceballos. Algún cambio moral debía suponer el matrimonio: el único probable, en el caso de Rodolfo Ceballos, era pasar de la existencia simpática, despreocupada, guanga, que hasta entonces había conducido, a una vida —¿cómo lo diría él mismo?— más seria, más asentada. Nunca habían tenido fe en él. No había podido hacer la carrera de leyes. Su madre lo destituyó de la administración de las tierras. Ahora demostraría que podía ser tan excelente jefe de familia como su padre. La transformación no había de costarle demasiado trabajo: si Rodolfo era nieto de Margarita la jocunda, también era hijo de Guillermina la tiesa; La verdad es que Adelina López puso cuanto estuvo de su parte para estimularlo en esta dirección. La actitud de la mujer era suicida: si su interés estribaba en que, para encumbrarla, Rodolfo se condujera con el mayor rigor social, en este desarrollo habría de destacar, con el tiempo, la propia vulgaridad de Adelina. La mujer no se dio cuenta de que sus posibilidades de felicidad radicaban, precisamente, en que Rodolfo continuase por su senda de bonhomía desaliñada. Hubiese sido la mujer ideal de un jugador de dominó. Fue Adelina quien obligó a Rodolfo a cerrar las puertas de la casa a los antiguos compañeros de dominó. Adelina quien limitó a un almuerzo dominical la estridente presencia de don Chepepón. Adelina quien orilló a su marido a abrir de nuevo el largo salón afrancesado, y ella quien formuló las listas de invitados selectos. Ella, quien clamó para que Rodolfo tomase un dependiente de almacén y se escondiese en la improvisada oficina de los altos. Ella, en fin, quien suprimió la eterna sonrisa de los labios del comerciante. Pero también, al exhibirse en la forzada tertulia de los sábados ante las viejas familias, Adelina había permitido al marido comparar costumbres. No porque las de los invitados fuesen ejemplares, sino porque Adelina siempre resultaba en un escaño más bajo que el de la estricta mediocridad provinciana. Todas las voces eran apresuradas; la de Adelina, chillona. Todos eran hipócritas; Adelina sobreactuaba. Todos eran beatos; Adelina, con mal gusto. Y todos poseían el mínimo de conocimiento de los valores entendidos; a ella le faltaba. Abundaron las opiniones: cursilería, ausencia de tacto, mala educación social. Y Rodolfo, dispuesto a asumir de nuevo su tradición, hubo de aceptar las censuras. A medida que los propósitos de la esposa se realizaban, el afecto del marido se iba enfriando. Empezaron los altercados, los dimes y diretes, los lloriqueos.
       Ésta era la situación cuando se presentaron en Guanajuato los Balcárcel, y Rodolfo se encontró entre la espada de su independencia amenazada y la pared de su distanciamiento de Adelina. Rogó a su hermana que los dos matrimonios conviviesen durante unas cuantas semanas. La mujer de Balcárcel, apenas se olió lo que sucedía en esa casa, decidió hacerlo. De allí en adelante, todo fue encontrar defectos en la conducta de Adelina, cucarachas en la despensa, polvo en las repisas, y suspirar por los tiempos en que doña Guillermina regenteaba el hogar.
       —Anda, queridita, si de veras quieres quedar bien con nuestras amistades, déjame ordenar a mi la cena. Ya sabes que de ti todos se burlan. Es que hay cosas que se maman, ¿verdad?
       A las dos semanas, la abrumada hija de don Chepepón declaró que se iría a pasar una temporadita con su padre, y nadie la detuvo. Cuando, al mes, el proveedor de ultramarinos se presentó en la tienda de San Diego para informarle a Rodolfo que Adelina esperaba un hijo, el marido sintió remordimientos y quiso enfrentarse a Asunción. La hermana, en el acto, le hizo ver que lo cuerdo era traer a la criatura, cuando naciere, a la casa y al ambiente que le correspondían; que lo conveniente era anular un matrimonio tan contrario a la razón, separarse de esa mujer vulgar y tomar una esposa digna de su nombre y de su educación. Varias noches de malestar pasó el buen Rodolfo cavilando sobre las contradicciones de su situación. En ciertos momentos, era el joven rubicundo y despreocupado; en otros, el señor que optó por volverse serio. Su corazón se inflamaba de piedad; después se decía que su hermana estaba en lo justo; luego pensaba en el parto solitario; más tarde recordaba, con desagrado, el mal cuidado de la casa, el amor a las puras apariencias. Total, que entre duda y duda era Asunción la que actuaba y Asunción la que presentó a su hermano, un buen día, el niño rubio y colorado como el abuelo. El comerciante ya no se atrevió a preguntar por la madre, y al bautizo sólo asistieron Rodolfo y los padrinos Balcárcel. El niño pronto aprendió a llamar «mamá» a Asunción.




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