Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)

Cambio de piel (1967)
(México D.F.: Joaquin Mortiz, 1967)


A Aurora y Julio Cortázar

1
Una fiesta imposible


      El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:

… comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête…

      Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.

       Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.
       Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.
       Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.
       Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.
       ¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.
       Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.
       ¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.
       Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.
       Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».
       Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Éste: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquél: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.
       Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares «El 10 de Mayo» estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: «se prohíbe jugar a los menores de edad», y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales…
       Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.
       —Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.
       Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.
       Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena —la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona— rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.

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SPORTAHECAPERTAITPECATORIBUSPENITENTIA

      El día de la resurrección, los indios llenan el inmenso atrio. Avanzan lentamente con las ofrendas dobladas: mantas de algodón y pelo de conejo, los nombres de Jesús y María bordados, caireles y labores a la redonda, rosas y flores tejidas, crucifijos tejidos a dos haces. Frente a las gradas, extienden las mantas y se hincan; levantan las ofrendas hasta sus frentes e inclinan la cabeza. Rezan calladamente. En seguida impulsan a los niños para que ellos también muestren sus ofrendas y les enseñan a hincarse. Una multitud espera el tumo, con las ofrendas entre las manos. Por toda la explanada se levantan los humores del copal y el olor de las rosas, mientras la multitud espera en silencio, con los rostros oscuros y los restos de los trajes ceremoniales, cuando no las propias ropas de labor, cuidadosamente lavadas y zurcidas, y los pies descalzos.
       Encendí un cigarrillo y seguí sus movimientos; Isabel trataba de evitar mi mirada; recorría con ustedes las tres capillas pozas, pintadas de amarillo, a lo largo de la muralla de la fortaleza. La simplicidad de las capillas contrasta con el ornamento de la puerta lateral de la iglesia. Novedad impuesta a la severa construcción del siglo XVI, puerta renacentista de columnas empotradas y vides suntuosas, de espíritu prolongado en las tumbas románticas que los ricos de Cholula mandaron colocar, hace un siglo, en este terreno sagrado: cruces de piedra con simulación de madera, ramos de piedra, cartas de piedra dirigidas al ausente y detrás los contrafuertes oscuros y las altas ventanas enrejadas y los niños descalzos que pasan en fila con sus catequistas armados de varas para pegar sobre las manos de los olvidadizos y las voces agudas que repiten. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.
       Los niños aprenden a hincarse. Ofrecen copal y candelas, cruces cubiertas de oro y plata y pluma: ciriales labrados, con argentería colgando y pluma verde. Se reparte y ofrece la comida guisada, puesta en platos y escudillas. Se conducen corderos y puercos vivos, atados a palos. Los indios toman a sus animales entre los brazos cuando ascienden por las gradas a recibir la bendición, y se levanta una oleada de risas al ver los esfuerzos de un devoto por contener las patadas del cordero o sofocar los chillidos del marrano.
       Avanzaron hacia la capilla real y yo apagué el cigarrillo en la suela del zapato. Isabel giró fingiendo que admiraba esa que originalmente fue una capilla árabe de arcadas abiertas en sus siete naves, en la que se representaban autos sacramentales frente al atrio lleno de indios que venían a aprender, deleitándose, los mitos de la nueva religión, y en realidad sólo querías ver si yo seguía allí y los dos nos escondimos detrás de las gafas negras. Ahora las naves habían sido tapiadas y la capilla tenía almenas, remates góticos y gárgolas de agua. Del viejo linaje arábigo sólo quedaban, por fuera, las cúpulas de hongo múltiples, con cuadros de cristal que dejaban pasar la luz al interior. La larga capilla culminaba en una torre final, un campanario amarillo, y se penetraba en ella por un portón de madera con doble escudo: el de San Francisco, los brazos cruzados del indigente y el fraile; y el de las cinco llagas de Cristo, extraña rodela con cinco heridas estilizadas a la manera indígena, la mayor coronada de plumas y las gotas de sangre, siempre, como un puñado de moras silvestres.
       Entraron en la capilla real.
       Los seguí y me detuve en la puerta.
       Mojaste los dedos, dragona, en una de las dos enormes pilas bautismales a la entrada. Te vi sonreír ante esa incongruencia fantástica: no eran sino urnas de piedra indígenas, viejas, labradas, corroídas, antiguos depósitos de los corazones humanos arrancados por el pedernal en los sacrificios de Cholula. Y este símbolo de recepción, aunado a la luz color perla que se filtraba por las bóvedas mozárabes y apagaba el color quemado del piso de tezontle, daba su tono de estadio intermedio, de lugar de tránsito entre la luz del infierno en llamas y la opacidad del cielo de aire a todo el vasto aposento, casi desnudo: un Cristo vejado, cubierto con el manto de la burla, con la corona de un imperio de espinas: los labios vinagrosos y las gotas de sangre en la frente y los ojos entornados al cielo y la peluca cuidadosamente rizada y la faldilla de encaje y la vara del poder bufo entre las manos: era otra figura de humillación sin gloria, alejada de los cuatro arcángeles policromos que guardaban el altar pero cercana a los símbolos del purgatorio que constituían los mayores elementos de la capilla: un retablo en relieve en el que la Reina del Cielo, coronada de ángeles, preside los sufrimientos de los caballeros bigotudos, las damas de torso desnudo y senos rosados, los frailes tonsurados, el rey y el obispo que son acariciados por las tibias llamas del arrepentimiento; y, enfrente, la tela de las ánimas en pena que se consumen en fuego sobre el cadáver del obispo enterrado, una calavera con la mitra caída y los intestinos descubiertos;

STATUM EST HOMINIBUS SEMEL MORI & POST HOC IUDICIUM

       Los indios sentados en el gran atrio sonríen ante la representación del juicio de Dios contra los primeros padres, los sin ombligo. Entre los arcos de la capilla, se han construido peñones, árboles, todo el jardín de la primera felicidad. Aves de oro y pluma se posan en las ramas. Los papagayos hacen ruido. Los ocelotes asoman entre las ramas del Edén. En el centro, el árbol de la vida con las manzanas de oro. Un paraíso de abril y mayo. Los guajolotes se esponjan y agitan la guedeja del papo rojo. Los niños vestidos de animales hacen cabriolas en el escenario. Adán y Eva aparecen en la inocencia del albor. Eva molesta a Adán. Le ruega, lo atrae; él la rechaza con aspavientos. Eva come del árbol y Adán acepta morder la manzana. Los indios ríen por un momento, pero sus rostros se llenan de espanto cuando descienden Dios y sus ángeles. Dios ordena a los ángeles vestir a Adán y Eva. Los ángeles muestran a Adán cómo ha de labrarse la tierra; entregan a Eva husos para hilar. Adán es desterrado y puesto en el mundo: los indios lloran y los ángeles se dirigen a la concurrencia, cantando:

Para qué comió
la primera casada,
para qué comió
la fruta vedada.

I’ll give you back
your time

       El viejo Lincoln convertible se detuvo frente a las arcadas de la plaza. El joven rubio y barbado metió el freno de mano y abrió la portezuela; a su lado la muchacha vestida con pantalón negro, suéter y botas negras se desperezó y el negro con sombrero de charro le besó el cuello y rio. Del asiento de atrás saltó a la calle empedrada, con la guitarra en la mano, el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero y la otra muchacha, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas, se puso de pie y se quitó los anteojos para conocer la fisonomía de Cholula: despintada, sin cejas, con los labios borrados por la pintura pálida, guiñó los ojos y le ofreció la mano al joven que cerraba su portafolio de cuero amarillo y, en contraste con los demás, vestía un saco de tweed marrón y pantalones grises. Lo comentó al cerrar el portafolio:
       —Algún día los he de convencer.
       —No tiene importancia. —La muchacha vestida de negro se encogió de hombros y tomó posesión de los portales.
       —Sí, sí tiene. —El joven cerró el portafolio—. La música se trae por dentro. No hay necesidad de disfrazarse. La verdadera révolte se hace vestido como yo.
       —Oye hombre: así lo asustamos más. —El muchacho alto se desarregló la cabellera lacia.
       —¿Es aquí? —preguntó la muchacha de las cejas depiladas, indefensa como un albino ante la plaza seca, desnuda, aplastada por la intensa resolana.
       —Apuesta tu alma —dijo el negro.
       En la calle, la muchacha vestida de negro encendió su radio transistor y buscó una estación.
       El conductor, el rubio barbado, garabateó con un lápiz blanco sobre el parabrisas del convertible:

PROPERTY OF THE MONKS

y la muchacha encontró la estación en el cuadrante y el muchacho alto se secó el sudor de la frente y empezó a acompañar la música de la radio con la guitarra y los seis se fueron caminando bajo las arcadas y cantando juntos, abrazados.

I’ll give you back your time.

       Yo sólo escuché el gruñido y el llanto unidos, inseparables, que quise localizar en el cofre del automóvil.

2
En cuerpo y alma


      Ausente de ambos. «No estuve allí»: cita de una carta dirigida por el Narrador a su Abuelo tedesco, muerto en 1880, socialista lassaliano expulsado del Reich por el Canciller de Hierro. Carta no recibida. Muda de piel. Genes mutantes. «I wans’t there». Por lo tanto, el Narrador cita a Tristan Tzara: «Tout ce qu’on regarde est faux», para salvarse de El Museo, de La Perfección y participar en un Happening personal que es una novela de consumo inmediato: recreación. Habla Michel Foucault: «Et puisque cette magie a été prévue et décrite dans les livres, la différence illusoire qu’elle introduit ne sera jamais qu’une similitude enchantée» (Les mots et les choses).

       Me ibas a contar algún día, Elizabeth, que el caracol avanzó por la pared y tú, desde la cama, levantaste la cabeza y primero viste la estela plateada del molusco, la seguiste con la mirada tan lentamente que tardaste varios segundos en llegar al caparazón opaco que se desplazaba por la pared del cuarto de hotel. Te sentías adormilada y estabas ahí, con el cuello alargado y las manos escondidas en las axilas; sólo viste un caracol sobre un muro de pintura verde desflecada. Javier había manipulado las persianas y el cuarto estaba en penumbra. Ahora desempacaba. Tú, recostada en la cama, lo viste librar las correas de esta maleta de cuero azul, correr el zipper y levantar la tapa. Al mismo tiempo, Javier levantó la cabeza y vio otro caracol, éste veteado de gris, que permanecía inmóvil, escondido dentro de su caparazón. El primer caracol se iba acercando al detenido. Javier bajó la mirada y admiró el perfecto orden con que había dispuesto las prendas que escogió para el viaje. Tú doblaste la rodilla hasta unir el talón a la nalga y te diste cuenta de que había otro caracol sobre la pared. El primero se detuvo cerca del segundo y asomó la cabeza con los cuatro tentáculos. Tú te alisaste la falda con la mano y viste la boca del caracol, rasgada en medio de esa cabeza húmeda y cornada. El otro caracol asomó la cabeza. Las dos conchas parecían hélices pegadas a la pared y derramaban su baba. Los tentáculos hicieron contacto. Tú abriste los ojos y quisiste escuchar mejor, microscópicamente. Los dos cuerpos blancos y babosos salieron lentamente de las conchas y en seguida, con el suave vigor de sus pieles lisas, se trenzaron. Javier, de pie, los miró y tú, recostada, soltaste los brazos. Los moluscos temblaron ligeramente antes de zafarse con lentitud y observarse por un momento y luego regresaron sus cuerpos secos y arrugados a las cuevas húmedas del caparazón. Alargaste la mano y encontraste un paquete de cigarrillos sobre la mesa de noche. Encendiste uno, frunciste el entrecejo. Javier sacó de la maleta los pantalones de lino azul, los de lino crema, los de seda gris, y los estiró, pasó la mano sobre las arrugas y los colgó en los ganchos que sonaron como cascabeles de fierro cuando abrió ese armario del año de la nana, los corrió, escogió los menos torcidos y regresó a la maleta detenida sobre el borde de la cama. Tú observaste todos sus movimientos y reíste con el cigarrillo apoyado contra la mejilla.
       —Cualquiera diría que piensas quedarte a vivir aquí.
       Paseaste la mirada por la recámara de paredes húmedas y cristales rotos. Some pad. Siniestro. Javier tomó con las dos manos los calcetines seleccionados para hacer juego con los pantalones y las camisas.
       —Hace diez años era un hotel moderno. Me imagino que lo han gastado todas las gentes que debieron detenerse aquí, como nosotros, contra su voluntad.
       Él habla así. Oh, seguro que él habla así. Apuesta lo que quieras, dragona. Pregúntale:
       —¿Cuándo estará listo el auto? —para que él te conteste, muy sutil, él:
       —Pregúntale a Franz.
       Y luego aprieta los calcetines contra el pecho, mientras tú arrojas el humo por la nariz.
       —De todas maneras, no necesitas ordenar tus cosas en los cajones, para una sola noche.
       Tu marido llevó los calcetines a la cómoda, como si cargara una docena de huevos.
       —Podemos aprovechar el tiempo que estemos aquí.
       —¿Aquí? —Te incorporaste en la cama, apoyada con los codos—. Es un poblacho repelente.
       Javier ordenó los calcetines en hilera dentro del primer cajón. Tú empezaste a reír. Doblaste las rodillas otra vez; erguiste los pechos y miraste a Javier, riendo: lo miraste ordenar las camisas en la cómoda de pino. Las fue colocando en el cajón: azul, de hilo; negra, de lana tejida; amarilla, de seda; una guayabera plisada, tiesa; otra camisa de tela de toalla, para usar a la salida del mar. Tú pegaste con las manos sobre los muslos abiertos y tu risa contenía un gruñido divertido.
       —Tú nunca ves nada —dijo Javier.
       —¿No viste hoy a sus hijos?
       Al fondo del veliz estaba la ropa interior. Javier la tomó y la llevó sobre las palmas abiertas de las manos a la cómoda y contó los seis calzoncillos jockey las seis camisetas blancas. Gimió. Tú sabías por qué. Como de costumbre, olvidó los pañuelos.
       —Al amanecer, salen de la ciudad…
       Te levantas velozmente de la cama:
       —No se oye lo que dicen, Javier, nadie oye lo que se dice aquí.
       Y con las dos manos golpeas las de Javier, haces volar por la recámara las prendas interiores, vuelves a reír:
       —… la multitud de mendigos descalzos, cubiertos de harapos…
       Eso me lo vas a repetir quién sabe cuántas veces. Sabes que la primera vez es difícil, que esperas demasiado de la segunda y que sólo la tercera vez, decepcionada, cualquier cosa te parece maravillosa. Bueno. Jadeaste un instante cerca del rostro de Javier —ese día, el domingo 11 de abril de 1965— y luego te dejaste caer boca abajo sobre las almohadas.
       —… entonces como ahora…
       Javier se hincó y recogió los calzoncillos y las camisetas. Tú negaste, con la cabeza hundida entre las almohadas:
       —Esas cosas sin voz ni oídos ni ojos… Ya me aburrió. Déjame dormir.
       Javier colocó la ropa interior en la cómoda.
       —¿No piensas cambiarte de ropa, bañarte?
       Tú asomaste:
       —¿Para qué? ¿Para salir a ese parque seco a oír chachachás?
       Escondiste otra vez el rostro en la almohada. Javier cerró el cajón. Tú te acostaste boca arriba, con los ojos cerrados. Javier te miró allí, con las huellas más tenues de la fatiga en ese rostro tuyo que, al cerrar los ojos, parece desentenderse del mundo como si nadie te pudiera escuchar; más, como si tu propio cuerpo no estuviera presente. Javier caminó hacia la puerta del baño con esa maletilla de cuero donde viajan sus medicinas y pomadas. Se detuvo antes de entrar. Tú reíste:
       —No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. Cómo no. No coman la carne de sus semejantes. Ja, ja. Olviden la sodomía y demás torpedades. Gradúate y entra al ejército. Ship ahoy.
       Te levantaste en silencio y lo miraste mientras tomabas asiento frente al ventanal de cristales rotos que daba a un patio interior agrio. Te sentaste en la mecedora, junto a las persianas; te columpiaste, esperando el momento para decir:
       —Hoy, al llegar, caminamos a lo largo del portal…
       Te levantaste con violencia y tiraste de las cuerdas de las persianas, hasta que los visillos se apartaron y entró la luz de la tarde. Hablaste atropelladamente.
       —Caminamos sin hablar, cansados, cansados de antemano, Javier, Javier, contagiados por la vida muerta de este pueblo, ¿estás satisfecho?
       Abriste los ojos. Javier no estaba en el cuarto.
       —¡Javier! ¡Javier! ¡Lo hago por ti! Escuchaste el grifo del lavamanos y en seguida la voz lejana de tu marido:
       —… después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles…
       Te detuviste y apoyaste las manos contra el marco de la puerta del baño. Dijiste en voz muy baja:
       —Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.
       Entraste al cuarto de baño. Al fondo, escondido en parte por la cortina de la regadera, asomaba Javier. Sus rodillas desnudas, los pantalones caídos sobre los tobillos y los zapatos. Te acercaste, sin cansando, sin prisa, hasta con cierto aire profesional. Apartaste la cortina. Levantaste a Javier del excusado, le ofreciste el rollo de papel. Él lo tomó. Te sonreía con la boca torada. Jaló la cadena y se levantó los pantalones. Así quiero llegar al juicio final, papadlo nuestro.
       —Ahora descansa, Javier.
       —No tengo sueño.
       Se abotonó la bragueta.
       —Tomarás una de tus píldoras y dormirás.
       Le abrazaste el talle, colocaste la barbilla sobre su hombro.
       —Todavía no desempaco mis medicinas —dijo Javier, inmóvil entre tus brazos—. ¿Por qué salimos de México?
       —Tú sabes que a veces tienes que salir de la dudad. ¿A poco no te sientes mejor ya? ¿No te sientes mejor al bajar de la altura? Ven, hijo, ven y descansa. Buscaré la píldora en tu cofre, ¿verdad?
       —Se me olvida el nombre. Es una amarilla, una cápsula. ¡Dios! ¡Tan bien que conozco los nombres de mis medicinas! ¿Qué me pasa?
       —No te preocupes. Acuéstate. Ten piedad.
       Javier se detuvo en la puerta del baño y miró sobre su propio hombro a la mujer que no había tenido tiempo, o voluntad, de quitarse la falda y la blusa arrugadas con las que había hecho el viaje de México a Cholula. Tú. Elizabeth. Liz. Betele. Lisbeth. Lizzie. Betty. Javier se sonó la nariz con un kleenex y tú y él se miraron fijamente. Ligeia.
       —¿Sabes? —dijo Javier. Oh boy—. El caracol tiene dos sexos. Puede hacerse el amor a sí mismo. ¿Por qué sale de la concha y se trenza con otro caracol que también es andrógino? ¿Qué necesidad tiene, Ligeia, dime, por qué?

