Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)
Carlos Fuentes: del signo barroco al espejismo
Por
Mario Bendetti
Letras del continente mestizo
(Montevideo: Arca, 1967, pp. 190-205)
I
“No ha habido un héroe con éxito en México. Para
ser héroe, han debido perecer: Cuauhtémoc, Hidalgo,
Madero, Zapata”. Esta es la afirmación de un personaje
de La región más transparente, novela del mexicano
Carlos Fuentes. Los uruguayos, que tenemos en Artigas
el paradigma de la heroicidad sin éxito, deberíamos
comprender mejor que nadie esa vieja contradicción,
agazapada en más de una historia nacional. Pero no
nos engolosinemos con el fácil paralelismo. Es probable
que el mexicano se parezca más a su historia, que nosotros
a la nuestra. “En México no hay tragedia: todo
se vuelve afrenta”, opina otro personaje de Fuentes.
Aquí tampoco hay tragedia, pero todo se vuelve mulicie.
En México, cada opción es dramática, porque lo
peor está a muchas leguas de lo mejor; aquí la opción
se vuelve un mero trámite, ya que lo peor es vecino
de lo mejor, casi se tocan. Cada cosa nos gusta o no
nos gusta, pero en vez de poner la sangre en la elecciñn,
tiramos nuestra moneda al aire. Es cómodo recurrir
al azar, sobre todo si la cara se parece sospechosamente
a la cruz.
Carlos Fuentes es tal vez el novelista mexicano que
ha visto con mayor claridad esa dramaticidad de opciones
en la vida de su país. Sus tres novelas (La región
más transparente, 1958; Las buenas conciencias, 1959;
La muerte de Artemio Cruz, 1962) son historias de
hombres que se deciden, una o varias veces, y tales
decisiones son como golpes de machete que abren paso
en la espesura al ser esencial, al ser mexicano. Hace
más de cincuenta años que México inició su corajuda,
entreverada, crecida revolución, pero todavía hoy ésta constituye un tema candente. Frente a la version escolar,
enfática, campanuda, se levantan voces de reclamo,
de acusación, de alerta. La verdad es que la transformación
quedó a mitad de camino, el tiempo limó los
propósitos, los voraces están ganando la partida.
Jesús Silva Herzog concluye su Breve historia de
la revolución mexicana con estas palabras: “Todavía
hoy, después de medio siglo, no obstante los logros alcanzados
en el campo social y en el económico (...)
existen millones de mexicanos con hambre de pan, de
tierras, hambre de justicia y hambre de libertad (...)
Sin embargo, no somos pesimistas. Durante largos años
el problema fundamental de México fue conocer nuestros
problemas. Ahora, creemos que por lo menos ya
los conocemos y, por lo tanto, ya conocemos los medios
para resolverlos” [1]. Es a partir de ese conocimiento,
y también de ese inconformismo, que Carlos Fuentes
hace su disección del presente mexicano, pero su escalpelo
no respeta pasado ni futuro; corta donde le
parece oportuno, donde el corte puede ser revelador.
Fuentes nació en 1929 y pertenece a la misma promoción literaria que Sergio Galindo, Rosario Castellanos
y Jaime Sabines, Además de las tres novelas anteriormente
mencionadas, publicó un libro de cuentos
(Los dias enmascarados, 1954) y un excelente y breve
relato de corte fantástico (Aura, 1962), prodigiosa mezcla
de suspenso y absurdo, de ensueño y pesadilla, escrita
además con una elegancia estilística y un refinámiento
conceptual y verbal, que a primera vista parecen
contradecirse con la agresividad crítica de su mundo
novelesco. Sin embargo, hay una barroca conciencia
latina, una mexicana propensión a la exageración convicta,
que vinculan sutilmente el aura de Aura con el
México que busca su destino,
Hijo de un diplomático, Fuentes vivió por largos
períodos en Brasil, Estados Unidos, Chile y Suiza, y
en este último país estudió Derecho Internacional. Actualmente cumple una intensa actividad periodística
para las revistas Política y Siempre, de México, y The
Nation, de Nueva York, habiendo representado a esta
publicación norteamericana en la conferencia de Punta
del Este. A partir del sobresalto que produjo La región
más transparente (se han vendido en México más de
cincuenta mil ejemplares), Fuentes se ha convertido en
uno de los tres novelistas latinoamericanos que pueden
vivir del producto de lo que escriben. (Los otros dos,
también mexicanos, son Juan Rulfo y Luis Spota, según
dato de la revista Visión[2]. Sus novelas han sido
traducidas al inglés, al francés, al polaco.