       Esta mañana, en la carretera, yo también venía hojeando el periódico y marqué la fecha con lápiz rojo. Entérate. Hoy, el mismo día, murieron Linda Darnell y la Bella Otero. Carolina Otero se murió de puro vieja. Noventa y siete años con su clítoris gordote dando la guerra. Aquí lo dice el periódico. Murió en un cuartito cerca de la vía del tren. Debía varios años de alquiler. No tenía más riqueza que un paquete de acciones zaristas, con un valor nominal por más de un millón de rublos. Se las había regalado un noble ruso, pero luego vino la revolución. Siempre llega la revolución y adiós acciones. Y eso que antes las revoluciones eran bastante previsibles. En fin. Hoy nadie regala acciones por millones de rublos, de cualquier manera. Mira nada más. Se murió cuando estamos entrando a nuestra propia Belle Époque; como que dejó la estafeta cuando, muy oronda, se dio cuenta de que vamos volando de regreso al art nouveau, a Gaudí, a Oscar Wilde y Beardsley y Firbank y Radiguet y el Barón Corvo. Dice que nació en Cádiz y que era hija de una gitana seducida por un oficial griego de paso por Andalucía. Conociendo a las gitanas y a los griegos, apuesto que fue al revés. A los trece años se fugó del colegio con su amante y fue a dar a Portugal, donde empezó a bailar en un cabaret. Resuelto el misterio de la profesión del amante. D’Annunzio —dice el periódico— conoció los favores de su amistad. Los favores. Mira la foto de la vieja. Cuáles favores. Le hizo creer que el sexo era una condición para escribir bien, que hacía falta experiencia para poder escribir. Y D’Annunzio entró a matar, entró a la cueva randa de la Bella Otero engañado, confundiendo la literatura con el sexo, el ascetismo observador con la participación suficiente. Bueno, sexoterapia. No. Lo bueno es lo que sigue. Aquí dice que una noche, en el Café de París citó —e hizo comparecer, ejem— a Eduardo
VII de Inglaterra, Nicolás II de Rusia, Alfonso XIII de España, Guillermo II de Alemania y Leopoldo II de Bélgica. Oh, the royal cocks. Ahora sí lo entiendo. Imagínate el desprendimiento, el cálculo, la fría inteligencia con que, al hacerlos suyos, Carolina Otero luchaba, y vencía, por conservar su virginidad, esa virginidad definitiva de la indiferencia y el talento sexuales. Hay que ser muy optimista para amar así, sin desesperación, sin prisa. Eso creía la Bella Otero. Que ese mundo no se acabaría nunca. Igual que nosotros, por más que lo escondamos con zalemas al pesimismo que debe curamos sicológicamente, advertimos que el mundo muere no con un estallido sino con un sollozo, que hay doctores Strangelove sueltos y que el Hermano Mayor nos vigila. Lo aceptamos, lo disfrutamos, lo asumimos vicariamente. Terapia mental, nada más. Nuestro pesimismo es el acto higiénico de nuestro optimismo invencible. Usen el preservativo de Thomas Stearns Orwell. En cambio, la Bella Otero y la Belle Époque sí sabían que esto se acaba: su optimismo era la válvula de un pesimismo enraizado, tan siniestro como los palacios de jenjibre de Barcelona y los senos flácidos de la Salomé de Beardsley. Then she went on the dole. Murió ayer en la mañana. Descubrieron su cuerpo. Quizás pateó la cubeta a tiempo, para que no la confundieran y tú apagaste el radio del auto pero la voz de los Beatles flotó por un instante y le dijiste a Franz:
       —Ten cuidado con la curva.
       Linda Darnell murió incendiada en el último piso de una casa. La devoraron las llamas. Como nuestra cuatacha Norma Larragoiti. Igualito. Como Simone Mareuil y los bonzos del Vietnam. Y luego hablan de melodrama.
       Apoyaste violentamente el pie derecho contra un freno imaginario, reflejo, mientras apretabas el brazo de ese hombre rubio y quemado por el sol que conducía el automóvil, hoy por la mañana. Desde el asiento de atrás, Javier sonrió y se pasó el pañuelo por los labios y dijo que lo malo de las carreteras sinuosas,
       —… es que impiden la conservación.
       Franz dijo que ya iban saliendo.
       —… es la peor parte.
       Isabel se apartó de Javier sin dejar de mirarte —¿voy bien?— sin tocar a Javier como tú tocabas a Franz. Dijiste que diez años antes este rumbo estaba lleno de bosques.
       —… los mexicanos no saben conservar su riqueza.
       Soltaste el brazo de Franz. Apoyaste la frente en el vidrio y miraste hacia afuera; hacia los muñones de árbol, la tierra erosionada de la barranca, el agua rápida, despeñada, que arranca la tierra a las montañas y aplana las colinas y nos entrega este país de mierda, seco, sofocado, hostil. Cerraste los ojos y te dejaste arrullar por el gruñido suave del motor, por el vaivén sinuoso de la carretera. Javier le pidió a Franz que pusiera otra vez el radio, y Franz negó con la cabeza y dijo que estabas dormida pero tú abriste los ojos con un sobresalto, sin escuchar a Franz que se refería a lo apretado de la curva…
       —… hace años hubo una carrera de frontera a frontera, ¿verdad?
       Isabel rio:
       —Sí, se llamaba la carrera panamericana. Todos morían estrellados…
       … sin escuchar la risa que Javier arrojó por la nariz, sino preocupada, únicamente, por alejarte del cuerpo de Franz, tomar la bolsa de mano, hurgar en ella y sacar el espejo y el peine, arreglarte rápidamente el cabello pintado color ceniza y hacer un mohín de desagrado al verte reflejada. Circulaste el pequeño espejo frente a tu rostro, te chupaste los labios, sacaste el lápiz labial y lo untaste con cuidado, ensanchando tus labios que de por sí son llenos y largos ¿eh? Parpadeaste y dejaste que los ojos grises se observaran en el espejo. Sólo entonces te diste cuenta de que Javier estaba hablando. Y Franz, a veces, asentía con la cabeza, sin perder de vista la carretera. Javier dijo que quizás saberlo le bastaba.
       —… y me obliga a inventar algo que pueda corresponder.
       Tú le diste la cara. Colocaste el brazo sobre el respaldo y lo miraste fijamente. Franz dijo que existía el placer e indicó con un dedo hacia el valle:
       —De aquí en adelante el viaje es más fácil. Yo no le exijo a ninguna mujer que sea de tal o cual modo.
       Dijo que sería una locura. Sí. Tú lo miraste.
       —¿En cuántas horas llegaremos al mar?
       —¿Al mar? —sonrió Javier—. ¿Cuántas horas, Franz?
       Franz contestó que al mar sólo llegarían mañana y tú volviste a cerrar los ojos. No hablaron durante algunos minutos y tampoco miraron el paisaje y después Franz buscó la cajetilla de cigarros en el parche de la camisa y tú la sacaste, encendiste el cigarrillo para Franz y se lo pasaste con el círculo húmedo de tus labios y tomaste uno para ti y también lo encendiste, sin ofrecerles a los que viajaban atrás y sólo después de consumir el cigarrillo dijiste que tú únicamente rechazabas lo que se volvía costumbre.
       —… porque hasta lo más maravilloso puede…
       Javier te interrumpió con la mirada y tú le pasaste la mano por el cabello revuelto. Javier dijo que la verdad era que sin necesidad de deseo podía inventarse un amor, apreciar fríamente un carácter y una belleza.
       —… amándolos sin pasión y queriéndolos sin deseo…
       Franz se encogió de hombros. Yo hubiera hecho lo mismo. De veras.
       Pasaron por un pueblo. Franz disminuyó la velocidad. Tú diste la espalda a la ventanilla. Isabel pegó la nariz al cristal, vio pasar las casas de adobe, de un piso, descascaradas y grises, y los puestos de rompope y estropajos, de moras y ciruelas y las figuras ateridas, envueltas en mantas grises. Pegó la nariz al cristal y vio cómo su vaho lo empañaba y se retiró para dibujar un gato y jugarlo con ella misma: la O redonda, la X cruzada. Ah me. Su mano derecha que dibujaba las equis, derrotó a la izquierda, que dibujaba las oes. Se acarició los brazos desnudos, quemados por el sol. Sobre el fondo de pinos veloces ha de haber distinguido sus propios ojos verdes, brillantes sobre los pómulos altos. Nadie me acusa de no apreciar su belleza. Nadie en esta pieza. ¡Nadie, he dicho! Abrió la portezuela con un gesto silencioso y rápido, y detuvo su grito ahogado cuando Javier, en silencio, la tomó de los hombros, le impidió saltar, cerró velozmente la portezuela y sólo entonces tú les diste el rostro y Franz dijo con su voz pareja, sin exclamaciones:
       —Cuidado.
       Y tú le dijiste a Isabel que pusiera el seguro.
       —… ten más cuidado…
       ¿Voy bien? Isabel cayó sobre las piernas cruzadas de Javier, apoyó la mejilla contra el muslo de Javier y sólo ella sintió sus propias lágrimas sobre la mejilla, los labios abiertos junto al muslo de Javier y Javier no movió los brazos. Levantó las manos, al fin, pero para examinarse las uñas y sintió el temblor de espera de Isabel, la desilusión inmediata cuado no acarició el pelo negro y no tocó las lágrimas de la mejilla de la muchacha. Javier se pasó la mano por el pelo ralo, gris; rio, dejó caer la mano sin tocar la cabeza de Isabel y por fin alargó el brazo, rozó tu nuca y tú no te moviste, no dejaste de mirar hacia adelante aunque Javier quisiera llamar tu atención con esos dedos extendidos que te acarician la nuca. Pero no lo miraste. Bravo. Seguiste mirando fijamente hacia adelante. Como tú dices, te graduaste y al ejército.
       —¿Por dónde? —preguntó Franz.
       —No pases por Cuernavaca —dijo Javier cuando tú ya estabas diciendo:
       —Sigue la carretera.
       —¿Hasta dónde?
       —Hay una desviación a Xochicalco.
       —Sí, pero ¿antes o después de la caseta?
       —No, tienes que comprar boleto a Alpuyeca y en el tramo de Alpuyeca está la desviación a Xochicalco.
       —Claro, ya recuerdo —dijo Franz.
       —¿Ya has estado en Xochicalco? —preguntaste.
       —¡Hombre, Lisbeth! —dijo Franz—. Hemos venido los cuatro… no, los tres juntos, hace un año…
       —Ah, sí —that bitchy smile of yours—. Ya recuerdo, Isabelita.
       —¿Qué? —murmuró Isabel.
       —No —dijiste—; digo que Isabelita todavía no debutaba en sociedad entonces.
       Javier dijo lentamente:
       —Very funny.
       —Yes —por fin miraste a Javier—; isn’t it?
       Pero Isabel ya no estaba recostada sobre el regazo de tu marido. Se polveaba la nariz.
       —¿Cuánto cuesta?
       —Creo que son cinco pesos.
       —No tengo cambio.
       —Toma; yo tengo.
       —Entonces, ¿derecho?
       —Si no hay flecha…
       —Pon el radio, Franz —le pediste.
       —Allí. Déjalo allí —dijo Isabel.
       —¿Qué vals es ése? —preguntaste.
       —El Vals de la Viuda Alegre, me parece —dijo Franz.

       Y mientras ustedes decían estas pendejadas, yo viajaba en un galgo de lujo por la supercarretera a Puebla y leía algunos folletos de turismo que no distribuyen en las agencias de viaje, toda vez que la visita a semejantes lugares no asegura comisión alguna. Pero es necesario documentarse y saber que a la pequeña fortaleza se entra por una puerta de piedra. Hay una sola luz eléctrica, amarillenta, sobre la clave, y dos ventanas a los lados. La hierba crece encima de la puerta, como si la fortaleza fuese un subsuelo, una tumba, una galería hundida. Y encima la costra de tierra habitable. Primero está la sección administrativa, con sus techos planos. Las chimeneas emergen entre la hierba. Como una factoría. Los muros de ladrillo-mira-encierran cada patio. Hay una fosa alrededor de todo, una fosa honda, de puro lodo, honda, entre las murallas de ladrillo morado. Hay un cuarto de recepción y al lado un cuarto de guardia y detrás la oficina del comandante y en la antesala los rifles de la guardia y a un lado la tienda de ropa. El garage, a la salida, al final del primer patio y entonces se entra a la verdadera prisión.

       Iba leyendo y mirando las fotos y a veces me miraba a mí mismo en el espejo del automóvil de turismo mientras tú, en el Volkswagen de Franz, piensas quién sabe qué, imploras en silencio, en silencio le pides a Javier que no repita eso, que por lo menos esas palabras las deje escondidas en algún lugar que sólo ustedes conocen y quisieras interrumpir la conversación y buscas sin éxito otro tema, un tema ancho y largo que pueda devorar las horas del trayecto, sin que te des cuenta y te cubres los ojos con una mano porque ya no quieres ver estos pueblos mexicanos, iguales desde que llegaste, inmóviles, miserables, dormidos. Y cuando piensas —para engañarte— que esto es lo que viniste buscando… Ah, sí, México romántico, el país de tu esposo. Si él, tan bello, tan poético, era así, cómo sería su tierra. La miseria, los andrajos, la enfermedad no son poéticos.
       Ésa era una parte de México. La otra, la de un país que deja de ser pobre para empezar a ser vulgar, para imitar al tuyo, tampoco… Quedaste capturada. No, no lo afirmo. Quisiera preguntarlo. E Isabel que quiere asustarlos, asombrarlos y Javier que lo cree y la siente ronronear sobre sus rodillas y piensa que en verdad ella apela a una mimesis felina que sería su encanto más considerable, aunque también el más obvio. Y suspira pensando que quizá en otro tiempo esa ternura con la que Isabel cree bastarse a sí misma y bastar a un amante le hubiese bastado a él. La pobrecita no se da cuenta. «No sabe quién soy».
       —Creerá que no escucho su llanto —hablabas para ti—. Qué mal disimula. Por más que lo sofoque. No sé qué entiende esa muchacha. Y Javier me roza la nuca con los dedos. Quiere que voltee. No lo haré. Seguiré mirando hacia adelante, me dejaré hipnotizar por la raya blanca que divide el tráfico de la carretera. Sé que me acaricia para que voltee, para que descubra allí atrás a Isabel, recostada o abrazada a él, o besándolo, débil y joven, joven y manejada por él, joven con la perversidad intuitiva de la inocencia, otra: Isabel. Javier quiere que yo vea a Isabel rendida. Me fijaré en eso, en la cinta blanca que divide el tráfico y advierte que quien se atreva a cruzarla en sentido prohibido, se expone a un accidente, a la muerte misma; eso podría absorberme. Eso no termina hasta que lleguemos al mar.
       —¿Una galleta, Franz?
       Ofreciste el paquete.
       —¿Quieres una galleta, Franz?
       Franz negó con la cabeza. La galleta crujió en tu boca.
       En seguida ofreciste el paquete a los que viajaban atrás;
       —Perdón, Isabel. Debí haberte ofrecido antes. How foolish of me. ¿Javier?
       —¿De qué son?
       —Creo que de coco. No tengas miedo. Son de Sanborn’s. Para estómagos gringos.
       Reíste, mostraste el paquete.
       —Qué bien presentan todo los yanquis —dijo Javier—. Siempre logran dar gato por liebre.
       —Por favor —fingiste tu mohín de desaprobación—. Por favor. No empieces. Javier es como todos los mexicanos. Habla mal de los gringos pero nos imita en todo. Pura envidia.
       Acariciaste la mano de Javier y retiraste el paquete:
       —Sure, Franz?
       Franz negó con la cabeza. Terminó el vals de la Viuda Alegre y el anunciante habló de un fraccionamiento, y tú apagaste el radio. No hablaron mientras el automóvil corrió al lado de los arrozales, de los cultivos que crecían bajo la sombra de los volcanes. Pero la tierra fértil —siempre una mancha aislada— quedó atrás y el auto subió por un camino de piedras sueltas, al lado de árboles pequeños y secos, hasta detenerse al borde del precipicio. Los cuatro bajaron con la atención dividida entre el paisaje inmenso y las tonterías de los músculos adormecidos, las faldas y los pantalones arrugados, las cabelleras revueltas, las migajas de las galletas sobre los regazos. Se detuvieron frente al lienzo del valle, ondulado, más lejano que las miradas. Contenía todas las gamas del verde: lavado de los maizales, intenso de los campos de caña, muerto y pajizo de las tierras olvidadas. Javier miró hacia las nubes veloces: el cielo mexicano que es y debe ser hermoso para compensar un poco, como tu insistente mar griego, Elizabeth: hay tierras que dejadas a sus propias fuerzas, no durarían un día; necesitan el espejo del cielo —México— o del mar —Grecia. La luz y la sombra se sucedían en parpadeos rápidos. Las ráfagas de nube ocultaban y revelaban ese sol que a veces me parece un cómplice de la sombra y el silencio y junto con ellos esculpe todas las superficies del valle, las convierte en bloques aislados y termina por fundir, en el límite del horizonte, las márgenes de una tierra que se levanta y fija su frontera en un muro de piedra aérea y las de un cielo que se desploma y recuesta entre los accidentes de la tierra. Todo lo ceñían las montañas nítidas de la mañana, cercanas al tacto y a la vista en esta hora. Pero ya estaban, de todas maneras, retirándose, perdiéndose y esfumándose hacia la transparencia del atardecer. Se veían lomas redondas, volcanes truncos, cráteres secos. Isabel se detuvo junto a Javier y él adivinó, en el ligero roce, que no quería serlo, de su brazo con el de la muchacha, una intención femenina de compartir la presencia y la visión, de encontrar un punto de apoyo común en la naturaleza. De utilizar la naturaleza como un cómplice, primero del amor, en seguida de la retención y el dominio. Pero Javier siempre anda despistado y dio la espalda al paisaje y a Isabel. Ella retiró el brazo; lo cruzó sobre el pecho y mantuvo el otro caído, moviendo nerviosamente los dedos sobre el muslo— y buscando caras y figuras reconocibles en las nubes y tú tomaste a Franz de la mano y lo llevaste hacia la atalaya de Xochicalco. Subieron y al escucharlos las cabras descendieron velozmente de las ruinas que por lo general habitan en paz. Sus patas sonaron como piedra sobre piedra y ustedes subieron despacio por el sendero y la ladera de abrojos, piedras sueltas y helechos enanos, que no podían ser el pedestal del orden que les esperaba al ingresar a la explanada del centro ceremonial tolteca. Franz apartó los brazos y sonrió. Tú, a su lado, también sonreíste y estuviste a punto de decir que olvidaron a propósito, para llegar, nuevamente, por primera vez, a Xochicalco y recuperar la sorpresa, cuando Franz dijo:
       —Lo había olvidado.
       Desde el aire, Xochicalco debe verse como un castillo de arena en la playa, después de la marea: es pura forma sin detalle, lavada. Las terrazas tienen una caprichosa simetría, y la más alta culmina en el templo mayor, solitario en medio de la plaza. De lejos lo acompaña el palacio de columnas rotas, despojado de su antiguo techo de paja, construido sobre el abismo, detenido sobre la terraza, más baja, del juego de pelota con sus argollas ennegrecidas.
       Franz descansó las manos sobre tus hombros.
       Tú te separaste de él, pasaste al lado de Isabel y Javier, que acababan de llegar a la explanada y al fin corriste hasta el friso que envuelve los cuatro costados de la pirámide trunca.
       Te detuviste, con las manos sobre ese chorro líquido de plumas: el friso de Xochicalco se una sola serpiente, un círculo de serpientes, sin principio ni fin, una serpiente con plumas, una serpiente en vuelo, con varias cabezas y varias fauces. Te alejaste, caminaste alrededor de la pirámide, volviste a acercarte al friso, lo tocaste, te recargaste con los brazos abiertos sobre los bajorrelieves de Quetzalcóatl, ese talud que es una sola e interminable serpiente trenzada sobre sí misma, en sus metamorfosis y prolongaciones –todas provocadas por la presencia de los hombres, las bestias, las aves y los árboles que parecen despertar el apetito de la lengua bífida. Todo, a lo largo del friso, está contenido dentro de las contracciones de piedra de la serpiente emplumada. Los dignatarios sentados, en sus meandros, con los duros collares sobre el pecho y los penachos de estela dura en las cabezas. Las ceibas truncas. Los glifos de la palabra humana. Los jaguares y los conejos. Las águilas de granito carcomido.
       Contra el friso, a espaldas de la plaza, donde no te podían ver. Conozco tu tentación. Lo sentiste como un círculo de violencia que lo aprisiona todo. A ti. Lo tocaste. Te recargaste con los brazos abiertos sobre estos relieves, reclinaste el rostro contra la cabeza de la serpiente: un perfil común. Estuviste a punto de decir que así, así, así lo querías, deseabas ser tragada, perder la identidad o perder la voluntad, ser la esclava abúlica de un poder semejante. Casi dijiste que esto buscabas, que aquí te quedarías, en esta casa sagrada, esta casa de oración, esta Beth Hattefilah, otra vez. Ibas a caer en la trampa, mientras acariciabas el sol y la piedra, la luna y la serpiente, la noche y la ceiba, la estrella y las escamas: ibas a creer que en esta pérdida encontrarías la semilla secreta del país, el grano escondido por la miseria y la ostentación, por la mediocre crueldad posesionada de México: ibas a exclamar que ésta es su grandeza, este rayo de luna perdido, este mundo que quisieras para ti, después de haberlos perdido todos sin saber que otro, más viejo que los perdidos, te estaba esperando, un mundo al servicio de fuerzas que no necesitan ser nombradas. O. K. Has leído bien tu D. H. Lawrence: allí estabas y allí querías permanecer, aunque en apariencia te alejaras, regresaras al automóvil y en él comenzaras, otra vez, a desear, a querer, a anhelar ese mar al que todos iban a llegar mañana. Aquí, unida al friso, donde los demás no podían verte ni adivinarte, volvió a tentarte ese caudal de palabras aprendidas.
       Quisiste sentirte prisionera de los anillos. Querías sentirte envenenada por la lengua, hundida en un río de piedra. Ibas a gritarle a la tierra que te dejara regresar, que no te volviera a arrojar al exilio. Ibas a orar por ese lugar donde te tentaba vivir con los ojos cerrados. Otra vez tu Juiverie, tu Vicus Judaeorum, tu Carriera, tu Judengasse: otra vez tu maldito Ghetto. ¿Vas a huir de uno para encerrarte en otro? Elizabeth, menos mal que me escuchaste. ¿Hemos hecho ese pacto en secreto? Cross my heart and fuck to die. No digas nada. No hagas nada. Y sobre todo, no decidas, ni siquiera decidas no decidir, ni siquiera decidas no hablar, no hacer. Óyeme, dragona: se acabó Fausto. Nunca pongas tu poder a prueba. Irradia ese poder mágico de la abstención total; conquístalo todo sin hacer nada. ¡Se murió Prometeo! Así. Así. No te muevas. Entiende la nueva potencia, dragona. Entiéndeme.
       No escuchaste los pasos de Franz, que recorría lentamente los cuatro costados. Te vio. Se alejó. Sacó el paquete de cigarrillos de la bolsa del saco de pana y se detuvo, ocultándote, impidiendo el paso de Isabel y Javier.
       —Vamos arriba —les dijo.
       Los tres subieron por la gran escalinata a la plataforma trunca de la pirámide. Los tableros superiores han escapado a la serpiente. Los pequeños glifos flotan junto a los labios de los hombres sentados. El jaguar, libre, acecha y muestra los colmillos. Las quijadas de piedra, desprendidas de cualquier cuerpo, solitarias, muerden un círculo cortado en cuatro partes por la cruz intrusa. Las volutas, los escudos, las insignias del caracol coronan la pirámide.
       —Dame fuego —le dijo Javier a Franz.
       Javier dijo que era una sola serpiente.
       —Sí —contestó Franz. Permaneció con el fósforo encendido entre los dedos. El fósforo le quemó los dedos. Franz lo arrojó con un gesto de sorpresa.
       Javier dijo:
       —Perdón.
       Franz sonrió. Encendió otro fósforo. Lo acercó al cigarrillo de Javier.
       —Gracias.
       —De nada.
       Franz se guardó los fósforos en la bolsa del saco de pana. Javier señaló el tono amarillo desteñido que servía de fondo, en los meandros del friso, a la articulación en relieve de Quetzalcóatl. Isabel se colocó el sombrero de paja sobre la cabeza y lo amarró bajo la barbilla con una pañoleta de gasa anaranjada. Se detuvo frente a unos pies calzados con coturnos, pies truncos separados del cuerpo. Rio. Se separó, corrió por la altura del templo, gritó:
       —¡Vamos jugando unos encantados!
       Franz también rio, corrió detrás de Isabel, le tocó el hombro. Isabel permaneció rígida. Javier caminó hacia ella.
       —Tócame, Javier… Desencántame… Por favor… Tócame.
       —Primero —dijo Javier, barroquizando— recuerda que ella tiene el rostro cubierto por una máscara de esqueleto y él te espera rodeado de búhos y arañas y a su lado está su mujer con un rostro vivo debajo de la máscara de la muerte. Una bruja descompuesta ríe a su lado, celebra la representación y se ha pintado el rostro rojo con pintura blanca.
       O. K. Javier besó a Isabel. Isabel abrazó el cuello de Javier, lo retuvo, y él cerró los ojos.
       —No, no te separes.
       Franz, fumando, los miró besarse.
       Se besaron. Franz siguió mirando.
       Se separaron del beso. Te juro que lo miraron con un orgullo frío. A Franz, que los había estado observando, fumando.
       Te vieron, desde lo alto, alejarte lentamente hacia el juego de pelota.
       Los tres bajaron por la escalinata. Javier se detuvo, trazó en el aire las circunvoluciones de la serpiente.
       —¿Nos hablas? —sonrió Isabel y torció los labios.
       —Sí —dijo Javier.
       —¿Nos hablas a nosotros, Javier? —repitió Isabel.
       —Sí, sí.
       Isabel sonrió y lo miró fijamente, sin dejar de sonreír.
       —Si te entiendo, tonto.
       Acarició la mano de Javier.
       —Sí —sonrió Javier y se pasó las manos por los plisados de la guayabera—. Perchè sí fuggo questo chiaro inganno?