Antes de La región más transparente, sólo un narrador
latinoamericano había intentado crear la novela
de una ciudad. El novelista fue Eduardo Mallea; la
ciudad, Buenos Aires. En La bahía del silencio, el narrador
argentino intentó la representación de una generación
frustrada, pero su obra resultó más bien la
representación frustrada de una generación. El desencanto
retroactivo que provocan los últimos y penúltimos
libros de Mallea, permiten hoy reconocer como
causa fundamental de aquel distinguido fracaso, una
chirle insinceridad, una falta de decisión para introducirse
en ciertas definitorias hondonadas sociales. En
su retrato de México, Fuentes está en los antípodas de
esa actitud. La incisión que hace en la realidad de la
metrópoli, es también una hendedura en su propia
clase, en su propio ser de mexicano; su visión es crítica,
pero también autocrftíca. Si de algo está lejos, es
del lavado de manos.
Fuentes es actor y testigo de una realidad que le
parece una trampa. Sus novelas pormenorizan, rastrean,
descubren las equivocaciones fundamentales de una sociedad,
de un sistema de vida en que la corrupción se
ha vuelto, no sólo un hábito, una obligación, sino también una contraseña de prestigio. Los hombres que se
extrajeron a sí mismos de la Revolución (“la militancia ha de ser breve y la fortuna larga”, dice el ex-revolucionario y actual banquero Robles), se embriagan
con su propio coraje, más aún con los recuerdos de
ese coraje, y pierden el sentido moral de sus actos.
Todo es tan dramático, tan vertiginoso, tan tenso, que
la lenta, segura conciencia va quedando atrás, tan atrás
que su voz deja de ser audible. Entre oleadas de dinero
fácil, repentino, tales briosos sobrevivientes crean
la maquinaria a imagen y semejanza de sus nuevas
ambiciones. Claro que algunas veces la maquinaria los
tritura, pero quizá sea ésta la excepción. El novelista
asiste, con rabiosa impotencia, al despilfarro espiritual
de tanto rasgo noble, de tanta limpia esperanza, de
tanta vitalidad potencial. Como el viejo y mejor
Steinbeck de 1959, Fuentes extrae todo el jugo a las
uvas de su cólera, y, en tanto propina saludables bofetadas
en el letargo del posible lector, amontona (con
asco, con simpatía, con estupor) largas enumeraciones
testimoniales: “Ciudad del tianguis sumiso, carne de
tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso
ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero
de las fauces rígidas del hermano empapado de
sed y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección
de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad
famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida,
ciudad. Tuna incandescente. Aguila sin alas. Serpiente
de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer.
En la región más transparente del aire”.
Si se las compara con las frecuentes muestras de
scudoliteratura comprometida, o literatura seudocomprometida,
quc se dan en América Latina, las novelas
de Fuentes resultan ejemplares en más de un aspecto.
Antes de existir como crítica social, como desenmascaramiento
de la hipocresía, estas novelas existen como
literatura. Todas tienen una estructura deliberada y firme.
Como en varios de los monstruos sagrados de la
narrativa contemporánea (pienso en Joyce, Faulkner,
Dos Pasaos}, no hay partícula de caos que no dependa
de una milimétrica organización. Varios críticos del
continente han señalado que en la primera novela eran demasiado visibles los hilos que movían a los personajes.
Para el crítico de la revista chilena Ercilla, por
ejemplo, “los personajes a veces parecen demasiado ceñidos
a un tipo, y están manipulados con suma destreza,
pero manipulados por el autor”[3]. Según el mexicano
José Rojas Garcidueñas, “es indudable que para
muchos lectores resultará el conjunto más o menos confuso
por abigarrado y por el empleo de monólogos interiores
y de procesos de carácter subconsciente, mezclados
con páginas tan cargadas de conceptos que parecen
más propias del ensayo que de la novela”[4]. Para
el chileno Fernando Alegría, el problema es que a Fuentes
“le domina la técnica, es decir, no ha descubierto
su técnica, su estilo”[5]. Para el uruguayo Emir Rodríguez
Monegal, el personaje Federico Robles “era
casi un robot en muchos episodios”[6].
Tal vez ninguna de las tres novelas publicadas hasta
ahora por Fuentes sea la obra maestra a que tiene derecho
América Latina y para la que está juntando temas
en abundancia. Creo, sin embargo, que el novelista
mexicano es uno de los que ha estado más cerca de ese
logro. Sólo que su propósito de renovación es demasíado
amplio, y es tarea sobrehumana (y acaso sobreliteraria)
pretender cumplirlo en pocos años. Ya es bastante
lo logrado hasta ahora por este escritor joven, que
ha hecho novela social en el mejor sentido literario de
la palabra; rescatándola de la plúmbea transcripción
textual, de la descripción meramente fotográfica, del
mensaje gritado. En una entrevista que concedió, a principios
de 1962, Fuentes hizo esta declaración: “El problema
básico, para nosotros los escritores latinoamericanos, es superar el pintoresquismo. Nosotros, más que
los extranjeros, nos hemos colocado tras los barrotes del
zoológico para exhibirnos como animales curiosos. Para
superar el realismo superficial de la novela crónica
o documento e ingresar a lo universal, el escritor no
debe ‘reproducir’ el lenguaje popular, por ejemplo, sino recrearlo. Hay un gran signo barroco en el lenguaje
latinoamericono, capaz de crear una atmósfera enoolvente,
un lenguaje que es ambiguo y por lo tanto artístico”[7]. Fuentes ha utilizado con gran sagacidad ese
signo barroco; ha comprendido que éste invitaba a la
exageración más legítima, al énfasis más honesto y a la
vez más imaginativo. Me parece lamentable la insensibilidad
que demuestran algunos críticos (por ejemplo,
el mexicano Carlos Valdés, a propósito de La muerte
de Artemio Cruz) cuando esgrimen como reproche que
“los diálogos amorosos entre una soldadera y un revolucionario
sólo estarían bien en personajes más cultos”,
o también que “hay ignorantes guerrilleros que sin embargo
hablan casi como filósofos, y además están dotados
de una gran conciencia histórica”[8]. Aplicando
esa norma, sólo tendrían derecho a ser personajes de
novela los talentosos, los brillantes, los esclarecidos; sólo
con ellos podría el escritor justificar el ejercicio artístico
de su estilo. No obstante, si Flauhert hubiera
hecho pensar y hablar mediocremente a las mediocres
criaturas de L’éducation. sentimentale, esta obra no figuraría
entre los clásicos de la literatura universal. Una
razonable convención, tan vieja como la literatura, permite
que el lenguaje o el pensamiento de los personajes
sean expresados en un nivel superior al de la transcripción
inexpugnablemente verosímil. De lo contrario, sohraría
el ingrediente imaginativo; sobraría, en última
instancia, la literatura.
II
Pese a mover figuras de un mismo mundo (algunos
nombres, como Federico Robles, aparecen en dos de
las novelas, y otros, como Jaime Ceballos y los Régules,
concurren a las tres), las novelas publicadas por Fuentes
siguen ritmos distintos y obedecen a diferentes estructuras.
En La región más transparente, el protagonista
es la ciudad de México; se ha comparado esta
novela con un fresco de Diego Rivera. Empleando procedimientos
que recuerdan insistentemente a Dos Passos
pero que revelan además una marca muy personal
y mexicana, el autor corta rebanadas de vida ciudadana
que dejan a la vista del lector diversos niveles de
sucesos.
Desde el banquero millonario, a la prostituta de
última fila; desde la vieja india, a la aristócrata en
desgracia; desde el poeta fracasado que termina en libretista
de cursilerías, hasta el intelectual dolido que
quiere indagar su México, todos integran de algún modo
el gran fresco ciudadano. (En cierto modo, es revelador
que Gabriel, el bracero que estuvo trabajando
en los Estados Unidos, y Manuel Zamacona, el intelectual
que escribe su obsesión mexicana, encuentren, cada
uno por su lado y casi al mismo tiempo, una misma
muerte violenta, irracional.) El ritmo novelístico de
Fuentes es de furor, de nervio, de rápida consumación.
El presente es de 1951, pero esa fecha apcnas significa
el foco en que convergen todos los pasados y todos los
futuros.