       Y cuando bajó la mirada para ver el pavimento se dijo que la mañana iba a ser caliente. Acaba de dejar, atrás, la puerta de cristales giratorios de la oficina y ahora pasa frente a este puesto y se detiene y mira primero esas frutas. Después se acerca y las toca con las puntas de los dedos, las acaricia y huele el olor de la papaya rebanada, de la cual se desprende un racimo de pepitas negras y ve cómo abren los puesteros, con un tajo de machete, la corteza dura de las sandías y cómo los perros mordisquean las cáscaras de naranja usadas. Los líquidos corren de la mesa de tablones al suelo polvoso del mercado, donde están, en cuclillas, las placeras, con sus caras inmóviles y arrugadas, gritándole «marchante». Marchante no. Se lleva la mano a la bolsa interior del saco de gabardina gris que esta mañana, antes de salir del apartamento, escogió porque en el periódico decía que iba a ser un día muy caluroso y marzo en la ciudad de México puede ser más que caluroso, seco, reseco, sin que pueda pensarse que un solo jugo se desprenda, así sea entrando al corazón invisible, de un árbol o una planta. Quizá por eso ha salido de la oficina y camina por el mercado, donde existe la prueba contraria y las sandías, las papayas y las naranjas se defienden de la evaporación general de la ciudad de polvo. El carnet de piel roja lo confirma con las letras de imprenta, la fotografía debidamente sellada y la escritura engalanada, de oficio, de gran ocasión. El portador es funcionario del centro de estudios tales y cuales de la Comisión Económica para América Latina de la Organización de las Naciones Unidas: un cubículo detrás de ventanas teñidas, verdinegras, por donde no puede colarse la resolana, un escritorio gris, de acero, con sus montones de documentos en papel revolución y sus informes impresos con tipos Bodoni de ocho y diez puntos y veinticuatro cuadratines y su Carta de las Naciones bien manoseada, llena de huellas digitales como si él pudiera dejar su sello personal impreso en la constitución mundial y la fotografía de Dag Hammarskjold clavada a la pared, enmarcada en paspartú y cuatro costados de madera barnizada y el sillón giratorio con respaldo y asiento de cuero negro y los brazos de alguna sustancia niquelada, no sabe cuál. Se guarda el carnet en la bolsa interior del saco, cerca del corazón: detiene la mano junto a donde cree tener el corazón. Concentra la sensibilidad en dos dedos que podrían informarle con relativa certeza si ese corazón está latiendo regularmente y el cuello de la camisa —Arrow, tipo Gordon, o sea tela Oxford, azul, tamaño quince y medio, treinta y tres de mangas, cuello abotonado— ya escurre esas gotas de sudor seco hacia adentro, hacia el cuello de piel que le tiembla inmediatamente al acercar los dedos y probar, sí, que en esta mañana de calor ese sudor suyo, seco, retenido, junto con el aire invisible, infectado de miasmas industriales, le dibujará un círculo oscuro en el cuello y en los puños de la camisa y no tendrá oportunidad de regresar al apartamento y cambiarse para ir al cóctel de esa embajada esta noche pero ahora ha salido, sin dar aviso, de la oficina, ha dejado la mesa en desorden y ha tomado el ascensor Otis, automático, que huele a cromio y cuero, para descender los tres pisos y salir a la calle. Y ahora le gritan «marchante» y le ofrecen los manojos de hierbas y chiles secos. Él avanza, sin mirar hacia atrás, imaginando siempre, sin saber por qué, que va por una playa —sí, le gusta comparar las calles de la ciudad con una playa con galerías, con cortinas y ventanas, una playa sin mar a la vista— y temiendo voltear y encontrar que sus pies no dejan huella en la arena del pavimento. Teme eso. Es lo primero que, conscientemente, teme esta mañana, porque huyó de la oficina sin saber por qué y el corazón que hace un minuto parecía no latir empieza, ahora, a hacerse presente con una fuerza alarmante, a desplazarse de ese centro imaginado a otro, en el plexo solar, desde donde irradia una vida vegetativa que este quinto cigarrillo de la mañana, seguramente, ha despertado de su pesadilla secreta, ha dejado de mantener escondida, en su acción paralela pero sumisa, donde un temor o un anhelo, que pueden ser lo mismo, son sofocados pero lanzados a esa circulación inconsciente del sistema nervioso que ahora pide ser tomado en cuenta, irritado, alejado del cuerpo que dice contenerlo. Javier teme imaginarlo porque le obliga a pensar que sus nervios están irritados, enfermos, tensos y, más aún, que en otro lugar secreto de este cuerpo, en el cerebro, hay una amígdala que bastaría rozar, punzar, excitar, adormecer, para que él perdiera el rastro de libertad que le va quedando y reaccionara, como un perro de Pavlov, con el terror, la sumisión, la furia, la sensibilidad o el embrutecimiento que otra mano, armada de una pluma de pollo, o un punzón de acero, quisiera comunicarle para dominarlo sin necesidad de las ideas adquiridas o la sensualidad primitiva de una personalidad separada y construida a lo largo de tantos años dispares y nones. Teme recordar su sueño recurrente, un sueño que podría ser, si el hecho de estar despierto no le permitiese dudar, un sueño de miedo al mar, sólo eso: miedo de acercarse al mar, entrar, morir ahogado con una especie de inconsciencia alegre, de abandono; no moverá los brazos ni las piernas, no necesitará un lastre; entrará al mar y no opondrá resistencia al embate de las olas, a la succión de la arena negra: dejará que el agua y la arena lo arrastren, lo vuelquen, lo envuelvan… Se dice que ése es un miedo imaginario, pero no esta taquicardia sorpresiva que sería soportable si sólo fuese eso y se limitara a sí misma, si no desencadenara un sudor frío en las manos, un peso insoportable en las rodillas y un mareo que sólo puede resolver apoyando las manos contra un poste verde y observando el cilindro apagado de la luz neón. Si cerrara los ojos. No, entonces un segundo universo de luces burlonas, severas, fugaces, ilocalizables, entraría a suplantar éste de ruidos insoportables, agudos, de gritos destemplados de la muchedumbre que camina entre los puestos, levanta los pollos muertos del cuello pelado, pesa en las palmas de las manos las patas de cerdo, husmea los quesos blancos, discute los precios, suena las matracas y los pitos, ensarta las monedas de veinte centavos en las sinfonolas, frota el tomillo entre las manos, destapa las botellas de cerveza. Quiere encontrar un fondo silencioso en sí mismo y sabe que no existe: ese claustro donde nada se puede escuchar, ni siquiera su propia voz mientras se relata esa muerte en el sueño del mar. Tiene que mirar de frente todo esto. Para esto salió de su casa, temprano, nervioso, a la oficina, y de la oficina a la calle, seguro de que sólo caminando por las calles de la ciudad, moviendo las piernas, mirando sin pensar las calles, las casas, las gentes, podría pasar bien este día, olvidarlo todo, calmarse. Y ahora es la acidez la que asciende y desciende por el esófago y, abajo, empieza a quemar, primero el vacío imaginado de un estómago tierno, en seguida los laberintos irritados que en las radiografías muestran claramente un zigzag de espasmos continuos a la altura del colon, y, arriba, demuestra que no es sólo un movimiento tenso y caprichoso, sino una sustancia amarga que se detiene en la glotis y llena de los sabores de monedas viejas el paladar y la lengua blancuzcos, pedregosos, tapizados de placas blancas. Se aleja del mercado. Levanta la mirada hacia ese cielo azul pero sucio, temblando con su rostro de tolvanera inminente. Salió de la oficina sin pedir permiso, sin dejar dicho a dónde se dirigía, a qué hora regresaría. Pasa lentamente al lado de las vitrinas de los comercios, no mira esos vidrios donde la luz se refleja, ciega, e impide ver las muestras de zapatos de charol, cuero de cocodrilo, ante, estambre, a menos que decida mirar, como lo hace, fruncir el ceño y pegar los ojos a los cristales, distinguir esas camisas de manga corta decoradas con listas de color y grecas alrededor del cuello, las camisas blancas de vestir, con sus cuellos anchos y su etiqueta asegurando que no se encogen al ser lavadas, las playeras de cuello redondo, dobladas, amarillas de tanto estar expuestas al sol, prendidas con alfileres: detrás, distingue esos maniquís sonrientes, barnizados, con su pelo rubio de madera y sus ojos negros, pintados, y los dientes blancos, que sostienen las chamarras de cuero y cuello de borrego, los sacos de gabardina aceituna, las guayaberas plisadas: ve esos hombres truncos, puro torso, que le sonríen y más adelante, a un paso, sus compañeras con los portabustos de seda negra, las pantaletas de encaje lila, las ligas, las medias exhibidas sobre piernas de cristal mutiladas y se detiene a observar los jamoncillos de almendra y los jugos gástricos redoblan su circulación maldita, quemante, acompañada del dolor reflejo que ya le han advertido no revelerá el sitio de la ulceración sino un eco, lejano o cercano, que para él es la boca del estómago y luego, como si de allí se enviara un mensaje ponzoñoso, una flecha seca y ardiente, detrás, le hiere cerca del hígado que quisiera cubrir con una capa protectora de azúcar si no supiera que el jamoncillo, al darle alimento a esos ácidos devorantes, sulfurosos, le provocará una indigestión nerviosa pues sus intestinos irritados, ese espasmo que ya se anuncia y que nada podrá contener, se negarán a darle un paso tranquilo al dulce, lo agitarán, los agredirán por los cuatro costados, lo bombardearán con los gases que hinchan el vientre duro, tenso, y le asegurará una de dos cosas, el estreñimiento prolongado que luego, porque los laxantes le irritan sobremanera, sólo podrá resolver con la indignidad del supositorio de glicerina que venden en frascos estriados y transparentes de tapa negra o con la lavativa y para eso tiene que solicitar la ayuda de su mujer y tenderse, sin calzones, sobre la cama, cubierta parcialmente por una toalla, y abrir las piernas, y buscar él mismo el ano nervioso y encontrar la manera de relajarlo para que entre elbitoque y sentirá que esa mica dura y negra le penetra equivocadamente, se sale del conducto y le perfora hasta la tráquea donde se refleja la desazón de esa violencia, hasta que siente el líquido tibio que corre hacia el centro de sus entrañas y se angustia, quiere devolverlo y luego se quedará sin flora intestinal y le recordará a su esposa que le compre yogourt —ahora hay con sabor de fresa— y lo guarde en la nevera; o la diarrea ocasional que primero quiere atribuir a una de esas infecciones tan comunes en México, si no supiera que desde niño está bien defendido con sus propias amibas contra las extrañas, con sus propios contracuerpos de esa infección que la leche pasada por baños de yeso y agua, la carne triquinosa, el agua de albañal, el queso aftoso, todos los alimentos afiebrados, las verduras, ofrecen a cada bocado, y toma las pastillas de enterovioformo que, curiosamente, le calman los nervios pero no la diarrea persistente y ahora observa los enjambres de moscas sobre los buñuelos pegajosos, los pirulíes en espiral, las panochas de vainilla y chocolate, los dulces de coco, las cajas de camote de pina, las cajetas con su banda dorada, las pirámides de muéganos, las frutas cristalizadas, las calaveras de azúcar. Entra al expendio vecino, sudando frío. Pide un agua de tamarindo; ve cómo ese hombre gordo, oscuro, de canas azuladas, mete el cucharón en la tinaja de aluminio, remueve el agua parda, vacía el cucharón dentro del vaso azul y opaco, le ofrece la bebida que él acerca a los labios, sabiendo que de esta manera sólo distraerá por un momento el flujo amargo de los jugos gástricos que en seguida redoblarán su embate. Olfatea el vaso, bebe con la boca llena de saliva, excitada por el sabor de esa fruta seca. Pide otro vaso. El hombre gordo se lo da, apoya los codos sobre el mostrador de madera, impregnado de jugos derramados, hinchado de humedad en este día reseco, mira a Javier, sonriendo, beber el agua, le cobra un peso, lo recibe, se lo guarda en el parche de la camisa cuadriculada. Lo mira, le sonríe. Él sale del lugar. No quiere consultar el reloj, pero escucha los silbatazos de las fábricas, aunque no sepa qué hora indiquen. Ahora camina sin mirar las vitrinas. Camina del lado izquierdo de la acera, en vez de seguir el orden de los que llevan su dirección y parecen haber escogido el margen derecho; camina tropezando con las gentes que vienen en dirección contraria a la suya, aprovechando los encuentros para pedir perdón y mirarlos a la cara, tocar sus brazos, obligarlos, quizás, a mirarlo. Toca la cabeza de un niño que agita las canicas y las resorteras que trae metidas en la bolsa del overol —una cabeza de tuna— los hombros dóciles de una mujer con permanente y gafas gruesas que viste una blusa de seda barata cuyo contacto le hace a Javier el mismo efecto que escuchar un cuchillo raspado sobre un plato de metal, toca como un ciego pero ve los ojos, rápidos, sorprendidos, negros, interrogantes, desvalidos, duros, acuciosos, desviados, ve las bocas gruesas, lineales, apretadas, abiertas, que mascan, escupen, toman aire, lo arrojan, se pasan la lengua por las encías, se muerden el labio inferior. Se fruncen. Se ha perdido. Salió de la casa y se perdió porque sólo conocía las coordenadas normales, de la casa en la Calzada del Niño Perdido a la dulcería en la esquina de Colina al parque del Ajusco a la escuela marista en la Avenida Morelos. Se ha perdido. No les importa. Repite eso: él no tiene la menor importancia para ellos. No lo conocen. Puede detenerse, en la mitad de la acera, y sentir su roce sin que ellos sientan el ascenso espeso de los jugos gástricos, el dolor reflejo, punzante, de la boca del estómago, el latir desordenado del corazón, el peso muerto de las rodillas, el sudor pegajoso y frío de las manos, la protesta del sistema simpático cuando Javier se atreve a meter la mano en el bolsillo y acariciar el celofán protector de la caja de cigarrillos y el costado lijoso de la de fósforos. No saben quién es, por qué está aquí, dónde vive, con quién trata. Se va a apartar. Va a recargarse contra ese muro de piedra labrada. Va a tocar una palma con la otra: va a sentirla húmeda y ajena, como si quisiera tocar, saludar, excitar a otra persona. Va a guiñar los ojos contra el sol impalpable, deshebrado, líquido de la mañana. Va a darle la espalda a la calle. Entra a ese zaguán abierto, atrancado con piedras, a la oscuridad de la galería que le lleva a un patio desnudo, a una fuente sin agua, llena de papel periódico y envolturas olvidadas. Huele ese hedor insoportable. Alarga la mano. Tira de la cola el cadáver de ese perro amarillo, agusanado, rígido, con la piel llena de costras de sangre coagulada y la boca abierta. Lo suelta y la náusea se mezcla con la acidez y saca la pastilla de Stelabid y la traga con la saliva; se le detiene en la glotis y siente ahogarse; se pone de pie y se pega a sí mismo con la palma de la mano sobre la nuca hasta que la píldora pasa, después de ser devuelta con un sabor amargo, masticada, desintegrada con su mezcla de polvo y celulosa. El perro cae sin ruido sobre el fondo de periódicos y envolturas. Los gusanos se contraen, se estiran, vuelven a acomodarse en la carroña amarilla. Javier cruza los brazos sobre el pecho y quiere interesarse en los ángulos de este palacio abandonado, sí, les restituye su grandeza perdida; lo reconstruye con los arquitectos españoles y los masones indígenas que, durante aquel siglo perdido, aplanaron, quizás, la tierra porosa y húmeda del viejo islote, destruyeron, quizás, el templo de piedra y sepultaron en las aguas de la laguna las reliquias, trajeron en barcazas y en carretas lentas la nueva piedra, rosada, de tezontle, y pusieron las bases nuevas, los nuevos cimientos del solar, levantaron estos muros espesos alrededor del patio embaldosado, muros para aislar la humedad y el calor, y labraron la portada que hoy casi ha desaparecido, cubierta por los anuncios de las tiendas, ese pórtico de piedra dúctil y caprichosa, alegremente desplegada en racimos de uva y emparrados rígidos, sostenida por las patas de león, de tigre, de felino gigante que a su vez sostienen dos columnas bastas, dos tallos gordos para los brazos de la enredadera que los circunda, alcanza la altura, avanza para darse las manos, para encontrarse y sostener la cruz del frontispicio, corona negra, gastada, del marco. Dispusieron la fuente en el centro del patio, y en el centro de la fuente la boca de agua, esos dos tritones escamados, resbalosos, pintados de oro al principio, después legañosos con la humedad, ahora quebrados, secos, con las bocas abiertas llenas de polvo. Hay troneras en lo alto, y un acanalado que debe vestirse por esas gárgolas con las bocas abiertas, cuando llueve, no ahora. Hubo puertas, labradas también, a la entrada y frente a las estancias principales, hoy parceladas, tapiadas, abiertas en portezuelas de vidrio y tablones sobre el patio abandonado. Pero al ver esto, al repetirlo, en realidad está detenido en la imagen de las columnas, los tallos gemelos con la enredadera que se levanta y reúne, como su piel y la imagen melliza, paralela, de la piel, que hemos querido construir sin ella. El fenobarbital lo marea y adormece un poco, pero no le alivia el dolor. Sale a paso lento de este lugar y afuera, como si el simple hecho de haber ingerido la cápsula lo liberara, aun sabiendo que no ha tenido el efecto deseado, saca la cajetilla de la bolsa, se mete el cigarrillo entre los labios, humedece el cabo y sabe que le bastaría con el sabor seco del tabaco, sin necesidad de encenderlo con ese cerillo extraído de la caja de los talismanes, calidad imperial, con el escorpión dorado sobre el campo rojo y detrás el papiro desenrollado con la advertencia. No desconfíes. El recelo, la duda y la sospecha, invitan a la traición. Desconfía de aquel que te aconseja desconfiar. Se guarda las cajetillas en la bolsa. Y le cercan los motores, las radios, las sinfonolas, los chiflidos agudos, ese grito que asciende desde el fondo, rajando la atmósfera mecánica, ese grito que debe ser una mentada o un albur. El automóvil vuelve a arrancar, el disco a rayar. Javier cierra los ojos. Cree haber encontrado un miserable sustituto. Cierra los ojos sólo para escuchar y distinguir las voces y los ruidos, detenido junto a un palacio abandonado, creyendo que las voces disiparán la fuga de luces hinchadas detrás de sus párpados, disparadas desde el fondo del cráneo. Alguien canta y el argamasa se estrella contra los ladrillos. Y un ritmo de serrucho. Un tarareo de música. Un trote de teclas. El vendedor ambulante de estropajos. Los pies arrastrados. Un repique de piezas de dominó. Un suspiro fingido. Un juego ceremonial, infantil. La escoba y un coro de aves en huacal. Abre los ojos y las personas enlutadas salen de una iglesia. Un jorobado da lustre a los zapatos ajenos y saca las botellas y los pomos de una caja entorchada de espejos y cobres. Una cocina familiar con las torres de portaviandas humeantes de pollo hervido, arroz blanco y sopa de garbanzo. La panadería y esa disposición exterior de la variedad: conchas, ojaldras, volcanes, orejas, chilindrinas, corbatas, novias, alamares, cocoles, teleras, campechanas, bolillos, semitas, polvorones. Cruza la calle y entra a la oficina de telégrafos. Apoya los codos contra la plancha fría de mármol y la cabeza entre las manos. Esa lasitud, ahora, quiere ser la compensación de la crisis pasada; esa falsa lasitud de una mezcla de fenobarbital y excipientes que en una hora, o dos, se disipará y lo pondrá al filo, quizás, de una nueva tensión irresuelta, banal, infecunda, de un nuevo temor de muerte súbita, en plena calle —un temor que ahora puede parecerle ridículo, pero que regresará dentro del espasmo, regresará, regresará a presentarle su propia imagen, la cartografía de su rostro sin color, con una barba que seguirá creciendo, como las uñas, como los gases permanecerán, vivos, en el vientre descompuesto sin enterarse que los ojos vidriosos ya no miran, que la boca abierta, bruta, babosa, ya no aspira. Se toca ese espejo oculto detrás de las manos, seco, liso, todavía oloroso a agua de Colonia, ese rostro que reconoce sin ver, palpándolo, casi pesando ese muñón de carne expresiva, sus orificios y sus lisuras, sus accidentes hundidos o protuberantes, sus grasas y ceras y espinillas blancas. Sus pelos. Sus humedades. Apartó las manos. La plancha de mármol estaba llena de formas telegráficas, unas amarillas, planas, mudas, otras arrugadas, desechadas, hechas bola por un puño equivocado, olvidadizo, presa del remordimiento, la duda o la indiferencia final. Empezó a extender los telegramas no enviados. Regresa a casa, todo perdonado. Felicidades madre adorada. Llegaremos camión Acapulco esta noche. Freddy ascendido todos bien besos. Ayer murió papa adoloridos úrgenos tu presencia. Rorra divina cuándo le caes a tu caifán. Necesario ordenes envío inmediato pacas algodón referencia nuestra plática. Extrañándote siento haberte ofendido recuerda noches amor. Niño nació con bien todos contentos. Alicia fuera de peligro. Libro necesitas tesis agotado. Aquí me tienen hecho citadino a toda mother Stop. Y quizás sea cierto que el único placer permanente sea repetirse. Pero si esta vez el sistema vegetativo protesta y se hace consciente en una taquicardia que le adormece las piernas y le agita el torso y se refleja en la excitación del colon y en la proliferación de los gases que a su vez distienden el vientre y precipitan los jugos gástricos sobre la úlcera duodenal, a pesar de todo tendrá que regresar al gabinete de radiología y esperar una hora en la antesala, nervioso, leyendo ejemplares viejos de Life y Mañana y disfrazando su curiosidad, como debe disfrazar la curiosidad de los demás pacientes que esperan, en ese oficio de lectura falsa, dispuestos todos como muñecos de cera contra las paredes de la antesala del consultorio, sentados todos en las sillas de hulespuma, sin atreverse a iniciar una plática banal, limitándose a pedir fuego y recibirlo y deseando, quizás, alguna consolación que no valdría la pena dar o recibir porque les espera la molestia y no el dolor, la molestia que envilece y no el dolor que aparta. Y cuando la enfermera pronuncie su nombre, Javier se pondrá de pie y se alejará de las miradas curiosas de los otros pacientes y la enfermera morena con anteojos lo conducirá al estrecho desvestidor donde, al quitarse el saco, la corbata y la camisa, se golpeará los codos y luego las rodillas al intentar desprenderse del pantalón y le han dicho que se desnude completamente; se despoja de los calzoncillos y permanece un instante desnudo, mirándose los calcetines rojos y los zapatos negros, antes de ponerse la bata blanca, rasgada por el uso de los enfermos, que debe abotonarse por detrás y amarrarse con listones blancos a los costados. Y al salir la enfermera abrirá la puerta del cuarto oscuro y lo invitará a tenderse sobre una plancha sin color y el médico entrará cuando él ya esté tendido, no lo saludará, empezará a apagar y encender luces y apretará los botones del caso y la cámara de rayos equis se acercará a su vientre, presionará contra el sacroilíaco y le pedirán que respire, que deje de respirar; que respire, que deje de respirar, y él pensará que ninguna piedad que pueda hacerse objetiva merece ese nombre. Ahora, mecánicamente, harán que la plancha se levante y él, en posición vertical, sentirá de nuevo el frío del níquel y la mica apretados contra su vientre. La enfermera le ofrecerá un vaso de esa mezcla repugnante, de ese yeso blanco, terroso, cuyas bolas no terminan de disolverse, y mientras lo traga la cámara fotografía sus intestinos y él siente náuseas, como si hubiera tragado un vaso de lodo helado y dicen que los rayos equis pueden producir cáncer y él, cada vez que siente los espasmos, dice «tengo que ir a que me saquen las radiografías» y quizás el remedio sea peor que la enfermedad. Lo dejan descansar antes del segundo vaso de bario y luego le ordenan las posturas indecentes para que el último repliegue de los intestinos pueda ser captado y él se retuerce, levanta un hombro y ladea la cadera, aprieta los glúteos y abre las piernas, se recuesta de lado y después le dicen es todo, tome un purgante porque el bario se endurece en el estómago y los intestinos: es como si lo hubieran encalado por dentro, peor, como si unos albañiles le hubieran construido un muro de ladrillos en la barriga. Entonces la irritación será peor por el efecto combinado del bario, el aceite de ricino, los rayos equis y la tensión multiplicada y una noche se levantará vomitando sangre, débil y aterrorizado, y deberán trasladarlo en ambulancia a un hospital.
       Ligeia ríe mucho; pero ése es otro cuento. Tú te mueres de la risa, Elizabeth, dragona.