En la nueva literatura latinoamericana, el humor
es algo así como un denominador común, el indispensable
y humano amortiguador (y fijador) de la violencia,
del estallido. Fuentes hace hahilísimo uso de ese
recurso; con simples modos de articular una frase, de
colocar un adjetivo, de introducir una viñeta, fija indeleblemente
la actitud o la intención de un personaje.
En La región más transparente, por ejemplo, se describe
un apartamento en cuyas paredes había retratos
autógrafos de celebridades: Shirley Temple, el Dr. Atl,
Somerset Maugham, Elsa Maxwell, los Duques de Windsor, Alí Chumacero y Victoria Ocampo. Esta no es la
enumeración caótica que alguna vez descubrió Leo
Sptizer; por el contrario, es juicio crítico, ironía, oportuna
instantánea sobre un infra esnobismo. En la misma
novela, alguien le pregunta a Gus si es homosexual,
y él contesta: “Horno sí, sexual quién sabe”. Para Natasha,
“ser cristiano de veras... es un problemón” y
los intelectuales “son a la inteligencia lo que la saliva
al correo, una manera (...) de pegar la estampilla”.
A Pimpinela de Ovando le dice Ixca Cienfuegos: “Vivimos
en la época del cachondeo, señorita”, y la vecindad
de la grosería con el tratamiento respetuoso, provoca
una inevitable chispa de humor. En Las buenas
conciencias, se dice de un personaje: “Como todo católico
burgués, Balcárcel era un protestante”. Y las citas
podrían prolongarse indefinidamente.
Haciendo cálculos, puede llegarse a la conclusión
de que el tiempo presente de Las buenas conciencias
(segunda novela de Fuentes y primera de una tetralogía,
Los nuevos, de la que no han aparecido otros volúmenes)
transcurre más o menos en la misma época,
o tal vez algo antes, que el de La región más transparente.
Es vida de provincia, en Guanajuato. La diferencia
de ritmo entre la primera novela y la segunda, corresponde
a la que separa el compás de vida capitalino del
de la provincia. En Las buenas conciencias, la cadencia
de la prosa es casi galdosiana, y a tal punto lleva Fuentes
la deliberada propensión que, al pormenorizar la
ascendencia española del protagonista Jaime Ceballos,
la hace remontar hasta un tal Higinio Ceballos, quien
fuera oficial de Baldomero Santa Cruz, un pañero de
la calle de la Sal, extraído, con nombre y apellido, de
Fortunata y Jacinta, la obra maestra de Benito Pérez
Galdós.
El libro está dedicado a Luis Buñuel, “gran artista
de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias
tranquilas, gran creador de la esperanza humana”.
Conviene recordar que en cierta oportunidad, al escribir sobre Viridiana[9], Fuentes sintetizó así las oposiciones
temáticas de la obra de Buñuel: “La ternura en
la violencia, la búsqueda como realización, los órdenes
viejos contra la vida nueva, la humanización de los extremos,
la perversidad de la inocencia”. ¿Cabe una
síntesis más sagaz y certera de la obra novelística del
propio Fuentes?
Jaime Ceballos es, probablemente, el personaje más
simpático de Fuentes, el que más se resiste a entrar en
el engranaje de eso que el novelista llama irónicamente
“las buenas conciencias”. Pero quizá haya otra razón
para la simpatía. Los personajes de las otras dos novelas
de Fuentes, son vistos y examinados desde el pre·
sente hacia el pasado, es decir, desde su corrupción actual
hacia su origen no contaminado, mientras que J aime
Cehallos es visto desde su comienzo, cuando el lector
no sabe aún si se mantendrá firme o se pervertirá.
También Federico Robles (en La región más transparente)
o Artemio Cruz (en la novela que recorre su
muerte) tienen zonas de bondad, puntos a favor, pero
el lector ya sabe cuál es la última carta, el definitivo
rostro del personaje. “Voy a hacer todo lo contrario de
lo que quería. Voy a entrar al orden”, dice conscientemente
Jaime Cehallos en la antepenúltima página.
Desde ya adivinamos qué desórdenes traerá ese orden
a la oprimida, golpeada (y finalmente anestesiada) conciencia,
no lit hipócrita y “buena”, sino la verdadera.
y más adelante, en la tercera novela, lo confirmaremos:
el 31 de diciembre de 1955 Jaime Ceballos se acerca a
la “momia de Coyocán”, al todopoderoso Artemio
Cruz, para mendigar un favor; su vocabulario ya se ha
contagiado de todos los lugares comunes de la vieja, inconmovible
corrupción. Allí sabremos que no sólo entró
al orden, sino que se instaló cómodamente en él.
La muerte de Artemio Cruz tiene alguna semejanza, sólo superficial, con la primera novela. La base, sin
embargo, es totalmente distinta. El protagonista ya no es la ciudad, sino Artemio Cruz, el agonizante millonario,
monstruosamente dilatado y escindido a través
del tiempo, de su memoria, de su suhconsciente. Así
como los personajes de La región más transparente eran
meras partículas de la ciudad protagonista, los personajes
de la última novela se convierten en reflejos del
agonizante, en imágenes (nuevas y viejas) donde rebota
su verdadero ser.
Son doce horas de agonía, pero el novelista introduce
en ellas las inexorables cuñas de doce días que
son otras tantas claves en la vida del que está muriendo.
“Hay un tercer elemento”, ha expresado el autor en declaraciones
a Emmanuel Carballo, “el subconsciente,
especie de Virgilio que lo guía por los doce círculos de
su infierno, y que es la otra cara de su espejo, la otra
mitad de Artemio Cruz: es el Tú que habla en futuro.
Es el subconsciente que se aferra a un porvenir que
el Yo -el viejo moribundo— no alcanzará a conocer.
El viejo Yo es el presente, en tanto el Él rescata el
pasado de Artemio Cruz. Se trata de un diálogo de espejos
entre las tres personas, entre los tres tiempos que
forman la vida de este personaje duro y enajenado. En
su agonía, Artemio trata de reconquistar, por medio de
la memoria, sus doce días definitivos, días que son, en
realidad, doce opciones”, y agrega: “En el tiempo presente de la novela, Artemio es un hombre sin libertad:
la ha agotado a fuerza de elegir. Bueno o malo, al lector
toca decidirlo”[10].
Pocas novelas he leído con una construcción tan
severa y tan riesgosa. Los doce días decisivos se interpolan
en desorden cronológico, a la manera de Huxley
(como ya ha sido abundantemente destacado por la
crítica), pero en la novela de Fuentes el procedimiento
está mejor justificado que en Eyeless in Gaza, donde la
novedad y la escarmentada pericia de Huxley no alcanzaban
a ocultar su arbitrariedad esencial. El procedimiento
de Fuentes tiene rigor. En el presente, o sea el plano
regido por el Yo, surge por lo general una palabra ajena,
o un pensamiento del protagonista, o el relámpago
de un recuerdo, que exige la apelación a un pasado;
pero no a cualquier pasado, sino a uno particular, con
fecha exacta, con rostros, con palabras que fueron vitales,
decisivas. Imposible barajar esas imágenes; imposible
reordenar esos fragmentos de pasado en otra sucesión
o dependencia que no sea la que el presente exige.
Eso en cuanto a la forma. En cuanto al tema, se
me ocurre que los antecedentes más obvios son As I
Lay Dying de Faulkner, La amortajada de María Luisa
Bombal, Malone meurt de Beckett. Pero en ninguna de
esas novelas aparece la triple dimensión del personaje,
ahora introducida por Fuentes.
Fuentes maneja admirablemente su diálogo de espejos.
En el Yo hay autopiedad y todavía disimulo, no
ya frente a los demás, sino ante sí mismo. En el Él hay
un juicio implícito, una frialdad que sólo la distancia
puede conceder. En el Tú vibra un borrador de la
verdad, golpea encarnizadamente una posibilidad, tal
vez la última. Es una extraña mezcla de realismo y fantasía,
de memoria y ficción. Quizá sea realismo en una
octava más alta, la suficiente para adquirir un impulso
lírico, un sonido a veces conmovedor. Cerca del final
de la novela, el subconsciente enumera todas las cosas
que Artemio Cruz pudo haber sido, mediante el simple
recurso de haber elegido, en cada opción, caminos
distintos de los que en verdad tomara. El crescendo de
la enumeración es impresionante; la inevitable consecuencia
es que cada lector repase su propia y modesta
nómina, y llegue acaso a la conclusión de que, a fuerza
de elegir, también él haya agotado su libertad. ¿Quién
no? La comunicabilidad de la novela es aproximadamente
ésa: el sacudón en la mente, el arañazo en las
raíces. Novela tenaz como pocas, llega hasta donde
quiere llegar; sobre eso no hay dudas. En México, la
mayor parte de los críticos se han indignado, yeso
también representa un buen síntoma; porque, claro, es
una novela que pega directamente en el estómago, y
los críticos también tienen el suyo.