       —¿Recuerdas cuando lo conociste, dragona?
       —No me mires así. Déjame reírme.
       —¿Por qué?
       —Es que… bueno, él estaba dormido; Javier quiero decir; había llovido toda la tarde y yo tomé el subway hasta Flushing Meadows y Javier estaba dormido en un motel y yo abrí la puerta, empapada, ¿ves?, cubierta con ese impermeable…
       —A mí no tienes por qué mentirme, rucasiana.
       —¡No te miento! Estaba acostado y yo entré mojadísima y me detuve en la puerta de la cabina esa en el motel y lo miré.
       —O. K., no era el hecho, sino el lugar; porque…
       —Esperé a que despertara.
       —¿Toda la noche?
       —No, caifanazo. Esperé porque estaba segura de que mi presencia lo despertaría. Me iba a sentir. Tenía que sentirme. Yo creo todo lo que me cuentan. ¿Tú no?
       —Depende. A veces me va del carajo.
       —Estamos volviéndonos viejos, caifán. Eso es todo.
       —Ya sé. I’ll wear the bottoms of my trousers rolled up, etcétera. Bórralo.
       —¿Te molesta? Fíjate que a mí no. Salvo una cosa. Y es que se empieza uno a volver tolerante, pero conscientemente. Conscientemente tolerante, ¿te das cuenta qué horror?
       —No me deprimas. Basta de suspenso. ¿Él despertó?
       —Sí, él despertó. Y yo me acerqué, con el impermeable mojado y el pelo mojado y las gotas de lluvia en la cara, yo me acerqué a su cama, me acerqué por fin a ese muchacho que conocí en el City College, el extranjero hermoso, caifán, el que nos torturaba a todas obligándonos a imaginar su belleza de un golpe. Y yo les dije a las muchachas, o me dije a mí misma, ya no recuerdo bien: yo voy a ganarme el tiempo necesario para írmelo apropiando poco a poco. Eso me dije. Así fue. No te rías.
       —No andes confundiendo mis muecas.
       —¿Por qué te ríes siempre?
       —Te lo digo: porque soy enemigo de las soluciones.
       —Mañana salimos de viaje.
       —¿A dónde, Elizabeth?
       —Vamos a Veracruz. Me hace falta ir al mar.
       —¿Quiénes van?
       —Javier y yo.
       —¿Quién más? Mira: no te me aprietes.
       —Isabelita.
       —¿Quién más, dragona?
       —Bueno, Franz.
       —Ya ves.
       —Es una solución, ¿no?
       —Quizás. Maybe.
       —Entonces me hinqué sobre la cama. Y Javier me sonrió. Alargó las manos y me desabotonó el impermeable. Yo no traía más que las pantaletas debajo, ¿ves?
       —No. Pero quisiera.
       —Y Javier me dijo, «¿Cómo has venido así desde tu casa?», escandalizado, caifán, de veras, igual que ahora, pero entonces yo dije que era puro, inocente, bueno… no sé qué dije. Estaba temblando, te lo juro…
       —¿Qué sentiste? Dímelo rápido, dragona, o se nos pierde otra vez, rápido…
       —Que… que todo iba a pasar rápido, muy veloz, demasiado urgido para…
       —¿Qué? ¿Qué cosa? ¿Cómo lo llamas?
       —Oh, el amor, la realidad, la magia, el sueño, da igual, que iba a pasar muy pronto porque todo el mundo lo está solicitando, ¿ves?, las nuevas solicitudes no pueden esperar, los demás no pueden esperar, son muchos, vienen detrás de nosotros, empujando, tienen derecho…
       —Sigue, sigue.
       —… y la pareja permanece.
       —La pareja.
       —¡Sí, la pareja! ¿Sabes? Después de hacer el amor los dos nos lavamos las manos juntos, en el baño del motel. Es cierto. Llenamos la pila de agua y nos enjabonamos las manos y luego las lavamos juntos, rozándonos en el agua tibia y…
       —¿Se vinieron juntos?
       —No, esa vez no. Sólo ahora que llevamos muchos años viviendo.
       —¿Y a él qué le dijiste entonces?
       —Le agradecí y le dije que no se preocupara, que se entregara, porque la entrega se conserva a sí misma, ¿no es cierto?
       —Sí, sí es cierto. ¿Y él qué te contestó?
       —Fue muy sincero, caifán. Dijo que me amaba para que su vida no fuera una parodia de la niñez o la adolescencia, algo así. Creo que lo leyó en algún lado. Pero lo dijo sinceramente, esa vez.
       —¿Y tú qué le dijiste?
       —«¿Cómo sabes que no me mientes al decir que me amas?».
       —¿Qué te contestó?
       —Nada. Volvió a amarme. Seguimos siendo una pareja.
       —Una pareja. Pura autocleptomanía.
       —Javier quería encontrar una inquietud, ¿cómo se dice?, un trouble, y aferrarse a ella. Quizás yo fui la troublante, o la troubling. Ya no sé en qué idioma hablo.
       —Pop-literature, cuatacha, ¿no te das cuenta? O hasta el fondo:

POP LIT

       —Hablas como con luz neón, caifán.
       —Sí, novillera. ¿Dices que en Flushing Meadows?
       —¿Qué qué? N’hombre, aquí a la vuelta, en el camino a Toluca. Me llevó en un taxi destartalado.
       —No te metas con los taxis. De eso vive este Niño Dios, con eso me motorizo. Sólo de taxis vive el hombre.
       —Te vas a ahogar de puro aire, caifán, de puras palabras.
       —¿Quién eres, novillera?
       —Ni creas que me vas a confundir. Guarda los secretos.
       —Artaud decía: creemos en el poder absoluto de la contradicción.
       —Te puedes ahogar en el aire, te digo…
       —Ya es algo. ¿A ti qué te dijo?
       —¿En los courts? Lo que ya sabes. Que me amaba. Que me amaba para no repetir nada del pasado, para que su vida no fuera una parodia…
       —¿Le creíste?
       —Bueno, es tierno el profe. Me gustó mucho que después se levantara y se fuera al baño sin ninguna dignidad, ¿sabes?, como todo torpe él, nada hip, ¿me entiendes el calomel?
       —Seguro, novillera.
       —¡Más chispa! Me regaló unas pantaletas. Y me obligó a ponerme su trinchera encima y a salir del cuarto, tocar, entrar y verlo haciéndose el dormido y luego, cuando me acerqué a él, me desabotonó y me quitó la trinchera y ahí me quedé en pantaletas. Me amó y nos dormimos.
       —Y el pensamiento se adelgaza, los sueños se sacan filo a sí mismos.
       —¿Cómo sabes?

       Tú descendías hacia el automóvil. Javier recitó el poema de Gaspara Stampa. Te miró, pero tú sólo mirabas el paso de los hombres con pantalones bordados de oro, sentada en un café de Heraklión. Él te refirió a las Elegías de Duino para que recordaras. ¿No te asombró la circunspección del gesto humano en las estelas áticas? Tú dijiste, sentada, bebiendo el café turco, que allí todo tenía un nombre o un símbolo, al contrario de lo que pasaba en América, y que por eso querías venir y sentarte en un café a ver los rostros curtidos de estos hombres que sabían los nombres de todas las cosas. Javier te apretó la mano y dijo que él había venido a buscar ese gesto de las estelas, porque eran la evidencia de una manera de actuar, la única evidencia visible que quedaba. Podía deducir de los libros —te dijo— una manera de pensar, de nombrar, pero quería ver cómo se movían, cómo alargaban una mano, cómo mantenían la cabeza. Quería saber por qué esa circunspección podía contener toda la pasión. Dijo que quería que su juventud aprendiera esa lección que, primero, estaría en la arquitectura, donde la forma, inmediatamente, es el contenido, sin necesidad de ornamento o comentario, igual que la tragedia es literatura arquitectónica: es su apariencia. Las mujeres gordas y canosas, vestidas con batas floreadas, gritaban de balcón a balcón y ustedes vieron las máscaras de oro de Micenas, esos soles funerarios que fijan un tercer rostro, intermediario entre la vida y la muerte, que sería el único rostro que otros nos obsequian, el único homenaje posible al muerto: entender que entre su rostro vivo y su rostro muerto hay otro que los contiene a ambos, los representa aquí y allá; y fueron a ver a los niños muertos cubiertos de lámina de oro y los esbozos en mármol de las Cicladas, con los senos altos, la figura simplísima, delgada, angulosa, blanca, sin decorado, que contrastaban con las mujeres caderonas de Egina, de manos firmes sobre las rodillas pesadas, o con las Cariátides colocadas por los hombres en la posición fija de sostener pero que escapan a su destino gracias a esa mirada ciega y lejana que mira para siempre a otra parte, fuera del texto concebido para su fijación eterna, fuera del marco del Acrópolis, más allá del paso inmediato que sus piernas adelantadas están a punto de dar, hacia otro tiempo, porque el de su creación ya ha sido vencido por ellas mismas y les pertenece para siempre.
       —Y dos veces te amé porque creí que habías comprendido.
       Pasabas los días en Falaraki, durante el verano y aún al entrar el suave otoño mediterráneo, buscando guijarros. Te convertiste, casi, en una tradición, la americana en busca de las piedras de colores, Klondike Lizzie, the Pebble Rush. Y un día el sol ya no salió. Un día de noviembre el pequeño golfo corrió agitado al encuentro de la playa, el mar se volvió color pizarra, gris y más salado —lo sintieron en los labios—, frío, revuelto. Los pescadores ya no salieron. Sólo había, bajo la lluvia, un viejo que azotaba un pulpo muerto contra la roca. Saliste a nadar a la playa solitaria. Javier te siguió, de lejos. La lluvia le empapó el suéter de cuello de tortuga, los pantalones de pana, y sus pies desnudos se hundían en la arena esponjosa, súbitamente opaca después de tantos meses dorados. Nadaste hasta la roca donde el pescador azotaba al pulpo. Extendiste los brazos desde ese mar agitado y el pescador sonrió y te arrojó el pulpo. Nadaste lentamente de regreso. Todo parecía dispuesto de antemano…
       —… como si hubieras celebrado un pacto, Ligeia.
       El gato blanco, empapado, salió de una de las casas enterradas en la arena y te esperó en la orilla.
       —… y tú saliste del mar, Ligeia…
       Saliste del mar, Elizabeth, con los brazos negros del pulpo enrollados a tus propios brazos, con los senos desnudos. Alargaste el brazo y el gatito se acercó a ti. Lo tomaste entre las manos y lo llevaste a tu cabeza y avanzaste hacia Javier, iluminada por luces ocres y rojas que dibujaban todos los contornos serenos, casi estáticos, de tu figura amarilla y negra, coronada por un gato.
       —No haces sino recordar amores viejos.
       —Es que soy vieja.
       —Y conoces todos mis defectos. Rieron a carcajadas y Javier se encerró en el baño durante más de una hora.