José Emilio Pacheco, uno de los pocos que han elogiado
el libro, señaló que “Fuentes, por naturaleza, es,
como Carpentier, un escritor retórico; pero su retórica
—esa palabra que en nuestros días ya adquirió connotación
peyorativa— es, casi siempre, una retórica eficaz,
una utilización de los vocablos que al combinarse
dicen lo que su autor quiere decir”[11]. Podría agregarse
que en Fuentes, como en casi todos los grandes creadores
de la novela contemporánea, hay también una
retórica de la estructura, del agrupamiento y encuentro
de los personajes. Y también en este sentido puede hablarse
de una retórica eficaz, de una utilización de los
personajes que, al combinarse, al cruzarse, al enfrentarse,
forman (acaso con ingredientes que han eludido el
vistobueno de la realidad) precisamente ese mundo que
el novelista (1962) quiso, ya no reproducir, sino producir.
III
En Cantar de ciegos (1964), último libro[12] de
Carlos Fuentes, tienen buen material los amigos de desentrañar
símbolos, significados ocultos, claves secretas.
Pese a que en cualquiera de sus novelas, o en esa refinada
mezcla de ensueño y pesadilla que es Aura, los símbolos
parecían trepar incansablemente por la complicada
estructura, tal como si quisieran agotar al lector antes
de revelar su último sentido, nunca como en los cuentos
de este Cantar de ciegos el propósito trascendente quedó
tan a la vista, propuso tantas claves. Alguna vez Fuentes
declaró: “Hay un gran signo barroco en el lenguaje latinoamericano,
capaz de crear una atmósfera envolvente,
un lenguaje que es ambiguo y por lo tanto artístico”.
Si eso fuera verdad (quizá sea imposible saberlo con
absoluta precisión) jamás habría estado Fuentes tan cerca de lo artístico como en este ambiguo y trascendente Cantar de ciegos.
En la ficha editorial de la contratapa, se menciona
el término espejismo, y también el penúltimo de los
cuentos termina con esa palabra: espejismo,. Dice además
el epígrafe (extraído del Libro de buen amor):
“Non lo podemos ganar/ Con estos cuerpos lazrados,/
Ciegos, pobres é cuytados”. Los siete cuentos, de temas
tan diversos, de tan distinta materia humana, de tan
variado contorno social, se unen sin embargo en esa
concepción del narrador, algo que parece haberse convertido
en su idea fija. Siempre hay algún personaje, no
importa si joven o viejo, si ingenuo o fogueado, si hombre
o mujer, que se enfrenta de pronto a un espejismo
y se dirige pertinazmente hacia esa imagen que parece
realidad; siempre ese alguien acaba por derrumbarse en
la insatisfacción o en el cinismo o en el suicidio o en la
corrupción.
En Las dos Elenas, una de ellas, de ojos verdes y
piel dorada, opina ante Víctor, su marido, que “una
mujer puede vivir con dos hombres para complementarse”
y enarbola tan convincentemente su lema que
acaba por convencerse de otro axioma: los hombres
“tienen razón de ser misóginos”. Un espejismo, claro;
la realidad es la ignorada Elena número dos (un complemento
¿no?), de ojos negros y carne blanca, que
espera a Víctor en su cama tibia. En La muñeca reina,
a partir de un garabato de Amilamia, niña deliciosa de
un lejano parque, el narrador alimenta fervorosamente
una nostalgia y concibe con delectación el cuadro de un
reencuentro. El cuento (notable en sus gradaciones de
estilo, en sus descripciones casi barrocas) ya había sido
publicado en Montevideo por el semanario Marcha, de
modo que no traiciono ninguna expectativa si recuerdo
la final y atroz comparecencia de la jorobadita pintarrajeada
y fumadora, muequeante y desolada, ese “engendro
del demonio” en que ha venido a parar la Amilamia del espejismo ingenuo. En Fortuna lo que ha querido
(sin duda, el menos logrado de los siete relatos),
un pintor, rodeado siempre de mujeres estúpidas, o frívolas, o inconsistentes, que lo “protegen del amor”, llega a la conclusión de que “el mundo exterior y el
mundo de la obra de arte son iguales” y también de
que “la obra es la realidad, no su símbolo, su expresión
o su significado”. Pero aparece Joyce, una espléndida
mujer ajena, a cuyo contacto él se transfigura y quizá
vislumbra, paradójicamente, que su fanática inclinación
a la realidad era una trampa conceptual, un espejismo
en fin. Pero no tiene valor para enfrentar el símholo,
la expresión, el significado, y se lanza tristemente (un
crítico defenderá su pintura textualísima denominándola
sacralización de lo baladí) hacia esa falsa presencia
de lo real.
En Vieja moralidad, Alberto, un muchachito de trece años, que es a la vez el narrador en primera persona,
huérfano de padre y madre, es arrancado —por unas
tías solteronas y beatas y mediante una orden judicial de
la pecaminosa cercanía de su abuelo, que vive “amancebado”
con una mujer joven. El chico pasa a vivir con
la tía Benedicta. La inocencia de Alberto había sobrevivido a la vecindad del pecado ostensible, pero ahora
sucumbe al espejismo llamado moralidad, o sea frente
a los hipócritas manejos de la señorita Benedicta, para
cuyas represiones será Alberto el adecuado instrumento
de soltura. En El costo de la vida, un maestro que
consigue un trabajo extra como peón de taxi, cede
blandamente al rumbo que le marcan las circunstancias
(una muchacha que contonea sus caderas, un colega que
va a una imprenta) y sucumhe sin gloria, sin razones
heroicas, sin complicidades resueltas, sin consciente sacrificio.
No hay martirio; sólo la muerte estúpida. Es
el espejismo de lo trivial, esa tentación de lo insustancial
que a veces puede incluir, como en este caso, algo
más trágico o más profundo. Un Alma pura propone, a
través del epígrafe de Raymond Radiguet, que “las maniobras
inconscientos de un alma pura son aún más singulares
que las combinaciones del vicio”. Este relato,
probablemente el mejor de los siete (su tempo narrativo
es de una perfección casi diabólica), es tal vez el
más ambiguo, el que más campo deja al aporte imaginativo
del lector. A medio camino entre la extrema
pureza y el incesto, la atracción que une (y separa) a Juan Luis y Claudia, hace que el primero busque desesperadamente
el espejismo, en este caso la sucedánea de
su hermana, la suplente irremisiblemente condenada.
Juan Luis, que ha huido de México y también de algo
más, se instala en Suiza, ve como el lago refleja los
Alpes, transformándolos en una vasta catedral sumergida,
y le escribe a Claudia que una y otra vez se arroja
al agua para bucear en busca de las montañas. Pero
aparece Claire, y Juan Luis cree reencontrar a Claudia,
y se sumerge en ella, bucea en ella en busca de su hermana.
Pero detrás de la ilusión óptica está la desolación,
está la muerte. Por último, en A la víbora de la
mar, una cuarentona ya resignada a la soledad, cree de
pronto descubrir el amor, un Amor con tierna correspondencia,
con romántico impulso y con mayúscula,
pero en verdad sucumbe a una doble, inesperada estafa.
¿Estará más cerca de lo universal este Fuentes de
los cuentos que sólo excepcionalmente pone el acento
en algún rasgo inocultablemente mexicano, estará más
cerca que aquel otro de las novelas, donde el país era
algo así como una abierta herida, una obsesión candente?
Es cierto que para un lector no mexicano este Ienguaje
más depurado y menos regional, incluye también
menos zonas esotéricas. Sin embargo, México sigue tan
presente como siempre; casi me atrevería a decir que ha
pasado de la superficie a la entraña misma del relato.
Frente a los mejores de estos relatos (La muñeca reina,
Vieja moralidad, Un alma pura, A la víbora de la mar),
uno descubre retroactivamente que en sus novelas (especialmente
en La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz) el narrador se había descargado
tumultuosamente del pesado fardo de sus preocupaciones,
de sus rabias, de sus ímpetus. Ahora, después de
aquel explicable turbión, la atmósfera está más limpia,
la región más transparente, y el convaleciente narrador
parece aproximarse a su mejor esencia.