       Mira nada más, dragona, qué día que nos tocó vivir. Aquí viene la noticia, en el periódico de hoy. Está fechada en Pittman, Nevada, y dice que un crimen pasional en el cual el arma utilizada por el asesino fue un bimotor Cessna, causó anoche varias víctimas en el interior de una cantina, sin haber dañado a la persona que se pretendía matar. John Covarrubias (¡ándale!, ¡paisano!), de 38 años (¡híjole!, ¡contemporáneo!) había tenido al atardecer una violenta disputa con su mujer en un bar de Pittman, Nevada. Ciego de ira porque ella no quería reanudar la vida conyugal, Covarrubias fue a buscar su avión, despegó y, avanzando sobre el pueblo, bajó en picada contra el bar. Dos automóviles fueron destrozados y sus restos en llamas fueron a dar contra el bar; el avión se hizo trizas y su piloto falleció. En el interior del bar, tres clientes resultaron heridos, uno de ellos gravemente. La mujer del piloto asesino resultó ilesa, pues en el momento del atentado se encontraba en la calle. Y fueron muy felices. Porque, cuatacha, si te pones a monologar sobre la calavera de Yorick, resulta que la duda del Danés es la única manera de afirmar la meritita verdad: que somos y no somos, fuimos y no fuimos, seremos y no seremos, ya somos y ya no somos: now you see me, now you don’t. O sea: que también hay un no ser al que quisiéramos jugar y que en cada instante, llenos de terror, o risa, o locura, nos está convocando. Porque, quién quita, de repente sólo seríamos desempeñando el papel de nuestro no ser, nuestra posibilidad eternamente presente y eternamente negada. Hay que tener algo para dar el paso mortal. Te lleva el carajo o te llamas Rimbaud. Me duelen los huesos del tedio, Elizabeth. No nos queda más remedio que recorrer y recordar, o nunca sabremos quién es Javier. Me pediste que no le creyera. Puede que sea tu privilegio escucharle. Aunque digas:
       —Estás agotado. Sabes que decir tantas cosas te cansa. ¿Por qué no vienes a la cama?
       Javier no te hizo caso. Abrió el zipper de la maleta y fue disponiendo, una a una, las cosas sobre la estrecha repisa de cristal detenido por dos clavos arriba del lavabo. Se miró en el cristal y dijo en voz baja:
       —¿Quieres que desempaque tus cosas?
       Tú dejaste de mecerte:
       —¿Qué dices?
       —Que si quieres… No, nada.
       Colocó la taza de jabón para afeitar sobre la repisa, tomándola del asa, y adentro dejó caer la brocha de cerdas blancas y el rastrillo plateado.
       —¿Sabes, Ligeia?
       —¿Qué?
       —Son las últimas horas de la recepción…
       —Por favor, Javier.
       —… aunque en realidad, en el ánimo de los que quedan, se ha llegado al momento en que es más fácil y más legítimo imaginar que la fiesta no ha empezado nunca y nunca terminará.
       —Por favor, Javier. Ya conozco esa historia.
       Hoy en la tarde, en el siniestro hotel de Cholula, Javier fue colocando en fila la botella del agua de Colonia (Jean-Marie Farina), las gotas para los ojos, el frasco de Alka Seltzer, las tijeras para las uñas y las pinzas de manicura, el pomo de pastillas de vitamina C, las cápsulas de Desenfriol…
       —Se necesita una mirada ajena, como la mía, para saber que son las últimas horas de la recepción y provocar con la mirada, aunque sin saberlo, a quienes se niegan a admitir que esto se está acabando…
       Tu marido dejó de colocar las cosas sobre la repisa. Escuchó tus pasos impacientes sobre las tablas rechinantes del piso.
       —Por eso me saludan con cierta frialdad, como a un intruso. También los que fingen la alegría de recibir a una especie de hijo pródigo, a un recién llegado que justifica la prolongación de la fiesta, el disco nuevo, la búsqueda infructuosa de botellas sin descorchar. Y después de los breves encuentros, me abandonan a mis propias fuerzas y busco en este desorden desatendido un vaso limpio, hielo y botellas.
       Perdóname, cuatacha, si me fijo más en el peine de carey, el tarro de desodorante, el paquete redondo de celuloide que contiene los preservativos envueltos en lámina dorada. Quiero reconocer este cuarto y memorizar sus detalles. ¿Sabes por qué?
       —Olvidé el cepillo y la pasta de dientes —dijo Javier.
       —¿Qué?
       —El cepillo y la pasta. Los olvidé. ¿Por qué no te fijas en esas cosas, mi amor? Ahora tendremos que comprarlos en una farmacia.
       —Si es que este pueblo rabón se permite ese lujo.
       —¿Qué?
       —Una farmacia. ¡Una farmacia! Sal del baño si quieres escucharme…
       Javier rio:
       —Debo conformarme con un vaso usado, pintado con lápiz labial en los bordes, que ni siquiera escojo.
       Creo que tomó el frasco opaco con la etiqueta verdiblanca. Salud. 10 mg. Clorhidrato de 7-cloro 2-metilamina 5-fenil 3H 4-benzodiazepina 4-óxido. Excipientes 190 mg. según la fórmula de F-Hoffmann-La Roche & Cie. S. A. Basilea Suiza.
       Él lo colocó en su lugar en la repisa.
       —Me lo tiende, sonriendo, esa mujer.
       Javier escuchó tu carcajada. Tú sigues en la mecedora, ¿verdad?
       —Al principio sólo veo el vaso, con un fondo de líquido ambarino y la sonaja de un hielo gastado. En seguida el borde tenido de lápiz color naranja. Después la mano blanca, la muñeca ceñida por un brazalete de cobre, que me lo ofrece. Escúchame.
       —¿Qué?
       —Levanto la mirada y entonces me doy cuenta de que gira el tocadiscos y algunas parejas bailan. Alguien ha apagado las luces de la sala. No puedo ver el rostro de la mujer. No hay una luz pareja, que lo ilumine todo, sino ésta, fragmentada, de una luna menguante que debe conquistar aisladamente ciertos planos, determinadas texturas, esta muñeca enjoyada que me ofrece mi vaso…
       —Lo compraremos en la farmacia de Cholula —reíste desde la recámara.
       Cada gragea contiene Ciclorhidrato de Tripluoperazina 1 18 mg. Dioduro de Isopramida 6. 79 mg. Javier acarició el frasco. Yo trato de memorizar el cuarto de hotel.
       —Imagino los labios anaranjados, la sonrisa que no puedo ver. Escucho esa voz, esa melodía tan leve, tan retenida…
       —Está bien, Javier.
       Tarareaste desde la recámara, por fin encontraste las palabras:
       —It’s the wrong song, in the wrong style, though your smile is lovely it’s the wrong smile…
       Vía de administración, oral. Dosis, la que el médico señale. Úsese exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica. Su venta requiere receta de facultativo con título registrado en la Secretaría de Salubridad y Asistencia.
       —Y en un nivel que se confunde, a la vez que se distingue, del tono pastoso de la cantante femenina, la otra voz de mujer, siempre sin rostro, igual que la voz oculta del tocadiscos.
       Qué remedio, Elizabeth. Las cosas sucederán siempre en otra parte. Puro origen o puro destino.
       —Eres muy atractivo… —dijiste con una voz plana.
       —Sí. Me toma la mano, me acerco a ella, coloco la otra mano sobre la espalda que encuentro desnuda y ella me rodea los hombros con un brazo, mantiene el otro suelto, pegado al muslo, mientras yo le aprieto la muñeca y apenas nos movemos.
       Canturreaste:
       —You don’t know how happy I am that we met, I’m strangely attracted to you…
       —Yo dándome cuenta de que el ligero desplazamiento del baile nos acerca y nos aleja de esa luz discontinua, aislada. De que podría conocer su rostro. De que no valdría la pena alejarme del abrazo del baile para hacerlo. De que me estoy dejando arrastrar, a través de esta ceguera artificial, a un conocimiento tanto más exacto cuanto más fortuito en apariencia, a una tibieza elemental, más olvidada que desconocida.
       Javier levantó el frasco de Stelabid que mantenía en la mano y lo acercó al reflejo de su rostro en el espejo del baño. Tú entraste al baño y te reflejaste detrás de Javier. Bajaste la mirada y tomaste otro frasco y leíste la etiqueta. Este medicamento es de empleo delicado. Ácido orático 55.80 mg. Xantina 6.66 mg. Adenina 3.34 mg. Excipiente c. p. b. 250.00 mg. Lo colocaste en la repisa.
       —Me asalta otro temor. Que esas palabras sólo provoquen su risa. Que ella, como yo, sólo sepa decir las frases hechas que yo también temo decir. Guardo silencio. Cierro los ojos junto a su mejilla y siento el aliento fuerte, joven, disolverse en la vaga esencia de los senos altos y apretados que, al apartarme, veo alumbrados por las dos luces en combate que dibujan el perfil de…
       Te quitaste la blusa y la arrojaste sobre la tapa del excusado. Con la cadera, empujaste a Javier hacia un lado del lavabo. Abriste el grifo.
       —¿Habrá agua caliente en esta guarida?
       Extendiste la palma de la mano bajo el chorro de agua ferrosa.
       —Qué remedio. Sólo hay agua fría. Préstame la navaja.
       Javier se acercó, tomó la navaja y te la entregó.
       —Nos miramos, Ligeia. Miro los ojos negros, los párpados largos, gruesos, casi orientales, los labios naranja, los hoyuelos profundos en las mejillas tersas y acaloradas. Toda la piel de morena clara.
       Tú levantaste un brazo frente al espejo y te enjabonaste la axila.
       —Toda ella contenida en mis brazos. Vista ahora y vista para siempre.
       Con el entrecejo arrugado, te pasaste el rastrillo por la axila. Javier te abrazó del talle, tomó tus senos y tú gritaste.
       —Es, es, pasó, no volverá a ser, termina el disco, there’s someone I’m trying so hard to forget…
       —¡Idiota! —Te llevaste una mano a la axila y mostraste la sangre, embarrada en los dedos, a Javier—. ¡Me hiciste cortarme! Dame un poco de agua de Colonia.
       —Regreso a la mesa, busco mi vaso. —Javier destapó el frasco de Colonia—. No lo encuentro, regreso al punto exacto donde lo había dejado, ella ya no está. —Vació un poco en la palma de la mano. —Trato de encontrarla, sin moverme, guiando los ojos, ¿ves?
       —¡Date prisa! —gritaste con el brazo levantado—. ¡Se va a evaporar!
       Javier fregó la axila afeitada de la señora Elizabeth Jonas de Ortega con la mano.
       —¡Ay, pica!
       —… tratando de distinguirla entre las parejas que bailan lentamente la música del nuevo disco, recordando ya su talle, su mejilla, el lóbulo de su oreja, su olor, recordando ya que no habló, no dijo nada, que es, pasó…
       —Javier, hazte a un lado y déjame en paz.
       Te enjabonaste la otra axila. Javier se recargó contra la pared de azulejos mal colocados, flojos, pintarrajeados de cal. Diez en aprovechamiento, cero en moral.
       —No, no es así. No es así. Así no. Miento. Así no.
       —You don’t know how happy I am that we met —canturreaste mientras te afeitabas—. I’m strangely attracted to you; there’s someone I’m trying so hard to forget, don’t you want to forget someone too?…
       —Escucha, Ligeia. ¿Prometes escucharme en silencio?
       —Creo que me estoy empezando a enfermar.
       —¿Qué te pasa?
       —Mi mes, idiota. Vé si traemos unos kotex entre tus tesoros medicinales.
       Javier abrió de nuevo la petaquilla y hurgó entre el algodón, la tela adhesiva, la gasa, la botella de yodo.
       —No, no trajimos.
       Te detuviste, mi cuatacha, hecha un jabalí.
       —Anda, haz poesía de eso…
       —No lo aguanto. Ya sabes…
       —En cambio, no se te olvidaron todos los menjurjes esos para los nervios, que sólo sirven para intoxicarte…
       Javier tomó tus hombros desnudos y los apretó con fuerza.
       —Sabes que estoy enfermo.
       Quisiste zafarte con una mueca de gárgola.
       —Me haces daño. Son puras figuraciones tuyas. Todos los médicos…
       —¡Los médicos no saben nada!
       Te agitó y tú cerraste los ojos y te dejaste caer.
       —¡Yo sé lo que siento!
       Te soltó muy delicadamente y tú te abrazaste a ti misma.
       —Entonces dame un poco de algodón —dijiste en voz baja.
       Javier arrancó con cuidado un puñado de algodón y te lo entregó. Salió del cuarto de baño a la recámara y se recostó. Se levantó velozmente cuando escuchó tu paso y tú te dejaste caer sobre la cama rechinante del cuarto de hotel de segunda en Cholula, donde ya habías descubierto, en menos de una hora de habitarlo, dos pulgas gordas, abotagadas de sangre, que tú misma aplastaste contra la pared; las viste de nuevo al caer sobre la cama.
       —Debimos haber seguido a Veracruz, Javier.
       Fue él quien, al verte arrojada sobre la cama, pensó que tu talle aún poseía, a pesar de todo, la flexibilidad de un carrizo y apuesto que se dijo que sería una pedantería recordar el nombre científico del carrizo de modo que sólo murmuró, con la esperanza —no sólo de pan vive el hombre— de que no lo escucharas:
       —Phragmites communis… —Y en seguida se ordenó callar, cuando ya tenía en el paladar la definición:
       —Un roseau pensant…
       —Me aburre terriblemente esa historia —dijiste.
       —Ustedes insistieron en detenerse a ver las ruinas. Por mí…
       —Yo también podría repetir historias —gemiste y dejaste colgar la cabeza y las piernas en los extremos de la cama cubierta por una frazada de algodón blanco con manchas amarillas, de orín.
       —Javier, por favor toma un kleenex y arranca esas pulgas aplastadas.
       Pero Javier no se movió de su lugar junto a las puertas de cristal.
       —Si quieres, yo también te aburriría con mis historias.
       La sangre corrió hacia tu cabeza y te hinchó las venas de la sien y la frente y el cuello; dejaste que los zapatos se te desprendieran de los pies cansados y moviste los dedos como sobre un teclado.
       —Huele mal aquí, ¿no te has dado cuenta? ¿No piensas reclamar en la gerencia?
       Javier jugueteó con la varilla dorada de la cual colgaba la muselina que cubría los vidrios de la puerta.
       —Lo pintoresco es mugroso. Algún día habrá un Cholula Hilton, no te preocupes.
       La sangre te zumbaba en la cabeza y las pulgas aplastadas seguían allí y tú cerraste los ojos y volviste a mover los dedos de los pies.
       —Yo podría contarte otra vez la historia de Elena.
       —¿Elena?
       Levantaste la cabeza con un esfuerzo y trataste de mirarlo con asombro.
       —Elena, sí, Elena. ¿No recuerdas la playa de Falaraki? ¿Los guijarros de colores y los higos que vendía Elena? Unos higos calientes, corrompidos por el sol, que Elena traía en una cubeta y ofrecía a los que estábamos tendidos como marsopas recibiendo ese mismo sol que acaba por pudrirlo todo…
       Mientras hablabas, Javier cerró sin ruido los postigos y en la oscuridad del cuarto dijo:
       —Y tú lo buscas desde que te conozco.
       —¿Por qué cierras los postigos a las seis de la tarde?
       —El pasillo es público. Pueden verte allí, con… con el vestido más arriba del muslo.
       Reíste, con una risa que salía burbujeante de tu cuello largo. Y Javier, en la oscuridad, cerró los ojos y yo traté de memorizar las puertas de cristal que se abren sobre un corredor al aire libre que recorre los cuatro costados del patio interior del hotel. Levanté la vista y vi que había mentido: no era un patio al aire libre: lo cubría una bóveda de cristales opacos mal ensamblados sobre la araña de fierro negro que, en las coyunturas de fierro y vidrio, había acumulado unas entrepiernas de polvo.
       Javier apartó las cobijas y se metió en silencio a la cama. Se acostó boca abajo. Tus rodillas, sentada, levantaban el cobertor y aunque Javier trató de dejar la cabeza fuera de las sábanas, el olor de la mujer ya se había apoderado del lecho. Agua de Colonia, menstruación, el cansancio del viaje. Javier murmuró, con la sábana sobre el rostro:
       —Los americanos todavía saben oler; son asépticos y cualquier olor se vuelve agresivo, les ofende. Aquí estamos inmunes al olor.
       Bajó la sábana del rostro y miró por el rabo del ojo a esa mujer que fumaba con los ojos abiertos, pensativa y lejana. Volvió a cubrirse el rostro y respiró tus olores.
       I’m just a deteriorating boy, mamma.
       Y creyó dormir un momento. No sintió nada. Después, de un arañazo, se quitó la sábana del rostro.
       —¡Ligeia! ¡Ligeia!
       Tú ya no estabas sentada sobre la cama, como él te había visto la última vez. Quedaba tu presión invisible sobre la almohada, sobre las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz estaba apagada. Suspiró. Gritó:
       —¡Por piedad!

       ¿Cómo darla o recibirla, dragona? Se me hace que todos queremos cerrar nuestras vidas, saber que el círculo ha concluido y que la línea ha vuelto a encontrar la línea, el inicio: queremos completar tantas vidas dentro de nuestra vida, queremos, así sea nuestro sustento la razón, la voluntad o el sueño, creer que nuestro pasado significa algo en sí; todos somos poetas inconscientes y oponemos a la naturaleza estos designios aislados, a ella que no nos considera seres distintos, sino mezclas indiferenciadas de esta marea sin principio ni fin. ¿Cómo evocar, entonces, cómo hacer sentir que el mundo se mueve dentro de nosotros, a quien ha cerrado ese círculo con la falsa ilusión de dejarlo atrás, de haberlo comprendido para siempre? Tú tienes que decírselo; tú podrías repetir una frase cualquiera, una frase cotidiana:
       —Es un cío. Cuando termines de comer los camarones, te enjuagas los dedos en él. Así. Tienes que aprender estas cosas. Si no, dirán que no te supimos educar.
       Entonces Javier tendrá que recordar que se preguntó a sí mismo:
       —¿A dónde irá después de la cena?
       Y también que un día quiso seguirla y se perdió. Tenía diez años y fue la primera vez que salió a la ciudad sin saber a dónde debía ir. Antes, al salir solo, siempre supo que la ruta era la del colegio, la del parque o la de la tienda de dulces. Además, al colegio lo llevaba un camión. Esta vez, en cambio, esas coordenadas de la Calzada del Niño Perdido a la escuela marista en la Avenida Morelos se perdieron a las cuatro o cinco cuadras y se dio cuenta de que no conocía la ciudad, de que en realidad nunca había andado solo por la ciudad.
       —¿Dónde estuviste esta tarde?
       —Fui al cine Parisiana.
       —¿Con quién?
       —Con dos amigos del colegio.
       —¿Cómo se llaman?
       —Pedro y Enrique.
       —¿Qué película viste?
       —Una con muchos bailes. No sé cómo se llama.
       —Déjame ver el periódico. Allí debe decir.
       Después de todo, no había crecido en la ciudad; llevaba un año viviendo allí. Y antes los trenes eran todo, más que las ciudades. Retrasados y descompuestos, detenidos, a veces, veinticuatro horas en medio de un desierto mientras su madre se secaba el sudor con unos pañuelos de encaje y su padre jugaba a las cartas con otros hombres en el salón comedor que olía a plátanos negros. Primero, pedían que nadie bajara del tren porque la descompostura era leve y quedaría arreglada en veinte minutos; luego, cuando se corría el rumor de que la vía estaba volada, algunos pasajeros bajaban y fumaban cigarrillos y bebían las cantimploras pero el sol era demasiado fuerte y todos volvían a refugiarse en los carros y su madre se secaba el sudor de la nuca y entre los pechos. A él le habían dicho:
       —No vayas a bajar. Es peligroso.
       A través de los cristales cubiertos de polvo se veía ese desierto como un miraje de sí mismo, sin color, pero esperando que pasara algo terrible y todos los colores nacieran de la ausencia de color. Sólo las nubes parecían jugar carreras y eso podía entretenerlo, pero no por mucho tiempo. Quería creer que el tren estaba cansado; había jadeado y gruñido para llegar tan alto y ahora se echaba boca abajo y resoplaba sin fuerzas y todo olía a vapor cansado, a grasa y a comida vieja. Con el dedo, Javier comenzó a dibujar figuras sobre el cristal, casas y árboles y rostros.
       —Lávate las manos.
       Un viejo estaba comiendo chongos zamoranos y le convidó. Javier tenía calor pero le habían prohibido quitarse el saco color ladrillo, de lana. Se sentó junto al viejo que comía los chongos con una cuchara de madera y el viejo sonrió y le ofreció una de esas bolas de leche cuajada con la cuchara y Javier abrió la boca y gustó el sabor empalagoso y la rugosidad de la cuchara, astillada. El viejo sonrió sin dientes. La miel le rodaba del mentón arrugado y la pechera sin corbata. Usaba un sombrero de fieltro desteñido y un traje negro con los codos rotos y las solapas raídas y comía chongos zamoranos sin decir nada.
       —¿No está el niño?
       —Sí, en la sala.
       —¿Qué hace?
       —La tarea.
       —Cierra la puerta.
       La puerta de la recámara o la puerta del gabinete cuando el tren cruzaba el río y atrás se perdían todas esas cosas. Las casas sin barda, rodeadas de césped. La enseña de madera con el nombre de la familia. Las tiendas. Los cines. Las fuentes de soda. La gente distinta. No, la gente distinta es la que subía al tren en Nuevo Laredo, después de cruzar el río ancho y turbio y poco hondo entre las barrancas de lodo, el río punteado de islotes de arena y matorrales. Entonces el idioma se vuelve a entender, las alusiones, los chistes, esa manera de hablar sin referirse directamente a las cosas, como si todo quemara la lengua, todo fuese prohibido y secreto y necesitara ser emboscado por palabras lejanas porque la palabra directa es peligrosa y exige su amortiguador, su diminutivo, su albur. Raúl se rascaba la cabeza con los tirantes sueltos sobre las caderas y extendía las cosas que había comprado del otro lado. Los enchufes y los transformadores, las planchas y las cafeteras eléctricas y Ofelia se paraba frente al espejo del gabinete y detenía sobre el cuerpo el vestido nuevo hasta ver el reflejo de la mirada del niño que se había parado con un barquillo en la mano junto a la puerta y la cerraba.
       No entendía lo que decían en la mesa. Y hablaban poco. Pero, sin saber por qué, imaginaba que los rostros y las manos, los cuerpos y sus gestos, tan conocidos, nada tenían que ver con las palabras que decían durante las comidas.
       —Pásame la sal.
       Raúl, además tenía la manía de quebrar la telera y echar pedazos de pan a la sopa.
       —Te noto cansado.
       Y Ofelia exprimía un limón sobre la sopa, todos los días.
       —Sí. No es para menos.
       Javier espantaba las moscas que se posaban sobre la red de fierro negro que protegía las piezas de pan; y a veces el pan se hacía viejo allí y empezaba a blanquearse.
       —Quizás este fin de año podremos salir de vacaciones.
       Lo más divertido eran los cuadros del comedor: largos y estrechos, barnizados, contaban la historia de un niño que molesta a un perro dormido —primer cuadro—; el perro despierta —segundo—; muerde el pantalón del niño —tercero— que se encarama, llorando, por un árbol.
       —No sé. Depende de muchas cosas.
       Los tres comían en el salón separado de la sala por una cortina de cuentas.
       —Sería bueno ir al mar, bajar de esta altura.
       Las cuentas chocaban cuando la única criada llegaba desde la lejana cocina, todavía de brasero, con esos filetes delgados, cubiertos de cebollas fritas.
       —Sí, Ofelia, sería bueno.
       Y entonces sus padres dejaban de hablar y la conversación se reiniciaba penosamente al salir la criada.
       —Javier trajo buenas calificaciones.
       —Qué bueno.
       —¿Verdad, Javier?
       Él asentía sin dejar de comer y tratando de comprender las palabras que sus padres decían con un tono plano, aunque sus labios sonrieran y Ofelia, de tarde en tarde, arrojara la cabeza hacia atrás con un gesto alegre: quizás ese fin de año irían de vacaciones al mar.
       —No empieces a comer antes que tu papá. Es mala educación. Van a decir…
       Apartó la cortina…
       —Ligeia. ¿Dónde estás? Por piedad.
       … para subir a la litera alta, y en la baja estaría, tenía que estar, ese viejo que en la mañana le convidó el dulce de leche: jadeante y gris, con un esfuerzo nacido ya del puro cansancio, casi ajeno a él y sin embargo, perceptiblemente, propio de él por repetición: en la boca desdentada tenía que estar esa sonrisa que Javier, entonces, no podía comprender pero que más tarde, si se hubiese decidido a escribirlo, o aún a platicártelo, dragona, habría descrito como la máscara de un instante eterno, la expresión visible de ese secreto en el que él —Javier, nosotros: el viejo vestido sólo con su camisa sin cuello, levantada sobre las nalgas flacas— contenía su costumbre y su aventura, su derrota y su prestigio, su íntima revelación y su desgaste más externo. Al principio no vio al niño, pero la vieja sí. Ella se cubrió el rostro con los mechones de pelo cano y dejó descubiertos los senos graves, los pezones manchados como un cráter de sangre y la barriga semejante a una tela gastada: gimió y el viejo se apartó de la mujer. Los dos miraron al niño. No, no era allí, no era así; no lo escribiría jamás porque jamás después pensó que sólo era una representación, no una participación emotiva; algo así se dijo y lo apuntó por allí, en uno de los cuadernos de notas en los que se pregunta, paradójicamente, si lo importante no es esa separación, esa distancia, en vez de la complicidad sentimental acostumbrada. Volvió a encontrarlos —no los mismos, aunque los mismos— años más tarde, cuando ya era adolescente y se quedó castigado por algo, por haber copiado en clase, por haber reído a destiempo, no, por haber falsificado la firma de Raúl en un papel excusándolo de una falta de asistencia, quizás por eso y se quedó solo frente al pizarrón escribiendo las veinte líneas que cabían allí: No debo falsificar la firma de mi padre, y luego borrándolas para empezar otra vez hasta completar las quinientas líneas del castigo mientras, a su espalda, el salón de clase se iría transformando y ese sótano improvisado del colegio marista dejaría de ser la celda sombreada que nos permitía, física, inmediatamente, recuperarnos de la agitación sudorosa y solar del patio de recreo y sentimos descansados y satisfechos en las tardes de las tormentas de polvo, sentados allí sin escuchar la voz del profesor o escuchándola como el zumbido de un abejorro lejano; dejaría de ser el lugar acostumbrado para llenarse de noche, del color y el silencio y la soledad de la noche que desvanece los olores de serrín y polvo de gis y tinta y madera raspada. No debo falsificar la firma de mi padre, y luego dejas allí la última frase que escribas y borras las demás, recoges tus cosas y ten cuidado de apagar las luces y cerrar bien la puerta y puedes enjuagarte las manos en el grifo del patio y salir del colegio sin hacer ruido y no lo vuelvas a hacer y mañana les toca confesión a todos los del primer año de abogados. Invocaron su sentido del honor y lo dejaron allí, solo, a cumplir el castigo. Pero detrás del muro del frontón hay otros patios y otras celdas. Y ahora, en la noche, todo el colegio está en sombras menos esos patios escondidos a donde nadie pasa y en la casa vecina viven las monjas, las mujeres sin hábitos en estos años de persecución y dolor; las mujeres despintadas, con el pelo restirado y los chongos erizados de horquillas y los anteojos de aro dorado y las faldas negras y los altos botines. Volvió a encontrarlos.
       Te habría podido decir, dragona, que todo consiste en saber acercarse, ¿me entiendes? La gracia es acercarse, pero no sólo acercarse, sino saber cómo acercarse. Y cuando él gritó:
       —¡Ligeia! ¡Ligeia!
       tú ya no estabas sentada sobre la cama, como él te había visto la última vez. Quedaba tu presión invisible sobre la almohada, sobre las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz estaba apagada. Suspiró. Gritó:
       —¡Te voy a regresar con los bárbaros!
       Tomó las tijeras de la mesa de noche —Señor, ten piedad de nosotros—, alargó las piernas fuera de las sábanas —Cristo, ten piedad de nosotros— y empezó a recortarse las uñas de los pies con deliberación —«Es mala educación», van a decir. Las cortó en forma de media luna invertida, con los dos extremos un poco salientes, para impedir que la córnea dura se enterrase en la carne al crecer. De adolescente, tuvo que ir con el pedicuro para que le extirparan una uña enterrada. Luego se levantó, fue al baño y tomó dos cápsulas de Librium.

       Me van a perdonar, palomas, que siga leyendo mis folletos de turismo mientras viajo por la supercarretera de México a Puebla y de vez en cuando levanto la mirada hacia los campos granizados en pleno mes de abril, y al mismo tiempo ustedes dan la espalda a las ruinas toltecas de Xochicalco y Franz baja corriendo por la ladera hacia la hondonada polvosa donde tú te has detenido, sin darte cuenta de que arrastras el rebozo negro. Franz te dice: —Vas a ensuciar tu chal.
       Los excrementos duros y resecos y agrios de las cabras manchan la barranca. Los árboles son muy bajos. Ustedes espantan con sus pasos a la parvada de zopilotes que clavan los picos en los despojos de un perro muerto. Toman sus lugares en el automóvil. La voz de Franz domina el arranque del motor:
       —Erstaunte euch nicht auf attischen Stelen die Versicht menslicher Geste?
       Me acomodo como puedo en el asiento de la limousine y miro los campos mexicanos cubiertos de granizo; me recargo contra la portezuela y siento junto a la oreja el frío húmedo de la ventana y me entrego a la evocación de la lectura (ay sí, como dicen en México las mecanógrafas y las dependientes y las putas y las señoritas no emancipadas) que no es tal, porque al contarte esto estoy recordando algo con tanto derecho como el que conoció el alambrado de alta tensión que sigue como una trenza los muros de la fortaleza. La Pequeña Fortaleza tiene una puerta de piedra con una sola luz eléctrica, amarillenta, sobre la clave y dos ventanas a los lados. Encima de la puerta crece la hierba. Como si la fortaleza fuese un subsuelo, una galería hundida. Y encima de ella la costra de tierra habitable. Se camina. Se entra. Detrás de los alambrados está la sección administrativa, con sus tejados inclinados, sus chimeneas. Y de este lado las construcciones cuadradas de techos planos. La estación desinfectante. La triple crujía de los solitarios y adentro la celda blanca con dos argollas de fierro. Los patios lodosos. Siempre la hierba que crece sobre el techo, con las chimeneas que salen de entre la hierba como si indicaran la existencia de una factoría subterránea. Los muros de ladrillo que encierran cada patio. La fosa alrededor de todo. La fosa honda, de puro lodo. Honda entre las murallas de ladrillo morado, gastado, con ventanillas tapiadas. Las celdas comunales. Las camas de tablas de tres pisos. El cuarto de recepción. El cuarto de guardia. La oficina del comandante de la prisión y los rifles de la guardia en la antesala, bajo llave. A un lado, la tienda de ropa. El garage, a la salida, al final del patio de entrada. La administración del primer patio. La tienda de comida. Las celdas. Las camas de tablas de tres pisos arrimadas contra la pared, la estufa descompuesta, las luces apagadas, los muros húmedos. Un solo retrete. Un solo lavabo. Celda 16, donde los viejos y los enfermos pelan papas todo el día. Celda 14, donde duermen los hombres que trabajan en los lavaderos. Celda 13, la de los prisioneros prominentes, los que llevan y traen los bultos y las cartas, los cocineros, los camareros, los peluqueros de los guardias. Las celdas solitarias, el corredor adonde se penetra por la última puerta del primer patio, con sus veinte celdas de ventanillas condenadas, desnudas, sin camas ni cobertores, con el piso de concreto. Las perreras. Y otro corredor detrás de los solitarios: dos regaderas y una tina de madera. Y el verdadero baño del primer patio, junto a la choza destinada a tirar la basura. Y en la celda adjunta, la enfermería, atendida por un médico prisionero. El médico oficial visita la fortaleza dos veces por semana, al atardecer, pero sólo se dedica a firmar certificados de defunción. Y se sale del primer patio por el pequeño puente de concreto que conduce al viejo establo convertido en hospital. Los colchones de paja en el suelo. El jardín de la guardia, donde algunos prisioneros trabajan, cultivando hortalizas. Y detrás del puente, a la derecha, la morgue, el pequeño cuarto oscuro sobre una elevación de tierra, de donde salen los prisioneros muertos al incinerador en la ciudad. Y de allí las cenizas son regresadas a la fortaleza, las urnas son marcadas F o M. Afuera, una mansión de mansardas y pórticos, con calefacción, guarecida por setos, con las salas llenas de muebles de laca china y un gran radio de la época y mesitas de cristal y reproducciones de paisajes alpinos y la selección de discos clásicos y el comedor de sillas labradas y las camas de caoba y los parques con caminos de grava y en seguida el tercer patio. El de las mujeres. Las mismas celdas. Las mismas camas de tablas de tres pisos. Las ventanillas que dan sobre el patio lodoso. Sólo se ve el campo desde la ventana del pequeño cuarto de costura. Siete celdas para las prisioneras y otra para las tareas de las mujeres que pintan botones de madera, cosen arcos de soporte para las botas de los soldados, tejen calcetines para las tropas, trabajan en el jardín de hortalizas, cosen vestidos para las guardias femeninas y camisas y ropa interior para los prisioneros, limpian los cuartos y la oficina de los señores, ordeñan vacas y chivos. Celda 32, cuarto de aislamiento para enfermas. Celda 33, celda de la muerte. La cantina de la guardia junto a la entrada del patio de mujeres y los talleres detrás de la cantina, en el mismo edificio. De herrería, cerrajería, carpintería; muebles, juguetes, féretros, cuchillos. Y detrás los lavaderos donde sólo trabajan hombres y algunos sábados las mujeres pueden lavar la ropa personal de los prisioneros. El cuarto patio fue construido más tarde. Repito. El cuarto patio fue construido más tarde. Check. Los prisioneros ya no cabían y ellos mismos construyeron las cinco celdas enormes del lado izquierdo y las celdas solitarias del lado derecho y el paredón al fondo, cerrando el patio. Y luego, más allá del paredón, hay prados, un cine, una piscina y el puesto de los perros: dos alsacianos que vigilan el paso por el túnel con sus sótanos llenos de patatas, el túnel que se abre al patio de ejecuciones: las horcas y los paredones. El crematorio también fue construido más tarde. Repito. El crematorio. Me niego y me traiciono, Elizabeth, recordando estos pasados. ¿Por qué seguir recordando esos pasados? ¿Seré realmente un rebelde sin causa envejecido, un angry young man rancio, a middleaged beatnik? Presente, presente y más presente en clímax: no, mi sistema nervioso quiere esto, rechaza la memoria. Lo hago por disciplina y por necesidad. Vomita, cuatacha, cuando tu caifán, por un solo minuto, deja de adorar el presente. Te diré una cosa. Es mi necesidad. Ando recorriendo estos altares de la muerte porque yo mismo viajo por la supercarretera México-Puebla mientras ustedes siguen el laberinto México-Cuernavaca-Xochilcalco-Cuautla-Cholula para que acabemos por encontrarnos. Voy a chacalearme a uno de ustedes. Javier. Isabel. Franz. Elizabeth. Voy a matar a uno de ustedes. Yo melón. Los voy a mandar a empujar margaritas. No te preocupes. Yo me encargo de Dios. Tú cita a tus clásicos: «Un ser vivo busca ante todo descargar su fuerza; la vida misma es voluntad de poder; el instinto de conservación es sólo uno de los resultados indirectos y más frecuentes de esa verdad». Y si ésa te sabe mal, recuerda que «el acto surrealista más simple consiste en bajar a la calle y disparar indiscriminadamente sobre la multitud». ¿Nietszche y Breton, jefes de pelotón en Auschwitz? Da que pensar, ¿verdad, dragona? Pues entonces piénsalo, aunque no sea cierto, y piensa por qué, dolorosamente, no es cierto. En todo caso, tú cita a tus clásicos y sé feliz.



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