Conviene advertir que en este libro no hay concesiones,
ni evasión, ni cómodo cinismo. Y, por supuesto,
la nueva serenidad no es mansa. Tengo la impresión de que Fuentes llega a estos siete espejismos después de
haber mirado largamente el estado, actual y anquilosado,
de la Revolución de Madero, esa fata Morgana
de su México de tremendos contrastes. Tanto ese leitmotiv
como cada una de sus siete variantes, pueden ser
universales en su actual expresión artística, pero es evidente
que han sido dolorosamente aprendidos por Fuentes
en su alrededor. La lección de la ingenuidad contrahecha,
el tufo del falluto puritanismo político, la extraviante
ruta de lo baladí, la consecuencia trágica del autoengaño,
son las corrientes subterráneas que convierten
en diagnosis mexicana esta verbena de la ilusión óptica.
Que cada una de esas corrientes pueda ser seguramente
refrendada por otras fieles memorias de éste u
otros Continentes, no impide comprobar que el regusto
de la amarga búsqueda sea legítimamente mexicano.
Cantar de ciegos, proclama el título. Pero el único
ciego, Macario, que aparece en el libro allá por la página
102, es apenas un bromista que sabe poner los ojos
en blanco. O sea, no sólo el espejismo es una imagen
falsa; también es falsa la ceguera. Los que parecen no
ver, sólo simulan. Fuentes, que a lo largo del libro emplea
su escalpelo en disecciones varias, desde el chispeante
esnobismo (dice la primera Elena: “Ah, y el
miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco
passé, pero de todos modos me alborota el hormonamen.
Compra boletos. Chao, amor”) hasta el viejo
clasismo vernáculo (dice la veterana Isabel, candidata
al desengaño: “Una vez me puse mala y la criada que
teníamos se atrevió a acariciarme la frente para ver si
tenía fiebre. Sentí un asco horrible. Además tienen hijos
sin saber quién fue el papá. Cosas así. Me enferman,
de veras”), tal vez quiera que su libro contenga
siete alertas contra la hipocresía, contra lo espurio, contra
la falsificación. Después de los estallidos novelescos
que precedieron a este Cantar de ciegos, quizá la calma
actual venga de un progresivo y tenso desaliento, e incluya
una honda preocupación por el destino de su país,
de su mundo, de su tiempo. Quizá esta colección de graves
espejismos, sea en el fondo una nostalgia del verdadero
oasis.
(1965)
Notas
[1]
Breve historia de la Revolución mexicana, México. 1960, vol. II.
[2] Voces nuevas en la novela: un género hispanoamericano
al umbral de su realización, artículo sin firma aparecido, en Visión, vol. 24, Núm 3, 30 de noviembre de 1962.
[3] Carlos Fuentes pinta fresco mexicano en palabras, artículo
sin firma aparecido en la revista chilena Ercilla, Núm. 1391, 17
de enero de 1962.
[4] John S. Brushwood y José Rojas Carcídueñas: Breve historia
de la novela mexicana, México, 1959. Ediciones De Andrea. Ver pág. 128.
[5] Fernando Alegría: Breve historia de la novela hispanoamericana,
México, 1959, Ediciones De Andrea, ver pág. 245.
[6] Emir Rodriguez Monegal: La temprana madurez de Carlos Fuentes, en El País, Montevideo, lunes 3 de diciembre de 1962.
[7] Revista Ercilla, art. cit.
[8] Carlos Valdés: Un virtuosismo gratuito, en Revista de la
Universidad de México. agosto de 1962. páginas 20-21.
[9] Carlos Fuentes: Viridiana, artículo publicado en El escarabajo
de oro, Buenos Aires, abril de 1962, año 3, Núm. 6, págs. 20-21.
[10] Cit. en La hora del lector, de José Emilio Pacheco, Revista
de la Universidad de México, agosto de 1962, págs. 19-20.
(ll) José Emilio Pacheco, .art, cit.
(12) Con posterioridad a la redacción y publicación de este
trabajo, Fuentes publicó dos nuevas novelas: Zona sagrada
(1967) y Cambio de piel (1967).
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar